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La patilarga


No le gustaba. No le gustaba nada la novia nueva de su hijo. Con esos aires que se daba, como si lo supiese todo. Lo notaba, lo veía en su mirada: se creía mejor. No sabía explicar bien qué era. “Todos los jóvenes son iguales”, le repetía Andrés, su marido, “creen que han descubierto el fuego. Dale tiempo, no parece mala chica. Y es lista. Ya se adaptará a las costumbres de la familia.” Pero a ella no se le iba esa sensación, esa punzada de desconfianza con que se le agriaba el gesto siempre que venía a comer a casa.

-          Mamá, por favor, inténtalo. Hazlo por mí.- Le pedía su hijo.- Es muy importante.

Pero ella se daba la vuelta, refunfuñando, y acordándose siempre de Carmen. Ésa sí que era una buena chica. Vecina de toda la vida. Prácticamente se habían criado juntos. Y sus padres eran como ellos, gente normal, de la comarca,  gente apegada a sus costumbres, a las raíces que les habían hecho ser quienes eran. Y no les había ido mal así. Ni mucho menos. Los Bódalo, Andrés y Manuela, eran una de las familias más respetadas, sus tiendas y sus productos eran bien conocidos. Incluso fuera de la región. Incluso fuera del país. Sí, hasta al extranjero habían llegado. No es que vendiesen mucho más allá de las fronteras, pero no estaba mal para un negocio como el suyo, tradicional. Y aún podía crecer. Andrés siempre lo decía. “Hay que seguir con paso firme, como siempre hemos hecho, a nuestra manera. Nuestros clientes valoran la calidad que somos capaces de darles. Y eso sólo se consigue con esmero, como hacemos nosotros las cosas, apoyándonos en años y años de experiencia. Y con esfuerzo. En eso, también somos expertos. Anda que no hemos pasado penas para sacar el negocio adelante… Pero, con la colaboración de todos, siempre ha sido posible. De eso sabemos mucho nosotros, vaya si sabemos…”

Y Carmen, hija de uno de los capataces, también sabía. Como decía Manuela, se había criado en los campos y le habían salido los dientes en las tiendas. Era de los suyos. Casi de la familia. Estuvo a punto de serlo… Pero Jorge, que siempre había sido tan calladito, tan cabal, se lio la manta a la cabeza y, cuando volvió de Inglaterra, de pasar un mes allí, estudiando inglés, dijo que se había enamorado. Ya ves tú, enamorado, y que dejaba a Carmen. Menudo escándalo. Si ya casi todo estaba preparado para la boda. Hubo que cancelar la reserva del restaurante. Y dar y dar explicaciones. Si es que no se entendía. ¡Qué bochorno! Y lo peor, los padres de la muchacha, después de estar toda la vida entregados al negocio y a la familia y ahora su hijo les pagaba con este escándalo.

Pero Jorge, además de cabal y calladito, era tremendamente cabezota, y mucho se temía Manuela que al niño nadie le iba a hacer cambiar. Pero lo que era ella no pensaba acostumbrarse a esa “patilarga” descarada, que se creía más que nadie. A ella no la engañaba. Lo que quería era pavonearse, que le gustaba más escucharse que otra cosa. ¡Qué pesada! Y con ese acento, que Manuela estaba segura de que era fingido y todo. Si así no habla nadie.

Pero su hijo se había obsesionado y cuanto más se lo intentaban quitar de la cabeza, más se empeñaba él.

Y la gota que colmó el vaso fue cuando intentó meterse en el negocio familiar. Porque eso era, eso era lo que había intentado, por mucho que se empeñase en disimularlo. Si ya Manuela  había temido alguna vez que eso pasase. Si es que el niño, su niño era muy bueno. Y  guapo también, que en la planta salía al abuelo Antonio. Pero nada sofisticado. Muy natural. Y no parecía normal que la espabilada ésa se hubiera fijado en él, que no pegaban. Y Manuela ya había pensado que la listilla venía al olor del dinero. Porque el negocio no era muy grande. Un negocio familiar, el mejor de la comarca, pero modesto al fin y al cabo. Pero su buen dinero que daba. Y como ellos seguían manteniendo los métodos tradicionales y Andrés siempre había tenido mucho olfato, deudas casi no había. O sea que la inglesa (porque, aunque la joven era de Alicante, como Jorge se la trajo de su viaje a Gran Bretaña, para todos se había quedado con ese apodo), como ya había imaginado Manuela, venía a llevarse las perras.

Lo supo en cuanto empezó a hablar con su marido de cambiar la orientación del negocio. Quería redefinirlo (pero mira que le gustaba a la muchacha usar palabras raras). Decía que si no aprovechaban la oportunidad, con la crisis, dejarían de ganar dinero y no tendrían posibilidades  de aguantar. Andrés dudaba. Razón no le faltaba, que tan mal no había visto él las cuentas en todos los años que llevaba al frente de la empresa. Y mira que las había visto mal otras veces… Pero eso que proponía…. Era tan raro. Quería arrendar algunos de los terrenos, aquéllos a los que ellos no conseguían sacarles partido, y concentrarse en la elaboración de los vinos, que eran los productos que más se vendían. Con lo que sacasen del arrendamiento, proponía mejorar la calidad y vender más fuera. La dieta mediterránea estaba de moda en algunos países. Sólo necesitaban disponer de los recursos necesarios para embarcarse en la aventura.

Andrés dudaba. No parecía mala la propuesta, pero era tan distinto a lo que había hecho siempre... Ellos no se dedicaban sólo al vino, también al aceite. Era cierto que su principal fuente de ingresos eran los caldos, que el aceite, su aceite, tampoco era el mejor de la zona y, al no poder competir en calidad, lo hacían en precios. Se sentía perdido. Ellos habían mandado al niño a estudiar a Madrid para que luego, cuando acabase, pudiese ayudarles a llevar mejor el negocio. Pero Jorge no había logrado acabar la carrera. Pilar, sin embargo, no sólo había pasado por la Universidad, sino que tenía un montón de cursos (Andrés se hacía un lío con ellos) y trabajaba en una empresa de las grandes. No sabría él repetir el nombre (era extranjera) ni tampoco el puesto que ocupaba Pilar. Pero parecía que se podía confiar en sus propuestas. Pero era todo tan distinto… No sabía si estaría preparado. Ni él ni su gente.

Andrés tenía que pensárselo. Y lo hizo durante meses, Y mientras Andrés dudaba, Manuela se desesperaba. Jorge había decidido casarse. Casarse con Pilar. Ella siempre albergó la esperanza de que recapacitase y volviese con Carmen, pero su hijo era testarudo, muy testarudo, y tenía las ideas claras. A pesar de lo poco que le gustaba la noticia, se puso con los preparativos, eficiente, como lo había sido siempre, retomando casi punto por punto lo que tanto le había ilusionado cuando la pareja era Carmen.

Pero poco le duraron los trabajos. Pronto Jorge dijo que quería una boda distinta. Más discreta. Sin celebraciones. Manuela no podía entenderlo. Casarse como a escondidas, ¿dónde se había visto eso?, ¿qué iba a pensar la gente? Trató de convencer a su hijo, pero no había manera. ¿Es que no tenía bastante con casarse con esa niñata pedante, que se empeñaba en mostrar su pretendida superioridad utilizando un lenguaje que apenas entendían, que no respetaba nada, ni sus costumbres, ni su pasado, ni el legado que constituía su orgullo? Si hasta comía con Coca- Cola. En su casa. En la casa de los productores de unos de los mejores vinos de la región. Y no sólo de la región, sino de todo el país.

El enfado de madre e hijo se mantuvo por meses. Los mismos que Andrés tardó en rumiar la propuesta de Pilar. Pero, después de mucho pensarlo, no le quedó más remedio que admitir que, o hacía lo que le había propuesto su futura nuera o tendría que  cerrar el negocio. No podían seguir como hasta ahora. Ésa, ya no era una opción. Y si el futuro de su familia le preocupaba, más le dolía la cabeza al pensar en todos los vecinos que, de un modo u otro, dependían de ellos. Y así, envueltos en los trabajos necesarios para la transformación del negocio, Andrés y Pilar empezaron a conocerse. El uno, preocupado por la marcha de la empresa, atento a escuchar las propuestas de la “nueva”, viendo en ellas algo de razón. La otra, descubriendo en su futuro suegro el valor del conocimiento adquirido por uno mismo, aprendido en las dificultades diarias; el orgullo por todo lo realizado;  por el respeto construido año a año. Pilar se fue haciendo poco a poco una Bódalo, aprendiendo sus costumbres, construyendo sobre ellas sus nuevas teorías.

El tiempo fue pasando, y la distancia entre Andrés y Pilar se fue diluyendo en el trabajo diario, mientras que Manuela y Jorge estaban más lejos que nunca. Manuela se sentía sola. No entendía nada. Su marido, como su hijo antes, había caído en las redes de la “patilarga” y dispuesto estaba a hacer lo que ella le decía. Con sus tierras, con lo que siempre había sido su orgullo. Esa muchacha era el mismo demonio y, desde que había llegado, no había dejado piedra sobre piedra en la vida de Manuela. Pero a ella no la engañaba, a pesar de que hubiese ido perdiendo, poco a poco, esos aires de superioridad. A pesar de que ya el acento apenas se diferenciase del suyo. A pesar de que su marido y su hijo no viesen lo que para ella estaba tan claro.

Un día, cuando quedaban sólo tres meses para la boda (esa boda extraña, que tanto disgustaba a Manuela) Andrés y Pilar estaban sentados en la mesa, repasando unas cuentas y hablando de los proyectos que ya eran realidad para ambos, cuando llegó Jorge. Venía tan contento que, al principio, no pudo ni hablar. Tenía los primeros resultados de su aventura, de su incursión internacional. La cosa prometía. Aún no podían lanzar las campanas al vuelo pero los productos de la casa estaban teniendo éxito en el exterior. Los pedidos llegaban de todos los países en los que habían puesto sus esperanzas y sus inversiones. Contento, Andrés levantó su copa para brindar con Pilar que, al darse cuenta de que en su vaso no había más que agua (la Coca-Cola hacía meses que ya había desaparecido) se la bebió de un trago y llenó el recipiente con el vino de su suegro, el que había dado que comer a varias generaciones de esa familia que iba a ser suya y a casi todo el pueblo. Cuando terminaron, Pilar se volvió a Jorge, y, con un gesto de la cabeza, le invitó a hablar.

-          Mamá – dijo- Pilar y yo hemos estado hablando y los dos estamos de acuerdo en cambiar los planes y celebrar la boda. Como tú querías.

Manuela les miró, sorprendida. No entendía nada. Se resistía a abandonar su enfado, a fiarse de esa advenediza que no le había dado más que disgustos desde que había llegado. Pero vio la cara de su marido, que la invitaba a esconder el hacha de guerra; miró a su hijo, que, después de algún tiempo, volvía a sonreírle como antes y se levantaba, para abrazarla. Tentada estuvo de darle un manotazo y apartarle, para seguir manteniendo su postura, para que nadie se diese cuenta de que estaba a punto de llorar… Pero no pudo.

-          Nos hemos dado cuenta.- dijo Jorge, sonriendo a Pilar – de que no podemos construir nuestro futuro de espaldas a lo que somos, a vosotros, a la familia. Queremos tener nuestra propia vida, ser distintos, pero sin saber quiénes somos nunca podremos conseguirlo.-

Manuela miró a la largirucha, que sería su nuera. Ésa que no tenía ni idea de lo que era una viña pero les había hecho recuperar el negocio, la que no respetaba nada pero que ahora, sentada frente a ella, volvía a llevarse la copa a la boca y le sonreía. “A lo mejor no es tan tonta como yo creía y lleva algo de razón. Total, no parece mala persona. Y a veces hay que cambiar. Hay que cambiar para poder seguir siendo los mismos”.