redirección

Alter ego


Como todos los días, llegó a VIP’S cumplidas las tres. Recorrió la zona de tienda a paso rápido. Ya tendría tiempo de ver lo que se ofrecía después de comer.

Si años atrás alguien le hubiera dicho que encontraría normal comer sola, que incluso le gustaría, no lo habría creído. Pero sentía un nuevo placer en su soledad. En ese tiempo de comida, rápido y como de prestado, sentada en la barra del fondo. Había desarrollado hasta tal punto esas ganas de intimidad que prefería incluso la zona de autoservicio a la de restaurante. Allí se reducía al mínimo el intercambio de palabras, la interrelación con otros. Solo lo necesario para aclarar que lo tomaría allí en vez de llevárselo y pagar.

Y no es que a ella no le gustase hablar, no. Le encantaba. En realidad, su peor pesadilla era quedarse sin voz. Pero había hecho de su pasión por la comunicación su medio de vida y pasaba más de seis horas por las mañanas hablando y hablando con todo tipo de gente, para volver a hacer lo mismo por la tarde. Gente que, en su mayoría, llamaba para quejarse. O mejor aún, se quejaba en persona. Y allí estaba ella, dispuesta a usar todo su encanto y su capacidad de empatizar para conseguir que, aún en las peores circunstancias, los clientes se fuesen contentos. Contentos, al menos, con su servicio, aunque no con las circunstancias que les habían llevado a ella.

Ese era el motivo por el que le gustaba comer sola. Disfrutar de su escaso tiempo de silencio. Sin sonreír constantemente para que el tono de su voz se notase alegre. Sin tener que pensar en una réplica adecuada, firme y amable al mismo tiempo.

No le importaba sacrificar a cambio la calidad de la comida. Es más, se había acostumbrado a ella. Solía decidirse por las especialidades japonesas. Nada que ver con las que probaba algunos fines de semana con su novio en los restaurantes que a él le gustaban. Pero para ella estaban bien. Además, desde que había aprendido a usar los palillos disfrutaba haciendo ostentación de su habilidad. Creía que le daba un toque de glamour.

Comió deprisa, como siempre. “Es que, por más que lo intento, no consigo masticar despacio. Va a ser por eso que no adelgazo. Lo como todo con tanto gusto…”

Abandonó la zona de comida rápida y se dio una vuelta por la tienda. “Tengo que comprar algo para la peque”, pensó. “Tiene dos dientes que se mueven y en cualquier momento se le caen y me pilla sin nada en casa para el ratoncito”. Pero, como siempre, acabó en la zona de los libros. Le gustaba leer. Leía de todo. Había intentado disciplinarse y leer solo libros sesudos. Nada de best-seller. Al menos desde que conoció a su novio. Con ese aire tan erudito... Y es que era listo, muy listo. Y le gustaba que se le notase. Pero ella no podía evitar caer una y otra vez en las novedades editoriales y en las novelas negras, que se leía de un tirón. Incluso, a veces, compraba libros sobre neurología y psicología. Pero buena literatura… Esa, según su novio, se le resistía. Tenía unos gustos eclécticos. Demasiado eclécticos para componer una imagen sofisticada. Ella era así. Le gustaba todo. No lo podía evitar. E igual que no hacía ascos a un estudio sobre arquitectura escurialense, se tragaba el HOLA como sin sentir cada vez que iba a la peluquería. Y mezclaba en sus conversaciones a Goethe y a la duquesa de Alba (con novio incluido), sin orden ni concierto.

Pensando en eso se acercó a la sección de novedades y cogió un libro que no recordaba haber visto en los últimos días. Eso era lo que tenía acudir a diario al mismo sitio. Que cualquier variación se detectaba al momento. Había un cartel sobre una pila de ejemplares de ese libro, indicando el precio y explicando que ocupaba los primeros puestos en la lista de ventas solo una semana después de su publicación.

Leyó la contraportada. Las consabidas críticas elogiosas que nada decían del contenido o del autor. Solo lugares comunes. No había sinopsis. Buscándola, dio la vuelta al libro y algo la atrajo. Le resultaba familiar. No sabría decir por qué. Quizá la imagen de la portada, una mujer de espaldas, que se alejaba. Quizá el título. O los colores. “A lo mejor ya he visto el libro en alguna página web o algo así. No sé.”

Al fin, encontró la sinopsis. Era pequeña. Demasiado pequeña. No aclaraba nada:

 “La historia de una mujer de mediana edad, separada y madre de una niña que lucha día a día por seguir adelante, entre el desamor, la insatisfacción y unas relaciones personales que cada vez la alejan más de las ilusiones de su juventud”.

“Eso y nada es lo mismo”, se dijo ella. “Si hasta podría ser yo”.

Volvió a la cubierta. La misma sensación de haber visto antes esa imagen. Buscó datos del autor en la solapa. “Vaya no hay foto. Y es una mujer”.

Una mujer, casi de su misma edad, con una biografía sin lustre que acababa de publicar ese libro, el primero, el que ella tenía en sus manos.

Decidió ojearlo. Atraída, curiosamente, por la ausencia de datos llamativos en la historia y en la vida de la autora. Y atraída también por esa sensación que no paraba de crecer: la de que el libro le sonaba. “Pero no lo he leído. No he podido leerlo. Lo acaban de publicar”.

Lo abrió al azar. Miró la página: era la cincuenta y dos. Empezó a leer. La sensación de familiaridad le bloqueó el estómago y a punto estuvo de provocarle un corte de digestión. “Esto lo conozco. Esto lo conozco yo”, se dijo. Y no era porque hubiese leído antes la historia, ni siquiera porque se pareciese a otras, no. Era… era… era algo más.

Con una mezcla de miedo y curiosidad, una curiosidad cada vez más apremiante, siguió avanzando por las líneas de la página cincuenta y dos. Antes de llegar al final reconoció la presión de las lágrimas agolpándose en sus ojos. La historia… Era la historia de su separación… Era su historia. No, no podía ser. Eso era imposible. Un sueño. Tenía que tratarse de un sueño. Ahora despertaría y ya está. Miró a su alrededor. Todo seguía igual. La gente entrando y saliendo, parándose ante algún objeto, hablando entre ellos. Todo igual y sin embargo…. No podía, no podía ser real… Como para demostrarle que estaba equivocada, apareció la secretaria de la tercera planta. Era ella, ¿o no? El mismo pelo rizado, la misma sonrisa atolondrada… Llegó hasta su altura y la saludó. Pero, ¿era real? ¿No habíamos quedado en que era un sueño?

Volvió la vista al libro y terminó de leer la página. Los diálogos eran tal y como ella los recordaba. Incluso, si cerraba los ojos, podía oír el sonido de las voces, de su voz…

Miró de nuevo la portada del libro y, ya sí, esta vez la imagen vino a su mente, encajando en sus recuerdos. La mujer de la portada era ella. Era ella misma saliendo de su casa, como si alguien hubiera tomado una foto el día que estuvo allí por última vez, cuando fue para comprobar que había recogido todo y para dejar las llaves a su marido (ya exmarido), al que había correspondido la casa en el reparto.

Era ella. Su jersey rojo de cuello vuelto, la falda gris…. Era ella. Su imagen difuminada a lo lejos…

Pasó las páginas y ante sus ojos circularon los últimos meses de su vida, los más recientes. Ella los recordaba en imágenes, pero el libro se los devolvía en palabras. Palabras que contenían su  aburrimiento, sus discusiones, el momento en el que conoció al que ahora era su novio. La soledad como vértigo y después como bálsamo. Los nervios y las ganas de quedar bien. La inseguridad ante el deseo, ese deseo olvidado mezclado con la torpeza adquirida. Los llantos de su hija, las noches sin dormir por sus pesadillas. Las otras noches, también en blanco, por los miedos propios, los miedos de ella.

Llegó a la página doscientos cincuenta y cuatro y reconoció el día de hoy. No pudo evitar leer: “como todos los días llegó a VIP’S cumplidas las tres…” Se estremeció. Ella estaba en VIP’S. Llegaba al momento actual. Echó un vistazo. El libro tenía trescientas sesenta páginas. “¿Qué quiere decir eso?, ¿Qué me muero en cien páginas?" No sabía qué hacer. Quería seguir leyendo, llegar a las líneas que narraban lo que aún estaba por venir, pero tenía tanto miedo… “¿Y si voy al final?, ¿y si miro cómo acaba?” Dio la vuelta al libro y abrió la contraportada. Le temblaban las manos. Pasó una página en blanco y no se atrevió a leer. “No quiero, no quiero saberlo. Así no.” Cerró el libro. Lo dejaría en el estante y se iría. Era una locura, una locura. Y no era verdad. No podía serlo. Ella no era un personaje de un libro sino alguien real, y no se escribe la vida que está por llegar a alguien real, se encuaderna y se pone en las estanterías. No, así no son las cosas.

Pero  mientras se decía todo eso, sus manos, como actuando de forma autónoma, independientes de su voluntad, volvieron a coger el libro y buscaron la página doscientos cincuenta y cuatro.

Y se dispuso a saber qué le iba a pasar.

Leyó la última línea, aquella que decía: “Y se dispuso a saber qué le iba a pasar”.

Y volvió la página, esperando encontrarse con ella misma y con su vida, que seguía solo unos renglones después.