No le apetecía. Desde que
Marina se fue no le apetecía nada. Ni salir con sus amigos, los de toda la
vida, a tomar cañas y a reírse recordando siempre las mismas cosas. Todos más
viejos. Todos iguales. Como si la calva de Javier y la barriga de Roberto no
estuviesen allí y siguiesen siendo aquellos gamberros que volvieron locos a los
profesores de COU. No le apetecía nada. Ni jugar al fútbol, un partidillo los
domingos, casi arrastrándose, sin poder llegar a los balones, indigna sombra
del chaval que tanto prometía. No le apetecía nada. Tampoco leer, las novelas
negras que llenaban las estanterías, ni ver en la tele sus series favoritas,
siempre en inglés, y siempre antes de que llegasen a los canales españoles,
para poder presumir en el trabajo. No le apetecía nada. Se miraba por las
mañanas en el espejo y le costaba reconocerse en el rictus de amargura que
pesaba sobre las arrugas de sus ojos. No se preocupaba de su aspecto. Él, que
siempre había llevado a gala ir como un pincel, marcando estilo, como solía
decir, orgulloso de su gusto, arriesgado y tan propio.
No le apetecía nada. Por
eso, cuando sus amigos, los de siempre, insistieron por cuarta vez en el mes,
para que salieran todos juntos, una cena y de copas, por la noche, como antes,
estuvo a punto de volver a negarse. Sabía que era por él. Que maldita la gracia
que le hacía a Carlos, con los mellizos que no tenían ni seis meses y se
despertaban cada tres horas. Ni a Raúl, que se acababa de casar – los hay con
ganas, como si con una vez no hubiera bastante – y estaba todavía embobado con
su mujer. Ni a Manolo, que con la úlcera no podía disfrutar de nada, ni de la
comida, ni de las copas. Sabía que lo hacían por él. Por eso, aunque estuvo a
punto de negarse otra vez, aunque no le apetecía nada, esa noche dijo que sí,
que salía, que se iban a enterar todos los “mataos” que poblaban Madrid, que
allí estaban ellos, que iban a arrasar la ciudad, como cuando aún tenían
frescas las gamberradas que seguían repitiéndose entre risas bobaliconas cada
vez que se veían.
Y cumplió religiosamente,
para no disgustar a sus amigos. Cenó, bebió y se dejó conducir a ese sitio, ese
extraño bar, medio discoteca, medio teatro de variedades, que les había
recomendado la mujer de Javier. Estaba incómodo. Empezaba a hacer calor y no
había acertado con la camisa de manga larga y la americana. Además, aunque
siempre presumía de lo contrario, él nunca había sido muy de bailar, ni de
discotecas. Y hacía por lo menos diez años que no probaba el alcohol. Sólo en
celebraciones familiares. La familia. Su familia. Marina recogiendo las cosas
en su casa, la que ahora era de él, tan grande y tan vacía.
- Es
lo mejor – le repetía mientras guardaba ropa, libros, discos, de forma
desordenada en las maletas.- Antes de que vuelvan los niños.- Y él asentía,
mudo, con un muro de angustia en la garganta que le sabía a cemento y no le
dejaba hablar.
Los niños eran Carlota y
Jaime, sus hijos, que ya no lo eran tanto. Estaban los dos fuera, mira qué
casualidad, estudiando. Carlota con una Erasmus, en Lovaina, y Jaime, el
pequeño, haciendo un año, el equivalente a cuarto de la ESO, en Estados Unidos.
Al principio no lo pensó. Pero luego llegó a estar seguro de que no era casual,
de que Marina había planeado que coincidieran estudiando en el extranjero para
no tener que enfrentarse a la ruptura con los niños – ya no tan niños – en casa.
Aunque, bien mirado, lo tenía tan claro que, seguramente, le habría dado igual.
Era sólo una casualidad. Una casualidad que le dejaba más solo aún. Sin Marina.
Sin los niños.
Cogió el vaso que le
ofrecía Raúl y se volvió hacia la pista, con la mente aún en la maleta medio
llena de Marina. Fue entonces cuando la vio. La reconoció enseguida, pero
necesitó pararse en ella unos minutos para permitirse la alegría del
reencuentro. Clara, cuánto tiempo… Era ella. La misma, no le cabía duda.
Clara no tan joven, con la cara más afilada y,
paradójicamente, el cuerpo más redondo de lo que recordaba. Con el pelo liso
cayéndole sobre los hombros. Y esa sonrisa. La
sonrisa que parecía haber estado allí siempre. Marina, su maleta y su
resolución salieron de su mente, que se abrió al recuerdo de Clara. De la Clara
que ahora tenía a unos pasos y de la que vivía en su memoria. Sin pensarlo se
acercó a ella, moviéndose con una confianza que hacía tiempo no sentía. Antes
de que pudiera decirle nada, ella se dio la vuelta, le reconoció y, abriendo
mucho la boca y los ojos, con un grito que quedó ahogado por la voz de Freddie
Mercury, se adelantó para abrazarle.
- Luis,
pero ¿qué haces aquí? – Y le dio dos besos antes de que pudiera reaccionar.
Luis la conocía desde que
era una niña. Sí, ése fue el problema, que Clara era una niña. Era una niña de casi
dieciocho años a la que le gustaba saltarse las normas. Una niña caprichosa,
divertida, descarada y tremendamente atractiva. Y también era la hermana de Elena,
la pequeña, la hermana pequeña de la mejor amiga de Marina. Imposible. Siempre lo
fue.
La miraba ahora y era
consciente de todo el tiempo que había pasado. Clara ya no era una niña. Ni él
tampoco. Los diez años que se llevaban, ahora apenas se notaban. Él en sus
cincuenta, ella con cuarenta recién cumplidos. Pero seguía siendo divertida y,
también, atractiva. De otro modo, pero muy atractiva.
Javier se acercó y le
preguntó, hablándole al oído:
- La
conoces, ¿verdad? Es algo de tu mujer, ¿no? Es que éstos están alucinados,
pensando que has ligado.-
- Pues
déjales que lo crean, ¿no? – Le dijo Luis sonriendo.- Sí, es la hermana de la
amiga de mi mujer.-
- ¡Qué
complicado! Entonces no es nada. Has ligado.- Sentenció Javier. Y se fue a
comentar la jugada con el resto.
Clara hablaba sin parar,
mientras se movía al ritmo de las distintas canciones que sonaban en el local. Le
contó que estaba casada –algo le sonaba a Luis – con un tal Miguel y que tenía
tres hijos.
- Familia
numerosa – dijo él y ella volvió a sonreír. Ya no era caprichosa ni descarada,
pero seguía siendo divertida… Y muy atractiva.
Le contó que había venido
con los compañeros de trabajo, y señaló con el vaso a un extraño grupo que se
movía de forma desigual al ritmo de la música. No es que pareciesen ajenos al
local, que era una rara mezcla de decoración kirsch y gente aún más kirsch; pero
si te fijabas bien, veías que iban de los veintitantos a los sesenta, en grupos
desiguales. Sí, compañeros de trabajo, no había más que verlos.
Luis se acercó para hablar
a Clara y pudo sentir de nuevo su olor. Esa rara mezcla de Aire de Loewe -
¡Sigue usando la misma colonia! – y su propio aroma. Cerró los ojos y se vió de
nuevo recostado junto al fuego, quieto, sin atreverse a mover un solo músculo,
intentando retener el momento y no pensar en nada más. Con la colonia de ella
flotando entre los dos, la cabeza de Clara apoyada en su hombro y su cuerpo –¡ay
su cuerpo! – tan cerca que cualquier movimiento hacía que se rozasen.
Fue un fin de semana
extraño que empezó con una noche de borrachera. La que más bebió fue Clara. Ni
siquiera Elena consiguió que parara. Pero no fue sólo ella, también Luis y la
propia Marina, que no estaba acostumbrada y que se fue a la cama dando tumbos.
Hasta que se quedaron solos. Nadie pareció notarlo. Clara y él, sentados frente
a la chimenea, haciendo como que no se daban cuenta de que sus cuerpos se
tocaban; pretendiendo que no era verdad, que la mano de ella no estaba en la
pierna de él; que el brazo de Luis no descansaba sobre el regazo de Clara.
Disimulando las ganas que ambos tenían de que el alcohol les hubiese anulado
por completo la conciencia.
Clara allí, tan descarada,
tan atractiva… Tan joven. No tenía ni dieciocho años y aunque Luis tampoco
llegaba a los treinta, esa diferencia, entonces, era insalvable. “Si es menor
de edad”, se decía y eso servía para que no moviese un músculo, notando la
respiración de Clara en su cuello.
Llevaba dos años saliendo
con Marina. Se habían comprado un piso y hablaban de mudarse e incluso de boda.
No, la niña caprichosa que le anulaba la voluntad no podía salirse con la suya.
Se removió y ella lo interpretó mal. Levantó la cabeza e intentó besarle, pero
Luis retiró la cara y los labios de Clara rozaron su cuello. La sensación fue
casi más fuerte y más erótica que si hubiese conseguido su objetivo. Luis se
obligó a pronunciar el nombre, como si fuera un mantra que le protegiese de
todo, un mantra que le protegiese de sí mismo.
- Marina.-
Sólo dijo eso. Pero no tuvo que decir más. Ella entendió y se apartó mientras
anunciaba que se iba a la cama.
Cuántas veces se había
reprochado Luis sus estúpidos remilgos. ¿Por qué no se dejó llevar? Nadie se
hubiera enterado, ¿o sí? Se lo preguntó durante todo ese fin de semana en la
casa del pueblo de la familia de Marina, tratando de ver en las sonrisas y en
las miradas de Clara promesas que quizá sólo existían en su mente. Se lo
preguntó después, cuando volvieron a coincidir en el bautizo de Jorge, el hijo
de Elena, que era también el ahijado de Marina. Y años más tarde, cuando el
niño hizo la comunión, vestido de marinerito y Luis vio llegar a Clara como en
una aparición, acompañada por un joven alto, muy alto, que sería su novio,
quizá ese Miguel con el que había tenido tres hijos. Ella con el pelo largo,
como lo tenía aquella primera vez, pero más rubio, y ese vestido de gasa color
marfil que en cualquier otra hubiera parecido un camisón y que a ella le
sentaba como el anuncio de la moda de primavera en la portada del Hola.
Ahora la tenía junto a él.
El pelo más corto y liso. La oscuridad de la discoteca no le permitía
asegurarlo, pero juraría que también más oscuro. Vestida de un modo muy carnal,
y no con el halo de criatura etérea de la última vez. Bajó la vista para
comprobar que llevaba un pantalón vaquero y unos tacones imposibles. Más
previsora que él, había optado por una camisa de seda sin mangas que se abría
en algunos movimientos, haciendo que Luis tuviese que luchar por no seguir el
recorrido de los botones entreabiertos con la vista.
Se dijo que era una señal
del destino, que no podía ser una casualidad que apareciese ahora, justo ahora,
que se acababa de separar de Marina. La voz de Clara le sacó de su ensoñación.
- Ya
me contó mi hermana, que te separaste de Marina.- Y el nombre quedó flotando
entre ellos, como la última vez.
- Sí.-
Dijo él, y no fue capaz de encontrar ninguna otra frase que fuese adecuada.
Sonó una canción de
entonces, de los ochenta, la había oído mil veces, era de Katrina and the waves,
le gustaba, le gustaba mucho. Clara se echó a reír y se puso a bailar como
loca, mientras le decía: “¿te acuerdas?, ¿te acuerdas?” Él no se acordaba de
nada, pero le gustaba verla reír. Por eso la siguió hasta la pista y bailaron juntos,
cantando la letra sin poder oírse por el ruido del local. Cuando acabó, Clara
se acercó a él y, gritando, le dijo:
- Cualquiera
diría que lo hemos preparado. Nos vemos después de tantos años y nos ponen esta
canción, la que oíamos en el coche, de vuelta a Madrid, ese fin de semana.- A
Luis no le hizo falta que le dijera de qué fin de semana hablaba. De pronto se
acordó del coche, y de la canción, pero sobre todo se acordó del cuerpo de
Clara, pegado al suyo, y de su olor, que a pesar de los años seguía siendo el
mismo. Se acercó a ella y pasando la mano por su pelo – ahora liso, más corto,
más oscuro – la atrajo hacia él.
Ella se resistió sólo un
poco, lo suficiente, y pronunció un nombre. Luis hubiera jurado que había dicho
“Marina”, y tardó en comprender que no, que lo que había dicho era:
- Miguel.-
Y no hizo falta más. Le acarició el pelo y la dejó marchar. Como ella hiciera
entonces, tantos años atrás.
Antes de irse del local,
pasó a despedirse de ella. Dos besos en las mejillas y una mirada. Se atrevió a
preguntar:
- ¿Tú
crees que habrá algún día sin nombre?, ¿algún día en el que tengamos una
tercera oportunidad? –
Clara le miró, sonrió y no
dijo nada. Él volvió a leer en su rostro las mismas promesas que le perseguían
desde hacía más de veinte años.