Estaba nerviosa, muy
nerviosa.
“Pero, ¿cómo se me ocurre?, ¿adónde voy yo?”. Y se miraba en
el espejo, retocándose la camisa; cambiándola por un vestido; poniéndose un
collar y luego otro, dudando de cada elección, dudando de todo.
“Si es que no sé por qué
le he hecho caso. Tenía que haber seguido a lo mío, sin meterme en este lío.
No, no tenía que haberle hecho caso a ella”.
Ella era María, su hija,
la que la había convencido.
- Que
sí, mamá, que ya verás como no pasa nada. Si hay mucha gente que lo hace. No
seas tan desconfiada.-
Pero Carmen lo era. Lo era
porque había mucha gente rara, porque para Carmen ya nada era como debía ser y
se sentía insegura. Siempre había sido una persona resuelta, a la que le
gustaba conocer sitios y hacer cosas nuevas, pero ahora las novedades eran
tantas y pasaban tan, tan deprisa, que ya no sabía si le gustaban.
Desde que Paco no estaba todo era distinto. Y mira que se
alegraba, que fue una liberación verle salir de casa. En los últimos años el
día a día se había ido haciendo insoportable, hasta que ya no pudo más y le
plantó cara. Aguantó las preguntas de todos, la incomprensión, el “chica, pues
no sé de qué te quejas, no sé qué quieres, y a tu edad”, y se separó. Así, sin
más, sin motivo, como le decía su hermana siempre que podía.
- Ya
te vale Carmen, si es que no hay quién te entienda. Estás mal de aquí.- Y se
señalaba la frente.- Porque, a ver, que lo que a vosotros os pasaba nos pasa a
todos, y no somos tan exquisitos o tan impacientes, o lo que sea… Vamos, que
aguantamos y ya está. Si os conocéis de toda la vida. Y él siempre ha sido así,
puñetero como él solo. Si ya lo sabías, que discute hasta el hola. ¿Y ahora te
das cuenta? –
No, pues claro que no.
Carmen se había dado cuenta desde el principio. Pero antes no parecía tan
importante. Hubo momentos en los que hasta le hacía interesante. ¡Qué carácter!
Pero con el tiempo, ése y otros defectos, los que pensó que pasarían, aquéllos
que ella ayudaría a cambiar, parecían haberse acentuado y ya no podía más. Y
como no tenía por qué aguantar lo que no le gustaba, aunque su hermana no lo
entendiese, decidió separarse. Paco tampoco lo entendió, pero no le quedó más
remedio que aceptarlo. Y se hizo a la idea. Vaya si se hizo a la idea, que en
menos de seis meses ya tenía otra pareja, una tal Gloria, “majísima, hija”, le
había dicho su amiga Victoria, “y mona, para la edad que tiene, porque es mayor
que tú”, completaba, como para dejarla tranquila.
Pero a Carmen no le
importaba. No le importaba que su marido durante veinte años, con el que había
tenido tres hijos, compartiese vida y cama con otra.
- Me
alegro, Victoria, de verdad que me alegro. Que sea feliz, que disfrute. ¿Por
qué iba a desearle ningún mal? Fui yo la que decidió divorciarse.-
Pero todo su valor, el que
le sirvió para enfrentarse al destino que todos le suponían, era ahora
insuficiente. Insuficiente para esa cita. A pesar de lo que le decía su hija,
que la animaba, como si de una celestina cibernética se tratase; a pesar de lo
que le había contado su amiga Elena…
- No
pasa nada. Al principio, no te lo voy a negar, se hace raro. Y pasas nervios.
Pero al final funciona, de verdad que funciona.- Se lo decía ella, Elena, que
ya iba por el tercer noviete a través de internet.- No es cutre. De verdad. Hay
que tener cuidado. Y las primeras citas suelen ser las peores. Pero en cuanto
le coges el truquillo sabes quién sí y quién no. Hay gente rara, claro, y gente
que miente. Pero también hay gente que no tiene tiempo, o que no conoce a nadie
en esa ciudad. O que conoce a todo el mundo…-
Ése era el caso de Elena.
Ella lo dejó todo. Lo dejó por Gabriel, el amor de su vida, como solía decir ella
entonces. Cerró el despacho de Madrid, vendió la casa y se marchó a Bilbao, a
la tierra de él, para estar juntos. Y estuvieron. Diez años. Los suficientes
para tener dos hijos y darse cuenta de que aquello no funcionaba. Cuando se
separaron, él estaba cerca de su familia, seguía quedando con sus amigos de
siempre y, salvo ella, poco había cambiado en su vida. Elena sin embargo estaba
sola. Y sola siguió por unos meses. Pensó en volver a Madrid, pero eso hubiera
desencadenado una lucha por la custodia. Se quedó en Bilbao. Y allí se dio de
alta en páginas de citas. Páginas serias, por supuesto. Pero no se atrevía. No
se atrevía a dar el paso, a conocer a esos hombres con los que parecía tener
tanto en común. Hasta que se le ocurrió que, si era en otra ciudad, si
aprovechaba los fines de semana que los niños estaban con él, sería como una
especie de viaje; que no le haría sentirse tan culpable, ni tan rara. Y así
fue. Las primeras veces en Vitoria. Luego en otros lugares. Incluso alguna vez
quedó en Madrid. Hasta que conoció a Javier, que vivía en Logroño. Y luego fue
Jorge, de Vitoria. Y ahora Adolfo. Adolfo sí era de Bilbao. Llevaban juntos
siete meses y todo parecía ir bien. Por eso animó tanto a Carmen. Eso sí, la
previno de las primeras citas.
- Son
horribles. Pero como pasa con las otras. Con las primeras citas que no son por
Internet. Nunca sabes qué decir. Y mucho menos qué hacer. Pero hay que pasar
por ellas. Si no hubiera primeras citas no tendríamos las otras.-
Y pensando en eso, Carmen
dejó de probarse collares, se miró por última vez en el espejo y se puso la
chaqueta. “Vamos allá”, se dijo.
Su hija la animó desde la
puerta.
- Estás
muy guapa mami. Ya verás como todo va bien.-
Su
hija… María, que, a sus diecinueve años era su confidente. Sabía todos los
datos sobre el hombre de su cita. “Así estoy más tranquila. Ella sabe dónde voy
a estar y con quién. Así no me pasará nada…”
Cuando llegó al local en
el que había quedado estuvo tentada de volverse. Era jueves y estaba lleno de
hombre y mujeres de mediana edad que tomaban algo después del trabajo. Carmen
recordaba vagamente el sitio. Antes el nombre era distinto, pero ella había
estado allí. Echó un vistazo desde la barra: varios ambientes, restaurante,
zona de copas y desde allí se adivinaba una pista. Un sitio bastante
completito. Se sintió fuera de lugar, demasiado arreglada.
Las mujeres a su alrededor
llevaban un aire más desenfadado, casi todas con pantalones y tacones altos. Su
vestido era, quizá, demasiado elegante para la situación.
- Mamá,
es un vestido negro entallado. Siempre queda bien. Es un must have,
un little black dress.- Le había
dicho su hija. Ella
no sabía muy bien de qué le hablaba, pero el vestido negro de Zara le gustaba,
le quedaba bien. Y era cómodo. Los zapatos no tanto.
Pensando
en eso, no le vio llegar.
- Hola,
¿Carmen? –
Y al darse la vuelta, se
encontró con él, David, más alto de lo que había imaginado, con más arrugas y
más gordo que en la foto. Sonrió y se acercó a ella. Carmen le dio dos besos y
el aroma de su colonia le resultó familiar. Aún estaba pensando qué colonia era
cuando él habló de nuevo.
- ¿Nos
sentamos? – Y señaló con la cabeza la zona de restaurante.
“No está mal”, pensó
Carmen, “pero nunca me hubiera fijado en él. Demasiado normal”. Se quedó
levemente retrasada mientras se dirigían a la mesa, para poder mirarle más
detenidamente. Reparó en su chaqueta, “es cara, ésta no es de Zara”, en sus
pantalones y en esos zapatos marrones tan bonitos… Se sintió halagada pensando
que él habría dudado, como ella, eligiendo la ropa. Cuando se sentaron reparó
en que no llevaba corbata y que un pañuelo asomaba del bolsillo de su chaqueta.
“Eso no es casual”, se dijo, “este hombre está acostumbrado a vestir bien. Se
siente seguro, tan seguro como para atreverse con una combinación como ésta”.
Le miró y reparó en la camisa que, al sentarse, se tensó sobre su abdomen. “Tiene
cierto sobrepeso”, pensó, y se acordó de los michelines que ella había
intentado acomodar dentro del vestido.
- ¿Conocías
el sitio? – Preguntó Carmen.
- Sí,
vengo de vez en cuando, al salir del trabajo.-
-: Entonces podrás recomendarme algo para cenar.-
Aventuró ella, más que nada por no sacar las gafas de cerca y, mientras David repasaba alguno de los platos, Carmen intentó recordar los datos de su perfil en Internet.
Divorciado, 48 años, dos
hijos, abogado… ¿las aficiones? Creía recordar que eran leer y viajar. “Típico”,
pensó cuando leyó el perfil. Seguro que le gusta ver el fútbol y tomar copas
con los amigos, pero eso no lo va a poner.
Miró su cara,
aparentemente segura y descubrió un leve temblor en su voz. “Está nervioso”,
pensó, “también está nervioso”.
Se dejó aconsejar y siguió
todas las conversiones que él empezó durante la cena. La de qué local era ése
hace veinte años, cómo había cambiado y lo bien puesto que estaba ahora. La de
¿es la primera vez que quedas con alguien a través de Internet? Ella dijo que
sí, y él (con una delicadeza más que cuestionable) le contó las dos anteriores.
También hablaron del frío que hacía, de los hijos (se sorprendió al saber que
ella tenía una hija de diecinueve años y le hizo el cumplido de rigor); de la
última huelga de limpieza en la ciudad… Todas empezaban con un pretendido interés
por parte de David sobre lo que ella opinaba de tal o cual cosa… y terminaban con
David sentado cátedra.
En los postres, Carmen
notó que se aburría. Y también notó que el vino, muy bueno, por cierto,
empezaba a hacerle efecto. “No debería haber bebido. Al menos no tanto”, se
dijo.
Miró a David atentamente. “Es
aburrido, creído, algo gordo y estropeado para su edad.” Trató de imaginar lo
que él pensaría de ella. Una mujer en sus cuarenta. Bueno, vale, casi en sus
cincuenta. Madre de tres hijos, la mayor universitaria. Recientemente separada.
Entrada en años y en carnes. Alta. Visiblemente incómoda y poco acostumbrada a
salir. Pasó la mano por su pelo y echó de menos la coleta que usaba
habitualmente para comer. Recordó que había ido a la peluquería. Miró a David.
¿Tendría tantas ganas como ella de que acabase la cita? Parecía que no. Se le
veía encantado. Feliz oyéndose. Había iniciado una conversación relacionada con
el trabajo. Con el trabajo de los dos, porque ambos eran abogados de empresa. Carmen
dijo dos o tres palabras y luego ya fue él quien continuó, sin parar, sin darse
cuenta de que ella no hablaba. La miraba sin verla, reflejándose en ella, sólo
atento a sí mismo.
“No le interesa lo que le
pueda decir. Sólo quiere oírse. Se encanta. Si me fuera, apenas lo notaría. Y
el caso es que no está mal. No tan bien como él cree, pero mal del todo no. Si
se callase…”. Recordó lo que le decía Elena.
- Hija,
la primera cita suele ser un desastre. No te hagas ilusiones. Ni te sientas mal
si no sale bien. Es lo normal.-
Sintió que su cita iba ser
normal. Un desastre. La primera. Miró a David y se dio cuenta de que se había
callado. De pronto recordó una película, ¿cómo se llamaba? Era de un
científico, uno muy bueno, pero que tenía un problema mental. ¿Cómo era? El caso
es que él, que era un desastre social, se acerca a la chica y le dice algo así
como que por qué no comparten fluidos corporales. Una mente maravillosa. Sí,
así se llamaba. Se sintió identificada con el protagonista, ¿a qué venía tanta
charla, tanta tontería, tantas horas oyendo a David si lo único que les
importaba a los dos era si iba a haber algo más? Sonrió.
- ¿Qué
pasa? – preguntó él.- ¿Por qué te ríes? –
Y Carmen, perdida en la
levedad que le daba el vino, le contó lo que estaba pensando. David casi se
atragantó; pero reaccionó pronto y le dijo.
- Vale.-
- Vale,
¿qué?-
- Que
sí, que compartamos fluidos.-
Carmen siguió sonriendo y,
mientras dejaba que David pagase y recogía sus cosas, pensó que Elena no iba a
tener razón esta vez, y que a lo mejor la primera cita no era un desastre. Miró
a David y le vio algo menos seguro que durante la cena. Quizá estaba nervioso,
ahora que había dejado de oírse.
Al salir del local la música
empezaba a sonar en la pista, que se iba llenando con las mujeres de pantalones
y tacones altos que se encontró en la entrada. Carmen se sintió bastante más
segura que al principio, haciendo equilibrios sobre sus zapatos nuevos, con el little black dress cubriendo sus curvas
excesivas.
Y supo que esta vez no iba
a contarle todo a María.