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Ciencias o letras


Es una cuestión de química. Ya lo sé. Está claro. Es sólo cuestión de química y tengo que poder con ello.

        Son sustancias (hormonas, o lo que sea, vete tú a saber) que se conectan e interaccionan dentro de los circuitos de mi cerebro. Sólo eso. Mi tristeza es química pura. Pero yo soy de letras. Y por mucho que me aprenda la teoría es que no puedo con la práctica. Y será química, química pura, pero duele. Duele recordar. Y cuando ya crees que ha pasado, vuelve a aparecer, como si estuviese allí agazapado, esperando.

        Sólo hay un buen momento durante el día: esos escasos segundos (no creo que lleguen a minutos) en los que me acabo de despertar y aún no recuerdo nada; cuando las piezas del puzle de lo que soy y lo que siento aún dan vueltas en el limbo de la consciencia, a medio camino entre el sueño y la vigilia. Sólo entonces, en esos breves momentos, me siento libre, tranquila, como quizá una vez fui, como ya dudo haber sido.

        Pero enseguida llega. Con las piezas del puzle se cuela. Esa imagen, el  coche que aparece por la izquierda, donde antes no había nada, el sonido de un golpe y el cuerpo de Nacho volando para caer a mis pies. Y la química, la maldita química, que aniquila toda posibilidad.

        Y ya la losa se acomoda en mi cabeza para cerrar las puertas al olvido. Va conmigo allá donde vaya. El dolor. Y ¿qué más da que sepa que es sólo química si no puedo hacer nada para luchar contra ella? Si es que encima suspendí dos veces esa asignatura. No hay derecho. Si ya digo yo que el sistema educativo no está bien. Si se explicase en el colegio la importancia de la química, si se nos dijese que nuestras emociones se rigen por la tablita periódica aquélla seguro que la veríamos con otros ojos. Tanto cursito seudosicológico, tanto libro de autoayuda para aprender a gestionar las emociones y resulta que el secreto está en cómo se combinan unas sustancias que ni conozco ni soy capaz de imaginar.

        Es como si todo fuese mentira, como si lo que me aprisiona el pecho y casi me impide respirar, se pudiese reducir a un documental de la BBC. Pero sé que no es mentira, que es cierto. Que es sólo química. Que no hay más. Que ni siquiera yo soy más. Que soy un puñado de células que se autorregulan y que continúan sus actividades por su cuenta, de forma independiente a la congoja que me bloquea el estómago y me cierra la mente.

        Esto es una cuestión de química. Y, ¡hay que jorobarse!, yo soy química también. Entonces, ¿cómo voy a poder luchar contra lo que yo misma soy, con algo que forma parte de mi esencia? ¿Qué más da si es un neurotransmisor el que actúa, si es la serotonina la que se está dando un festín, o si la amígdala me está secuestrando la voluntad? ¿Qué más da, si mi voluntad es también el resultado de unos impulsos eléctricos? ¿Cómo puedo controlar el determinismo físico de lo que soy, el ciego devenir de mi cuerpo diseñado para repetir una y otra vez comportamientos regidos por las sustancias que me componen?

        Me levanto. Sabiendo que tendré que llevar sobre mí ese recuerdo, como una nube densa y compacta que me obliga a arquear la espalda y agachar la cabeza, oscureciendo todos mis pensamientos. Y veo el día, largo, inmenso, inabarcable, como un oscuro pasillo que tengo que recorrer aunque no pueda, para llegar hasta el final y volver a empezar, envuelta en el círculo en el que me veo obligada a andar. Ni el sueño es un alivio, porque frecuentemente el dolor me lleva a escenarios que no quiero revivir, a momentos que preferiría olvidar.

        Sólo ese breve ratito, al despertar. Esos segundos en los que no estoy segura de quién soy, en los que no recuerdo nada y puedo, por un breve espacio de tiempo, sentir la levedad que me da no saber.

        Es sólo química. Y a mí no se me daba bien en el colegio. A mí me gustaban más las letras, la historia, la literatura. Todo lo relacionado con las palabras: leer, hablar, comunicarme, escribir… Las palabras como bálsamo. Las palabras como arma. Las palabras dando forma y contenido a la vida. Esa magia que transforma tus deseos en algo tangible, que muda tu imaginación para que deje de ser íntima y se convierta en una historia compartida.

        Las palabras que materializan los conceptos abstractos, las sensaciones, en algo que permite identificarlas, recordarlas, orientarte hacia ellas, hacerlas reales.

        Materializan las sensaciones. ¿Y no habíamos quedado en que las sensaciones no eran más que reacciones químicas? Las palabras tienen la capacidad para dar forma a los sentimientos; sentimientos que son impulsos eléctricos. Entonces, ¿pueden las palabras gobernar las reacciones químicas? Si fuera así, el lenguaje tendría el poder, nos controlaría, pues nosotros mismos no somos más que un conjunto ordenado de procesos químicos, de añadidos biológicos. ¿Es acaso ésta una nueva formulación del triunfo de la mente, del espíritu, sobre el cuerpo, sobre lo material?

        No lo sé. Ni tengo capacidad ahora para pensarlo. Pero esa reflexión, su simplicidad y la conclusión a la que (no voy a negarlo, intencionadamente) he llegado, me llena de satisfacción. Al fin, el triunfo de las letras sobre las ciencias. Y yo, ya lo he dicho, soy de letras.

Esto me da una esperanza. Quizá aún, con palabras, esté a tiempo de parar el dolor.