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Igual que tu madre




Su madre seguía refunfuñando desde el salón, como siempre.

-          Que sí, que sí, que ya voy.- Le contestó con desgana.

No había logrado entender bien lo que le decía, porque la música de los cascos apenas dejaba que otro sonido se colase en sus oídos, pero, de todos modos, se lo imaginaba. “Venga, ayúdame. Es que no haces nada”, se dijo, utilizando un tono de voz atiplado que pretendía imitar al de su madre. Mira que era pesada. Y siempre gruñendo.

Entró en su habitación, miró a su alrededor y no supo por dónde empezar. Estaban de mudanza. Se cambiaban de piso y hacía semanas que sus padres le habían pedido que guardase en una caja las cosas más necesarias, aquellas que no quisiera perder, o necesitase tener más a mano. Y ella, como siempre, lo había ido dejando. Que si “uf, con la de deberes que tengo”, que si “ahora no puedo, que he quedado.” Cualquier excusa era buena. Y lo sabía. Ella lo sabía. Pero no iba a darles el gusto de reconocerlo. Sobre todo a su madre. A su madre nunca. ¡Qué mujer! Para Mónica era difícil imaginarse a alguien más aburrido. Siempre señalándole lo que hacía mal, poniendo pegas a todo. A su ropa, por supuesto. A su pelo, casi siempre. A sus gustos, a lo que hacía y a lo que nunca había hecho. A todo.

Sus amigas decían que todas las madres eran iguales, pero Mónica sabía que no. No era posible. No podía haber otra. Como la suya, como Lola, no. Tan hiriente, tan manipuladora, con ese aspecto siempre pulcro, que su madre creía moderno y que Mónica sabía trasnochado, de señora. Pero de señora que quiere parecer joven, que es peor. Ridícula, vamos. Y siempre espiándola, queriendo saber de su vida. ¿Qué le importaba a ella lo que hacía? Como si no tuviese bastante con el desastre de existencia que llevaba la propia Lola. Con un trabajo que solo servía para que estuviese fuera de casa prácticamente todo el día. De pequeña eso le importaba. Y siempre estaba esperando que llegase para acurrucarse en su regazo y pedirle mimos. Pero ahora estaba encantada, encantada de coincidir con ella lo menos posible. Con esa cara, en la que se veían las marcas de expresión, a pesar del arsenal de cremas que abarrotaba el armario del baño; con ese gesto que todos se empeñaban en decir que era el que ella había heredado. ¡Qué va! Antes muerta que con esa cara de vinagre. Una amargada, eso era su madre. Una amargada que pretendía que todos en casa estuviesen como ella.

Pensando en eso se dio cuenta de que había perdido la caja de cartón que le dio su padre semanas atrás. Decidió coger otra de la habitación de al lado, la de sus padres. Casi todas estaban llenas. Eligió una, aún a la mitad y la llevó a su cuarto, sin agacharse para cogerla, dándole patadas. Una vez allí, la puso encima de la cama y empezó a arrojar cosas dentro de ella. “Solo lo necesario”, le había dicho su madre. “Yo lo meto todo y ya está”, pensó Mónica.

Cuando casi había terminado, al pasar bailando al ritmo de la música que le llegaba a través de los cascos, golpeó la caja y se cayó. Todo su contenido se esparció por el suelo. “Joder”, se dijo, “ni que no tuviera yo otra cosa que hacer. Y ahora a guardarlo todo otra vez”. Se agachó y empezó a recoger las cosas, tirándolas de nuevo a la caja, hasta que vio algo junto a sus pies. Algo que no le sonaba. Parecía un cuaderno. “Anda y esto, ¿qué es?”, se preguntó. Era de color fucsia. “Qué pijo” y tenía como unas anillas metálicas que ella intuyó que servían para pasar algo por ellas y mantenerlo cerrado. ¿Quizá un candado? “Esto es un diario”, concluyó. Recordaba haber tenido uno cuando era pequeña, uno de esos, con dibujos de princesas y llaves con claves secretas. “¿De quién será?”.

Abrió la primera hoja y vio unas iniciales. L.R. “L.R., L.R. No puede ser. Es de Laura. Laura Ruiz” No podía creerlo. El diario era de Laura. Lo ojeó y la forma de la letra, grande y como recostada hacia el lado derecho, vino a confirmárselo. “Es de Laura. Es su letra. Y si no lo es, se parece mucho”.

¿Y qué hacia el diario de Laura en su habitación? O mejor aún, ¿por qué tenía Laura, la chica más cool de la clase, una cosa tan pasada de moda como un diario? Enseguida vinieron las respuestas a su mente. “Se le cayó, se le cayó ayer, seguro, cuando estuvimos haciendo el trabajo”. Para disgusto de Laura, les había correspondido formar pareja para llevar a cabo un proyecto de Ciencias. Casi todas las reuniones habían sido en casa de Laura, por aquello de que la familia de Mónica se mudaba. Pero la última, ayer mismo, había sido allí. Y cuando Mónica volvió, después de haber salido a buscar unos folios, la vio esconder algo en su mochila. “A lo mejor no lo escondió bien. No lo escondió bien y se le cayó”. Y allí estaba. El diario de la chica con más estilo de todo cuarto. La más envidiada. Estar en su grupo era una marca de prestigio. Por eso casi nadie estaba. Y Mónica no era una excepción. Ella quería desesperadamente ser amiga de Laura. Pero para Laura prácticamente no existía y de no ser por el trabajo de Ciencias no habrían cruzado más de dos palabras durante el curso. Pero, ¿por qué alguien como ella iba a tener una cosa tan pasada de moda como un diario? “Bueno, en el fondo le pega”, se dijo, “le pega hacer algo distinto. Y desde luego, si alguien puede, es Laura. Nadie se atrevería a decirle que es una horterada”.

El caso era que Mónica se encontraba allí, sola, con la posibilidad de fisgar en la vida de la chica más popular de la clase. ¿Iba a poder resistirse? “Hombre, la verdad es que no está bien. Sé que ella se moriría si se enterase de esto. Si ni siquiera me ha agregado en tuenti y en facebook. Pero… nadie tiene que enterarse. Y no va a pasar nada. Lo leeré y luego, mañana, se lo devuelvo y ya está”. Y así, libre de remordimientos, que no habían llegado ni a aparecer, se sentó dispuesta a conocer los secretos y las emociones de la chica que nunca sería su amiga.

Al principio leyó deprisa, sin demasiado interés. Y es que le costaba entenderlo. Laura usaba palabras poco habituales. Pero pronto empezó a sentirse enganchada por el contenido del cuaderno, un diario que le hablaba de una chica vulnerable, con dudas, como ella; que contaba sus inseguridades – como las de Mónica - ante un cuerpo cambiante, ante unos estereotipos difíciles de imitar; que narraba (increíblemente bien, esa era la verdad) las emociones que no sabía calificar ante las miradas furtivas y las conversaciones inacabables con aquel chico durante el verano, la desilusión ante la ausencia de fuegos artificiales, de sensaciones mágicas por el roce de otra piel, el tacto  de unas manos torpes y una boca ajena; que explicaba su vacilación a la hora de seguir a sus amigos en la carrera por ser el más atrevido, probando primero el alcohol  y luego otras cosas.

La Laura que conoció por ese diario no era tan estupenda ni tan estilosa como la que veía todos los días en el cole. No era distante y segura. Era una joven como ella, como Mónica, perdida en sus cambios, buscando modelos que no conseguía imitar, empeñada en ser lo que no era, ante la incomprensión de una madre que solo la espiaba y la agobiaba - “Mira, como la mía”, pensó Mónica – y un grupo de admiradoras que la seguía cual corte a la que no podía defraudar. Laura se hizo, por fin, cercana, amable, entrañable incluso. Y Mónica se vio como ella, por una vez, por unos minutos.

Hasta que la puerta se abrió y entró, enfadada como siempre, su madre.

-          Pero, ¿se puede saber qué haces ahí sentada como un pasmarote? ¿Y tu caja? ¿La tienes ya? Van a venir los de la mudanza y tú sigues parada, como si no fuera contigo. ¡Y quítate los cascos que te estoy hablando! –

Mónica, sorprendida por la irrupción de su madre, trató, sin éxito, de esconder el diario.

- Y eso, ¿qué es? –

-          No te importa.- Le contestó enfadada.

-          Pero… - Lola se dirigió a ella con un gesto distinto, sorprendido, mirando las manos de Mónica que trataban de ocultar el cuaderno.- Pero, ¿qué haces tú con mi diario?

-          Tu ¿qué? – Mónica no podía creerlo.

-          Mi diario.- Dijo Lola y se lo quitó de las manos antes de que pudiese evitarlo.

-          ¿Tu diario? – Repitió Mónica. – Pero no… no es tuyo.-

-          ¿Cómo que no? Pues claro, ¿de quién va a ser si no? –

-          De Laura.- Titubeó Mónica, sin querer creer lo que estaba escuchando.- de mi amiga… mi compañera de clase – se corrigió – la que estuvo aquí ayer. Lleva sus iniciales, ¿ves? L.R. –

-          Claro hija, L.R., Lola Romero, ¿o es que ya no sabes ni cómo me llamó? Pero… ¿qué haces tú con él? Si estaba en mi cuarto.-

-          No, que va. Estaba aquí.- Negó Mónica.

-          Espera.- Y en los ojos de Lola se veía que acababa de recordar algo.- Lo guardé en una caja.- Miró la que estaba sobre la cama de su hija.- No me digas que has cogido mi caja.- Se acercó más, para comprobar si era cierto lo que había pensado.- Efectivamente, has cogido mi caja.- Dijo triunfante.

-          Bueno, sí, la cogí de tu cuarto.- Reconoció Mónica.- Pero, ¿cómo iba a saber yo que escondías un diario? – Todo lo que había leído se le agolpaba en la mente, impidiéndole hacer más preguntas. Su madre. El diario era de su madre.

-          ¿Quién te manda cotillear? ¿No lo habrás leído? Es mío, de cuando era pequeña. Tendría… pues… más o menos tu edad.- Y Lola se quedó mirando a Mónica.

-          ¿Y por qué lo guardas? –

-          No sé, me da pena tirarlo, ya ves qué tontería. Y me lo voy llevando de casa en casa. Si tenía que tirarlo, la verdad…-

Ambas se miraron, sin hablar. Sorprendidas por la situación.

Lola menos madre, menos tensa, más vulnerable ante sus confesiones expuestas, con el rostro más relajado que de costumbre y el recuerdo del contenido del diario, de sus dieciséis años locos, confusos, díscolos, de sus dieciséis años en definitiva, más presente de lo que había estado en mucho tiempo.

Mónica menos hija, menos rebelde, más consciente de los demás y menos de sí misma, sin los cascos en sus orejas - por fin - escuchando a su madre, escuchando el silencio de su madre y repasando las palabras leídas, sintiéndose cerca de esa adolescente que necesitaba dejar constancia de sus miedos y que se había convertido en la mujer que, frente a ella, le devolvía su misma imagen, aderezada con la pátina de los años.

Y Lola se vio en su hija. Una Lola más joven y con un corte de pelo algo más clásico que el que ella misma llevaba a su edad, pero con el carácter impulsivo del que se quejaba, entonces, su madre.

Y Mónica se vio en su madre. Una Mónica madura y con las ideas algo más claras, aunque aún no del todo, con una hija que le recordaba que nunca podía bajar la guardia, que el tiempo pasa pero con ritmos diferentes, más rápido en el aspecto, más lento en el sentir. Que las dudas no se resuelven del todo, que se van transformando hasta convertirse en un aliciente en lugar de un tormento.

Lola y Mónica se miraron y, por primera vez en años, se entendieron.