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Mis hijos proscritos

Eran sombras burlando la oscuridad, enredándose en su interior. Caminaban lenta, muy lentamente por la acera. La noche arañaba la escena como hoy, como ayer, como cualquier otro día. Siempre había sido noche en aquel suburbio; siempre había habido botes mordiendo la suela de los zapatos;  siempre había habido jaleo en los estantes de su recuerdo y siempre - ¿cómo no? - habían surgido de él las más espeluznantes mezclas.

Eran sombras burlando la oscuridad, entre hojas marchitas de tinta olvidada; entre gritos de angustia y risas disonantes; entre niñez excluida y juventud a girones; entre confusión.

Eran raterillos a medias, que segaba lo que fuera en sus navajas. Parches de adultos en sueños inmaduros. Ilusión de coche y casa tranquila a las afueras.

Eran mis hijos proscritos.


Mi pequeño refugio (he de reconocerlo) resultaba un tanto insultante para su orgullo. Demasiado ostentoso, demasiado altivo para su barrio. Le tenían ganas. Lo habían planeado desde aquel lejano instante en el que colgué mis ilusiones de la ventana. Y no fue un desafío. Podría jurarlo. Pero estaban hambrientos de lucha y mi casa, mi pobre casa, era un buen motivo. Saquearla. Llevárselo todo. Hurgar y destrozar hasta el más perdido rincón, había sido su sueño durante la eterna noche del lugar.

Por fin se decidieron a hacerlo. Tenían más miedo que curiosidad en sus rostros. Avanzaban por su calle, sintiendo que ni el suelo que pisaban les pertenecía, que hasta al aire robaban sus átomos sin licencia.

Los vi desde mi refugio. No pude hacer nada. Estaba sola. Sola con lo que ellos querían quitarme, con lo que yo quería darles. Con algo que no era suyo ni mío.

Llegaron a la casa y no dudaron en destrozar la puerta. Saltaron sobre todo y sus caras se volvieron feroces. Eran poder. Poder por un segundo (infinito en su cerebro) en el que lo arrasaron todo.

Si alguna vez hubo silencio en el suburbio de mi mente, no fue desde luego esa noche, ese cuarto de la eterna noche, en el que ellos me asaltaron. No, ese instante fue demasiado ruidoso para perderse en el sonido de los demás.


Como locos mordieron los archivos de mis ideas y rieron con mis conjeturas. Quemaron años de insomnio, pisaron sentimientos y colgaron de su ansia mis llantos.

Lo rompieron todo. Todo lo sacaron a hurtadillas de mi casa. Ni el más ridículo presentimiento dejaron balanceándose del cuarto de los invitados.

Cuadros de risas. Relojes parados. Incluso aquel sofá en el que acuné mis indecisiones aferraron a su ignorancia y desapareció con ellos.

Rasgaron cortinas, revolvieron en busca de algo que ni ellos se llevaron ni yo he logrado encontrar.


Con esa fuerza con la que horadaron el rincón de mi casa, se apagaron. Como sombras burlando la oscuridad volvieron satisfechos a su noche. Como sombras hambrientas de cualquier cosa con sabor a nuevo, devoraron el botín, el insulso botín, en sus entrañas. Como sombras locas, locas de desengaño, me han abandonado.

Han asaltado mi casa. La han despojado de su mobiliario. Mis hijos, mis hijos proscritos, a los que en el fondo adoré por su marginación, acabaron aplastándome.

Desde mi ventana (donde un día colgué mis ilusiones) les he visto. Se han llevado mis ideas, aquéllas que alfombraban, como muebles, mi mente.


Son ellos, mis sueños, que con su atraco me han dejado vacía de pensamientos. Creo que lo han hecho a propósito, al descubrir que, por más que lo intento, no logro convertirlas en tinta con demasiada originalidad.

Han preferido, traidores hijos proscritos, llevárselas puras a permitir que las degrade fundiéndolas en palabras. Ya no tengo siquiera la posibilidad de escribir el espectro de una de mis ideas.

Ya no tengo ideas.

Me han dejado sola.



Desvalijada.