redirección

La culpa


Llegué con más de una hora de antelación. “Por el tráfico. No sabía calcular bien el tiempo que iba a tardar”, me dije a mí misma, para justificarme. Pero sabía que no era cierto. No había podido dormir. Toda la noche dando vueltas en la cama, repasando mentalmente mi presentación. Toda la noche recordando la voz de Rafa al teléfono, su voz otra vez, su risa. Toda la noche viendo imágenes, recuerdos, que pasaban una y otra vez, como en una película gastada que se proyectaba en un cine con un solo espectador, con un espectador que era también uno de los actores, con un espectador que ya no sabía si estaba dentro o fuera de la película, dentro o fuera de los recuerdos, dentro o fuera de la realidad. Con un espectador que era yo.

Conecté los equipos. Los probé hasta cinco veces. Todo funcionaba perfectamente. Todo salvo los relojes, que no avanzaban. Quedaban cincuenta minutos. “Me tomaré un café”, me dije, y me fui hacia la barra de la cafetería.

Las instalaciones estaban dedicadas a la formación de directivos en régimen de residencia, y además de las aulas, contaban con habitaciones, y un restaurante en el que ahora mismo se servían los desayunos a los distintos grupos de alumnos. No podía entrar allí, a pesar de que sabía que mi contrato me permitía desayunar en el edificio, y que todas las consumiciones estaban cubiertas. No podía entrar allí porque podía estar él. Por tanto, fui a una pequeña barra situada al lado del aula y detrás de los ascensores. Un sitio en el que supuse que no me podría ver fácilmente. Pedí un café solo largo, que me tomé sin azúcar, como siempre. No pude evitar recordar que, cuando estábamos juntos y comíamos en algún restaurante, a él siempre le servían el café solo y a mí el café con leche. Yo odiaba la leche. Como odiaba hablar en público. Y aquí estaba, dispuesta a dar la segunda conferencia de mi vida. Y todo porque un día se me ocurrió comentarle a mi jefa que me gustaría cambiar, ampliar  mi formación en otras áreas. Y ella decidió que, además de seguir haciendo todos los trabajos complicados y desagradables que ella era incapaz de hacer, podía “ampliar mi formación”, dando conferencias a empresas.

Julia, mi jefa, era un capítulo aparte. Era la persona más incompetente y menos adecuada para el puesto que ocupaba de las que yo conocía. Si preguntabas a cualquiera qué opinaba de Julia, te diría “es simpática” o “es muy de jiji, jaja”, pero nunca se podría escuchar una valoración profesional de ella. Ni buena ni mala. Simplemente porque no trabajaba. No sabía. Yo había llegado a la conclusión de que nunca había trabajado. Para mí era un misterio cómo había conseguido el puesto que ahora ocupaba, y todos los que fue ocupando con anterioridad hasta llegar al actual. Es más, dudaba incluso que estuviese titulada. Ella decía que era licenciada en filosofía y letras, pero yo tenía mis dudas. En alguna ocasión había llegado a fantasear con la posibilidad de que hubiese falsificado su título, o incluso de que hubiese sufrido un accidente grave con posterioridad a su licenciatura, que hubiese dejado muy mermadas sus facultades. Porque la verdad era que, ahora mismo, facultades, lo que se dice facultades, tenía pocas.

Era una mujer de cincuenta y cinco años, que debió ser atractiva en su juventud, y que aún conservaba algo de aquel atractivo. No obstante, no había resuelto bien el paso del tiempo y aparentaba más edad de la que tenía. Por desgracia, a pesar de ser “de buena familia” tampoco había heredado la prestancia que se le suponía a su madre. Esa señora que, según Julia contaba, siempre llevaba sombrero para salir, y que recibía los jueves en su casa del Paseo de la Habana.

Julia se vestía en las boutiques más caras y más rancias del barrio de Salamanca, pero no podía evitar parecer una prima que hereda la ropa buena de un familiar. Parecía que nada era suyo, que todo estaba prestado, la ropa, las joyas, incluso los zapatos, que no se ajustaban bien a su pie. Acostumbraba a sonreir y poner cara de boba para conseguirlo todo. No se había dado cuenta de que la mayoría de los hombres de su generación se habían prejubilado, o estaban próximos a hacerlo y caía en el más espantoso de los ridículos cuando ejecutaba su actuación magistral ante los nuevos compañeros, hombres de entre 30 y 40 años, que no veían ningún atractivo en un mujer mayor que les hacía ojitos y les pedía ayuda, en su condición de rubia tonta.

No obstante, por algún extraño motivo, desde dos años atrás, Julia era mi jefa, la Directora de Recursos Humanos de la empresa, a pesar de no saber manejar ningún recurso y de no tener ninguna preocupación por lo humano. Estaba claro que mi titulación y mi máster en Dirección de Recursos Humanos en el Instituto de Empresa le venían como anillo al dedo, y estaba también claro que había decidido que ya no necesitaba hacer más ojitos. Ahora me tenía a mí, y yo podía hacer todo el trabajo que ella no sabía y no quería aprender a hacer. Por eso estaba yo en El Escorial, porque se había decidido darle un valor añadido a la función de Recursos Humanos que llevábamos a cabo y vender nuestra experiencia en determinadas áreas como cursos de formación a otras empresas. Y a pesar de mi miedo escénico (que, en ocasiones, llegaba a resultar casi patológico) en esa mañana iba a dar una conferencia sobre “igualdad y conciliación familiar”, aunque yo, como me había dicho Marta, me sabía muy bien la teoría pero no tenía ni idea de lo que era realmente conciliar la vida familiar, porque, ya se sabe, no tengo hijos.

Y para que el cuadro estuviese completo, entre mi auditorio, compuesto básicamente por hombres, mandos intermedios, de unos cuarenta años, que no iban a acoger con gran interés mi charla, se encontraba Rafa. Rafa. Después de doce años. Rafa iba a ver cómo intentaba captar la atención de un grupo de gente que no tenía ningún interés en atenderme, Rafa iba a asistir al proceso de pánico que tenía lugar cuando me veía forzada a hablar en público, Rafa iba a ser testigo de uno de los momentos más desagradables para mí.

Le recordaba, con su pelo oscuro, rizado, que intentaba domesticar en vano. Con su sonrisa, de dientes tan blancos que parecían pintados. Con esos ojos rasgados, a veces verdosos, a veces marrones, con el color y la melancolía del otoño. Rafa. Con ese cuerpo de hombre a medio hacer, alto, pero no garboso, delgado, pero con los músculos sin definir. Rafa y su risa, que se llevaba toda mi determinación. Rafa y su voz, su voz ronca que conseguía abrazarme en sus susurros. Rafa y sus manos suaves, manos de señorita, como le decía yo para hacerle rabiar. Manos que andaban torpemente sobre el grito de mi piel. Rafa.

Terminé mi café y volví a entrar en el aula. No sabía cómo iba a reaccionar al verle por fin, al verle después de tanto tiempo. Había estado más de una semana decidiendo qué ropa ponerme y me sentía muy contenta con mi elección final, un vestido negro, estrecho y con la falda hasta la rodilla, que me daba un aire correcto y elegante y unos zapatos abotinados, de tacón muy alto, que añadían el toque femenino. Sabía que estaba guapa, me había mirado al menos treinta veces en el espejo antes de salir, y otras cinco en el baño al lado de la barra en la que me tomé el café. Me había retocado el pelo, me había retocado el maquillaje (discreto, era por la mañana). Todo estaba bien. Sin embargo, no podía evitar la sensación que tenía a veces en sueños, en ese sueño en el que todo el mundo me miraba porque yo había olvidado algo, algo como, por ejemplo, vestirme, y había salido a la calle sin darme cuenta.

Cuando estaba a punto de comprobar otra vez que los aparatos funcionaban, oí su voz detrás de mí.

-          Isabel. Qué alegría verte.-

 Tomé aire y dibujé mi mejor sonrisa antes de darme la vuelta.

-          Rafa, ¿qué tal?


Me acerqué para darle dos besos en las mejillas, pero algo pasó antes de que nuestras caras llegaran a tocarse y no nos besamos. Nos miramos a los ojos. Eran los mismos. Los mismos ojos rasgados y verdosos... Pero el resto no era igual. Me costó reconocer a Rafa en ese hombre. Estaba más gordo y parecía incluso más bajo. Además, ya no le caían rizos negros sobre la frente. Ahora, el poco pelo que le quedaba a los lados de unas tremendas entradas, estaba cuidadosamente estirado, intentando disimular su escasez. Era Rafa. Pero no era Rafa. Suspiré y me empecé a sentir más tranquila. Él me miraba intensamente.

-          Estás igual.- me dijo.
 
“No se puede decir lo mismo de ti”, pensé, pero en su lugar, dije:

-          No creas, el tiempo pasa para todos.-

 -          No te voy a molestar ahora, pero cuando termines, por favor, no te vayas, me gustaría tomarme algo contigo y charlar un rato, ¿vale? -
 
“¿Y por qué tendría que hacerlo?, ¿por qué tendría que charlar contigo ahora si no has tenido ningún interés en hacerlo en todo este tiempo?”, pensé. Pero dije:

-          Sí, por supuesto. Luego nos vemos.
 
En el fondo, yo también quería hablar, quería saber, quería que me dijese por qué, por qué se acabó todo, qué pasó, cuál fue la verdad, por qué no hubo más llamadas, por qué no hubo más tardes, ni más mañanas, por qué no volvimos a reírnos a carcajadas andando por el parque, por qué no volvimos a cogernos de la mano en un cine, por qué no volví a sentir su boca recorriéndome de arriba abajo, por qué no volvimos a discutir con la misma fuerza con la que nos abrazábamos, por qué se fue.

Pronuncié la conferencia completa de forma automática, sin darme realmente cuenta de lo que decía. Días después la empresa que organizaba los cursos me felicitó, diciéndome incluso que estuve brillante. Pero yo no sería capaz de recordar ni una sola de las frases. Es como si nunca hubiese estado allí, como si ese trozo del día me faltase. Cuando terminé, recogí mis cosas y busqué con la vista al hombre que decía ser Rafa. Estaba en la puerta, esperándome.

Me llevó a un restaurante cercano, y escogió una mesa apartada, al lado de una ventana. Era un día soleado de finales de invierno y la luz nos inundaba. Ambos pedimos el menú del día. Cuando el camarero hubo tomado nota y se marchó a encargar los platos a la cocina, Rafa, el Rafa de ahora, me miró, y con la voz de antes me dijo:

-          Parece mentira, ¿no? Después de tanto tiempo.-

 Yo ya no podía esperar más

-          ¿Por qué, Rafa? - Me miró sorprendido.- ¿Por qué te fuiste? -