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domingo, 19 de mayo de 2013

Hay personas de principios y personas de finales

Lo que os voy a dejar hoy se parece más a una reflexión que a un relato. A una reflexión pesimista, sí, de las que yo no suelo hacer, pero ahí está. A veces es bueno retar a la mente, plantear temas distintos, poco amables, para ejercitar el criterio. Que, como si de un músculo se tratase, necesita que lo forcemos para seguir activo.

" Hay personas con principios y personas con finales. Las primeras orientan sus actuaciones en función de unos límites que no sobrepasan. Viven en los cómos, en el camino, su mundo son los medios. ¿Qué más da si no consiguen todo lo que quieren?  La satisfacción que les produce haber seguido unas normas, ser fieles a una forma de pensar, a una ética o una moral, compensa todo lo demás.


Las personas con finales, sin embargo, tienen claros sus objetivos y van a por ellos cueste lo que cueste. Son aquéllas que cumplen la frase de Maquiavelo: “el fin justifica los medios”. La ética está al servicio de la utilidad que pretenden conseguir. Se mueven en el mundo de los qués,

A la mayoría nos gusta pensar que somos del primer grupo. Eso nos hace sentirnos bien con nosotros mismos, tranquiliza nuestra conciencia. ¿Quién no prefiere que cuando hablen de él digan “es una buena persona”? Normalmente queremos que añadan algo más, pero eso, ser  una buena persona, es la base que damos por descontada.

Sin embargo, yo sé que soy de los segundos. Soy una persona con finales. Y no por ambición, porque sea un tiburón de las finanzas o un hombre acostumbrado a afrontar retos. No. Porque soy cobarde. Muy cobarde. Y lo único que pretendo en esta vida es “salvar mi culo”. Así, como lo ves. Ni más ni menos. Y para eso estoy dispuesto a hacer lo que sea. Vendería a mi madre si pudiera. Pero no puedo, murió hace algunos años. Tampoco me importaría sacrificar a mis hijos, si es que tuviese alguno, o a mi mejor amigo, (espera que piense, ¿qué amigos tengo?) Haría cualquier cosa. Suelo reírme de las personas que dicen tener ideales. La verdad es que normalmente sólo lo “dicen”, la mayoría son como yo, mezquinos, egoístas, y si se vieran en una situación límite, sus ideales se evaporarían, mezclándose con los vapores del miedo, y sólo pensarían en ellos mismos. Es una cuestión de supervivencia. Si estamos aquí, si el ser humano, uno de los animales más indefensos, sigue aquí, no es por la inteligencia, ni porque nos hayamos puesto a andar sobre dos patas, no, es porque somos los más cobardes. Por eso sobrevivimos, porque sabemos huir como nadie, evitar los peligros, protegernos.

¿Quién, en una situación de conflicto aguantaría la tortura sin desvelar lo que se le solicita? En las películas mucha gente, siempre los buenos, los protagonistas. Pero, ¿en la realidad? Sé sincero. Si alguien te mantuviese inmovilizado, sin ninguna posibilidad de escapar, y te fuese causando dolor, un dolor medido, el suficiente para que la situación sea insoportable, pero no para que te desmayes, y supieses que va a seguir haciéndolo hasta que tú digas o hagas algo, ¿no te dejarías llevar para acabar con eso? Claro que sí. Ésa era la base de la Inquisición y lo ha sido y sigue siéndolo de muchos regímenes políticos. Dirías lo que quisieran escuchar. Verdad o mentira, ¿qué más da? Les entregarías a quien fuera con tal de salvarte tú.

Por eso estás aquí. Por eso hemos sobrevivido como especie. Los valientes murieron. En alguna de esas sesiones de tortura. O en conflictos, exponiéndose sin sentido, o ante animales más fuertes que ellos. Murieron y, tal como nos enseña Darwin y su selección natural (lo siento por los creacionistas, pero para esta historia no nos valen), no se reprodujeron. Por tanto somos hijos de los más cobardes. Y eso, amigos míos, se lleva en los genes. Al menos, yo lo llevo.
Soy una persona de finales. Sin problemas para cambiar de idea las veces que haga falta, de olvidar lo que he defendido unas horas antes, o de modificar mi discurso para no ser rechazado. Me adapto. Me adapto a lo que sea necesario. Quizá por eso no tengo amigos. No puedo conservarlos. Si tengo que traicionarles por mi bien, no dudo en hacerlo. ¿Alguien puede extrañarse de ello en un país en el que la corrupción está a la orden del día y llena las portadas de los periódicos y los titulares de las noticias?, ¿en un mundo sumido en una profunda crisis económica nacida de la ambición, de la falta de control? ¿Qué soy yo sino un fiel reflejo de lo que me ha tocado vivir? ¿Qué soy sino el resultado de millones y millones de humanos cobardes que lograron huir o esconderse a tiempo?
Soy un hombre de finales. Aunque, como a ti, me guste pensar que no. Que tengo principios, ideas, que me mantengo fiel a ellas, que sería capaz de renunciar a mi beneficio por ser coherente. Soy un hombre de finales y por eso espero seguir donde estoy. Ya no se trata de supervivencia, ¿o sí? Depende de cómo se mire. Morir no voy a morirme. Pero podría ser peor. Podría caer en desgracia… No quiero ni pensarlo. Mis genes, los de los millones de cobardes que se mezclaron para llegar hasta mí, se revuelven ante la idea. Veo el precipicio y casi siento la caída. ¡Uf! Menos mal que soy rápido cambiando de parecer. Que construyo argumentos casi sin sentir. Que mi memoria no llega a incomodarme con lo que he dicho o con lo que he hecho. Menos mal.

¿Qué pasa?, ¿Qué no es ésa la herencia que queremos trasmitir a nuestros hijos?, ¿Que debemos aspirar a tener actitudes, comportamientos que hagan de nosotros y de nuestro entorno un lugar bueno para el futuro? Palabras, sólo palabras. Mira a tu alrededor. ¿Qué ves?, ¿realmente quieres ser diferente?, ¿diferente de quién?

Puedes engañarte si quieres. Dar grandes discursos. Apuntarte a alguna organización que busque hacer el bien, ser solidario. Puedes hacer lo que quieras. Mantener tranquila tu conciencia. Hacer como que no te das cuenta de que, en el fondo, eres igual que todos. Rebelarte contra la mayoría de tu ADN e intentar favorecer a esos pocos genes de perdedores, de ilusos, que se colaron en tu pasado.

Puedes pensar que eres un hombre de principios. Yo sé que no. Yo sé que soy un hombre de finales. Y por eso, cuando tú dudes, yo estaré tranquilo. Cuando tú te desesperes, yo sabré cambiar a tiempo. Cuando tú pierdas, yo ganaré. Porque ser valiente es de tontos. Ya no se lleva. Y, desde luego, no te da ningún beneficio. ¿Que no es eso lo que debemos transmitirles a las generaciones futuras? Recuerda: yo no tengo hijos… ¿y tú?



domingo, 5 de mayo de 2013

El día de la madre

La entrada que voy a dejar hoy es la continuación de otra historia que hice hace algo más de un año: "Beatriz en el país de la eternidad". No pensé que iba a hacer una segunda parte y menos en tan poco tiempo, pero las cosas han sucedido así y no se me ocurre una manera mejor de rendirle un homenaje a las personas queridas que se han ido en los últimos días.

Espero que, por el momento, no haya terceras partes.


"Al despertarte sentiste una extraña ligereza. Las palabras que te leyó Carlos anoche (¿o fue antes? No lograbas recordarlo bien) seguían resonando en tu cabeza. Te gustaba que te leyese, y que te leyese además ese libro, el que te traía recuerdos de tu juventud. Pero a veces iba demasiado deprisa y no te dejaba saborear las aventuras y las desventuras de ese “Juan León” que acompañó tus sueños, hace ya tantos años…

                La voz de tu hijo se fue perdiendo en tu memoria. Estuviste a punto de decirle que siguiese, pero algo llamó tu atención. Cuando las viste llegar juntas no lo podías creer. Volviste la cabeza a un lado y a otro, intentando reconocer dónde estabas. No te fue difícil, el Convento de Santo Domingo a tu izquierda y la calle que se abría ante ti, te lo pusieron fácil. Tan fácil como te fue reconocerlas a ellas, iguales y distintas a cómo las recordabas. Las dos tan jóvenes… Tu hija. Tu madre. Ambas parecían de la misma edad. Y tú sabías que eso era imposible. Como lo era que tú también estuvieses en los veinte. En los veinte o en los treinta, pero más no. Más no, porque tus manos volvían a ser suaves, sin manchas, sin los nervios marcados (con las uñas mordidas, eso sí); tu brazo derecho tenía el tamaño normal y no el desmesurado que le dio la enfermedad y tu pelo… Tu pelo estaba raro, con un peinado que no era el habitual, pero fuerte otra vez, como cuando eras joven; como cuando paseabas por esas calles, agarrada del brazo de tus amigas. Eras joven. Como tu madre, con el pelo rubio, cayéndole en ondas y el moño bajo de la foto de la boda. Como tu hija, con la melena por debajo de los hombros y el flequillo justo a la altura de las cejas. Os abrazasteis. Y las sensaciones volvieron a ti; las sensaciones buenas, las que ya casi ni recordabas. Estabas a punto de ponerte a llorar, pero ellas no te dejaron, comenzaron a hablar y ya sólo pudiste concentrarte en la conversación

-          ¡Qué alegría verte mamá! – te decía Bea, mientras te agarraba del brazo.- Ya verás qué bien vas a estar aquí. Ni te imaginas cuánta gente hay. Seguro que tú conoces a más de los que conozco yo. Pero que te cuente, que te cuente la abuela.-

-          Poco a poco, que tiempo tiene. Como dice Bea aquí vas a estar divinamente. Con un montón de gente, con tiempo y, como ya te habrás dado cuenta, sin dolor.-

-          Y joven.- Interrumpió Beatriz.- Aquí todos somos jóvenes mamá. ¿Ves a la abuela, lo guapa que está? Pues ni te imaginas al abuelo… O a lo mejor sí, porque tú le debiste conocer más o menos de esa edad. No, algo más viejo. Pero está guapísimo. Por cierto abuela, ¿dónde ha ido? –

-          No lo sé, la verdad. Salió esta mañana temprano, que sabes que a él le gusta madrugar, y no me dijo más que iba a ver a alguien nuevo.- Abuela y nieta se miraron y luego te miraron. Tú eras nueva. ¿Quizá el abuelo te preparaba una sorpresa?

Antes de que pudieran decir nada más, alguien salió del bar de la esquina de la calle Mayor y fue directo a vosotras.

-          ¡Hola Paca!  - te saludó.  Y supiste quién era. Estaba más delgado y, por supuesto más joven; pero era el mismo, el hermano de tu cuñada, de tu amiga.

-          ¡Hola Alfonso! ¿Qué tal?, ¿cómo vas por aquí? – Él, como tú, era nuevo, había llegado hacía algo más de un mes.

-          Bien. Uno se hace a esto enseguida. Llegas pronto. No te esperábamos hasta dentro de unas horas. Tu padre se ha ido y quería estar aquí para cuando llegases.

-          ¿Juan estaba contigo? – preguntó tu madre.

-          Sí, estuvimos hablando de las cruces y los mayos, preparando algunas cosas. Se fue hace una hora más o menos, al Rastro y tiene que estar al llegar.

-          ¿Al Rastro? – preguntaste.- Pero, ¿es que se puede ir de un sitio a otro? –

-          Pues claro, mamá.- Te dijo Beatriz.- Ya verás qué fácil es.

Abrumada por todas las novedades no sabías que decir. Tu madre lo entendió, te cogió del brazo y echasteis a andar, no sin antes despedirte de Alfonso.

-          Bueno, ya nos veremos.- Le dijiste.

-          Sí.- Te respondió él.- Aquí no es difícil.

Las cruces. Alfonso había hablado de las cruces como si fuera lo más natural. ¿También se celebraban allí? Faltaba menos de una semana para esa fiesta. Te había gustado siempre tanto… Pero este año se te había pasado y el anterior… El anterior, con la muerte de Beatriz, fue una auténtica pesadilla. Si hubieras sabido que ella estaba tan bien, quizá… Pero no, hubiera dado igual, saberlo no te habría aliviado. Quizá un poco, al principio. Pero su ausencia dolía tanto que no habría servido de nada. Y ahora estabais allí, las dos juntas. Y con más gente. Con tu madre, que te abrazaba ahora, andando por la calle Mayor; con tu padre, al que verías de nuevo dentro de poco. Sí, seguramente podrías acostumbrarte a estar allí. Sin dolores, con la gente a la que querías. Por tu mente pasó la imagen de tus otros hijos, de tus nietos, de los otros seres queridos, los que estaban aún allí, abajo, o arriba, o vete a saber, dondequiera que estuviese el mundo de los vivos.

Tu madre no paraba de hablar. Tú no lograbas seguir del todo la conversación. Te sorprendía la gente con la que te ibas cruzando. No sabías muy bien qué hacer, si pararte a saludar a todos o hacer como que nada, como que todo era normal, porque ese cielo que era tu pueblo era al mismo tiempo tan extraño y tan conocido…


Dudaste al ver a Pepa, la madre de tu cuñada, la madre de Alfonso. Y no porque estuviese joven, no, a eso ya te habías acostumbrado. Dudaste porque no recordabas la última vez que la viste andando. Pepa había pasado los últimos treinta años inválida, y verla casi correr por la plaza era algo que no esperabas. Antes de que llegases a saludarla, cambiaste de opinión. Milagros, tu amiga Milagros, venía hacia ti, dispuesta a abrazarte.


Tu primera semana en ese entorno aséptico, en ese paréntesis en el que, desde ahora, ibas a vivir, o a morir, no sabías muy bien cómo decirlo, estuvo llena de cosas que hacer. ¡Cuánta gente! No recordabas tener tantos conocidos allí, pero, cuando te parabas a pensar, te parecía que abajo, o arriba, en el otro lugar, aquél del que venías, te quedaba menos gente de la que te acompañaba allí.

-          Eso es por la edad.- Te decía tu hija.

-          Es verdad.- Corroboraba tu madre.- Llega un momento en el que tienes más gente aquí que allí. A mí casi no me dio tiempo a sentirlo, pero hay muchos aquí que dicen eso.-

Pensaste en lo que te decían. Sí, era cierto. Pero a ti todavía te quedaban seres queridos en el otro lado. Personas que debían de estar muy tristes. Les recordabas. A pesar de lo ocupada que habías estado, yendo de un sitio para otro (eso de teletransportarse estaba realmente bien), reencontrándote con familiares, con amigos, con gente que no habías conocido personalmente, pero de la que sabías a través de otros, o por la tele o las revistas; a pesar de eso, no podías evitar recordarles. Como si te leyera el pensamiento, Beatriz te dijo:

-          Mañana es el día de la madre.- No pensaste en ti, sino en tu madre, a la que tenías cerca después de tantos años.

-          Sí.- Sólo dijiste eso.

-          Lo pasarán mal.- Y entonces sí te diste cuenta. Tus hijos, tu marido, tus nietos, estarían sin ti. Y estaba tan cercana tu muerte…

-          Pobres…-

-          ¿Quieres comunicarte con ellos? –

-          Pero, ¿se puede? – Pregustaste, sin poder creerlo.

-          Bueno, de un modo un poco extraño, pero sí que se puede. No me digas que no has notado nada en todo este año. Yo me he puesto en contacto con vosotros varias veces.-

-          Pero… ¿eras tú realmente? – No podías creértelo.

-          Pues claro.- Te cogió la mano.- ¿Quieres que lo intentemos? –

-          Claro, pero, ¿cómo? –

-          Sólo se puede hacer de un modo. A través de las musas.-

-          Pero, ¿qué dices? –

-          Que sí, ya verás. Tú coge mi mano y concéntrate, ya verás cómo llegamos a ellos a través de las musas, de la imaginación.-

-          No seas tonta muchacha, pero ¿cómo voy a hacer yo eso? – Preguntaste, temerosa de creer a tu hija, pero deseándolo al mismo tiempo.

-          Pues, no sé. Yo la primera vez lo hice usando a la prima, ella escribió una historia y os llegó a todos.- Comentó Beatriz.

-          Sí, ya me acuerdo. Pero ¿no irás a decirme que esa historia era de verdad? –

-          Pues claro.- Afirmó tu hija.

-          Anda ya, si no puede ser. No digas tonterías.- Te negabas a creer algo así.

-          Pero podemos intentar otra cosa. ¿No me dijiste que, poco antes de morir, Carlos te estaba leyendo una novela?, Juan León era, ¿no? – Te preguntó Beatriz.

-          Sí, pero no me irás a decir ahora que vas a cambiar la novela y a poner una dedicatoria.-

-          No, claro que no.- Beatriz se echó a reír.- Eso no lo vamos a hacer. Vale que el cielo-pueblo se parezca a la película de “Las mujeres perfectas”, pero de ahí a que seamos también “Embrujadas” o “Entre fantasmas”, hay un camino.-

-          ¿Entonces? –

-          Entonces el libro servirá de lazo entre los dos mundos. Cada vez que lo lean, te recordarán y sabrán que estás bien, que estamos bien, aquí, juntas.-

-          ¿Y cómo lo van a saber?- Te negabas a creer algo así.

-          Porque les vamos a ayudar. Vamos a hacer la segunda parte de la historia que escribió la prima Pepa, y la historia y el libro de Juan León serán el camino entre nosotros. El regalo del día de la madre, el que yo te hago a ti y el que tú le vas a hacer a ellos. Al revés. Por una vez.-

-          Mira que he visto cosas aquí difíciles de creer, pero ésta sí que no, que no me lo creo y ya está.-

Seguías moviendo la cabeza a un lado y a otro, negándote a creer lo que te decía tu hija, cuando miraste a tu derecha y viste tu barrio, tu casa. Hacía tan poco que te habías ido de allí… La voz de Carlos leyéndote volvió a sonar en tu mente. Miraste y le viste, cogiendo el libro de Juan León de la mesita de noche. Lo ojeó y volvió a leer, en voz alta, algunos de los párrafos del principio. Te volviste y preguntaste a Beatriz, que te sonrió y te dijo.

-          ¿Ves?

Y después de un rato, os fuisteis las dos a buscar a la abuela, para celebrar con ella el día de la madre."