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sábado, 28 de julio de 2012

NI PATRIA NI TRIBU (2)

Como habréis visto, le he dado al blog un aire más veraniego. Y es que ya veo cerca las vacaciones. Además, mi última publicación y la que voy a hacer ahora, invitan, ambas, a pensar en mar, tienen un regusto azulado como el del fondo del blog.

Tal como anuncié, voy a seguir publicando trozos de mi segunda novela, "Ni patria ni tribu". Lo retomo justo donde lo dejé.


"Cuando volví a abrir los ojos no sabía cuánto tiempo había pasado. Tardé un poco en tener las ideas ordenadas, como si estuviesen flotando fuera de mí, libres y se negasen a adaptarse a la tiranía de mi pensamiento. ¿Qué recordaba? Recordaba un rostro masculino, un techo, una pared, recordaba que no podía moverme y que tenía que estar viva. Tenía que estarlo, no quedaba otro remedio, sino ¿por qué podía pensar? ¿Sería eso estar muerta? No sentir, pero ver, ser consciente de estar. Y si era así, ¿por cuánto tiempo?, ¿hasta cuándo? ¿Vería la famosa luz al final del camino? Porque a mí me parecía todo igual. Ni más luz, ni nada. Todo igual. Blanco. Ligeramente sucio. El techo algo desconchado. Intenté moverme nuevamente. No lo conseguí. Sin embargo, logré girar los ojos para ampliar mi visión. A mi izquierda vi el borde de una sábana y reconocí una cama. Estaba en una cama. ¿Era mi cama? No lo creía, pero tampoco lograba recordar cómo era mi cama o mi cuarto. A la derecha, un soporte metálico sujetaba una bolsa llena de un líquido transparente que se hundía en mi brazo a través de una goma. Lo supe entonces: no estaba en mi casa. No recordaba mi casa. No recordaba mi cama, ni mi cuarto, pero no estaba en mi casa. Estaba en un hospital. Volví los ojos nuevamente a la izquierda. En la parte superior de la sábana, una línea azul contenía unos signos blancos. Sabía que tenían un sentido, pero no era capaz de recordarlo. Intenté mirarlos más detenidamente para desentrañar su significado. Las formas, individualmente, empezaron a dibujarse en mi mente, a encontrar coincidencias, pero más allá de los dibujos de la sábana, uno a uno bailando en mi cabeza, no logré ver el sentido.



Cansada por el esfuerzo, volví a cerrar los ojos. Me invadió un leve sopor. Supuse que sería el líquido que llegaba a mi brazo. No conseguía moverme. No conseguía recordar. Pero no estaba muerta. No. No lo estaba. Estaba en un hospital y no estaba muerta.





Dudo entre ir a casa de mi prima Claire o volver a mi guarida. Me decido por lo segundo. Estaré solo y aburrido, pero pasar otra tarde con Claire está por encima de mis fuerzas.



Mi prima ha nacido en Alicante, pero contrariamente a lo que me pasa a mí, ella no reniega de sus orígenes. Se siente muy orgullosa de su nombre francés y de sus padres “pieds noirs”, venidos de Orán poco antes de la independencia de Argelia. A pesar de haber nacido aquí tiene un leve acento francés cuando habla español, acento que yo creo que es fingido pero que ella considera muy “chic”.



Mis padres me llamaron Daniel para evitarme problemas de pronunciación, cosa que no pudieron hacer con mis apellidos, tremendamente complicados para los franceses. Y no hablemos ya de la “ñ” de Carreño, que no aparece en ningún teclado y que, a lo largo de mi vida, he sustituido por “n” o por “gn”, sin conseguir nunca que mis apellidos suenen y aparezcan escritos correctamente. Pero mi nombre se escribe igual en ambos idiomas y aunque la pronunciación es levemente diferente, no tiene nada que ver con el calvario que pasó mi padre, Juan José  o mi madre, Rosario, que acabaron adaptando sus nombres a versiones francesas más o menos cercanas.



Sin embargo mis tíos, a pesar de vivir en España, decidieron llamar a sus hijas con nombres franceses y si bien la mayor, Hélène, lo españolizó, conservando, eso sí, la “h”, las dos pequeñas, Claire y Monique los han mantenido como seña de identidad.



Mi prima Claire es una persona adorable, aunque puede llegar a ser cargante en algunas ocasiones. Y ahora, suele serlo conmigo. Le preocupo. Le preocupo bastante, y a pesar de ser cuatro años más pequeña que yo, ha decidido tenerme a su cargo y cuidar de que consiga enderezar un rumbo que ella considera que tengo totalmente perdido.



Como si fuera una broma del destino, mis primas son, las tres, rubias, de piel muy clara y ojos azules. Es cierto que mi abuela Fátima, argelina, que procedía de la cabilia, la que dio origen a mi piel cetrina, es la madre de mi padre, y Claire y sus hermanas son hijas del hermano de mi madre, por lo que no hay ninguna relación de consanguinidad entre ellos; pero no deja de resultar irónico que yo, que me he pasado toda mi vida intentando parecer francés, francés auténtico y no de tercera generación como soy, tenga un físico que casa más con un español o con un magrebí, y que mis primas, que siempre han vivido aquí, en Alicante, tengan un aspecto mucho más europeo que el mío.



Desde luego, no nos parecemos en nada. Porque además  ellas son, las tres, más bajas que la media, en especial Claire, mi protectora, que no estoy muy seguro que llegue al metro sesenta. Es una mujer pequeña, menuda, de rasgos agradables y muy, muy alegre.



Yo, sin embargo, soy alto, bastante alto, de piel oscura y pelo castaño, rizado, que empieza a escasear, ojos marrones y nariz algo ganchuda. La gente suele decirme que tengo un aire a Jean Reno. Cuando vivía en París, en la época de mi “afrancesamiento”, esa comparación no me hacía ninguna gracia. Porque Jean Reno es en realidad Juan Moreno, nacido en Casablanca de padres gaditanos. Vamos que, por más que yo quiera evitarlo, mis orígenes me delatan hasta en los parecidos.



Pero Claire es también mi nexo con la realidad y con mi nueva vida. Después de huir constantemente de mi pasado, decidí que, dado el éxito obtenido con la vida que me había esforzado en construirme, debía dar un giro radical e ir directamente a mis raíces. Empezar desde cero (tampoco podía empezar desde mucho más, porque no tenía prácticamente nada). Pero, como tampoco es que me haya vuelto loco del todo, opté por Alicante, donde viven mis tíos y mi prima Claire. Aunque, la verdad, venir al país con la mayor tasa de paro de la Unión Europea a establecerme y buscar trabajo, no parece precisamente muy cuerdo.



Pero, tal y como decía Punset en su trilogía sobre la felicidad, el amor y el poder, la vida humana es ahora tan larga que caben varias vidas dentro de ella, por lo que tenemos más oportunidades de enmendarnos… o de errar. (Al menos, eso es lo que entendí yo en mis lecturas). Por tanto, voy a darle una opción a mi lado español, a ése que me he esforzado en sofocar y aplastar, pero que, siempre lo he sabido, está ahí, mucho más presente de lo que yo quiero admitir.



Lo cierto es que soy bastante cabezota y una vez que tomo una decisión, es difícil que me vuelva atrás. Y aquí estoy, en Alicante, a punto de coger el tranvía que me llevará a la casa de veraneo de mis tíos en la playa de San Juan, el lugar en el que, por ahora, me he instalado. Un lugar que evoca para mí tiempos mejores, tiempos de inconsciencia y diversión; tiempos en los que lo único que importaba era el momento y en los que el futuro que imaginaba era grande, inmenso, un camino abierto hacia cualquier parte del horizonte, que nada tiene que ver con mi realidad; tiempos en los que se forjó esa relación de complicidad que Claire y yo hemos logrado mantener a pesar de los años, la distancia y la poca comunicación. Porque ya no somos jóvenes mintiendo a nuestros padres sobre la hora a la que hemos llegado a casa; ya no nos echamos colirio para que no descubran nuestros ojos rojos; ni nos cubrimos en las coartadas con nuestros novietes. Ahora las cosas son distintas, como lo es mi prima, como lo soy yo, como es este Alicante gris y solitario que nunca hubiese imaginado que existía.




domingo, 15 de julio de 2012

El toldero que leía a Murakami

Hoy voy a dejar un relato veraniego, ligero y sin pretensiones, para leer debajo del toldo o de la sombrilla, con la resaca del día anterior o con la falta de sueño por el llanto de los niños. Depende de la edad y de la situación. A los que, el fin de semana pasado, estuvieron conmigo en la playa, les sonará el título, aunque no el contenido. Hay veces que una frase te sugiere cosas que nada tienen que ver con la realidad. Y esta vez, así ha sido. Aquí lo tenéis, mi relato de verano:

"Le costaba tanto hacerse a la idea… Cada mañana se despertaba creyendo que era mentira, pero no, no lo era. Él ya no estaba. Se había ido. Y no iba a regresar. Al menos, no en mucho tiempo. Le hubiera gustado cerrar los ojos y volver atrás, cuando al estirar el brazo encontraba su cuerpo junto a ella en la cama; cuando al darse la vuelta para seguir durmiendo no chocaba con la cuna de viaje de Mario, el pequeño; cuando al abrir los ojos por las mañanas veía a su lado el hueco revuelto que él había ocupado y no a Pablo, el mayor, en la cama mueble.

            Su hermana se había empeñado en que pasase todas las vacaciones en la casa de la playa. “Allí, con mamá, que te echará una mano con los críos. Y luego llegaré yo, a mediados de julio, y ya verás qué bien. Saldremos como cuando éramos jóvenes, ¿te acuerdas? Todas las noches. O al menos todas las que aguantes” y se reía, con esa risa fingida que ahora todos tenían. Con ese aire de “sabemos que está hecha una mierda pero no podemos admitirlo, porque estamos aquí para levantarte el ánimo”. Y lo malo fue que se dejó llevar. Hacía dos días que había llegado. Ya ni se acordaba de lo pequeño que era el adosado. Ni de lo lejos que estaba de la playa. Esa caminata de más de diez minutos bajo un sol infernal para llegar a la arena, cuajadita de gente, sin un espacio libre en el que poner la toalla. Pero ella no tenía que preocuparse, no, que su familia siempre había tenido sitio fijo en la playa. Su toldo. Reservado desde el principio del verano. Por tanto, después de temer por su vida, por si moría de deshidratación en el largo camino desde casa, sólo tenía que cruzar el trozo de arena que separaba el paseo marítimo del toldo. Casi nada. Sobre todo porque ahora tocaba hacerlo con un carrito de bebé. Y a pesar de que su madre se ofrecía siempre a ayudarla, ella se negaba. No estaba ya la mujer para esos esfuerzos. Como mucho, para ocuparse de que Pablo no llenase de arena a la gente que estaba tumbada en la toalla, en su loca carrera por llegar antes al toldo.

            Era su primer verano sola. Lo pensaba y se echaba a llorar. Y a veces, incluso, lloraba sin pensarlo. Después de siete años, Alberto, su marido, había decidido separarse. Así, sin más. Lo había decidido él, porque ella casi ni pudo opinar. Y en menos que canta un gallo se vio sola, bueno, sola no, que tenía a los críos. Pero sin Alberto. Sin él, que no tardó en encontrar un piso alquilado. “La verdad es que, a pesar de todo, no te puedes quejar”, le decía su hermana, que de esto sabía un rato. Al fin y al cabo era abogada y, durante un tiempo, ejerció como matrimonialista. Por tanto, si ella decía que no se podía quejar, sería por algo. “El hombre mal, mal, no se ha portado. Te ha dejado la casa, pagada y todo, que, en estos tiempos que corren, es un lujo. Y con las visitas de los niños ha sido bien generoso. Ha puesto todo de su parte”. Para no ponerlo, pensaba ella, si lo que quería era largarse cuanto antes. No quería perder ni un minuto, que parecía que estar a su lado le daba descargas eléctricas. ¿Quién iba a pensar algo así? No es que fueran una pareja especialmente empalagosa, pero nunca se habían llevado mal. Al menos, no especialmente mal. Vamos que discusiones siempre habían tenido. Pero de las normales. De las que tiene todo el mundo. Y cuando Alberto empezó a estar tan raro, ella pensó que se le pasaría, que sería una racha, o algo de la edad, que ya se iba haciendo viejo. Pero ni se le pasó ni fue una racha. Al menos por ahora. Le dijo que ya no era igual ¡Pues claro que no era igual! Eso ya lo sabía ella, pero tampoco era para tanto, ¿o no? Pero fue que sí. Porque ahora Alberto ya no estaba. Y ella allí, en la playa, con los niños, su madre y su hermana a punto de llegar. Menudo papelón.

            Por eso al principio, ni reparó en él. Para tonterías estaba ella… Pero al segundo día sí que le vio, sentado a la puerta de la caseta, leyendo. Le pareció raro que el toldero leyera. El que había antes, el de toda la vida, no leía nunca. Ya no se acordaba del nombre. Pero daba igual. Éste era otro. Nada que ver con el de antes. Más joven, más alto, buen aspecto. Y sobre todo, con un libro. Se le hizo raro. Y hasta le dio algo de envidia. “Mañana me traigo un libro yo también, que algún rato encontraré”, se dijo. Y así fue, al día siguiente, decidida a recuperar el gusto por la lectura que había abandonado cuando nacieron los niños, se sentó en la silla verde de su madre y abrió el libro.

            Al principio le costó concentrarse. “La falta de costumbre”, pensó. Pero enseguida consiguió coger el ritmo. Había elegido una novela que vio por casa. Suponía que la había dejado su hermana, porque no era el tipo de literatura que le gustaba a su madre. Tokio Blues de Haruki Murakami. “Tanto tiempo sin leer, y me rengancho con un japonés. Mira que soy rara”. Pero pronto se vio envuelta en la historia y se le pasó el tiempo sin sentir. Tanto que, cuando le oyó, tardó en darse cuenta de que estaba sola en el toldo. Su madre se había ido con los niños a la orilla. Debía de ser la hora de comer. Le sobresaltó verle allí, mirándola con una sonrisa. Se sintió incómoda.

-          ¿Pasa algo? – Le preguntó. Se dio cuenta de que, de frente, era más atractivo de lo que le había parecido sentado. Llevaba un sombrero. Un sombrero extraño, como de safari, que no cuadraba con el entorno de playa.

-          No, nada. – Dijo él. Y siguió sonriendo.- Es sólo que…. – Y señaló el libro. Laura no sabía a qué se refería.- ¡Qué casualidad! Es el mismo libro que me estoy leyendo yo.-

-          ¿Éste? – Preguntó Laura extrañada.

-          Sí.- Afirmó él.

-          Pero, ¿tú lees a Murakami? – No se lo podía creer. Para ella era un autor extraño. Y, aunque llevaba tiempo sin leer, siempre había sido muy aficionada a la literatura, por lo que se consideraba algo superior a la media en cuanto a gustos.

-          Sí. Y la verdad es que me gusta. Aunque esta novela es algo rara, no responde a su estilo.-

Laura se sorprendió. No sólo leía esa novela, sino también otras de ese mismo autor. Y ella creyéndose culta y entendida… Definitivamente, este toldero era una cajita de sorpresas.

-          Acabas de empezar.- Le hizo notar él.- Cuando la termines, me comentas, a ver qué te ha parecido. Por cierto, me llamo Raúl.- Y le tendió la mano, que ella estrechó, sin saber muy bien cómo, un poco aturdida por lo extraño de la situación.

 Fue plenamente consciente de su imagen. Allí, en la playa, semidesnuda, con ese cuerpo del que hacía tiempo que no se preocupaba y que almacenaba unos cuantos kilos de más desde el último embarazo. Con la piel muy, muy blanca. Más aún de lo normal, porque usaba la crema solar de los niños – era una tontería comprar dos cremas distintas -  que era espesa y no penetraba bien, dejando surcos blancos. Con el pelo recogido hacia atrás con una pinza, las gafas de sol de hace varias temporadas y el bikini de cuando tenía cinco kilos menos ciñendo esas curvas que lo desbordaban. Le dio vergüenza. Hasta ese momento no se había parado a pensar cómo estaba, ni si conjuntaba lo que se ponía. Bastante tenía con controlarse para no estar todo el día llorando y con no olvidarse de las comidas de los niños. Bastante tenía con levantarse cada día. Pero ahora, por primera vez en meses, se importó. Y, a pesar de la vergüenza, pensó que era una buena señal. A lo mejor era una excusa para arreglarse algo. Y para dejar de comer helados como lo hacía, de forma compulsiva. A lo mejor Raúl, además de toldero y lector de Murakami, además de guapo y atlético, era tan simpático como parecía. Y, si  no, al menos era la primera persona en este tiempo que no la había tratado con condescendencia.

Al día siguiente dudó ante el espejo. Había elegido su mejor bañador, el nuevo, el que se compró en las rebajas del año pasado. “Parezco una madre”, se dijo. La verdad es que lo era y, hasta entonces, no le había importado. Pero ahora… “Qué bobada. Mira que soy tonta. Ponerme así por el chaval éste. Si le debo sacar… ¿qué se yo?, ¿diez años?, ¿doce?” Pero se ponía. Y no le disgustaba la sensación. Se dio cuenta de que no había llorado desde la mañana del día anterior. “veinticuatro horas, todo un récord”, pensó.  Se miró una vez más y decidió que, si metía la tripa, no estaba tan mal. Las piernas algo gordas, sí, pero el negro del bañador ayudaba con el resto. Se hizo una coleta alta y dejó la pinza –su adorada pinza – en la repisa del baño. “Algo voy mejorando. Me he quitado por lo menos…. Seis meses” y se fue riendo a preparar la bolsa.

Cuando llegó a la playa no le vio. Había más gente que el día anterior. Reparó en que era sábado. Hoy llegaba su hermana. ¡Qué ganas y qué agobio! Julia era un vendaval. Ideal para animar cualquier sarao, pero Laura ahora no sabía si quería saraos. Dejó el cochecito de Mario a la sombra y le puso los manguitos a Pablo. Su madre se ofreció a llevarles a la orilla.

-          Así te quedas un rato leyendo y te entretienes.- Le dijo, sonriendo. Se había dado cuenta de su cambio y lo atribuía a la lectura. Cualquier cosa era buena si la apartaba de su pena.

Llevaba ya unas veinte páginas leídas cuando la vio aparecer. Su hermana. Impecable como siempre. Con su risa adelantándola hasta el toldo. ¿Cómo podían ser tan distintas? Recordaba que esas diferencias la atormentaron cuando eran niñas, haciéndole pensar que quizá ella fuera adoptada. Julia era la pequeña. Y era más alta. Y más delgada. Era morena, con una melena abundante y rizada que siempre le quedaba bien. Como la de su madre. A pesar de que se llevaban dos años, pronto empezó a entender las películas mejor que ella. Y los libros. Los libros también. Miró el que tenía en las manos. Murakami era muy de Julia. Laura hubiera elegido un libro de Almudena Grandes. Algo más tradicional. Como era ella. La mayor. La que no se parecía a nadie de la familia. “Es igualita que el tío Felipe”, decía su madre. Pero hacía años que no se hablaban con él, por tanto Laura nunca le conoció y se quedó sin saber si ese parecido era cierto. Ella era más bajita. Con tendencia a engordar. Con un pelo rubio y lacio al que no conseguía dar forma. ¿Hermanas? Nadie lo hubiera dicho. Llegó hasta ella con ese olor a colonia cara que no la abandonaba ni recién salida del mar. Se abrazaron. Julia, la alegre Julia, la estrechó tan fuerte que llegó a hacerle daño.

-          ¿Cómo estás? – le preguntó. Y Laura supo que no podía contestarle. Las lágrimas habían vuelto y estaban a punto de abandonar sus ojos. Se ajustó las gafas de sol, para que su hermana no lo descubriese y carraspeó, fingiendo una tos que no existía.

-          Bueno, como puedo.- Nunca había sido como ella, tan alegre, pero ahora la diferencia era aún más evidente. Laura no pudo sonreír y en  su cara se dibujó una extraña mueca.

Se sentaron juntas y Julia vio el libro que Laura había dejado sobre la bolsa de la playa.

-          Anda, ¿es el que me olvidé aquí en Semana Santa? – preguntó.

-          Sí, lo estoy leyendo.- Informó Laura.- Y el toldero también.- Enseguida se dio cuenta de que ésa era una información que nadie le había pedido.

-          ¿El toldero? – Preguntó su hermana.- ¿Ese chico argentino del verano pasado? –

-          No sé si es argentino. Se llama Raúl.-

-          Sí, debe ser. Era majo.- Comentó Julia sin darle importancia.

-          Bastante.- Laura no se reconocía. Estaba hablando más de la cuenta. Julia dejó el bote de crema y se volvió hacia su hermana.

-          ¡Pero Laura! No me lo puedo creer. Tú opinando de un chico. Estás cambiando. Y me alegro. Humm, el toldero. No es propio de ti, pero en estas circunstancias cualquier cosa puede ayudar. ¿Dónde está? – Preguntó mirando a su alrededor.

-          No sé. Hoy no le he visto.-

-          Bueno, voy a ver si alquilo una hamaca.- Dijo Julia, guiñándole un ojo a su hermana y saliendo del toldo en busca de Raúl.

No tardó en volver a aparecer con él, que arrastraba la hamaca por la arena como si no pesase. Mientras Julia buscaba dinero en su bolsa, le dijo:

-          Mi hermana me ha dicho que estás leyendo Tokio Blues.-

-          Sí. Es una casualidad que hayamos coincidido leyendo el mismo libro.-

-          Sí, sí que lo es. ¿Te gusta? –

Y antes de que pudieran darse cuenta, Julia había comenzado con Raúl una animada conversación que se vio interrumpida por la llegada de su madre y sus sobrinos.

Desde entonces, todos los días, Raúl pasaba un rato charlando con Julia y Laura. Normalmente era por la tarde, poco antes de recoger las hamacas y las sombrillas. Resultó que no era argentino, sino de Muchamiel, aunque vivía en Madrid. Trabajaba durante el verano para sacar algo de dinero, con el que iba tirando el resto del año. Porque Raúl era estudiante. Estudiante de Psicología. Tenía veintiún años – quince menos que Laura – y parecía estar allí sólo para hacer que ella olvidase lo que la había llevado a pasar el verano en la playa con su madre.

Se reían, se reían mucho. Los tres juntos. Pero, por algún extraño motivo, por la ilógica razón de ese verano, que prometía ser un desastre y que estaba convirtiéndose en el mejor de sus vidas, Raúl siempre, siempre, buscaba a Laura. Julia se lo comentaba a su hermana, ambas en el baño, una en la ducha y otra limpiando el vaho del espejo.

-          Le haces gracia, Lauri. ¿Por qué no te animas? Es un yogurín. Date un gusto. Seguro que te viene bien.-

-          Estás loca, Julia. Pero, ¿adónde voy yo? Con este culo y estos michelines. Si es que no puede ser. O el muchacho está enfermo, o si no, es imposible que le guste. Pero si es un crío.

-          Sí, sí, un crío, pero está bien bueno. Te advierto que, como no te decidas, me decido yo, que no tengo tantos remilgos.-

-          Ay, Julia, pero qué loca eres. No sé, es que no me atrevo, me da vergüenza.

-          Si me dices que sí, mañana quedamos y nos vamos los tres al Golf. Yo me pierdo y ya está, como cuando éramos crías, ¿te acuerdas? –

-          Sí, pero entonces la que se perdía casi siempre era yo.- Recordó Laura.

-          Pues por eso, que te lo debo, ahora me toca a mí.-

Y así un día y otro, hasta que el verano se fue acabando y las dos tuvieron que pensar en ir haciendo las maletas. Laura se agobió ante la idea de volver a casa. A casa con los niños. A casa sola. Allí no le quedaría más remedio que recordar. Allí no tendría toldero, ni libro de Murakami, ni hermana alocada que la invitase a saltarse las normas y a tomarse unos mojitos frente a la playa. Allí tendría su trabajo, sus hijos y la ausencia de Alberto rodeando cada rincón de la casa, cada esquina del recuerdo.

La última noche, las dos, Julia y Laura, decidieron dar un paseo por la arena en lugar de salir de copas. Hacían el camino de vuelta cuando le vieron acercarse.

-          Pero, ¿qué haces tú aquí? – Le preguntó Julia.

-          He venido con unos amigos a cenar y me ha parecido veros a lo lejos.  Os vais mañana, ¿no?

-          Sí, por la mañana, después de desayunar.- Contestó Laura.

Raúl las miró a las dos y dijo:

-          Ha sido un buen verano. Lo he pasado bien.- Y, mirando a Laura, continuó – Pero no te puedes ir sin contarme qué te ha parecido Murakami.

Y Laura, que no se había terminado el libro, miró a su hermana, con ojos suplicantes. Julia se echó a reír y le dijo:

-          No, no, hermanita. Dale tu opinión. Yo me voy a la cama, que mañana tengo que conducir.- Y, antes de terminar la frase, ya estaba enfilando el camino.

A la mañana siguiente, mientras Julia cargaba el equipaje en el coche, apareció Laura, con cara de sueño, conduciendo el carrito de Mario. Las dos hermanas se miraron y, sin decir nada, se echaron a reír.

-          Creo que vas a fundar el club de fans de Murakami, ¿no? – Le preguntó Julia. Y Laura, con la risa de su hermana, esa risa fuerte y arrítmica que la caracterizaba, que la precedía y la envolvía siempre y que ahora compartían (por fin algo común) dijo:

-          Te prometo que me acabo el libro nada más llegar a casa. Sin habérmelo leído ha hecho más por mí que cualquier psicólogo.-

-          No, no, más que uno que yo me sé, no.- Y ambas estallaron en carcajadas, en ésas que, después de toda una vida, eran la misma y las habían unido más que los apellidos y los padres que compartían.

lunes, 9 de julio de 2012

No tenía nada

Hoy os dejo una historia que acabo de escribir. Habla de los mundos irreales que muchos nos construimos en nuestra imaginación. A algunos nos gusta compartirlos. Y por eso escribimos. Otros pintan o los transforman en cualquier otra expresión artística. Son una vía de escape, un camino por el que se desborda todo aquéllo que no somos. O lo que queremos ser. O lo que nunca nos atreveríamos a exteriorizar. Son otras vidas, que se acaban antes de empezar, que se reviven ante la lectura del otro, si están escritas, o ante la mirada del espectador si se han convertido en un cuadro o una película.

Pero hay cosas que no nos gustaría compartir con nadie....

“No tenía nada. Y a pesar de ello sentía que era capaz de todo. Capaz de llegar adonde quisiera. Capaz de lo mejor y de lo peor. De cosas que costaba imaginar. Así, como era, un hombre normal, sin nada destacable, con una vida hecha de momentos repetidos que podrían ser siempre el mismo. Atado a un trabajo que no le gustaba, que le llenaba el día y no podía dejar. Atado a unos amigos que ya no lo eran, a una familia que hace años fue suya y ahora apenas reconocía. Atado a una casa que nunca la había gustado, a un coche que compró para estar a la altura en el garaje de la comunidad y que no le había dado más que problemas. Atado a él mismo. A la imagen de él que le gustaba pensar que tenían los demás. A ese “avatar” que ni era azul, ni más alto ni mejor que él. A ese doble que era él mismo sin serlo.  Su vida. La que se había construido siguiendo las normas y haciendo lo que había que hacer. Lo que se esperaba de él. Una buena vida. Envidiable. Envidiada. Al menos, eso parecía. Una cárcel. Su cárcel. Lo tenía todo y sin embargo… Sin embargo no tenía nada.

Y a pesar de ello se sentía capaz de cualquier cosa. Capaz de hazañas que no podría compartir con nadie. Allí estaban, en su mente. Las vidas que construía cuando la otra, la de verdad - su cárcel - le daba un respiro. Las que le hablaban de amores imposibles que, sin embargo, siempre dejaban de serlo. Las que le llevaban a cometer barbaridades que nunca se atrevería a compartir con nadie. Allí, en el amplio mundo de su imaginación, cabía todo y todo le esperaba. Allí era el mayor villano y el  salvador de la humanidad. Dependía del día. O del momento. Era su reducto de libertad. Lo único suyo realmente. No tenía que compartirlo con nadie. No quería hacerlo. Podía apartar sus principios, dar rienda suelta a sus instintos violentos, ésos que debía ocultar constantemente para seguir siendo un ciudadano normal. Abandonarse al deseo en formas que no se atrevería a proponer, que, por supuesto, nunca había compartido con su mujer. Ni antes, con las novias, con los ligues (tampoco tantos) que le acompañaron en su juventud.

En las vidas que habitaban su mente siempre moría el malo. Y a veces también los buenos, ¿por qué no? Morían de mil formas distintas, casi siempre violentas. En algunos casos, después de torturas innombrables. La sangre salpicaba las fronteras de su pensamiento sin compasión. Más aún que en esas películas que él detestaba. Las que nunca quería ver y criticaba siempre. Como esos videojuegos que odiaba y que, como decía a quien quisiera escucharle, deberían estar prohibidos. Los que inspiraban sus obsesiones más ocultas. Las de un hombre tranquilo, pacífico, que fue objetor cuando aún existía la “mili”, que odiaba las armas y se mareaba sólo con pensar en la visión de la sangre.

Pero, en el universo de su mente era él quien mandaba. Y allí todo estaba permitido. No había peligro de que las imágenes que fabricaba en su cerebro corrompiesen a nadie porque nadie las conocía. Sólo él. Y él sabía que eran mentira. Lo sabía.

Como sabía que era imposible que alguna vez llevase a cabo las fantasías que poblaban otra parte de su mente. Fantasías en las que seducía a las mujeres más hermosas. Y también a otras, más cercanas, y por ello aún más imposibles. Historias que inventaba y reinventaba, cambiando algunas imágenes, adaptando momentos, escenas, protagonistas, al estado de ánimo de cada día, al resultado de la jornada, a lo aburrido o desesperado que se encontrase. En éstas, las otras películas de su imaginación, el sexo encontraba camino fácil para redondear las historias. Escenas vividas recientemente o hace años, servían de referencia para componer los más variados encuentros, siempre  con protagonistas imposibles. Otras veces no había referencia, al menos no real y era toda la fuerza de su mente la que construía momentos que le sabían más cercanos que la vida que le esperaba fuera de los límites de su pensamiento.

Su mente, su imaginación, era el lugar donde descansaba su libertad. Su refugio y su fuerza. Sin ella, sin esas incursiones por la vida imposible que no quería vivir y que, sin embargo, siempre buscaba, sería incapaz de seguir adelante. De contenerse ante las broncas de su jefe. De aguantar las monsergas de su mujer. De comer todos los domingos en casa de sus suegros. De escuchar siempre las mismas bromas en boca de sus amigos, que después de la segunda copa, regresaban al limbo feliz de la adolescencia y se instalaban allí hasta que llegaba la hora de regresar a casa. Sin sus vidas, las falsas, las que él se construía a voluntad, no sería nadie. Seguiría siendo el nadie que era. El que él mismo se había empeñado en ser. Seguiría siendo el hombre normal que todos conocían. Y no el conquistador incansable que con una mirada conseguía rendir a la vecina del tercero y  convertirla (en el mundo de su mente) en una amante sumisa dispuesta a complacer todos sus caprichos. Seguiría siendo el hombre conciliador que aguantaba hasta el final en las reuniones de la comunidad de vecinos, sin discutir con nadie, calladito, en su rincón. Y no el salvaje desequilibrado que cortaba miembros y reinaba en el repertorio de torturas digno de la más despiadada de las represiones. El que utilizaba los métodos de American Pshyco con el imbécil del departamento de contabilidad.

Él, en el terreno imposible y amoral de su mente, era feliz. Nunca se le hubiera ocurrido hacer real nada de lo que imaginaba. No, ¡qué va! Tenía muy claros los límites y las diferencias que separaban ese universo en el que él reinaba de la vida real. Pero tampoco hubiera osado compartir con nadie sus más profundos desequilibrios. Ésos que le hacían único y le hacían, también, despreciable. Hubiera sido como estar desnudo, desprotegido. Sus más íntimos pensamientos, sus deseos, expuestos ante los demás. Nadie podría entenderlo. Nadie entendería que él no quería hacer nada de lo que imaginaba. Que sabía perfectamente que no debía hacerlo. Que eran sólo caminos por los que su libertad se derramaba, recursos para sobrevivir, puertas que se abrían para dejar salir lo que sobraba y poder continuar repitiendo cada día las mismas cosas que le daban sentido a la vida que se había construido y que, a pesar de todo, quería seguir teniendo.

Por eso, porque era su único reducto de libertad. Porque eran sus pensamientos, sus sueños, sus deseos más ocultos. Porque era la parte trasera, el desván de su mente, su otro yo. Por eso no pudo soportar saber que ella, la persona más cercana, la que, sin saber de su otra vida, compartía la oficial – ésa que le etiquetaba como un ciudadano normal que jugaba en el tablero de la realidad - llevaba años escuchando lo que él contaba en sueños, los retazos del reino amoral que vivía dentro de él y que le daba la fuerza para sobrevivir. Ella se lo dijo. Y le pidió explicaciones. Quiso saber cómo podía decir esas cosas. Cómo podía siquiera pensarlas. Cómo podía ser tan distinto en sueños de lo que era durante el día.

Por eso se sintió ultrajado, humillado, violentado en lo más profundo de su ser: su imaginación. “Nadie tiene derecho a conocer lo que pienso”, se dijo, “lo único realmente mío, lo que me pertenece y, en ningún caso, tengo que compartir con nadie, aquello en lo que soy dueño y señor, es en mi mente. Lo que pienso, lo que siento, lo que imagino, lo que quiero y lo que detesto, es lo que me da la libertad. Mis pensamientos son míos y sólo yo decido si quiero compartirlos y con quién”.

Y mirando a su mujer que, escandalizada, le pedía explicaciones, decidió hacer suya la imagen que gritaba frente a él y llevarla al interior de su cerebro para que protagonizase una de las historias de su mundo imposible. Y esta vez no fue una película erótica la que eligió para deleitarse, sino una gore, una con mucha sangre, como la sangre que a él tanto le enfermaba."