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domingo, 18 de marzo de 2012

Es que me han dibujado así

Antes de dejar aquí un nuevo relato os diré que no puedo publicar más páginas (a la derecha). Parece ser que blogger tiene un límite de veinte y ya lo he alcanzado. Por tanto, a partir de ahora, publicaré todo aquí, en "entradas", manteniendo los relatos que ya he dejado con anterioridad como página.

Hoy os dejo una historia que continuará... La semana que viene. Y no quiero dar más pistas. He dudado si poner las dos partes juntas o dejar una semana en medio y, al final, creo que tendrá más efectos así.

Bueno, ahí va:

"
Siempre le había pasado. Desde pequeña. Y siempre le había dado mucha rabia no poder controlarlo. Ser así. A veces le venía a la mente la frase de una película, de una de dibujos, Roger Rabbit o algo así se llamaba. La frase la decía la protagonista femenina y ella se sintió identificada desde el principio: “no soy mala, es que me ha dibujado así”. Era como se sentía, como si no pudiese evitarlo. Como si un determinismo ciego la llevase, inexorablemente, a coquetear sin freno, a sentirse atraída por desconocidos, por hombres guapos, o no tanto, que se cruzaban con ella y se quedaban clavados en su recuerdo, martilleando su mente con escenas casi nunca vividas que volvían y volvían a perturbar su tranquilidad.
Al principio, cuando no era más que una niña, lo atribuyó a la ilusión de la inmadurez, a su inexistente experiencia, a su ansia de conocer. Fue entonces cuando se quedó prendada del frutero. Y del amigo de su hermano. Y del primo de su vecina. Y de aquel compañero del colegio. Ése con la nariz tan grande, ¿cómo se llamaba? Era imposible intentar recordarlo. Con todos se ilusionó. Soñó encuentros más o menos apasionados con cada uno de ellos. Su falta de referencias reales no le daba para mucho, pero su ardor juvenil cubría todas las lagunas. Y con todos, con todos, coqueteó sin reparo. Era algo natural. Algo que le salía sin sentir. Es más, no podía evitarlo. Y mira que lo había intentado. Pero el proceso se ponía en marcha de manera automática. Ajeno a su control. Sólo podía percibir que lo estaba haciendo. Otra vez. Pero no evitarlo. Eso nunca.
En aquella época, el ardor de lo que ella imaginaba amor y no era más que deseo, la hizo sentirse culpable día sí y otro también. Las enseñanzas de las monjas le habían calado mucho más de lo que le habría gustado, y la sola idea de la atracción sexual le producía una punzada en el pecho que la oprimía bajo el peso del pecado. Del pecado que entonces no había cometido. Del pecado que, de todos modos, pocas veces cometió. Y si la educación no la ayudaba, la naturaleza tampoco. O sí. Depende de cómo se mire. Porque si ella había sido una niña delgaducha, esmirriada, de pelo lacio y rubio que caía sobre unas gafas que corregían un estrabismo que le resultaba vergonzoso, la adolescencia le regaló un cuerpo en el que se conjugaban todas las variedades de las líneas curvas en una orografía imposible. En una época en la que sus amigos luchaban con los granos, ella pudo, por fin, prescindir de sus gafas y descubrir que su rostro proporcionado era más que agradable. A ella, simplemente, la naturaleza la había pintado así. Y ese regalo venía acompañado de una capacidad innata para lucirse, sin darse cuenta, con miradas y sonrisas que enganchaban voluntades y anulaban resistencias.
Ella siempre fue así. Enamoradiza, se decía ella misma cuando era joven. Provocativa, comentaban las lenguas envidiosas. Tan espectacular que asustaba. Y por eso, a pesar de llevar prendidas las miradas de todos los jóvenes con los que ella soñaba, pocos se atrevían a intentarlo. Y esa falta de pretendientes tranquilizaba un poco su culpa. A ella le gustaban casi todos. No a la vez, no, que en eso también las monjas hicieron bien su papel. De uno en uno, pero no había momento en el que no suspirase por algún chico. Pero novios, lo que se dice novios, tuvo pocos. Y no los más guapos. Sólo aquéllos que se arriesgaban a un no, que no temían exponer su ego a un rechazo, se acercaron a ella. Y ella, vulnerable, con un lugar para todos en su corazón y en sus más ardientes e inconfesables deseos, salió con ellos. Primero con uno. Compañero de clase. Feo como él sólo. Aunque tampoco es que fuese simpático. Realmente no tenía nada. Quizá por eso se arriesgó a intentar ligar con la chica más deseada de la clase. Y a pesar de eso, ella no pudo evitar que, durante el tiempo que estuvieron juntos, su mente rebosase de la imagen de él; que su voluntad se viese anulada por sus caprichos; que no pensase más que en los momentos que compartían; que llenase sus ausencias con ensoñaciones que le tenían por protagonista. Que se enamorase, como siempre se había enamorado. Locamente, totalmente, en cuerpo y alma. Entregada a otra persona. O a la imagen de otra persona. O al recuerdo de otra persona. Del todo. Pero por tan poco tiempo… Porque eso era lo malo, que los enamoramientos eran tan excesivos como cortos. Y del feo pasó al pedante, tan listo, tan pagado de sí mismo… La lucía a su lado como si se tratase de un coche caro. Del coche que quería, pero aún no podía comprarse. Y ella se dejaba hacer, arrobada, luciendo su cuerpo excesivo en su perfección, su sonrisa siempre dispuesta, su atractivo desbordante. A ella, simplemente, la habían pintado así.
Y así siguió siendo cuando alcanzó la madurez. Cuando decidió sentar la cabeza y tener una relación más estable. Cuando se empeñó en engañarse e  insistir en que ese estado de embriaguez hormonal que le despertaba la necesidad inevitable de coquetear podía durar más de unos meses. Cuando se casó sabiendo que se mentía, que no podría seguir manteniendo la anulación de su voluntad por mucho tiempo. “Mejor así”, se dijo, “cuando estás enamorada no eres realmente tú. Así no perderé el control y manejaré mi vida”. Pero no se acordó, o no quiso acordarse, de que cada vez que acababa uno de sus períodos de inconsciencia por esa atracción desmedida, empezaba otro. Y así coqueteó con el amigo de su marido, y con el novio de su hermana. Incluso con el vecino, que tenía seis hijos. Con todos. Sin darse cuenta. Sin poder evitarlo. Sin pasar de ahí, eso era cierto, pero llenando sus recuerdos y sus noches de historias tórridas no vividas que se reflejaban en las miradas hambrientas de todos ellos.
La culpa siguió. Era lógico. La culpa católica no buscaba un responsable sino un sufriente. Y ella, para eso, era única. Ella no controlaba su poder de atracción. Ni siquiera el de sentirse atraída. Pasaba. Pasaba tan a menudo…
Y tampoco logró desecharla cuando, después de años, faltó su marido. Ni cuando el tiempo y la fuerza de la gravedad fueron poniendo a su cuerpo en otra dimensión, no ya la de mujer imposible, a la que nadie puede evitar mirar pero a la que todos temen acercarse; sino en la de una mujer madura cuyos atractivos habían pasado de sus curvas a su rostro, a la inteligencia de su mirada, al embrujo de su sonrisa, a su conversación, siempre interesante, a su serenidad. Y su maldición siguió, llevándola de una atracción a otra, de una ilusión a la siguiente. Ya no lo llamaba enamoramiento. A su edad resultaba ridículo. Ahora era plenamente consciente de que era atracción, pura atracción física, mera química que anulaba el razonamiento. A ella, decididamente, la habían dibujado así. Y fue entonces cuando llegaron los guapos. No siempre. No todos. Pero el miedo de los hombres a acercarse disminuyó. Y ella siguió luchando por controlar sus gestos, esas miradas que parecían prometerlo todo y que la unían (de forma real o imaginada) con hombre más interesantes. Con hombres más jóvenes después. Con más hombres, al fin y al cabo. Tampoco muchos, que no había que exagerar, que ella, en eso, siempre fue muy normalita. Soñar soñaba con todo. Con lo imaginable y con lo inimaginable. Con otras manos, con otros cuerpos, con otras escenas que nunca llegó a experimentar. Con todo. Y la culpa, más pausada, pero la culpa al fin y al cabo, siguió estando.
Momentos hubo en los que deseó no ser así, no verse impelida a coquetear de ese modo; no luchar inconscientemente por sentir que atraía; que hombres casi desconocidos pensaban, como ella, en escenas que nunca sucederían; que el deseo que no se atrevía a reproducir, vivía en su mente y en la de otros, como un crimen compartido que no pudiesen confesar.
Siempre había sido así. Siempre había ocurrido. No podía pasar desapercibida. Al principio por su cuerpo. Después por ese encanto que le daba la madurez. Y ahora, ¿por qué seguía sucediendo ahora? A ella la había pintado así, pero estaba ya tan desdibujada… Hubiera deseado tener algún control sobre su cuerpo, sobre sus reacciones, sobre esas sonrisas que parecían embrujar pese al paso del tiempo, sobre su mente que no reconocía la edad y se estancaba en aquellos lejanos años de vergüenza y juventud. Siempre le había pasado. Siempre. Pero ya era hora de que acabase, porque no había nada más incómodo que saber que José era como tantos otros, que no podía evitar sentirse atraído por ella, por su voz, por su mirada, por su conversación, por esa risa atemporal que alegraba el cuarto. A ella le hubiese gustado que ya no fuese así, que pudiese evitar coquetear. Le hubiese gustado incluso sentir la culpa de antes, y no esa vergüenza, esa sensación de ridículo al saber que, sin poder evitarlo, estaba coqueteando descaradamente con el nieto de su compañera de cuarto en la residencia de ancianos"

3 comentarios:

  1. Me ha gustado mucho. De gran calidad, reflejsndo " el vicio" en el que podemos quedar atrapado. De tus mejores relatos

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  2. Estupendo, Pepa. Sigue escribiendo estas páginas.

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  3. ¡¡Qué buen relato!! Me ha gustado mucho. Ahora voy a por el masculino (que ando un poco retrasada en lecturas)
    Mariví

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