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Venganza


Dobló el papel, sin saber muy bien qué hacer con él. Le tenía. No podía creerlo. El azar le había dado una oportunidad. Una oportunidad de venganza. Pero, ¿qué iba a hacer con ella?

Recordó los últimos meses, esa sensación de angustia que le apretaba justo por encima del estómago y no la abandonaba. La rabia, que le quebraba la voz cada vez que hablaba del tema con alguien. La tristeza, que la cubría cada mañana al poco de abrir los ojos y no se iba, no, la acompañaba como una sombra no deseada que se pegaba a ella y apagaba su brillo; apagaba las ganas de reír que siempre, siempre, hasta en los peores momentos, había tenido.

Y era él, él, el culpable. Ese niñito apocado al que acogió como una madre cuando se incorporó en la empresa. Hacía de eso ya casi diez años. Pedro era rarito. Y todo el mundo le evitaba. Delgado, poca cosa, algo más bajito que Marisa. Y tan tímido… Y como ella, Marisa, no podía resistir que alguien se sintiese desplazado en su equipo, le adoptó. Todas las mañanas le ofrecía un café que él, invariablemente, rechazaba. Y siempre que salían a comer le invitaba a hacerlo con el grupo. Pedro unas veces iba y otras no. Pero Marisa no cejó en su empeño. A pesar de que sabía que el resto se quejaba de su extraño carácter, ella alababa todos sus logros, por pequeños que fueran. “Hay que animarle, pobre” se decía, “no es que sea ninguna lumbrera, pero es trabajador. Y mira, con eso de no hablar, no se entretiene con nada y va, dale que dale, a lo suyo. En equipo no es que trabaje, pero si se le da algo concreto que pueda hacer solo, lo borda. Además, seguro que con el tiempo se acostumbra y cambia”.

Pero Pedro no se acostumbró. Tampoco cambió. Siguió siendo el mismo rarito de siempre, sólo que dejó de ser un chaval para convertirse en un hombre. En un hombre raro. Marisa siguió tratándole del mismo modo, siendo su única valedora. Su única valedora en el equipo porque, curiosamente, Pedro, que en su oficina era un ser silencioso y algo desagradable, cuando cruzaba el pasillo se convertía en otra persona. En el despacho de enfrente, en el del jefazo, a Pedro se le veía de otro modo. Era inexplicable. Nadie lo entendía, pero Manuel, el Director General, le adoraba. Estaba convencido de que tenía un potencial tremendo. Y Marisa, que no le veía el potencial ése por ningún sitio, en el fondo se alegraba por Pedro. “Mira tú”, se decía, “si a lo mejor el pobre, hasta tiene suerte”.



Porque ella, Marisa, como le decía Lola, su compañera y, después de tanto tiempo compartido, también su amiga, era boba. Era boba y no se daba cuenta de que “el sin sangre ése” además de ser un idiota se la quería jugar.

-      Pero mira que eres mal pensada, hija.- Se quejaba Marisa.- Con el buen corazón que tienes y, sin embargo, te encanta criticar a la gente, es que no te entiendo.-

-      Tú no me entiendas, pero hazme caso. Hazme caso que de tan buena pareces tonta. El alelado ése es un descastado y un ambicioso. Y no te creas tú que te va a agradecer nada de lo que has hecho por él. Pero nada, ¿eh? Ése, en cuanto pueda, te da una puñalada y ya está. Si es que no sé qué ha visto Manuel en él. Si se nota a la legua que es un inútil. No te llega ni a la suela de los zapatos.-

-      Mujer, qué exagerada eres. Pedro tiene sus cosas, pero no es mal chaval. Y listo, listo, tampoco es que sea, pero se maneja. Eres una mal pensada. Si Manuel se lleva bien con él, pues mira qué bien. Tan contentos los dos. Porque anda que Manuel tiene también un carácter…- Marisa se empeñaba en no ver lo que le decía su amiga.

-      Tú ándate así, confiada y ya verás. Que esos dos no traman nada bueno.-

-      Pero mujer, si en el fondo, ¿qué van a hacer ellos si yo no estoy? No ves que entre el uno y el otro no conocen esto. No pienses cosas raras, para bien o para mal, me necesitan. Nadie va a quitarme el puesto, puedes estar tranquila.- Y Marisa se reía ante la ocurrencia.

-      Yo no estaría tan segura…- Decía Lola.

             Al principio, cuando ocurrió, Lola se lo recordaba cada vez que se veían, en un pasillo, en el ascensor, donde fuese. Pero Marisa siempre acababa igual, llorando, y por fin, Lola decidió olvidar su monserga para intentar ayudar a su amiga. Desde que aquello pasó, apenas se veían. Tantos años trabajando juntas y ahora tenían que quedar para preguntarse por las familias, para saber cómo iba María en la Universidad o si a Pablito ya se le habían caído todos los dientes. “Pobre Marisa”, pensaba Lola. Y ella, Marisa, casi podía oír la compasión de su amiga. Y esa frase no escuchada pero sentida, le dolía más que su propia amargura. Era entonces cuando las lágrimas, que nunca se iban del todo, se escapaban y se acumulaban en sus ojos, sin atreverse a correr por las mejillas, como si supieran que Marisa se odiaba por no poder retenerlas.

             Y todo por ese… ese… ése que no se atrevía ni a nombrar. Y no encontraba insulto suficientemente grande para definirle. Todos, todos en la oficina se olían algo, pero nadie pudo haber previsto lo que pasó. Y menos que los demás, Marisa. Por eso no supo qué decir cuando Manuel la llamó a su despacho y le enseñó los papeles. Por eso continuó sin saber qué decir cuando oyó la acusación. Incluso le costó entender que era de ella de quién hablaba. Pero, ¿qué estaba diciendo?, ¿cómo podía acusarla de algo así? Si la conocía perfectamente. Si siempre había confiado en ella. Se sintió mal. Como con náuseas. Hacía tiempo que no tenía esa sensación, pero no le costó reconocerla. Era como en los embarazos. Igual. Pero ahora, el motivo era otro. Y no sabía qué hacer. Tardó en darse cuenta de que Pedro, que también estaba presente, tenía un extraño brillo en la mirada. Al principio no había dado importancia a que Pedro estuviese allí. Al fin y al cabo cada vez pasaba más tiempo con el Director. Se habían hecho inseparables. Pero fue entonces, cuando le vió y adivinó la alegría en su mirada, cuando entendió todo. Había sido él, Pedro, el que lo había ideado. Y ella, ¡tan tonta!, ni se lo  imaginaba. Con su inocencia, pensando bien de todos, ya ni se acordaba de que, cuando Pedro llegó a la oficina, uno de los trabajos que le dio fue el de hacer los contratos. En una muestra de confianza hacia el nuevo, esperando que ese gesto le integrase un poco en el equipo, le dio acceso al fichero con su firma digitalizada. Y nunca se acordó de revocar ese permiso.

             Marisa miró los papeles que tenía delante. Ahora de otro modo. Ahora queriendo ver qué había pasado. No se había equivocado. Era la firma digitalizada. Se puso tan nerviosa al darse cuenta del engaño que empezó a tartamudear al intentar contárselo a Manuel. Era Pedro, Pedro el que había utilizado su firma. Era él el que había autorizado unos pagos que no correspondían. Si alguien se había quedado con algún dinero (porque era de eso de lo que se la acusaba, había tardado en entenderlo, pero era así, Manuel la acusaba de haberse quedado con 24.000 euros), no era ella, no, era Pedro.

             Pero Manuel no la dejó ni terminar la frase. ¿Cómo se le ocurría?, ¿cómo podía sugerir siquiera algo así? Si todo el mundo conocía a Pedro. ¿Y a ella?, se quejó Marisa, ¿a ella no la conocía nadie? No pudo creer lo que oyó. Manuel le dijo que, precisamente, era eso lo que pasaba, que todo el mundo la conocía a ella y sabían que, con el tiempo, y quizá sin mala fé al principio, se había ido acostumbrando a considerar como propias ciertas prerrogativas que tenía como parte de la empresa, que utilizaba los medios de la Compañía como suyos. Que nadie se iba a extrañar cuando se enterasen.

             Marisa sintió que el suelo se abría bajo sus pies. ¿Pero es que lo iban a contar?, ¿es que no iban a dudar en trasmitir esa mentira? Pero, antes de que lo pudiese preguntar, Manuel le dijo que sólo cabían dos opciones. La primera era la lógica, la que él quería, pero Pedro, con su buen corazón, le había sugerido la segunda.

-      ¿Y cuál es la primera? – Preguntó Marisa, que no quería deberle nada a ese traidor.

-      Es fácil de imaginar, ¿no? – dijo Manuel.- El despido. No podemos permitirnos tener alguien así en nuestra Compañía.-

             A Marisa le dolieron las palabras “alguien así”, más que si le hubieran dado una bofetada. Hablaban de ella, ese “alguien así”, era ella. Se vio en la calle, con su edad, con lo que aún le quedaba de la hipoteca, con su hija, que estudiaba en una Universidad privada y que no parecía que fuese a terminar la carrera pronto, con todos los cálculos que ya había hecho para llevar una vida más o menos tranquila hasta su jubilación. Porque Marisa tenía cincuenta y cinco años. ¿Dónde iba a encontrar ella otro trabajo? No pudo seguir pensando porque Manuel continuó.

-      Por supuesto, además de despedirte tendríamos que pedirte responsabilidades penales. Como comprenderás algo como esto no se puede quedar así.-

             ¿Penales? Pero, ¿cómo podía pasarle eso a ella? No podía ser cierto.

-      Pero, como te digo, Pedro, me ha convencido de que te ofrezca otra alternativa. No sé ni cómo la he aceptado. Tienes que agradecérselo a él. Con eso demuestra tener un gran corazón.-

-      Y… ¿cuál es esa alternativa? – Se atrevió a preguntar Marisa.

-      Que reconozcas la deuda.- Y le tendió un papel. Marisa no entendía.

-      Que haga, ¿qué? –

Manuel le señaló el papel.

-      Que reconozcas la deuda y aceptes devolverla. Se te irá detrayendo de la nómina…-

-      ¿De mi nómina? – preguntó Marisa.

-      Claro.- Continuó Manuel.- Pero, como comprenderás, no podemos dejarte en ese puesto. Yo, ya te digo, no te dejaría en ninguno. Alguien que hace algo así… Alguien que traiciona la confianza no merece seguir.- Hizo una pausa, como si estuviese reconsiderando su decisión. Pero continuó.- Pero, bueno, Pedro me ha convencido. Está también en el papel. Voluntariamente pides el cese como Jefe del área. Pasarás al “call center” de atención al empleado.-

-      ¿Al “call center”?- Casi gritó Marisa.- ¿A atender llamadas? –

-      Sí. O a gestión. Eso ya depende de Mariano, de tu jefe.- Y recalcó esto último, como si quisiese regodearse en la humillación que suponía para Marisa depender de uno de los mandos más denostados de la empresa. El que todo el mundo sabía que era un vago, que tenía ciertos problemas… Unos decían que de alcohol, otros que de otras cosas, y casi todos coincidían en que, con seguridad, los tenía con el juego. De Mariano. Depender de Mariano. Que le producía una repugnancia difícil de explicar. Eso o la calle. La elección estaba clara.

             Marisa recordaba todo eso mientras sostenía el papel doblado entre sus manos. Miró el sobre. Una letra de mujer se inclinaba hacia la izquierda. La carta venía de Alemania. De Leipzig. Ésa era una ciudad de la antigua Alemania Oriental, ¿no? Se la habían hecho llegar a ella porque era la única persona del departamento (de su nuevo departamento) que hablaba alemán. Marisa desdobló la carta y volvió a leerla. No le costó sentirse involucrada en la historia que le contaba. La mujer, Alexandra se llamaba, pedía información sobre un empleado. Decía que le conoció quince años atrás y que entonces trabajaba para otra empresa. En aquella época realizaba frecuentes viajes a Alemania. Alexandra y él mantuvieron una relación esporádica. Lo contaba de tal manera que parecía una novela. Marisa podía imaginar a la joven rubia enamorada del español itinerante, esperando sus visitas, escribiéndole en las ausencias. Finalmente, ella quedó embarazada y, cuando él se enteró, desapareció. Alexandra no volvió a tener noticias suyas. Tampoco las buscó. Al menos, al principio. Ahora, doce años después, llevaba semanas intentando localizarle. Y la última pista llegaba a su empresa. ¿Por qué ahora, después de tanto tiempo? La respuesta era sencilla y tan directa la manera de exponerla que a Marisa le impacto aún más que si la hubiera contado de otro modo. El hijo de Alexandra, el que tuvo con aquel español que despareció y ahora trabajaba en la empresa de Marisa, se moría. Tenía leucemia. No esperaban que fuese a durar más de dos meses. Y había querido saber. Saber quién era su padre. Y ahora, una vez resulta su curiosidad, quería despedirse de él.

             Marisa terminó de leer la carta. Casi se la sabía de memoria. Lo que no sabía era qué hacer con ella. Porque el españolito que desapareció sin dar señales de vida, el padre del niño enfermo que quería conocer sus orígenes, era Pedro. Pedro, al que tantos males había deseado desde que pasó aquello. ¿Por qué lo hizo? Por el puesto, eso estaba claro. Pero Marisa estaba segura de que podía haberlo conseguido sin necesidad de acudir a aquella mentira que la destrozó. Manuel comía de su mano. Sólo tenía que haberle convencido de que Marisa era demasiado vieja, o de que no se adaptaba bien a las nuevas tecnologías. Cualquier otra cosa. No era necesaria la humillación que le había provocado. Después de todo lo que había hecho Marisa por él. Lola tenía razón: era una mala persona. Y la carta que tenía en sus manos se lo confirmaba. No era capaz de comportarse honestamente ni en su trabajo ni en su vida. Marisa lo sabía. Y tenía una información que nadie conocía sobre Pedro. ¿Qué iba a hacer con ella?

             Pensó en las alternativas. Conocía muy bien a Natalia, la mujer de Pedro. Una joven lánguida, de piel y ojos transparentes a la que él adoraba. A ella y a lo que representaba. Porque era la única heredera de una magra fortuna que vino a ella al morir sus padres. El dinero de Natalia era el que les permitía vivir en ese chalet tan mono de Aravaca. El que le daba a Pedro la oportunidad de codearse con presidentes de empresas, políticos y directivos en el club. Quizá era ése el motivo de su extraño comportamiento: su complejo de inferioridad. Su necesidad de demostrar y demostrarse que estaba a la altura de la fortuna de su mujer. Que estaba a la altura del entorno en el que se había empeñado en vivir.

             Por eso Marisa sabía que, si llamaba a Natalia y, como un favor que una amiga le hace a otra, le contaba la historia de la carta, Pedro lo pasaría mal. Lo pasaría muy mal. Su mujer sin duda se apiadaría del pobre niño enfermo. Incluso de su madre abandonada. Pero nunca de Pedro. De él no. Marisa estaba casi segura de que esa noticia podría suponer la ruptura de la pareja. No tenían hijos, a pesar de llevar años buscándolos y, por lo que Marisa sabía de Natalia (y sabía mucho) ella era una persona íntegra, que tenía una imagen de su marido totalmente apartada de la realidad, no muy distinta a la que tenía la pobre Marisa antes de que la propia realidad se le echase encima.

             También cabía la posibilidad de extender el rumor en la empresa. Sabía cómo hacerlo. La máquina de café y la elección de ciertos interlocutores actuarían como caja de resonancia. Y si se contaba la historia adecuadamente, podía acabar convertida en cualquier cosa, porque ya se irían ocupando cada uno de los mensajeros de añadir detalles más o menos escabrosos.

             Luego estaba la tercera posibilidad. La de guardar un as en la manga. Contarle a Pedro el contenido de la carta. Como si le hiciese un favor. Para que él supiese que ella sabía y tuviese algo que deberle.

             Y, por último, lo que hubiera hecho si la carta, en vez de contener una historia tan folletinesca y un protagonista tan desagradable, sólo contase con la petición de datos de un trabajador. En ese caso, Marisa contestaría con una carta tipo, diciendo que no podían facilitar datos de sus empleados.

             Siguió dando vueltas a las opciones durante días, sin decidirse por ninguna. Las que sabían a venganza la atraían, pero no casaban con su naturaleza. Y la última… La última le sonaba a derrota. A una segunda derrota.

             Por fin, una mañana decidió no pensar más y dejarse llevar. Dejarse llevar por su naturaleza. Y como ella, como le decía siempre Lola, era buena y de buena boba, eligió la última opción.

             Con su buen alemán, escribió una carta tipo a Alexandra, sintiendo no poder ayudarla. Pensó en el pobre niño, que no conocería a su padre. “En el fondo, casi es mejor que sea así”, se dijo, “un padre como ése no se lo merece nadie”. Y nuevamente derrotada pero con la conciencia tranquila, se fue a tomar café con la chica nueva, que acababan de contratar. Era graciosa, muy graciosa. Y bastante espabilada. Sólo tenía un defecto, según Marisa, que era muy cotilla. Le encantaba hablar de unos y de otros y los rumores crecían en su boca, magnificándose. Pero había que reconocer que lo hacía divinamente, con un sentido del humor y una ironía que eran envidiables. Le agradaba su compañía. Y, como le pasaba siempre, se sentía confiada en su presencia.
        Tan confiada, que Marisa no le dio importancia a dejar la carta encima de la mesa que compartía con ella. Extendida y con un clip cogido al sobre. La contestación, grapada detrás. No le dio importancia y tampoco recordó que Clara, la nueva, hablaba, como la propia Marisa, un perfecto alemán…