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jueves, 24 de mayo de 2012

Veinte años no es nada.


Tenían veinte años y todo era posible. ¿Qué son veinte años? Nada. Según la canción, veinte años no es nada y para ellos… para ellos era el principio del horizonte. Un viaje abierto a cualquier parte, inmenso, como sus ganas de divertirse. Veinte años y el mundo por venir. Toda una vida. Como la que les separaba ahora de esos momentos, de la juventud sin freno, del día exprimido sin pensar en el mañana. Porque había tanto, tanto mañana que, ¿quién quería pensar en ello?

Veinte años para disfrutar. Veinte años que se ocultaban en sus recuerdos. Veinte años. Era la edad que tenían cuando se conocieron. Como conocieron a tanta gente… Pero lo suyo fue distinto. Desde el principio. El desfiladero de su risa. La de los dos. Tantas veces compartida. En la noche. De discoteca en discoteca. Entre las copas y el humo de los cigarros que otros consumían. Ellos no. Ellos no tenían vicios. Al menos a la vista. Su vicio eran ellos. Ellos y su relación. Esa extraña relación que se fue construyendo casi sin palabras, porque el volumen de la música apenas les dejaba oírse. Con las miradas. Sus ojos siempre atados, en conversaciones inacabables y silenciosas. Su relación. Esa relación que ninguno sabía definir. Ni falta que hacía. Con vivirla tenían bastante. Vivirla. A los veinte años. Como si el mundo se fuera a acabar. Con ansia, con desesperación. Besándose en cualquier parte. Buscando rincones donde seguir con sus manos lo que sus ojos – ahora sí, cerrados – ya no podían contarse. En el coche, tantas veces… El coche de su padre. Del padre de él. Un coche incómodo que parecía empeñarse en complicarles cada encuentro. En la casa que les prestaba aquel amigo. Sin poder llegar casi nunca a la cama. Buscándose desde antes de entrar. Siguiendo la línea del pasillo con la espalda de ella sobre la pared; con el peso del cuerpo de él ciñéndola.

Veinte años. ¿Qué más daba? ¿Qué más daba si no eran realmente una pareja, sino sólo las parejas intermitentes de otros? ¿Qué más daba, si casi nunca necesitaban contactar de un modo convencional?, ¿si sólo el deseo les unía cuando ya las discotecas y la noche se convirtieron en un marco, un marco en el que apenas transcurría el primer momento, el del encuentro? Sabían que, sin haber quedado, podrían verse. Verse por la zona y cuando pasaba… Cuando pasaba no había nada más. Y mucho menos nadie. Aunque en ese momento ella estuviese perdidamente enamorada de ese estudiante de Teleco. O él sufriese por la indiferencia de la más pija de las pijas de la facultad de Derecho. Daba igual. Las sensaciones que les proporcionaban sus encuentros no eran comparables a ninguna otra cosa. Más que la  pérdida de conciencia del alcohol. Más que la levedad del hachís. Más que la ausencia que les daban otras cosas. Más. Siempre más. Él dijo una vez que la única sensación parecida que había tenido en su vida fue la de lanzarse en paracaídas. Así era para ellos. Lanzarse al vacío, sin ver el fin de la sima, cayendo, cayendo, con las hormonas llenando sus cerebros de reacciones químicas mejores que la mejor de las drogas.

Veinte años y enganchados. Enganchados el uno al otro. Enganchados al sexo compartido. Sólo enganchados a ellos. No era igual con ningún otro. Con ninguna otra. Nada se parecía. A pesar de que ya casi no pasaban tiempo en las discotecas ni en los bares de copas, seguían prácticamente sin hablarse. Sin saber el uno del otro. Sin querer conocerse más allá de lo que ya sus cuerpos recordaban. ¿Cuánto podía durar? Era imposible decirlo, pero nadie hubiera apostado porque llegase a los veinte años. Veinte años sin llamarse por su nombre, sin cruzar más que las palabras imprescindibles. Veinte años reconociendo sus gemidos, sus susurros, los gritos ahogados. Veinte años.



Fue con él con quien ella descubrió esos juguetes. Con él con quien empezó a usarlos. Se convirtieron en parte inseparable de la parafernalia de su extraña relación. Conocían las últimas novedades, las formas más extrañas, los juegos más sofisticados. Fueron clientes habituales de los primeros sex-shops.

Y fue con ella con quien él descubrió el placer de estar a la merced del otro, sujeto a la cama, o al algún mueble, indefenso, con los ojos vendados o con algún otro sentido amarrado.

Fueron ellos, ellos dos los que lo probaron todo. Todo lo que se les ofrecía. Sin límites. Sólo uno: no incluir a nadie más en sus sesiones. Sólo ellos. El sexo, en todas sus posibilidades y ellos.

Veinte años habían pasado desde esa primera vez. Esa primera vez en la que ella abandonó a sus amigas en la discoteca sin explicación alguna y siguió a ese extraño joven de mirada intensa hasta el 131 de su padre. Veinte años en los que no había hablado de esa relación con nadie.

No siempre sus encuentros fueron continuados. No, ¡qué va! Hubo un tiempo en el que ambos se creyeron normales e hicieron lo que hace la gente normal: buscaron una pareja estable, convivieron con ella, pagaron facturas, trabajaron para poder hacerlo… Y hablaron. Hablaron con los demás, olvidando que un día habían tenido otro lenguaje, un lenguaje distinto, único, el más animal de los lenguajes, que sólo tenía dos hablantes: ellos.

Pero el tiempo, juguetón, les volvió a unir, de la manera más inesperada. Ella iba a recoger a su hijo al colegio cuando chocó con él. Se miraron. Y ya no hubo marcha atrás. Sus cuerpos se reconocieron antes de que sus ojos pudieran apartarse. Y no lo pudieron evitar.

Y dio igual que ella fuera una ejecutiva de éxito, casada y madre de familia numerosa y que él fuera el encargado de mantenimiento del colegio de sus hijos, separado sin haber conseguido tener un churumbel que llevar al fútbol. Dio igual que, cuando ella llegaba – los miércoles a las ocho, siempre puntual – al apartamento que había alquilado para volver a revivir sus veinte años, él le quitase, impaciente, el traje sastre de tonos neutros que costaba más de lo que él ganaba en un mes. Dio igual que sus manos se hubiesen vuelto ásperas y que su cuerpo hubiese ensanchado. Dio igual. Porque veinte años no es nada. Y ellos, allí, seguían teniendo eso, veinte años y todo, todo, era posible. Y si nunca habían necesitado palabras no iban a empezar a hacerlo ahora. Ahora, que seguramente su lenguaje (el verbal) no tuviese nada en común, apenas el idioma. Ahora que, nuevamente, habían redescubierto el otro, el suyo, su lenguaje, su idioma, el que les llevaba a caer nuevamente en el precipicio de las sensaciones que siempre había sido su tierra. La suya. La de ambos. Común. Ahora, veinte años después, volvían a tener veinte. Dos veces veinte. Y sentían, el doble que antes, que tenían toda una vida por delante y que tenían que exprimirla, sin pensar en el mañana.

Hasta que salían a la calle y volvían a ser lo que eran. Personas normales envueltas en un sueño que duraba lo que duraba el tiempo entre sus encuentros. Pero nunca veinte años. Porque veinte años no es nada…

domingo, 13 de mayo de 2012

Un ramito de violetas


Cada vez que, estando juntos, se cerraba la puerta del ascensor, tenía la misma sensación. Ese hormigueo, esa desazón que iba en aumento hasta que volvían a abrirse las puertas. Siempre que estaba a su lado se transformaba, pero el ascensor… ¡uf!, ahí era donde realmente temía perder el control.

                Llevaba así desde que había empezado el curso. Cuando aceptó dar clases en esa escuela de negocios lo hizo por dos motivos. El primero era simple: porque le gustaba enseñar, trasmitir todo lo que había ido aprendiendo a lo largo de su vida profesional. El segundo, no podía negarlo, era por el alimento que la propuesta supuso para su ego. Su nivel de autoestima nunca había sido muy alto. Si hubiese un termómetro para medirla, él, a lo largo de su vida, se habría situado en escenarios de invierno y de otoño, quizá, en contadas ocasiones, en una tímida primavera; pero la temperatura de su ego nunca había alcanzado zonas cálidas. Hasta que llegó la propuesta. Y su mujer le abrazó y le dijo aquello de: ¡qué orgullosa me siento de ti!; y vio la cara de admiración de sus hijos; y oyó a su madre explicándoselo a las vecinas. Fue entonces cuando se sintió transportado al verano tropical de la autoconfianza. No le importaba no ganar demasiado con las clases, apenas una pequeña aportación que redondeaba sus ingresos. Ésos que obtenía con el trabajo que realmente le gustaba y que nadie de su entorno sabía definir. Y así, para los demás, pasó a ser más profesor que Ingeniero, Project Manager de una empresa dedicada a la calidad. ¿Puede haber algo menos glamuroso?       

                Pero, si los motivos que le impulsaron a aceptar las clases estuvieron relacionados con sus ganas de reconocimiento, lo que le llevaba a ansiar que llegase cada tarde de martes era otra cosa. Una cosa relacionada con la sensación de estupidez que tenía ahora, mirándola. Era su compañera. Otra de las profesoras del centro. No daban clases en el mismo programa. Ella era psicóloga. Y coach. Ella formaba parte de un mundo que él desconocía y que nunca le había preocupado.

Llegaban más o menos a la misma hora. Al principio fue casualidad, pero pronto él, que buscaba ansioso el coche de ella en el aparcamiento si se retrasaba unos minutos, logró sincronizar sus horarios de forma consciente para que, cada tarde, las puertas del ascensor se cerrasen mientras una voz metálica decía “cerrando puertas”, y él se permitía el placer de devorar esos minutos con ella, junto a ella, casi sin hablar, oliendo su perfume (el que ya no podía olvidar), mirándola (furtivamente, nunca de forma demasiado directa), grabando en su recuerdo sus gestos, su risa, su rostro, su voz.

                Imaginaba situaciones que nunca se darían. Él descubriendo una mirada cómplice en ella, pasando el brazo por su cintura y atrayéndola hasta besarla. Podía notar sus labios, sentirlos tal y como se los imaginaba. La suavidad de su boca entreabierta. El sabor que asociaba al perfume que tenía preso en su memoria. La presión de su cuerpo en el suyo. Sí, el ascensor era un terreno peligroso. El desfiladero de su imaginación, por el que se despeñaban sus fantasías, las que cada martes repetía antes, durante y después del momento enmarcado entre “cerrando puertas” y “planta tercera. Abriendo puertas”.

                “Si al menos fuesen más plantas. Pero es que así no hay manera de lanzarse. No hay tiempo”, se decía, intentando justificarse. Sin embargo sabía que, aunque fuese el Empire State, él no se atrevería. No mientras ella siguiese siendo así, estupenda, con su atuendo de niña pija evolucionada. Con su corte de pelo asimétrico, el flequillo cayéndole a un lado. Perfectamente conjuntada. Con esos tacones imposibles sobre los que conseguía llegar a una altura media. Le gustaba verla. Verla como era. Inalcanzable. Atractiva. Menuda pero sensual. De cara infantil en la que empezaban a marcarse las líneas de expresión. Todo en ella le parecía perfecto, atrayente pero lejano. Hasta su nombre. El nombre por el que la llamaban, porque el suyo aún no lo sabía: Cuca. El nombre ideal para la pija típica.

                No podía evitar compararse con ella. Él. El prototipo de científico loco. Con el pelo demasiado largo y mal cortado. Con las gafas que, de tan viejas, volvían a estar de moda. Con esa perilla que, para él, era el colmo de la sofisticación. Nunca llevaba chaqueta. Y menos aún trajes. Nunca hasta que la conoció. Fue entonces cuando decidió cambiar. Pero, por más que lo intentó no pasó de las chaquetas de pana y de tweed sobre pantalones chinos. Aspecto de profesor de Universidad, como mucho, nunca de escuela de negocios. Al verla a ella era aún más consciente de sus diferencias, de la imposibilidad de que sus fantasías pasasen a ser realidad. Tampoco podía evitar compararla con su mujer, con Rosa. Hasta en el nombre era evidente la diferencia entre las dos. Ambas serían más o menos de la misma edad, de la misma estatura, de la misma complexión. Pero ése era todo el parecido. En el resto, todo eran diferencias. Rosa tenía el pelo largo y castaño. La misma melena que cuando se conocieron en el Instituto. Y su atuendo de chica de barrio era casi también el mismo. Nada que ver con la ropa de marca de Cuca. Había cambiado tan poco desde que se casaron… ¿cuánto hacía?, ¿diez años? Sí, diez años se cumplirían la semana que viene.  Ni Rosa ni él tenían nada que ver con la mujer que rebosaba sus deseos, viviendo en el trayecto de tres plantas y sótano de un ascensor.

                La vida podía ser diferente, muy diferente a la que él había estado acostumbrado. Con su trabajo, su familia, sus investigaciones y sus lecturas. Ahora se asomaba a otras posibilidades. A estudiantes más preocupados por las notas que por lo que pudieran aprender. A papeleos, exámenes, presentaciones, a preguntas inesperadas. A charlas con otros profesores. A Cuca. Sobre todo a Cuca…

                Él no tenía nada que ver con ella, pero a veces… a veces pensaba que era posible, que algún día, durante el trayecto de tres pisos y sótano, haría realidad sus imaginaciones. Lo pensaba a veces. Lo pensaba ahora. Ahora, mientras abría un sobre que le habían dado en recepción. Encontró una tarjeta dentro. De ésas que ya nadie usaba. Un tarjetón color crema, de cartulina gruesa, con unos trazos escritos a mano: “Nos vemos el próximo martes en tu despacho, cuando termines las clases. A veces es bueno esperar para conseguir lo que deseas”. Le tembló la mano y casi se le cayó la tarjeta. Era ella. Ella. Tenía que ser ella. Cuca le citaba. ¿Cómo era posible? ¿Había sido, quizá, consciente de sus miradas en el ascensor? ¿O es que ella misma también tenía su propia historia, su propia fantasía? Miró a su alrededor, como si alguien pudiese haber adivinado su nerviosismo, el rubor que, sin quererlo, le cubría la cara. Una cita. Una cita con Cuca.

                Pasó toda la semana pensando en ella. En qué decirle. En cómo parecer seguro aunque estuviese a punto de desfallecer. Pensando en invitarla a cenar e inventando una excusa para ese tiempo de más que necesitaría. A Rosa pareció no importarle cuando le comentó que el martes llegaría más tarde, que tenía una sesión adicional con uno de los equipos de estudiantes, para dirigir su proyecto. No creía que le llevase mucho, pero al menos una hora más sí que tardaría. Ella hizo un gesto afirmativo con la cabeza y, sin mirarle, siguió leyendo la novela que la tenía enganchada. Él se quedó pensativo, sintiéndose culpable, más culpable aún que si Rosa se hubiese enfadado. ¿Por qué le importaba tan poco? ¿Y por qué él se sentía tan mal por engañarla? Hubiese preferido otra reacción, quizá preguntas, incluso recelo, pero esa indiferencia no le ayudaba, definitivamente no.

¿Qué estaba pensando hacer? ¿Iba, realmente, a mantener algún tipo de relación con Cuca? ¿Y si no era una relación? ¿Y si era sólo deseo, deseo fuera de la caja de la mente, deseo real más que sentido? ¿Era peor pensar una y otra vez en los labios de Cuca, en su pecho, pequeño pero firme, en su lengua recorriendo su cuerpo, en sus manos, tan suaves…, que besarla de verdad, que comprobar por sí mismo el tacto de su piel, el sabor de su perfume en su cuello? ¿No estaba, de algún modo, siendo infiel a Rosa durante todo este tiempo? ¿No era prácticamente lo mismo desear a Cuca, como la deseaba él, con ansia, con desesperación, repitiendo las escenas imaginadas una y otra vez, repasando los momentos no vividos como si de cada detalle dependiese la posibilidad de seguir respirando? ¿No era eso lo mismo que tenerla junto a él, bajo él, sobre él, pegada a él, envolviéndole? No podía contestar a esas preguntas. Le martillearon durante toda la semana, poniéndole nervioso, recordándole constantemente su cita, con una mezcla de miedo y deseo que no sabía cómo contener.

                Hasta que llegó el martes. Cuidó su atuendo todo lo que pudo. Tardó en elegir entre las tres chaquetas que usaba para dar clase. “No me puedo imaginar lo que sería tener más”, pensó. Y no le fue mejor con los pantalones. Al final decidió ponerse unos vaqueros. “Me dan un aire más juvenil, como si fuese un alumno”, se dijo. Y los combinó con la camisa azul lisa (la mejor, la que Rosa le había regalado por Reyes) y la chaqueta negra de pana. Ésa que de lejos parecía de terciopelo. Corbatas no tenía más que las dos que usaba con el traje, con el de las bodas, y ninguna le gustaba. Mejor sin corbata. Con los vaqueros quedaría raro. Y se puso sus zapatos de cordones, los que le apretaban un poco y siempre evitaba. Echó una última ojeada a los otros, a sus preferidos, los viejos zapatos, ya casi sin forma, con los que iba tan cómodo. “Un día es un día”. Se miró en el espejo. No estaba mal. Mejor que otras veces, pero seguía pareciendo él. “Bueno, tampoco es cuestión de transformarme. Si ha quedado conmigo será porque algo le gusto como soy, ¿no?”. Y echándose la colonia que había comprado al poco de quedarse prendido de la imagen de Cuca (ésa tan cara y que tanto extrañó a Rosa), se fue.

                Cuando llegó no vio el coche de ella aparcado. No le importó. Ni siquiera intentó dar una vuelta a la manzana para hacer tiempo y compartir con Cuca ese maravilloso momento del ascensor en el que imaginaba sus besos. Ya habría tiempo. Tiempo de no imaginar, sino de sentir. Dio la clase como sin darse cuenta, despistado, saltándose diapositivas. Los alumnos, sorprendidos, se lo hicieron notar. Él se disculpó y lo achacó a un supuesto dolor de cabeza. El tiempo parecía no pasar. Hasta que por fin, llegó la hora.

                Fue, como en un sueño, a su despacho. Sin poner los pies, flotando por los pasillos del centro. Abrió la puerta y la vio al fondo, de espaldas. El pelo algo más corto. El rubio más luminoso. “Habrá ido a la peluquería”. Y le envaneció pensar que ella, que Cuca, se había arreglado especialmente para él. Optó por no decir nada, por no anunciar su presencia. Ella siguió de espaldas, entretenida, ojeando uno de sus libros. La miró y se paró más de lo habitual contemplando sus formas. Le pareció, si acaso, algo más delgada, pero quizá eran los pantalones, más estrechos de los que solía usar. La blusa – de seda, como las que llevaba habitualmente – era más larga y los colores del estampado anticipaban un verano que aún tardaría en llegar. Se acercó y, cuando casi estaba a punto de volver a oler su perfume, ése que tanto le gustaba, cerró los ojos y se imaginó la escena que estaba por venir. Él, que enlazaba su cintura y, pegando su cara en el cuello de ella, la besaba, sin más, sin palabras, como tantas veces soñó en el ascensor. Abrió los ojos y alargó el brazo hasta tocarla. Ella se volvió sonriendo. Y la vio. La vio y no pudo creerlo. Le miraba, contenta, el flequillo rubio, recién cortado, cayendo sobre su rostro infantil. Su perfume – no el que él esperaba, otro que no reconoció – llenando el escaso espacio entre ellos. Le besó. Posó sus labios en los de él y sintió que el contacto era algo distinto al que había imaginado en el ascensor. No peor. Tampoco mejor. Cuando se separaron, ella le dijo:

-          ¿Lo esperabas? –

-          Claro, tonta, lo supe en cuanto vi la nota.-

-          Entonces, ¿te acordabas?, ¿sabías que era hoy? – Quería darte una sorpresa. Hacer algo distinto.-

Él asintió, odiándose por su mala memoria. Era hoy. Hoy. Diez años. Hacía diez años de su boda. Por eso Rosa había querido sorprenderle. Porque era Rosa. La mujer menuda que estrechaba en sus brazos era Rosa. Rosa con un corte de pelo nuevo, con ropa distinta. Rosa como si supiese de la existencia de Cuca y hubiese decidido transformarse. Rosa ocupando la posición de la mujer del ascensor. Volvió a besarla, ahora ya consciente de que la imagen deseada seguiría siéndolo.

-          ¿Y tus alumnos?, ¿tardarán mucho en llegar? – Le preguntó.

-          ¡Qué va! Era mentira.- Le dijo él. Ella le miró sin comprender.- Me imaginé que tramabas algo y me lo inventé, a ver si me lo decías. Pero te lo callaste, pillina.- Y volvió a besarla.

-          Entonces… ¿Podemos irnos? –

-          Claro, dijo él. He reservado mesa para dos en un Restaurante japonés que está a dos calles de aquí y me han dicho que es muy bueno.- Informó él.

-          ¿Japonés?, ¿desde cuándo te gusta la comida japonesa? –Preguntó Rosa sorprendida.

-          Desde ahora. Hay que probar de todo.- Contestó.

Y salieron del despacho, abrazados.

-          ¿Sabes? – le dijo él.- Me gusta tu nuevo peinado. ¿Cómo es que te ha dado por cortártelo? Creí que te gustaba el pelo largo.-

-          Ya estaba harta y pensé “hay que renovarse”.- Y señaló también su ropa, que en nada se parecía a la que solía llevar.



Ambos se pararon ante el ascensor, mientras la luz de llamada parpadeaba. Aún no habían vuelto a hablar cuando se abrieron las puertas y apareció Cuca, en animada conversación con otra profesora. Él las saludó a las dos y ellas le respondieron como sin verle, para seguir con su charla.

Entró en el ascensor con ella. Con Rosa. Y mientras las puertas se cerraban, para llevarles en el trayecto de tres pisos y sótano que les conduciría al garaje; mientras oían la frase “cerrando puertas”, él cerró también los ojos y decidió dejar los recuerdos en su sitio para vivir la realidad que tenía frente él. 


domingo, 6 de mayo de 2012

El viejo sordo risueño, el forofo erudito, la niña vestida de comunión y la mujer que quería ser escritora


Todos los años iban a la feria del libro de Madrid. Se había convertido casi en un rito. En un rito que trasmitieron a sus hijas desde que eran pequeñas. Como si de una celebración de la primavera se tratase.

                Pero ese año las cosas se habían complicado. Entre comidas con amigos, comuniones de familiares y demás fiestas y celebraciones, la feria estaba a punto de terminar y aún no habían ido. Precisamente ese año. Como si fuese una premonición. No era supersticiosa pero, ese año… En el que había decidido retomar su afición por escribir. ¿Y si el destino la castigaba y no conseguía publicar su novela? Porque hacía ya un mes que la había enviado a varias editoriales y tenía la sensación de que tenía que ir, que tenía que volver a pasear mirando las casetas, como otras veces, porque si no lo hacía, el destino la castigaría y jamás podría conseguir que su libro fuese leído por alguien más que sus amigos y familiares.

                La solución le llegó en forma de niña vestida de comunión. Ella era atea. Atea prácticamente, como le gustaba decir. Porque ella, la mujer que quería ser escritora, practicaba su descreimiento y se sentía orgullosa de haber conseguido mantener su coherencia. Y, sin negarles a sus hijas la posibilidad de elegir, lo cierto es que ellas, de un modo natural, habían seguido los pasos de su madre y, llegado el momento, optaron por no hacer la comunión.

-          ¿Podré hacerla después, cuando sea mayor, si quiero y cambio de idea? – preguntó la pequeña.

-          Sí, hija, puedes hacerla cuando quieras, ahora o después. - Le aclaró su madre.

-          Vale.  Pero mamá, ¿me puedo poner el vestido?

El vestido era el de su prima, la  hija mayor de su cuñada. Un vestido de comunión en toda regla, con sus jaretas y su cuello de bebé. Las hijas de la mujer a la que le gustaba escribir eran las pequeñas de la familia y por eso heredaban toda la ropa. Ella pensaba que era bueno porque, además de ahorrarles un dinero, les trasmitía a sus hijas un sentido de austeridad, las alejaba de los caprichos y las obsesiones por las marcas. Pero ellas no siempre coincidían con su madre. Sobre todo cuando les tocaba vestir según los gustos de sus primas y las modas de temporadas pasadas.

Con el vestido de comunión no sucedió así. La hija mayor de la mujer que escribía no le hizo ni caso, pero la pequeña… para la pequeña fue un auténtico regalo. Le encantaba “disfrazarse de comunión”, como ella decía. Más aún que hacerlo de princesa o de hada. Y se paseaba por la casa vestida de blanco, con cara de niña buena, de recogimiento, como había visto hacer a sus primos y a sus amigos en sus comuniones.

                Hasta que un día dijo:

-          Mamá, yo no quiero hacer la comunión, pero quiero vestirme y hacerme fotos, como todos.-

Y su madre le contestó:

-          Tú no te preocupes, hija, que el domingo te pones el vestido, nos vamos al Retiro y te hago unas fotos.-

Y así fue. Cuando llegó el momento, ni su marido ni su otra hija quisieron acompañarlas.  A la mayor le daba una vergüenza horrible que su hermana saliese así vestida y el padre ya tenía otro compromiso. Así es que, la mujer a la que le gustaba escribir, le puso a su hija la diadema blanca que ella misma había llevado en su boda – civil, por supuesto – y cogió las llaves del coche. Iba a abrir la puerta cuando sonó su móvil: era su hermano.

-          Oye, ¿has ido este año a la feria del libro? –

-          No, aún no, y ya se acaba hoy.-

-          ¿Te vienes? Estoy en casa de papá y mamá y papá se apunta.-

-          Yo es que iba a ir con la peque al Retiro…- Pero antes de terminar la frase se dio cuenta de la coincidencia y decidió no dar más explicaciones – Sí, vamos. Os recojo a los dos.-

No les había dicho nada de la indumentaria de la niña, por lo que, cuando su padre y su hermano la vieron, se quedaron sorprendidos. Pero la naturalidad de ambas, lo aclaró todo.

-          Voy disfrazada de comunión. Mamá me va a hacer unas fotos en el Retiro.- Explicó la pequeña-

-          Se ha empeñado. Le hace ilusión, Y teniendo en casa el vestido, me parece una tontería no usarlo.-

Había amenazado lluvia durante todo el día pero, justo cuando lograron aparcar, el sol se abrió paso y permitió que las fotos salieran perfectas. Un poco raro que la madre y el tío fuesen con vaqueros, pero todo no se puede tener.

Las nubes volvieron a aparecer cuando se acercaron a las casetas. La mujer que quería ser escritora empezó a ponerse nerviosa. La posibilidad de hablar con sus autores preferidos hacía que su timidez - ésa que vivía escondida en su estómago y sólo de vez en cuando salía para adueñarse de su cara y su cuello, tiñéndolos de rojo - empezara a dar señales de aviso.

Siempre les había gustado leer. Era algo de familia, como el color de pelo o la altura. Se tenía o no se tenía. Y ellos, todos, tenían de sobra. De las novelas históricas a las negras, pasando por las de la Guerra Civil, que le encantaban al padre, con ochenta y un años, porque le traían los recuerdos sentidos y los robados; la infancia que no fue tal y que le tocó vivir.

 A la mujer que quería ser escritora, nerviosa como estaba, le sorprendió la transformación de su hermano. Le vio pasar de un ser tímido a un conversador incansable, que lograba recordar detalles increíbles de cada novela, para entablar conversación con todos los autores que le interesaban. Y ellos le contestaban encantados, halagados por la huella que habían logrado dejar en sus lectores.

Y así, fueron de caseta en caseta hasta que la vieron, sentada en una de ellas, casi sin gente esperando para que les firmase el libro que acababa de publicar. Era ella. La AUTORA con mayúsculas. Al menos para la mujer a la que le gustaba escribir. La admiraba. Se quedó parada. Su hermano no dudó.

-          Venga, vamos a hablar con ella, que casi no hay nadie.-

“Pero qué tonta que soy, si hasta me tiemblan las piernas”. Se dijo la mujer. Por eso se quedó callada. Callada mientras su hermano le contaba a la AUTORA que era del Atlético de Madrid, como ella, y ambos empezaban una animada conversación sobre la temporada de su equipo. Callada también cuando su padre, sordo como estaba, contestó a la pregunta de la AUTORA con algo que nada tenía que ver y una de sus sonrisas de “aunque no te oigo, no pasa nada, yo soy capaz de hilar cualquier conversación”. Callada también cuando su hija, que acababa de comerse un helado de chocolate, pasaba sus manos – manchadas, como el vestido que fue de su prima – por las portadas de los libros de la AUTORA que estaban expuestos, diciendo: “Mamá, tú tienes todos estos”.

Cuando, por fin se animó, oyó su propia voz temblorosa, como la de otra persona, lejos de allí, fuera de sí misma, consciente de cada una de esas palabras inadecuadas que la hicieron ponerse aún más nerviosa.

-          Nos gustan mucho tus novelas. Yo he leído todo lo que has publicado. Todo. Incluso las columnas del periódico de los domingos.-

La AUTORA pareció no notar el agobio de la mujer que quería ser escritora y comenzó a conversar con ella, tranquila, como si no fuese consciente de la fila de gente que se empezaba a impacientar detrás del extraño grupo que hablaba sin haber comprado un solo libro. Y así, por fin, la mujer que quería ser escritora, se atrevió a decírselo, a confesárselo a su admirada AUTORA. A decirle eso, que lo que más ilusión le haría en este mundo sería ver sus obras en una caseta de la feria del libro y estar allí, horas y horas, firmando ejemplares, sin saber muy bien qué poner; repitiendo dedicatorias que pretendían ser originales; pasando calor o mojándose por las rendijas de la cubierta. A decirle que quería ser escritora, no como ella, no, que con tanto no se atrevía ni a soñar, escritora sólo, pero de las de verdad, de las que venden libros a más gente que a los familiares y amigos. La AUTORA la animó y no la tomó por loca, ni le hizo pensar que fuera imposible. Más bien al contrario, el tiempo parecía que no pasaba para ninguna y, de no ser porque el hermano de la mujer que quería ser escritora decidió, al fin, comprar uno de los libros de la AUTORA – el último, el que él todavía no había leído, pero su hermana sí - podrían haber estado conversando aún más tiempo.

Cuando, por fin se fueron, la mujer que quería ser escritora se fijó en el raro grupo que componían y, mentalmente, decidió llamarles así: el viejo sordo risueño, el forofo erudito, la niña vestida de comunión y la mujer que quería ser escritora. Se preguntó qué habría pensado la AUTORA de ellos y si habría reparado en su singularidad. Decidió que era imposible no hacerlo y llegó a pensar que vería su historia, la del extraño grupo que formaban esa tarde de primavera, en una de las columnas que la AUTORA escribía en el suplemento semanal de uno de los periódicos de más tirada del país.

Pero ha pasado casi un año y no ha sido así.

Por eso, porque la AUTORA no ha escrito sobre el extraño grupo que éramos, he decidido hacerlo yo, a ver si así conjuro el maleficio que ha hecho que, a pesar de haber ido a la feria del libro, casi un año después, aún no haya conseguido publicar ninguna de mis novelas.