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domingo, 1 de junio de 2014

El misterioso caso del agujero de La Técnica





Nadie sabía qué era lo que estaba pasando. No se recordaba algo así. Ni los más viejos del lugar podían explicarlo. Todo empezó a finales de año. Con los días tan cortos que acababan casi sin darte cuenta. Con la bruma cubriendo los picos de las gemelas, las dos colinas que rodeaban el pueblo, haciendo más suaves sus inviernos y separándolo de los vecinos.

El primero que desapareció fue Toño, el hijo del panadero. Al principio casi nadie se dio cuenta. Y no porque no le conociesen, que cualquiera era capaz de contar alguna historia sobre él. Pero casi todas eran iguales. Historias de gamberradas, de quejas y desatinos. Toño era más que famoso por no hacer nada bien. O mejor, por no hacer nada. Por eso, al principio, nadie se dio cuenta de su desaparición.

Debía llevar dos días fuera cuando su padre empezó a buscarle. Nadie supo decirle dónde estaba, ni siquiera se ponían de acuerdo sobre quién fue la última persona que le había visto y mucho menos sobre qué hacía en esos momentos. Unos decían que lo de siempre, fumar a la puerta del bar; otros que le vieron un poco alicaído, como triste, que le pasaba algo, y hasta hubo algunos que aseguraron que había subido al pico de la Técnica, una de las dos colinas gemelas  - la Técnica y la Mantenida - que rodeaban el pueblo.

-      - ¿A la Técnica? – preguntó José, su padre.- Pero, ¿qué dices?, si en su vida le ha gustado hacer ejercicio. Y aunque la montaña no es el Mont Blanc, su esfuerzo le costaría llegar. Que no, que no, que Toño no está para esos trotes. Seguro que aparece en unos días. Más gordas las ha hecho…-

Pero Toño no apareció. Ni dio señales de vida. Nada, ninguna noticia. Ya pensaban organizar una batida por los campos de los alrededores cuando don Pedro - el médico suplente que vino para cubrir la enfermedad de don Higinio, iba ya para dos años  - dijo que eso había sido por el agujero de la Técnica. Al principio nadie le creyó, a pesar de que era un hombre muy respetado, pero es que la explicación tenía lo suyo.

Don Pedro les contó que en la Técnica había un agujero, más bien una cueva, y que desde tiempo inmemorial se hablaba de que era la puerta a otro mundo. Unos decían que era una sima sin fondo y el que entraba allí no volvía. Otros decían que era la vía a un mundo mejor, a un mundo en el que la dureza del pueblo se relajaba; en el que no había que trabajar de sol a sol; en el que daba igual no seguir las normas.

En el pueblo empezaron a tener por loco a Don Pedro; pero él insistía en que esa leyenda era muy conocida más allá de los límites marcados por las colinas gemelas. Que en el pueblo nunca la habían oído porque estaban muy aislados y apenas tenían contacto con el exterior. Pero que él, que en su larga carrera había conocido muchos más pueblos, podía asegurar que la leyenda del agujero de la Técnica era cierta.

A escondidas, cuando se sentía seguro, cuando estaba a solas con Charo, la enfermera, con  Ramón, el farmacéutico, y con Gabriel, el concejal, les contaba su verdad. Que la cueva de la Técnica daba acceso a otro mundo, sí, pero que  no era mejor. Que él sabía la verdad, y que ese mundo, aparentemente feliz, estaba condenado a la desaparición. Porque antes que la cueva de la Técnica hubo muchas otras cuevas. Y todas acabaron igual. Desapareciendo. Era necesario. Necesario para que los pueblos pudieran seguir adelante, para limpiar y separar lo bueno de lo malo. Por eso nadie sabía exactamente la verdad, porque en realidad, no querían saberla, preferían seguir jugando a ser felices; preferían olvidarse de todos aquéllos que se fueron para hacerles la vida más fácil. 

El tiempo pasó y todos – o casi todos – se olvidaron de Toño. Se había ido y ya volvería. O no. Hasta su padre parecía tranquilo con la situación. Al fin y al cabo ya no tenían que soportar sus gamberradas, esas bromas sin gracia que tan incómodas se les habían hecho en los últimos años.

Los que estaban preocupados eran Charo, Ramón y Gabriel. Don Pedro seguía insistiendo en el agujero de la colina y, cada vez era más fácil reconocer las miradas que le dirigía el resto de habitantes del pueblo. “Está loco”, se leía en ellas. Pero él insistía y les contaba que había otras cuevas, y otras colinas, y que siempre era igual, siempre. Que lo que parecía fácil no lo era y que ese camino conducía al agujero. 

Su argumentación cada vez se hacía más elaborada. Hablaba del mito  de la caverna, de Platón; de las novelas de Samarago; de Kierkegaard… Cuanto más complicaba sus argumentos, más loco parecía.

Hasta que un día llegó al pueblo un forastero, un tal Sebastián, una especie de peregrino que recorría el país. Él si había oído hablar de la leyenda de la cueva y la colina. La contaba de otro modo, pero se parecía bastante. Él les habló de otros vecinos que, antes que Toño, habían subido a la Técnica. Hacía ya mucho de aquello, pero Alfonso, el abuelo de Gabriel, sin duda alguna la persona más vieja del pueblo, recordó algo. “Eran dos”, dijo, “un hombre y una mujer. No me acuerdo de los nombres, pero se fueron seguiditos, uno detrás del otro”.

Don Pedro no podía reprimir la alegría que sentía por ver que su historia estaba siendo corroborada. Se paseaba por el pueblo, feliz, mirando a todos con esa superioridad, tan suya, que en los últimos tiempos había estado a punto de perder. En el fondo les compadecía, era lógico, un pueblo tan aislado, sin contacto con el exterior… Para ellos era difícil conocer lo que sucedía fuera, cómo se hacían las cosas… Por eso le necesitaban a él y personas como él. Personas que conocían la receta para hacer que el pueblo funcionase mejor.

Pero Sebastián, el peregrino, se fue del pueblo y don Pedro volvió a quedarse solo.

Empezó a correr el rumor de que el mundo al otro lado de la cueva era mejor. Que no merecía la pena esforzarse tanto si allí, tan cerca, se podía conseguir lo mismo y más, sin hacer casi nada. 

Los más jóvenes empezaron a organizar una excursión. No podía pasar nada, total, si eran muchos, seguro que podrían ayudarse entre ellos, fuese lo que fuese lo que hubiese en la cueva y podrían volver. Y contarían al pueblo lo que pasaba allí.

Los preparativos duraron meses. Y durante ese tiempo, todos, los jóvenes y los mayores, vivieron más pendientes de la cueva de que sus quehaceres diarios. Al fin y al cabo era una aventura única, algo que nunca había pasado en el pueblo.  La oportunidad de desvelar un secreto ancestral.

Y partieron hacía la Técnica. Eran muchos, tantos, que el pueblo se quedó prácticamente vacío. Sólo con los más ancianos, con aquellos que no podían o no querían emprender esa aventura.

También se quedó don Pedro. No le habían hecho caso. Se había cansado de decir que ése no era el camino correcto. Que la cueva, y la vida aparentemente feliz del otro lado, no era la solución. Que era justo al contrario, la existencia de la cueva hacía que el pueblo pudiese seguir adelante.

Pero nadie le hizo caso. 

El atractivo de un mundo sin esfuerzo fue mucho mayor.

Y el tiempo pasó. Y los jóvenes no volvieron

El pueblo se fue deteriorando poco a poco, consumido, como los habitantes que no se habían atrevido a desafiar la leyenda.

Los pocos que quedaron, Charo, Gabriel y Ramón entre ellos, se esforzaban por seguir, por hacer de ese pueblo lo que siempre había sido, pero cada vez resultaba más difícil.

Hasta que un día, cuando Charo llegó a la consulta, vio una nota sobre la mesa. No le costó reconocer la letra picuda de don Pedro. Antes de leerla, sabía lo que decía.

Se había ido hacia el agujero de la Técnica