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sábado, 24 de marzo de 2012

No podía evitarlo

Esta semana voy a dejar la segunda parte del relato que escribí la semana pasada. Se trata de la versión en masculino. Mi idea era retar al lenguaje, ver si la misma historia, contada en masculino, cambiaba el sentido. He de decir que yo misma me he sorprendido. Creí que en femenino, el relato presentaría a la protagonista de un modo más casquivano, más trivial, con algún deje incluso de "lagartona". Sin embargo, me he encontrado con que me costaba mantener el mismo lenguaje en versión masculina. Y no porque el que había utilizado en la primera parte (la de la chica) fuese sexista (al menos, a mí no me lo parecía) sino porque, simplemente, la historia, transcrita tal cual, en versión masculina no se sostenía.

También creí que el final quedaría más natural cuando el protagonista era el hombre, el anciano que aún conserva el atractivo de don Juan y que no repara en mostrarlo ante una joven que puede ser su nieta. De hecho todos sabemos que situaciones así se dan, que no se ve extraño que un hombre lleve más de treinta años a su pareja. Normal tampoco, pero en absoluto descabellado. Sin embargo, cuando es la mujer madura la que mantiene una relación con un hombre más joven, la situación parece anormal, incluso con algún tinte de aberración. Todo el mundo piensa que es imposible que el joven haya podido sentirse atraído por una mujer a la que los años le han quitado la posibilidad de parecerse a los iconos de las revistas, y nadie piensa que esos mismos años quizá le hayan traído la plenitud y la sabiduría que, sin embargo, se les presupone a los hombres de cierta edad.

Pero, como digo, al escribir las dos historias, la masculina no me ha sonado mejor que la femenina. Quizá porque ésta fue la que escribí primero. Quizá porque sea yo misma una mujer y ya no tan joven. O quizá porque realmente el lenguaje no sea tan sexista como pensamos. ¿Cuál es vuestra opinión?

"Siempre le había pasado. Desde pequeño. Y siempre le había dado mucha rabia no poder controlarlo. Ser así. Se sentía como si un determinismo ciego le llevase, inexorablemente, a coquetear sin freno, a sentirse atraído por desconocidas, por mujeres guapas, o no tanto, que se cruzaban con él y se quedaban clavadas en su recuerdo, martilleando su mente con escenas, casi nunca vividas, que volvían y volvían a perturbar su tranquilidad.
Al principio, cuando no era más que un niño, lo atribuyó a la ilusión de la inmadurez, a su inexistente experiencia, a su ansia de conocer. Fue entonces cuando se quedó prendado de la pescadera. Y de la amiga de su hermana. Y de la prima de su vecino. Y de aquella compañera del colegio. Ésa con la nariz tan grande, ¿cómo se llamaba? Era imposible intentar recordarlo. Con todas se ilusionó. Soñó encuentros más o menos apasionados con cada una de ellas. Su falta de referencias reales no le daba para mucho, pero su ardor juvenil cubría todas las lagunas. Y con todas, con todas, coqueteó sin reparo. Era algo natural. Algo que le salía sin sentir. Es más, no podía evitarlo. Y mira que lo había intentado. Pero el proceso se ponía en marcha de manera automática. Ajeno a su control. Sólo podía percibir que lo estaba haciendo. Otra vez. Pero no evitarlo. Eso nunca.
En aquella época, el ardor de lo que él imaginaba amor y no era más que deseo, le hizo sentirse culpable un día sí y otro también. Y la naturaleza no le ayudaba. O sí. Depende de cómo se mire. Porque si él había sido un niño delgaducho, esmirriado, de pelo lacio y rubio que caía sobre unas gafas que corregían un estrabismo que le resultaba vergonzoso, la adolescencia le regaló un cuerpo grande y fuerte, en el que, con cualquier movimiento, se marcaban unos músculos que él no se preocupaba en trabajar. En una época en la que sus amigos luchaban con los granos, él pudo, por fin, prescindir de sus gafas y descubrir que su rostro proporcionado era más que agradable. A él, simplemente, la naturaleza la había hecho así. Y ese regalo venía acompañado de una capacidad innata para lucirse, sin darse cuenta, con miradas y sonrisas que enganchaban voluntades y anulaban resistencias.
Él siempre fue así. Enamoradizo, se decía él mismo cuando era joven. Ligón, comentaban sus amigos, un aprovechado, que no dejaba nada para los demás. Pero, en el fondo, no era eso lo que sucedía. Él atraía, eso era cierto. Y siempre que le llevaban, la noche se les daba mejor. Pero no siempre era él el afortunado. Imponía. Demasiado atractivo para estar al alcance. Y por eso, a pesar de llevar prendidas las miradas de todas las jóvenes con las que  soñaba, pocas se atrevían a intentarlo. A él le gustaban casi todas. No a la vez, no, que en eso siempre fue muy tradicional. De una en una, pero no había momento en el que no suspirase por alguna chica. Pero novias, lo que se dice novias, tuvo pocas. Y no las más guapas. Sólo aquéllas que se arriesgaban a vivir con la eterna duda; que no temían exponer su ego a las miradas, a las sonrisas de las demás; que aguantaban los celos, siempre presentes. Y él, vulnerable, con un lugar para todas en su corazón y en sus más ardientes e inconfesables deseos, salió con ellas. Primero con una. Compañera de clase. Fea como ella sola. Aunque tampoco es que fuese simpática. Realmente no tenía nada. Quizá por eso se arriesgó a intentar ligar con el chico más deseado de la clase. Y a pesar de todo, él no pudo evitar que, durante el tiempo que estuvieron juntos, su mente rebosase de la imagen de ella; que su voluntad se viese anulada por sus caprichos; que no pensase más que en los momentos que compartían; que llenase sus ausencias con ensoñaciones que la tenían por protagonista. Que se enamorase, como siempre se había enamorado. Locamente, totalmente, en cuerpo y alma. Entregado a otra persona. O a la imagen de otra persona. O al recuerdo de otra persona. Del todo. Pero por tan poco tiempo… Porque eso era lo malo, que los enamoramientos eran tan excesivos como cortos. Y de la fea pasó a la pedante, tan lista, tan pagada de sí misma… Le lucía a su lado como si se tratase de un coche caro. Del coche que quería, pero aún no podía comprarse. Y él se dejaba hacer, arrobado, luciendo su cuerpo excesivo en su perfección, su sonrisa siempre dispuesta, su atractivo desbordante. Él, simplemente, era así.
Y así siguió siendo cuando alcanzó la madurez. Cuando decidió sentar la cabeza y tener una relación más estable. Cuando se empeñó en engañarse e  insistir en que ese estado de embriaguez hormonal que le despertaba la necesidad inevitable de ligar podía durar más de unos meses. Cuando se casó sabiendo que se mentía, que no podría seguir manteniendo la anulación de su voluntad por mucho tiempo. “Mejor así”, se dijo, “cuando estás enamorado no eres realmente tú. Así no perderé el control y manejaré mi vida”. Pero no se acordó, o no quiso acordarse, de que cada vez que acababa uno de sus períodos de inconsciencia por esa atracción desmedida, empezaba otro. Y así coqueteó con la amiga de su mujer, y con la novia de su hermano. Incluso con la vecina, madre de trillizos. Con todas. Sin darse cuenta. Sin poder evitarlo. Sin pasar de ahí, eso era cierto, pero llenando sus recuerdos y sus noches de historias tórridas no vividas que se reflejaban en las miradas hambrientas de todas ellas.
Y tampoco logró cambiar nada cuando, después de años, faltó su mujer. Ni cuando el tiempo fue poniendo a su cuerpo en otra dimensión, no ya la de hombre envidiado, al que nadie puede evitar mirar pero al que todos temen acercarse; sino en la de un hombre maduro cuyos atractivos habían pasado de su torso a su rostro, a la inteligencia de su mirada, al embrujo de su sonrisa, a su conversación, siempre interesante, a su serenidad. Y su maldición siguió, llevándole de una atracción a otra, de una ilusión a la siguiente. Ya no lo llamaba enamoramiento. A su edad resultaba ridículo. Ahora era plenamente consciente de que era atracción, pura atracción física, mera química que anulaba el razonamiento. Él, decididamente, era así. Y fue entonces cuando llegaron las guapas. No siempre. No todas. Pero el miedo a acercársele disminuyó. Y él siguió luchando por controlar sus gestos, esas miradas que parecían prometerlo todo y que le unían (de forma real o imaginada) con mujeres más interesantes. Con mujeres más jóvenes después. Con más mujeres, al fin y al cabo. Tampoco muchas, que no había que exagerar, que él, en eso, siempre fue muy normalito. Soñar soñaba con todo. Con lo imaginable y con lo inimaginable. Con otras manos, con otros cuerpos, con otras escenas que nunca llegó a experimentar. Con todo.
Momentos hubo en los que deseó no ser así, no verse impelido a coquetear de ese modo; no luchar inconscientemente por sentir que atraía; que mujeres casi desconocidas pensaban, como él, en escenas que nunca sucederían; que el deseo que no se atrevía a reproducir, vivía en su mente y en la de otras personas, como un crimen compartido que no pudiesen confesar.
Siempre había sido así. Siempre había ocurrido. No podía pasar desapercibido. Al principio por su cuerpo. Después por ese encanto que le daba la madurez. Y ahora, ¿por qué seguía sucediendo ahora? Él era así, pero estaba ya tan desdibujado… Hubiera deseado tener algún control sobre su cuerpo, sobre sus reacciones, sobre esas sonrisas que parecían embrujar pese al paso del tiempo, sobre su mente que no reconocía la edad y se estancaba en aquellos lejanos años de juventud. Siempre le había pasado. Siempre. Pero ya era hora de que acabase, porque no había nada más incómodo que saber que María José era como tantas otras, que no podía evitar sentirse atraída por él, por su voz, por su mirada, por su conversación, por esa risa atemporal que alegraba el cuarto. A él le hubiese gustado que ya no fuese así, que pudiese evitar coquetear. Le hubiese gustado incluso sentir la culpa de antes y no esa vergüenza, esa sensación de ridículo al saber que, sin poder evitarlo, estaba coqueteando descaradamente con la nieta de su compañero de cuarto en la residencia de ancianos."

3 comentarios:

  1. A mí no me parece que haya diferencias significativas-vamos,de hecho creo que no hay ninguna-entre un relato y otro por el hecho de cambiar de género.

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  2. Pienso como Guillermo. No le veo gran diferencia, es más, encuentro similares los dos relatos. Quizá no tengas razón en lo que comentas en la entrada; quizá a estas alturas ya no sea tan diferente la situación según el sexo que la protagonice.
    Juan

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  3. Me parece que no hay diferencias al cambiar de sexo. Tan mal, o tan bien, es la postura de ella, como la de él

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