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"La culpa" (1)


La tarde ponía reflejos naranjas en la calle interior. El tejado de la nave, los coches, los camiones aparcados a la vuelta, iban perdiendo poco a poco los matices, que se mezclaban con los colores que dejaba el sol. En poco tiempo llegarían las sombras, pero ahora reinaban los rojos. Rojo el cielo, rojo el tejado, rojo el suelo, donde una mancha se iba haciendo más y más grande, enmarcando el cuerpo muerto de Isabel.




-          Pero, ¿qué es?, ¿no me puedes dar un adelanto?



-          Sí... pero no quiero. Déjalo, si te lo voy a contar en media hora.



-          Ya, pero ¿es bueno o malo?



-          Mmmm... depende para quién. O depende del momento. No sé...



-          ¿Y para ti?, ¿es bueno o es malo?



-          Creo que para mí ahora es malo, pero luego será bueno.



-          Pero dímelo



-          Que no, que voy para tu casa. Mira, estoy saliendo. Es lo que tarde en ...





Al otro lado del teléfono se oyó un ruido sordo, acompañado de algo parecido a un grito y luego... luego nada. Se había cortado la comunicación.

Marta intentó conectar de nuevo con su amiga, pero sólo consiguió dejarle tres mensajes de voz, dos “sms” en el móvil, y dos mensajes más en el contestador de su casa. Parecía que se la había tragado la tierra.

“Bueno” pensó, “al fin y al cabo viene para acá, sólo tengo que esperar”.

Pero, por más que esperó, Isabel no llegó esa noche.

Al día siguiente Marta se levantó preocupada y ¿por qué negarlo? algo intrigada. No soportaba que su amiga le pusiese la miel en los labios para luego dejarla sin conocer el final. E Isabel lo sabía. Vaya si lo sabía. Se conocían desde la facultad, hacía de eso ya... ¡uf!, daba cosa pensarlo, ¡cuántos años!, veinte para ser exactos. Más años de los que ellas tenían cuando empezaron la carrera. Y nunca habían dejado de contarse todo, pero todo, todo, todo... o al menos eso creía Marta. Pero Isabel disfrutaba haciéndole sufrir, dándole pequeñas dosis de esa vida llena de meteduras de pata, y de riesgos locos que llevaba, tan distinta a la de Marta.

Porque, a pesar de todas las ilusiones que ambas compartían en la facultad, los años las habían ido llevando por caminos cada vez más distintos.

Marta respondía al prototipo de mujer (tan frecuente en su generación) que comparte vida profesional y familiar. Es decir, que no llega a nada. Casada desde los veintiséis con un novio que no le convenía (o al menos eso le decía siempre Isabel), tenía dos hijos, la parejita, y vivía “felizmente” en una urbanización nueva del barrio de sus padres. Nada más terminar la carrera optó por opositar, y después de varios intentos para conseguir una plaza del Grupo Superior, bajó sus expectativas y consiguió una plaza de administrativo en el Ayuntamiento. Era funcionaria, con un trabajo “de ocho a tres” (como lo llamaba Isabel) que la aburría soberanamente y que no le daba para permitirse ningún capricho. Su día a día consistía en correr y correr. Correr para llegar a tiempo al cole con los niños, y dejarles justo a las 7.45 de la mañana, para no pagar más horas de guardería. Correr para llegar a tiempo al trabajo. Correr al salir del trabajo para poder comer y recoger a los niños a las 16.15 (¿A quién se le habría ocurrido esa hora para la salida?). Correr para llevar a Andrés, el mayor, a clase de judo, y a Paula a clase de baile. Eso si era lunes o miércoles, porque si era martes o jueves tocaba inglés para los dos. Y después, vuelta a recogerles de las clases y vuelta a correr para llegar a casa y que pudieran hacer los deberes, mientras ella planchaba, y hacía la cena, y ponía la lavadora y sacaba la comida para el día siguiente, que había preparado y congelado durante el fin de semana.



-          ¿De verdad te gusta tu vida, Marta?- Le preguntaba a veces Isabel.



-          ¿Y a ti la tuya, Isa? Sí, ya sé que no paras, y que se podrían escribir varios culebrones con tus andanzas. Que tu trabajo es muy absorbente y bla, bla, bla. Pero, ¿a ti realmente te gusta eso?



-          Pues, no sé, supongo que sí. Tampoco me da mucho tiempo para pensarlo.



-          A mí tampoco. Y bueno... miro a mi alrededor y no es tan malo. Casi todo el mundo tiene una vida parecida. Me temo que eso es lo que pasa al final. Que se te va el tiempo buscando algo que nunca llega. Yo intento disfrutar de lo que tengo. De la casa, de los niños. ¿No echas de menos tener hijos? Ya sabes, el reloj biológico y esas cosas.



-          Bueno, no te voy a engañar. Hace unos años sí lo eché mucho de menos. Me asustaba que todo pasase y perdiese la oportunidad. Ahora, lo que de verdad me asusta es quedarme sola.









Sentada frente al ordenador pensaba una vez más en cómo salir de este embrollo. La verdad era que estaba acostumbrada a complicaciones. De hecho yo misma me buscaba la mayoría, pero tenía que reconocer que, en esta ocasión, me había excedido. Sonó el teléfono. Era una llamada interna. Carmen, con un lacónico “es para ti”, me pasó la llamada sin consultar, como siempre. “Un día me cargo a esta vieja loca”, pensé mientras decía:

-          ¿Sí?



-          ¿Isabel?, ¿Isabel Gavala?



-          Sí, soy yo, ¿de parte de quién?



A estas alturas, ya había decidido que, en cuanto colgase, tendría unas palabritas con Carmen. Estaba harta de que me pasase todas las llamadas directamente, sin preguntar quién era. Estaba harta de su voz de pito que parecía salir de una mala copia de una película de los años 30. Estaba harta de que nunca hiciese nada y siempre estuviese quejándose. Estaba harta, en fin, de verla a diario, con ese eterno run-run de víctima de la opresión empresarial, cuando todos allí sabíamos que a lo largo de la jornada, trabajar, trabajar, lo que se dice trabajar, no trabajaba más de una hora seguida. Al otro lado hubo un silencio y después:



-          Soy Rafa.



-          Rafa, ¿qué? – pregunté, mientras un dolor punzante me aprisionaba el estómago, diciéndome “no puede ser”.



-          Rafa Fernández. No sé si te acuerdas....



No acordarme, eso era lo que había deseado durante más de diez años. No acordarme. Pero lo cierto era que, en cada uno de los días que habían transcurrido desde la última vez que nos vimos, una parte de mi memoria había estado colgada en el bucle del recuerdo de Rafa. El círculo no sólo cerrado, sino vuelto a cerrar una y otra vez. Definitivamente, me tenía que cargar a Carmen.



-          Rafa Fernández.- Repetí, intentando aparentar profesionalidad.- ¿De dónde dices que llamas?



-          No, Isabel.- Rió él. Y su risa se llevó cualquier atisbo de resistencia que me quedase. Su risa abrió el círculo, cerrado uno y otro día desde entonces, llamando a mis recuerdos y resucitándolos como si todo estuviese igual, como si nada hubiese pasado.



-          Soy Rafa. Rafa Fernández Santana. La última vez que nos vimos fue hace mucho tiempo, quizá nueve ó diez años.-





“Doce, idiota”, pensé, pero no dije nada.

-          Te preguntarás por qué te he llamado.-



“Pues claro que me lo pregunto. Pero me pregunto más por qué no me has llamado en estos doce años.”, seguí pensando, sin decir una sola palabra. Dejándole a él que compusiese solo su presentación, su por qué, que explicase qué hacía ahora, después de tantos años, al otro lado del teléfono.



-          La verdad es que es curioso... Acabo de verte en la relación de ponentes del curso que voy a empezar el mes que viene y, al leer tu nombre no me podía creer que fuese verdad. ¡Qué casualidad!, pero cuando he visto tu foto, ya sí que no me ha quedado ninguna duda. Estás igual.



-          ¿Mi foto? ¿Es que han publicado una foto mía?



-          Sí, hay una foto de cada ponente. Aunque tengo que decir que la mejor es la tuya, porque hay cada uno...



“Creo que no sólo tengo que cargarme a Carmen. También a la inútil de mi jefa. No se contenta con ser tan incompetente como para no poder hacer su trabajo, y endosármelo a mí, sino que encima va por ahí publicando mi foto. Seguro que hay alguna norma contra eso. Seguro que necesitaba mi autorización. La mato. De verdad. La mato”



-          O sea, que vas a ser alumno mío, si no he entendido mal.



-          Sí, eso parece.- dijo Rafa, risueño.- La verdad es que me resulta divertido.



“A mí me resulta divertidísimo, sí. No sólo tengo que hacer lo que no me corresponde, sino que además tengo que hacerlo teniéndote a ti entre el público. Genial. No se me ocurre nada más divertido”. Me alegré de que mi intervención se redujese a una sola mañana.



-          Bueno, pues nos veremos entonces en El Escorial, y me cuentas a qué te dedicas y cómo te ha ido, porque, la verdad, me sorprende que todo un ingeniero de telecomunicaciones necesite un curso sobre “igualdad y conciliación familiar”.



-          Ya sabes, es un módulo dentro del curso de Dirección de Personas y Liderazgo. Y los ingenieros valemos para todo, recuérdalo.





No quería recordar nada. Y no entendía por qué tenía que pasar esto. Era lo último que necesitaba. Rafa en escena. ¿No tenía bastante con todo lo demás?. Me despedí y colgué con frases comunes, sin pensar bien en lo que decía. Al lado, oí la monótona letanía de Carmen: “Como a mí no se me cuenta nada, pues no sé de qué me están hablando, pero claro, como a mí aquí no se me tiene en cuenta. Luego, eso sí, cuando hay lío, que me quede y que arrime el hombro, pero contar no cuento para nada. Como hay tanta titulitis...” Me dolía la cabeza, y no me creía capaz de seguir soportando a Carmen. Cómo me hubiera gustado tener un mando a distancia para poder apagarla, o por lo menos, bajarle el volumen. Decidí levantarme y tomar un café de la máquina. No pregunté si alguien quería algo. No me apetecía estar con un grupito de dos o tres compañeros, con su consabida cháchara, esperando a que salieran los cafés.