redirección

lunes, 2 de diciembre de 2013

La cita


Estaba nerviosa, muy nerviosa.

       “Pero, ¿cómo se me ocurre?, ¿adónde voy yo?”. Y se miraba en el espejo, retocándose la camisa; cambiándola por un vestido; poniéndose un collar y luego otro, dudando de cada elección, dudando de todo.

“Si es que no sé por qué le he hecho caso. Tenía que haber seguido a lo mío, sin meterme en este lío. No, no tenía que haberle hecho caso a ella”.

Ella era María, su hija, la que la había convencido.

-     Que sí, mamá, que ya verás como no pasa nada. Si hay mucha gente que lo hace. No seas tan desconfiada.-

Pero Carmen lo era. Lo era porque había mucha gente rara, porque para Carmen ya nada era como debía ser y se sentía insegura. Siempre había sido una persona resuelta, a la que le gustaba conocer sitios y hacer cosas nuevas, pero ahora las novedades eran tantas y pasaban tan, tan deprisa, que ya no sabía si le gustaban.

       Desde que Paco no estaba todo era distinto. Y mira que se alegraba, que fue una liberación verle salir de casa. En los últimos años el día a día se había ido haciendo insoportable, hasta que ya no pudo más y le plantó cara. Aguantó las preguntas de todos, la incomprensión, el “chica, pues no sé de qué te quejas, no sé qué quieres, y a tu edad”, y se separó. Así, sin más, sin motivo, como le decía su hermana siempre que podía.

-     Ya te vale Carmen, si es que no hay quién te entienda. Estás mal de aquí.- Y se señalaba la frente.- Porque, a ver, que lo que a vosotros os pasaba nos pasa a todos, y no somos tan exquisitos o tan impacientes, o lo que sea… Vamos, que aguantamos y ya está. Si os conocéis de toda la vida. Y él siempre ha sido así, puñetero como él solo. Si ya lo sabías, que discute hasta el hola. ¿Y ahora te das cuenta? –

No, pues claro que no. Carmen se había dado cuenta desde el principio. Pero antes no parecía tan importante. Hubo momentos en los que hasta le hacía interesante. ¡Qué carácter! Pero con el tiempo, ése y otros defectos, los que pensó que pasarían, aquéllos que ella ayudaría a cambiar, parecían haberse acentuado y ya no podía más. Y como no tenía por qué aguantar lo que no le gustaba, aunque su hermana no lo entendiese, decidió separarse. Paco tampoco lo entendió, pero no le quedó más remedio que aceptarlo. Y se hizo a la idea. Vaya si se hizo a la idea, que en menos de seis meses ya tenía otra pareja, una tal Gloria, “majísima, hija”, le había dicho su amiga Victoria, “y mona, para la edad que tiene, porque es mayor que tú”, completaba, como para dejarla tranquila.

Pero a Carmen no le importaba. No le importaba que su marido durante veinte años, con el que había tenido tres hijos, compartiese vida y cama con otra.

-     Me alegro, Victoria, de verdad que me alegro. Que sea feliz, que disfrute. ¿Por qué iba a desearle ningún mal? Fui yo la que decidió divorciarse.-

Pero todo su valor, el que le sirvió para enfrentarse al destino que todos le suponían, era ahora insuficiente. Insuficiente para esa cita. A pesar de lo que le decía su hija, que la animaba, como si de una celestina cibernética se tratase; a pesar de lo que le había contado su amiga Elena…

-     No pasa nada. Al principio, no te lo voy a negar, se hace raro. Y pasas nervios. Pero al final funciona, de verdad que funciona.- Se lo decía ella, Elena, que ya iba por el tercer noviete a través de internet.- No es cutre. De verdad. Hay que tener cuidado. Y las primeras citas suelen ser las peores. Pero en cuanto le coges el truquillo sabes quién sí y quién no. Hay gente rara, claro, y gente que miente. Pero también hay gente que no tiene tiempo, o que no conoce a nadie en esa ciudad. O que conoce a todo el mundo…-

Ése era el caso de Elena. Ella lo dejó todo. Lo dejó por Gabriel, el amor de su vida, como solía decir ella entonces. Cerró el despacho de Madrid, vendió la casa y se marchó a Bilbao, a la tierra de él, para estar juntos. Y estuvieron. Diez años. Los suficientes para tener dos hijos y darse cuenta de que aquello no funcionaba. Cuando se separaron, él estaba cerca de su familia, seguía quedando con sus amigos de siempre y, salvo ella, poco había cambiado en su vida. Elena sin embargo estaba sola. Y sola siguió por unos meses. Pensó en volver a Madrid, pero eso hubiera desencadenado una lucha por la custodia. Se quedó en Bilbao. Y allí se dio de alta en páginas de citas. Páginas serias, por supuesto. Pero no se atrevía. No se atrevía a dar el paso, a conocer a esos hombres con los que parecía tener tanto en común. Hasta que se le ocurrió que, si era en otra ciudad, si aprovechaba los fines de semana que los niños estaban con él, sería como una especie de viaje; que no le haría sentirse tan culpable, ni tan rara. Y así fue. Las primeras veces en Vitoria. Luego en otros lugares. Incluso alguna vez quedó en Madrid. Hasta que conoció a Javier, que vivía en Logroño. Y luego fue Jorge, de Vitoria. Y ahora Adolfo. Adolfo sí era de Bilbao. Llevaban juntos siete meses y todo parecía ir bien. Por eso animó tanto a Carmen. Eso sí, la previno de las primeras citas.

-     Son horribles. Pero como pasa con las otras. Con las primeras citas que no son por Internet. Nunca sabes qué decir. Y mucho menos qué hacer. Pero hay que pasar por ellas. Si no hubiera primeras citas no tendríamos las otras.-

Y pensando en eso, Carmen dejó de probarse collares, se miró por última vez en el espejo y se puso la chaqueta. “Vamos allá”, se dijo.

Su hija la animó desde la puerta.

-     Estás muy guapa mami. Ya verás como todo va bien.-

Su hija… María, que, a sus diecinueve años era su confidente. Sabía todos los datos sobre el hombre de su cita. “Así estoy más tranquila. Ella sabe dónde voy a estar y con quién. Así no me pasará nada…”

 

Cuando llegó al local en el que había quedado estuvo tentada de volverse. Era jueves y estaba lleno de hombre y mujeres de mediana edad que tomaban algo después del trabajo. Carmen recordaba vagamente el sitio. Antes el nombre era distinto, pero ella había estado allí. Echó un vistazo desde la barra: varios ambientes, restaurante, zona de copas y desde allí se adivinaba una pista. Un sitio bastante completito. Se sintió fuera de lugar, demasiado arreglada.

Las mujeres a su alrededor llevaban un aire más desenfadado, casi todas con pantalones y tacones altos. Su vestido era, quizá, demasiado elegante para la situación.

-     Mamá, es un vestido negro entallado. Siempre queda bien. Es un must have, un little black dress.- Le había dicho  su hija. Ella no sabía muy bien de qué le hablaba, pero el vestido negro de Zara le gustaba, le quedaba bien. Y era cómodo. Los zapatos no tanto.

 

Pensando en eso, no le vio llegar.

 

-     Hola, ¿Carmen? –

Y al darse la vuelta, se encontró con él, David, más alto de lo que había imaginado, con más arrugas y más gordo que en la foto. Sonrió y se acercó a ella. Carmen le dio dos besos y el aroma de su colonia le resultó familiar. Aún estaba pensando qué colonia era cuando él habló de nuevo.

-     ¿Nos sentamos? – Y señaló con la cabeza la zona de restaurante.

“No está mal”, pensó Carmen, “pero nunca me hubiera fijado en él. Demasiado normal”. Se quedó levemente retrasada mientras se dirigían a la mesa, para poder mirarle más detenidamente. Reparó en su chaqueta, “es cara, ésta no es de Zara”, en sus pantalones y en esos zapatos marrones tan bonitos… Se sintió halagada pensando que él habría dudado, como ella, eligiendo la ropa. Cuando se sentaron reparó en que no llevaba corbata y que un pañuelo asomaba del bolsillo de su chaqueta. “Eso no es casual”, se dijo, “este hombre está acostumbrado a vestir bien. Se siente seguro, tan seguro como para atreverse con una combinación como ésta”. Le miró y reparó en la camisa que, al sentarse, se tensó sobre su abdomen. “Tiene cierto sobrepeso”, pensó, y se acordó de los michelines que ella había intentado acomodar dentro del vestido.

-     ¿Conocías el sitio? – Preguntó Carmen.

-     Sí, vengo de vez en cuando, al salir del trabajo.-

-:  Entonces podrás recomendarme algo para cenar.-

Aventuró ella, más que nada por no sacar las gafas de cerca y, mientras David repasaba alguno de los platos, Carmen intentó recordar los datos de su perfil en Internet.

Divorciado, 48 años, dos hijos, abogado… ¿las aficiones? Creía recordar que eran leer y viajar. “Típico”, pensó cuando leyó el perfil. Seguro que le gusta ver el fútbol y tomar copas con los amigos, pero eso no lo va a poner.

Miró su cara, aparentemente segura y descubrió un leve temblor en su voz. “Está nervioso”, pensó, “también está nervioso”.

Se dejó aconsejar y siguió todas las conversiones que él empezó durante la cena. La de qué local era ése hace veinte años, cómo había cambiado y lo bien puesto que estaba ahora. La de ¿es la primera vez que quedas con alguien a través de Internet? Ella dijo que sí, y él (con una delicadeza más que cuestionable) le contó las dos anteriores. También hablaron del frío que hacía, de los hijos (se sorprendió al saber que ella tenía una hija de diecinueve años y le hizo el cumplido de rigor); de la última huelga de limpieza en la ciudad… Todas empezaban con un pretendido interés por parte de David sobre lo que ella opinaba de tal o cual cosa… y terminaban con David sentado cátedra.

En los postres, Carmen notó que se aburría. Y también notó que el vino, muy bueno, por cierto, empezaba a hacerle efecto. “No debería haber bebido. Al menos no tanto”, se dijo.

Miró a David atentamente. “Es aburrido, creído, algo gordo y estropeado para su edad.” Trató de imaginar lo que él pensaría de ella. Una mujer en sus cuarenta. Bueno, vale, casi en sus cincuenta. Madre de tres hijos, la mayor universitaria. Recientemente separada. Entrada en años y en carnes. Alta. Visiblemente incómoda y poco acostumbrada a salir. Pasó la mano por su pelo y echó de menos la coleta que usaba habitualmente para comer. Recordó que había ido a la peluquería. Miró a David. ¿Tendría tantas ganas como ella de que acabase la cita? Parecía que no. Se le veía encantado. Feliz oyéndose. Había iniciado una conversación relacionada con el trabajo. Con el trabajo de los dos, porque ambos eran abogados de empresa. Carmen dijo dos o tres palabras y luego ya fue él quien continuó, sin parar, sin darse cuenta de que ella no hablaba. La miraba sin verla, reflejándose en ella, sólo atento a sí mismo.

“No le interesa lo que le pueda decir. Sólo quiere oírse. Se encanta. Si me fuera, apenas lo notaría. Y el caso es que no está mal. No tan bien como él cree, pero mal del todo no. Si se callase…”. Recordó lo que le decía Elena.

-     Hija, la primera cita suele ser un desastre. No te hagas ilusiones. Ni te sientas mal si no sale bien. Es lo normal.-

Sintió que su cita iba ser normal. Un desastre. La primera. Miró a David y se dio cuenta de que se había callado. De pronto recordó una película, ¿cómo se llamaba? Era de un científico, uno muy bueno, pero que tenía un problema mental. ¿Cómo era? El caso es que él, que era un desastre social, se acerca a la chica y le dice algo así como que por qué no comparten fluidos corporales. Una mente maravillosa. Sí, así se llamaba. Se sintió identificada con el protagonista, ¿a qué venía tanta charla, tanta tontería, tantas horas oyendo a David si lo único que les importaba a los dos era si iba a haber algo más? Sonrió.

-     ¿Qué pasa? – preguntó él.- ¿Por qué te ríes? –

Y Carmen, perdida en la levedad que le daba el vino, le contó lo que estaba pensando. David casi se atragantó; pero reaccionó pronto y le dijo.

-     Vale.-

-     Vale, ¿qué?-

-     Que sí, que compartamos fluidos.-

Carmen siguió sonriendo y, mientras dejaba que David pagase y recogía sus cosas, pensó que Elena no iba a tener razón esta vez, y que a lo mejor la primera cita no era un desastre. Miró a David y le vio algo menos seguro que durante la cena. Quizá estaba nervioso, ahora que había dejado de oírse.

Al salir del local la música empezaba a sonar en la pista, que se iba llenando con las mujeres de pantalones y tacones altos que se encontró en la entrada. Carmen se sintió bastante más segura que al principio, haciendo equilibrios sobre sus zapatos nuevos, con el little black dress cubriendo sus curvas excesivas.

Y supo que esta vez no iba a contarle todo a María.

 

 

domingo, 24 de noviembre de 2013

Concursos y resultados

Haciendo un balance de este 2013, tres de mis relatos se van a publicar:
  • "Platón", que ya forma parte del libro "Un cúmulo de circunstancias" de la editorial Marlex
  • "Todo era perfecto", que se incluirá en un libro recopilatorio que se presenta el próximo jueves 28 de noviembre (aún no sé el título).
  • "El toldero que leía a Murakami", que también se incluirá en un libro recopilatorio que saldrá a la luz a finales de año.
Todos ellos, junto con otros de mis relatos, están en este blog y podéis leerlos en cualquier momento.
 
No es un mal balance. Esperemos que para 2014 la noticia sea que por fin publico una de mis novelas.
 
Y prometo volver la semana que viene a este blog con un nuevo relato.

sábado, 2 de noviembre de 2013

La mujer es una isla

Vuelvo al blog después de más de una mes sin publicar nada (mi mayor ausencia), para dejaros mis impresiones sobre una de mis lecturas de este último verano: "La mujer es una isla" de Auður Ava Ólafsdóttir.
 
Era la primera novela que leía de esta autora y llegué a ella de un modo casual, a través de la foto del perfil en WhatsApp de una amiga. Después de darle muchas vueltas a qué comentarios iba a hacer de ella en el blog, he decidido ceñirme a la primera impresión que tuve al cerrar definitivamente el libro: la novela es como la isla. Y sí, estoy parafraseando el título; pero es que mi sensación fue la misma que tuve en Islandia: frío, dureza, aburrimiento en algunos casos y un cierto toque de puerilidad, de infantilismo.
 
No diré que no tenga hallazgos destacables. Los paisajes de Islandia son únicos. La novela puede que también, o al menos, bastante original. Pero a mí los paisajes, por muy impresionantes que sean (y los de Islandia lo son) no llegan a conmoverme hasta el punto que lo hacen las experiencias, la historia, el arte. Y además, no soporto el frío. Y la novela lo es. Al menos para mí. Fría, insustancial, en algunos casos aburrida. No traslada emociones. No llega. Y rara. Muy rara. Como ese país de géiseres (¿es ése el plural?) y glaciares, en el que los volcanes y las cascadas se suceden interminablemente. Esa naturaleza joven y sin acabar que es como el libro, una historia que no lleva a ningún sitio y que sorprende y llega a aburrir por su simplicidad.
 
"La mujer es una isla" me produce una sensación de novela a medias, como si estuviésemos leyendo el borrador que la autora aún no se ha atrevido a circular entre sus más leales amistades. Es como si nos asomásemos a unas reflexiones inacabadas, como si esa carretera circular que es el marco de la historia, girase y girase sin llegar a ninguna parte, o peor aun, volviendo y volviendo sobre sí misma.
 
El argumento es el siguiente: la protagonista (de la que no aparece el nombre en toda la novela), una treintañera a la que su marido acaba de pedir el divorcio, decide dar un giro radical a su vida como consecuencia de la profecía de una médium, que le augura que en trescientos kilómetros conocerá a tres hombres (uno de ellos será el amor de su vida) y le tocará la lotería. Emprende un viaje por la carretera que rodea la isla  -la única verdaderamente transitable - sólo con la  compañía del hijo de su amiga (que va a dar a luz), un niño sordomudo y con una grave deficiencia visual.
 
Pero aparte de lo que he contado no pasa nada más. Al menos,  nada importante. Las ideas y los acontecimientos se suceden en el libro y en la vida de la protagonista prácticamente sin consecuencias.
 
Concluyendo: la novela no me gusta. No la recomiendo. Es insulsa y no considero que esté bien escrita - aquí, como en otras, luchamos con la traducción -
 
Y que conste que no tengo manía a los autores islandeses. Las novelas de Arnaldur Idridanson, de las que he leído varias, me resultan interesantes teniendo en cuenta su género. Y, por si acaso lo ha parecido, tampoco tengo manía a Islandia. Es uno de los países más originales que he conocido (o el que más)... Pero no me gusta el frío.
 

domingo, 22 de septiembre de 2013

El Director


Lo importante era saber qué había que decir. Estar atento a lo que pedía. No era tan difícil. Sólo con poner un poquito de atención. Se sentía tan orgulloso… Él, Felipe, por quien nadie daba un duro cuando empezó en ese trabajo. Que si no tenía estudios superiores, que si no sabía idiomas, que si era algo corto. ¿Y ahora, eh?, ¿qué pasaba ahora? Cómo le gustaba pasear por los despachos, por sus dominios, contemplando a todos esos muertos de hambre, que agachaban la mirada, sin atreverse a enfrentársela. Le encantaba oír el sonido de la palabra “Director”. El Director, como exigía que le llamasen, como figuraba en su tarjeta, la que entregaba a todo el mundo a la menor ocasión. En castellano por un lado, y por el otro en inglés, en ese inglés que seguía sin hablar bien, con un acento terrible, sin entender prácticamente nada, perdido en las reuniones, sufriendo al principio, relajado después, sabiendo que con Nacho lo tenía todo solucionado. Nacho, el nuevo becario, como antes lo fueron Julia o Diego. Eran un chollo. Venían por seis meses, prorrogables por otros seis, y durante ese tiempo les hacía acudir con él a todas las reuniones difíciles (“para que se vayan empapando, que aprendan y que se metan en las cosas”, decía). Luego les pedía informes, informes de todo, que él utilizaba sin cambiar una coma (no hubiera sabido tampoco dónde ponerla), en presentaciones al Comité de Dirección, con su voz engolada, ésa que según su mujer trasmitía mando y seriedad. Luego, al año, alguien – él nunca – les comunicaba que no habían llegado a lo esperado en la beca y que no podían continuar en la Compañía. Y venía el siguiente becario.

                ¡Qué orgulloso hubiera estado su padre si hubiera vivido para verle! Ese hijo, del que decía que no sabía qué iba a ser; el que no conseguía aprobar un solo curso completo; el que se fue a la mili voluntario para hacerse un hombre y ni siquiera pudo reengancharse; al que tuvo que colocar pidiendo un favor a un amigo…. Si le viera…. Director. Director, él. Con más de doscientas personas a su cargo. Personas en su mayoría muy bien formadas, con estudios superiores todas, que en eso él era muy exigente. Y con su máster y sus dos o tres idiomas, que ya se sabe que hoy en día con el inglés solo no vas a ninguna parte, que todo el mundo lo habla. A él le gustaba rodearse de los mejores. Era fundamental, si tu equipo era bueno, te hacía bueno. No había más que saber usar sus capacidades. Y le enorgullecía decir que el suyo era de elite. Sobre todo ahora, que con tanto paro se podía exigir y apretar aún más. Profesionales sobrecualificados para trabajar en lo que fuera. Una maravilla. Aunque últimamente le estaban saliendo respondones. No hacían más que pedir. Pedir formación y evaluaciones y ¿qué sé yo las cosas? Tonterías. Tonterías de esas modernas de gente blanda. El jefe era él y él sabía quién valía y quién no. Y mira que él en eso, era tanjante (¿o se decía tajante?, ¡qué cabeza, nunca se acordaba!) Los mejores, sí, pero bien mandados. Nada de ésos, con ideas propias, que se creen que porque han ido a la Universidad pueden tratar de tú a tú al jefe. A él el ejército le enseñó que si dejas que un subordinado se te suba a las barbas estás perdido. El orden, el mando, es fundamental. Mano dura y al que se desmande, un pescozón. O mejor, a la calle, que a él no le dolían prendas. Si era famoso por eso, porque la rotación en su área era la más alta de la Compañía, el doble, para ser exactos. “El que no esté a gusto que se vaya”, solía decir, “y si no se va, le echo yo”, y se reía, contento de su superioridad.

                Felipe era el Director. Y no era tan difícil. Sólo consistía en saber qué quería ÉL. ÉL con mayúsculas, como si fuera Dios, porque a veces lo parecía. Dios, con poder sobre la vida y la muerte, con capacidad para decidir quién estaba dentro y quién estaba fuera. Para Felipe era como el oráculo. Normalmente no entendía el porqué de sus decisiones, pero raramente las cuestionaba. ÉL. El Director General. ¡Qué suerte haberle conocido! Aún no podía creérselo. Y más suerte aún que se hubiese encaprichado de Violeta. Al principio le dolió. Le dolió en su amor propio. Violeta era su amante, lo era desde hacía años. Y cuando ÉL la vio ya no hubo marcha atrás. Quedó claro. Violeta se acabó. Se acabó para Felipe, pero el futuro no había hecho más que empezar. ÉL se  encaprichó de ella - a Felipe no le extrañó, que bien la conocía – y lo que más le irritó al principio fue que le utilizase como celestino. “Si es que, además de cornudo, apaleado”, se decía. Hasta que un día vio una película de esas antiguas, en blanco y negro, de las que a él le aburrían pero tanto le gustaban a su mujer y lo entendió todo. “El apartamento”, creía recordar que se llamaba. Y si Violeta era el precio que tenía que pagar para conseguir lo que quería, Felipe ya lo había entendido: lo haría. No era tan difícil. Sólo había que estar atento para saber qué quería ÉL.

                Y durante un tiempo ÉL quería ver constantemente a Violeta. Y fue el propio Felipe quien les organizaba los encuentros. No sabía que le llamaban “el mamporrero”. Si se hubiese enterado hubiera despedido a cualquiera que lo dijese, a cualquiera que hubiese osado sólo pensarlo.

Pero lo de ser Director era fácil. Y daba resultados. Pronto empezó a ascender. Y también Violeta, que con esto de la Igualdad y las cuotas, enseguida le encontraron un puestecito. Y luego un puesto. Y al final un puestazo.

                Y Felipe, que no tenía estudios, pero tonto, lo que se dice tonto del todo, no era, empezó a hacerse agradable para ÉL. No era tan difícil. Sólo estar atento, para ver qué quería. Y hacerlo. No podía entender por qué los demás no se daban cuenta. ¡Con lo fácil que era! Pero mejor así,  porque de este modo Felipe era el más beneficiado. Y diciendo lo que ÉL le decía que dijese, pronto empezó a ver los frutos. A veces se confundía, qué ÉL cuando quería era muy enrevesado. Pero entonces, con varios mensajes y algunas llamadas, todo se aclaraba.

                Felipe decía lo que ÉL quería y dónde ÉL quería. Y las puertas se abrían. Y le llamaban “el Director”, como si no tuviese nombre, como si el cargo lo fuese todo. Lo era todo. Para Felipe no había mayor deleite que oírselo decir a sus subordinados. Porque eso de empleados y colaboradores era una mariconada. Subordinados. Como había sido siempre. Dependían de él. No sabían hasta qué punto.

                Y si ÉL decía que el verano empezaba en diciembre, pues empezaba, faltaba más. Y si eso era buen o malo para la empresa, a Felipe no le importaba. Y si eso hacía que algunas personas tuvieran problemas o que se extendiesen rumores infundados, a Felipe ni le iba ni le venía. ÉL sabía. Sabía más que nadie. Ser “el Director”, al fin y al cabo, no era tan difícil.

                Hasta que un día, ÉL le llamó. Y cuando abrió la puerta no estaba, como siempre, con los pies encima de la mesa, relajado, dispuesto a contarle el último rumor que debía propagar. No. Cuando abrió la puerta ÉL no estaba solo. Estaba con otro hombre, que Felipe no conocía. Se lo presentó. Era de la Central. No le gustó su aspecto. Tenía cara de buena persona, un ser gris, sin el aplomo de ÉL, sin el empaque del mismo Felipe. Por eso, casi no pudo creerlo cuando, con voz amable, sentado junto a ÉL y al propio Felipe en la mesa de reuniones, les comunicó que, debido a una restructuración, se veían en la necesidad de proceder a su desvinculación. Estuvo a punto de preguntar el significado de la palabra. Pero no se atrevió, le dio vergüenza delante del extraño. Al fin y al cabo Felipe era el Director. Ya lo miraría en casa, en el diccionario que le regaló su hija por su cumpleaños. Pero bueno no parecía, que veía la cara de ÉL, tan seria y era para echarse a temblar.

                Y más lo hizo Felipe cuando, una vez que el triste de la Central terminó, ÉL le miró directamente, con odio, y le empezó a recriminar todo lo que había hecho en los últimos meses, punto por punto, todo lo que ÉL le había encargado. A punto estuvo de cortarle y decirle “pero si fue lo que me dijiste”, pero se contuvo a tiempo. Que a Dios no se le rechista. Ya sería el momento después, a solas, cuando se hubiese ido el soso ése que le miraba, asintiendo. Porque seguro que después, a la hora de comer, ÉL le llamaría y se irían juntos, en el coche de Felipe, como siempre, que a ÉL no le gustaba mover el suyo. Y para entonces ya se le habría pasado lo que quiera que fuese.

                Pero no, no hubo manera. Cuando acabó, el triste, el de la Central le sacó unos papeles a Felipe y le dijo no sé qué de que tenía dos opciones. Y le habló de la liquidación del Plan de Pensiones y de que podía seguir con el seguro médico si lo deseaba, pero pagándolo el propio Felipe. Eso sí que lo entendió, porque el resto, el resto era un puro galimatías.

                Cada vez desconfiaba más pero, cuando el soso ése terminó, ÉL sacó su bolígrafo del bolsillo interior de la chaqueta y se lo tendió a Felipe. Felipe dudó. No le había gustado lo que había oído, ¿cómo iba a firmarlo? Pero ÉL parecía que quería eso, además le ofrecía su bolígrafo, el Mont Blanc. Cualquiera le decía que no. Empezó a sudar. ÉL hizo un gesto de fastidio que Felipe conocía muy bien. Y ya no dudó. Cogió el bolígrafo. Los números pasaron, como en un vuelo rápido, por sus ojos. Cantidades largas. De muchas cifras. Y letras, muchas palabras que se le agolparon en la mente: Indemnización, liquidación, despido… Espera, no, ¿qué era eso de despido? Volvió a leer y el repiqueteo impaciente de los dedos de ÉL sobre la mesa le hizo dudar. Tenía que firmar. Tenía que firmar ya. Pero, ¿le estaban despidiendo? Levantó los ojos y se encontró con la mirada de ÉL, ya no tan dura, más parecida a la que conocía, que le decía, no te preocupes, nada va a pasar, yo me encargo. Felipe hasta creyó oír esas palabras. Le miró de nuevo. Asintió. Y firmó.

                Cuando salió del despacho, con un sobre amarillo sin cerrar que contenía los papeles que acababa de firmar, sin saber muy bien qué decían, pero con el amargo sabor de la duda entre los dientes, se chocó con alguien y se le cayó el sobre. Estaba a punto de lanzar uno de sus improperios acostumbrados, cuando vio a ese hombre, agachado frente a él, recogiendo los papeles que se habían esparcido por el suelo. Le sonaba la cara, aunque no lograba recordar el nombre. Pero el otro sí.

-          Felipe – Le dijo, y que supiese cómo se llamaba y él no, le incomodó.- Lo siento. No he podido evitar ver esto.- Y le dio una de las hojas, la última, en la que estaba su firma completa.- Ya se rumoreaba algo, pero no nos lo creíamos. Como aquí se dicen tantas cosas que no son ciertas…

Y fue entonces, al coger el papel que le tendía, cuando vino a su mente el nombre. Alfonso. Alfonso, se llamaba. Alfonso Rosado. Había sido Director de Compras. Lo había sido hasta que Felipe empezó a hacer correr el rumor de que había concedido, interesadamente, uno de los contratos más grandes de la empresa a una compañía que era propiedad de su familia.  No pudo probarse. A Felipe nunca le preocupó. Nunca comprobaba lo que ÉL le decía. ¿Para qué iba a hacerlo? Aun así, a Alfonso le cesaron en la última reorganización y ahora estaba… ¿Dónde estaba? Lo cierto era que Felipe no tenía ni idea. No le había importado. Estaba en algún otro sitio, sin puesto, eso sí, eso seguro, pero en algún otro sitio de la empresa. Se lo tendría merecido, pero, ¿qué había dicho sobre los rumores?, ¿qué rumores?, ¿cómo podía haber alguno que Felipe no conociese? Si normalmente era el propio Felipe el que se ocupaba de propagarlos. Era un rumor sobre él. Sobre Felipe y los papeles que se le habían caído del sobre amarillo. Sobre Felipe y la conversación del despacho. Sobre Felipe. Y ese tal Alfonso, ese idiota que no supo cómo defender su puesto, sí lo había oído. Ese idiota que ya no era Director de Compras pero que trabajaba en algún sitio, en algún lugar de otro departamento. Y él, Felipe, ¿dónde iba a trabajar ahora?

domingo, 8 de septiembre de 2013

Las dos hermanas y Diana


Hoy voy a publicar un cuento infantil. Un cuento que les escribí a mis hijas hace muchos años. En concreto, nueve años, en septiembre de 2004.
 
Se lo escribí a mano y les hice unos dibujos para ilustrarlo. Les gustaba tanto y lo leían tantas veces, que pronto tuve que hacer una fotocopia. Y después, temiendo que se perdiese, lo pasé al ordenador.
 
Y no me equivoqué. Hoy, cuando he ido a rescatarlo del ordenador para publicarlo en el blog, no he encontrado ninguna de las dos copias en papel. Y por poco no encuentro la copia del ordenador, porque está en el antiguo, en ése que ya casi no utilizamos y que no sé cómo no hemos tirado.
 
Pero, por suerte, he llegado a tiempo. Y aquí está es cuento que escribí para mis hijas, para ayudarlas a entender una pérdida. Una de sus primeras pérdidas: la de Diana, la persona que las cuidaba, que encontró un trabajo mejor. Hemos seguido manteniendo contacto con ella, no fue una despedida traumática, pero aún así, a mis hijas -niñas entonces, adolescentes ahora - les costaba entenderlo. Por eso me inventé una historia basada en sus conversaciones y se la regalé. Y ahora la comparto con vosotros.
 
"Había una vez dos niñas que eran hermanas. Se llamaban Patricia y Celia. Patricia era la mayor, tenía el pelo rubio y le gustaban mucho los dibujos, los cuentos y las pelis. Iba a empezar primero de primaria y estaba un poco nerviosa por eso.

 

         Celia era la pequeña. Tenía el pelo moreno y al reir se le formaban dos hoyitos en las mejillas, como a su mamá. Le gustaban mucho los puzzles, los cuentos y los animales.

 

         Las dos hermanas iban al mismo cole y tenían una cuidadora que se llamaba Diana.

 

         Diana llevaba mucho tiempo cuidándolas. De hecho, ellas no eran capaces de recordar a ninguna otra cuidadora. Sabían que había habido otras, incluso habían visto las fotos, pero por más que lo pensaban, las dos hermanas sólo recordaban a Diana.

 

         Diana era joven y muy guapa. Tenía el pelo largo y negro, y en su voz tranquila sonaba la brisa del otro lado del Atlántico, de su casa. Porque Diana, que vivía en Madrid, como las dos hermanas, había nacido muy, muy lejos, en un sitio en el que crecían plantas de nombres extraños, y al que se tardaba casi un día en llegar en avión.

 

         Diana les contaba a veces a las dos hermanas cosas de su país, y de Claudia, la hermana que dejó allí, de lo que ella hacía cuando era pequeña y de lo que tenía pensado para cuando volviera.

 

         Las dos hermanas querían mucho a Diana. Jugaban juntas, la ayudaban en lo que podían, y a veces, también aceptaban sus regañinas cuando se portaban mal.

 

         Un día, mientras merendaban, Diana y sus papás hablaban de algo. Las dos hermanas no sabían de qué, pero en seguida adivinaron que era algo triste, por las caras de los mayores.

 

         Patricia preguntó:

 

-        -   ¿Qué pasa?, ¿de qué habláis?

-         - No pasa nada cariño. Anda, acábate el Cola-Cao.- dijo su madre.

 

Patricia se quedó pensando: “Aquí pasa algo, y no nos lo quieren decir”.

-          Celia – le dijo a su hermana muy bajito y al oído – creo que papá, mamá y Diana tienen un secreto.

-          ¿Un secreto?- preguntó Celia.

-          Sí – dijo Patricia – no sé lo que es, pero es algo de Diana.-

-          ¡Ah!, ya sé – dijo Celia. Yo les he oído decir que Diana se va.-

 
-          ¿Qué?, ¿qué Diana se va? ¡Qué dices Celia!-

 -          Sí, sí, sí, que yo lo he oído.-

 

Patricia se quedó muy seria. Esto era más grave de lo que ella había imaginado. Diana se iba, se iba. Era una tragedia. Pero, ¿adónde?, y sobre todo, ¿por qué?. De pronto tuvo una idea:

 

-          Celia –

-          ¿Qué?

-          Ya sé por qué se va Diana.-

-          ¿Por qué?

-          Porque Diana es una princesa.

-          ¿Una princesa?

-          Sí. ¿No te has dado cuenta?. Con ese pelo largo, y tan guapa. Diana es una princesa, y tiene que volver a su país, que está muy, muy lejos, cruzando el mar grande, para casarse con el príncipe.

-          ¿Con el príncipe?, ¿qué príncipe?.- dijo Celia.

-          Y yo qué sé. Eso da igual.- dijo Patricia – Será un príncipe de su país.

 

Y así, las dos hermanas, fueron contándose poco a poco la historia de la princesa Diana, que había huído de las lejanas tierras de más allá del gran mar, con sus padres y sus hermanos, porque un hada madrina con muy mala intención había hecho un embrujo.

 

El embrujo consistía en que Diana, sus padres los Reyes y sus hermanos no podían volver a su país hasta que Diana cumpliese veinticinco años, edad en la que regresaría para casarse con el príncipe que le estaba destinado. Mientras tanto, el hada, convertida en bruja, retenía a su hermana, y tenía a su pueblo de guerra en guerra, luchando continuamente sin saber muy bien por qué.

 

         Diana la princesa, y sus padres los Reyes tenían el encargo de buscar, en el país donde vivían las dos hermanas, , ayuda para su pueblo y refugio para ellos. Y en este país estaban esperando a que Diana cumpliese veinticinco años, momento en el que debían regresar a su lejana tierra, con el fin de romper el hechizo, casarse con el príncipe, y liberar a su gente del triste destino que les había impuesto la bruja.

 

Así, con esa maravillosa historia, más maravillosa que el más maravilloso de los cuentos, las dos hermanas veían día a día a Diana, su princesa, y se imaginaban historias de batallas en las que un príncipe guapísimo luchaba y luchaba sin cesar, con la esperanza de que su bella princesa acudiera a liberarle a él y a su pueblo.

 

Además, seguras de haber descubierto un gran secreto, Patricia y Celia no se lo contaron a nadie.

 

Un día su papá les dijo:

 

-          Patri, Celia, os tenemos que contar una cosa. Como sabéis, Diana está estudiando en su cole. Después del verano, cuando vuelva a su cole va a tener que estar allí muchas horas, y no va a tener tiempo para venir a nuestra casa. Por eso, va a dejar de cuidaros, y vendrá otra persona que estará con vosotras.-

 

Las dos hermanas se miraron y sonrieron. Sí, sí, a ellas con eso ... O sea que no les querían contar la verdad. Seguramente es que eso de princesa no se cuenta así como así. Pero ellas lo habían adivinado.

 

-          ¿Y dónde vas, Diana?.- preguntó Celia.

-          Voy a ayudar a los médicos a curar a la gente.

 

¡Ah!, así es que era eso. Claro, claro, ayudaba a los médicos a curar a la gente, a la gente de su país, al que tenía que volver para romper el hechizo.

 

-          ¿Y vendrás algún día a vernos?.- preguntó Celia.

-          ¿Cómo va a venir? Si está muy, muy lejos y tiene que cruzar el gran, gran mar.- dijo Patricia.

-          No, Patri. No voy a ir tan lejos. Estaré en mi casa, con mis papás y mis hermanos, y seguro que algún día puedo venir.

-          Pero, pero si tú dijiste que tu país estaba muy lejos....-

-          Sí, pero yo no me voy a mi país.-

-          Sí, ¡ja!.-

 

Y Patricia, convencida de que su historia era cierta, se fue enfadada a su cuarto. Al rato, llegó Celia.

 

-          Patri, yo creo que Diana no es una princesa, y que va a ayudar a los médicos.

-          Pues yo no. Yo creo que no puede contarnos la verdad porque la bruja se enfadaría.-

 

Y así, entre la historia de Diana enfermera y la historia de Diana princesa pasaron los días. Y llegó Virginia, la nueva cuidadora, que era rubia, y mamá, y tenía también una suave forma de hablar que traía el susurro de su tierra a través del gran, gran mar. Y llegó el día de la marcha de Diana. Patricia y Celia la besaron con abrazo y le dieron un regalo que había comprado mamá. Ella también había comprado regalos para las niñas. Todos se pusieron un poco tristes. Diana les volvió a contar que se iba a ayudar a los médicos. Las dos hermanas ya no sabían qué pensar. Pero, de pronto, cuando ya estaba en la puerta, Diana se giró para despedirse y, al mirarla, Patricia y Celia pudieron ver la sombra de una corona.

 

Las dos hermanas se miraron, sonrieron y dijeron: “Es princesa”.

 

Y más contentas, volvieron a besar a Diana, que se iba a cumplir con su destino, salvando a su hermana y a su pueblo, y se fueron a jugar con Virginia a las máscaras.

 

miércoles, 7 de agosto de 2013

El malentendido

"El malentendido" es la primera novela de Irène Nermirovsky. Escrita en 1926, no se ha publicado en España hasta este año, 2013. Es la primera obra de la autora, a la que, como muchos españoles, descubrí leyendo "Suite francesa". Fue ésta una novela que me impactó, tanto por su contenido y la habilidad narrativa de Nemirovsky, como por la propia historia que la rodeaba: fue su obra inacabada, la que estaba escribiendo cuando fue detenida y llevada a Auschwitz.
 
Después he ido leyendo todas las obras que se han ido publicando de la autora y ninguna me ha decepcionado. En todas ellas, la fina semblanza psicológica de sus protagonistas; esas emociones que convierten situaciones cotidianas en historias que trascienden a los personajes y los hacen universales, tan mezquinos a veces, tan débiles otras, tan humanos en definitiva.
 
Y "el malentendido" no es una excepción. Cuenta la historia de una relación amorosa. Una relación que es un adulterio, la protagonista está casada, pero, a pesar de ello, a lo largo de la novela este hecho, que no se esconde, parece irrelevante. Lo importante son los sentimientos de Denise y, también, los de Yves. Esos sentimientos que no se comparten, que no se expresan y que van construyendo un mundo de distancia entre ellos.
 
Es también, como otras novelas de la autora, la historia de las diferencias de clase que crean también abismos entre las personas. De los que fueron y ya no son, de los que siguen siendo y de los que quieren llegar a ser. La posición social, que tanto debía preocupar en el París de esa época y que tanto preocupaba a Nemirovsky, sin duda, emigrante rusa afincada en Francia.
 
En definitiva, una novela en apariencia ligera, que esconde un acertado retrato de la naturaleza humana en el París de los años veinte, que, con leves matices, podría trasladarse a la actualidad, porque los sentimientos y las emociones que narra Nemirovsky son humanos, y por tanto, universales.
 
Como todas sus novelas, me ha gustado y la recomiendo. No sé si aun quedará alguna por publicar, porque cada año me sorprenden con un nuevo libro de esta autora. Curioso esto de empezar por el final, leer en primer lugar la obra inacabada  e ir poco a poco conociendo al autor del revés, de forma inversa a como creó sus personajes. 

martes, 16 de julio de 2013

Otra oportunidad


No le apetecía. Desde que Marina se fue no le apetecía nada. Ni salir con sus amigos, los de toda la vida, a tomar cañas y a reírse recordando siempre las mismas cosas. Todos más viejos. Todos iguales. Como si la calva de Javier y la barriga de Roberto no estuviesen allí y siguiesen siendo aquellos gamberros que volvieron locos a los profesores de COU. No le apetecía nada. Ni jugar al fútbol, un partidillo los domingos, casi arrastrándose, sin poder llegar a los balones, indigna sombra del chaval que tanto prometía. No le apetecía nada. Tampoco leer, las novelas negras que llenaban las estanterías, ni ver en la tele sus series favoritas, siempre en inglés, y siempre antes de que llegasen a los canales españoles, para poder presumir en el trabajo. No le apetecía nada. Se miraba por las mañanas en el espejo y le costaba reconocerse en el rictus de amargura que pesaba sobre las arrugas de sus ojos. No se preocupaba de su aspecto. Él, que siempre había llevado a gala ir como un pincel, marcando estilo, como solía decir, orgulloso de su gusto, arriesgado y tan propio.

No le apetecía nada. Por eso, cuando sus amigos, los de siempre, insistieron por cuarta vez en el mes, para que salieran todos juntos, una cena y de copas, por la noche, como antes, estuvo a punto de volver a negarse. Sabía que era por él. Que maldita la gracia que le hacía a Carlos, con los mellizos que no tenían ni seis meses y se despertaban cada tres horas. Ni a Raúl, que se acababa de casar – los hay con ganas, como si con una vez no hubiera bastante – y estaba todavía embobado con su mujer. Ni a Manolo, que con la úlcera no podía disfrutar de nada, ni de la comida, ni de las copas. Sabía que lo hacían por él. Por eso, aunque estuvo a punto de negarse otra vez, aunque no le apetecía nada, esa noche dijo que sí, que salía, que se iban a enterar todos los “mataos” que poblaban Madrid, que allí estaban ellos, que iban a arrasar la ciudad, como cuando aún tenían frescas las gamberradas que seguían repitiéndose entre risas bobaliconas cada vez que se veían.

Y cumplió religiosamente, para no disgustar a sus amigos. Cenó, bebió y se dejó conducir a ese sitio, ese extraño bar, medio discoteca, medio teatro de variedades, que les había recomendado la mujer de Javier. Estaba incómodo. Empezaba a hacer calor y no había acertado con la camisa de manga larga y la americana. Además, aunque siempre presumía de lo contrario, él nunca había sido muy de bailar, ni de discotecas. Y hacía por lo menos diez años que no probaba el alcohol. Sólo en celebraciones familiares. La familia. Su familia. Marina recogiendo las cosas en su casa, la que ahora era de él, tan grande y tan vacía.

-      Es lo mejor – le repetía mientras guardaba ropa, libros, discos, de forma desordenada en las maletas.- Antes de que vuelvan los niños.- Y él asentía, mudo, con un muro de angustia en la garganta que le sabía a cemento y no le dejaba hablar.

Los niños eran Carlota y Jaime, sus hijos, que ya no lo eran tanto. Estaban los dos fuera, mira qué casualidad, estudiando. Carlota con una Erasmus, en Lovaina, y Jaime, el pequeño, haciendo un año, el equivalente a cuarto de la ESO, en Estados Unidos. Al principio no lo pensó. Pero luego llegó a estar seguro de que no era casual, de que Marina había planeado que coincidieran estudiando en el extranjero para no tener que enfrentarse a la ruptura con los niños – ya no tan niños – en casa. Aunque, bien mirado, lo tenía tan claro que, seguramente, le habría dado igual. Era sólo una casualidad. Una casualidad que le dejaba más solo aún. Sin Marina. Sin los niños.

Cogió el vaso que le ofrecía Raúl y se volvió hacia la pista, con la mente aún en la maleta medio llena de Marina. Fue entonces cuando la vio. La reconoció enseguida, pero necesitó pararse en ella unos minutos para permitirse la alegría del reencuentro. Clara, cuánto tiempo… Era ella. La misma, no le cabía duda.

        Clara no tan joven, con la cara más afilada y, paradójicamente, el cuerpo más redondo de lo que recordaba. Con el pelo liso cayéndole sobre los hombros. Y esa sonrisa. La  sonrisa que parecía haber estado allí siempre. Marina, su maleta y su resolución salieron de su mente, que se abrió al recuerdo de Clara. De la Clara que ahora tenía a unos pasos y de la que vivía en su memoria. Sin pensarlo se acercó a ella, moviéndose con una confianza que hacía tiempo no sentía. Antes de que pudiera decirle nada, ella se dio la vuelta, le reconoció y, abriendo mucho la boca y los ojos, con un grito que quedó ahogado por la voz de Freddie Mercury, se adelantó para abrazarle.

-      Luis, pero ¿qué haces aquí? – Y le dio dos besos antes de que pudiera reaccionar.

Luis la conocía desde que era una niña. Sí, ése fue el problema, que Clara era una niña. Era una niña de casi dieciocho años a la que le gustaba saltarse las normas. Una niña caprichosa, divertida, descarada y tremendamente atractiva. Y también era la hermana de Elena, la pequeña, la hermana pequeña de la mejor amiga de Marina. Imposible. Siempre lo fue.

La miraba ahora y era consciente de todo el tiempo que había pasado. Clara ya no era una niña. Ni él tampoco. Los diez años que se llevaban, ahora apenas se notaban. Él en sus cincuenta, ella con cuarenta recién cumplidos. Pero seguía siendo divertida y, también, atractiva. De otro modo, pero muy atractiva.

Javier se acercó y le preguntó, hablándole al oído:

-      La conoces, ¿verdad? Es algo de tu mujer, ¿no? Es que éstos están alucinados, pensando que has ligado.-

-      Pues déjales que lo crean, ¿no? – Le dijo Luis sonriendo.- Sí, es la hermana de la amiga de mi mujer.-

-      ¡Qué complicado! Entonces no es nada. Has ligado.- Sentenció Javier. Y se fue a comentar la jugada con el resto.

Clara hablaba sin parar, mientras se movía al ritmo de las distintas canciones que sonaban en el local. Le contó que estaba casada –algo le sonaba a Luis – con un tal Miguel y que tenía tres hijos.

-      Familia numerosa – dijo él y ella volvió a sonreír. Ya no era caprichosa ni descarada, pero seguía siendo divertida… Y muy atractiva.

Le contó que había venido con los compañeros de trabajo, y señaló con el vaso a un extraño grupo que se movía de forma desigual al ritmo de la música. No es que pareciesen ajenos al local, que era una rara mezcla de decoración kirsch y gente aún más kirsch; pero si te fijabas bien, veías que iban de los veintitantos a los sesenta, en grupos desiguales. Sí, compañeros de trabajo, no había más que verlos.

Luis se acercó para hablar a Clara y pudo sentir de nuevo su olor. Esa rara mezcla de Aire de Loewe - ¡Sigue usando la misma colonia! – y su propio aroma. Cerró los ojos y se vió de nuevo recostado junto al fuego, quieto, sin atreverse a mover un solo músculo, intentando retener el momento y no pensar en nada más. Con la colonia de ella flotando entre los dos, la cabeza de Clara apoyada en su hombro y su cuerpo –¡ay su cuerpo! – tan cerca que cualquier movimiento hacía que se rozasen.

Fue un fin de semana extraño que empezó con una noche de borrachera. La que más bebió fue Clara. Ni siquiera Elena consiguió que parara. Pero no fue sólo ella, también Luis y la propia Marina, que no estaba acostumbrada y que se fue a la cama dando tumbos. Hasta que se quedaron solos. Nadie pareció notarlo. Clara y él, sentados frente a la chimenea, haciendo como que no se daban cuenta de que sus cuerpos se tocaban; pretendiendo que no era verdad, que la mano de ella no estaba en la pierna de él; que el brazo de Luis no descansaba sobre el regazo de Clara. Disimulando las ganas que ambos tenían de que el alcohol les hubiese anulado por completo la conciencia.

Clara allí, tan descarada, tan atractiva… Tan joven. No tenía ni dieciocho años y aunque Luis tampoco llegaba a los treinta, esa diferencia, entonces, era insalvable. “Si es menor de edad”, se decía y eso servía para que no moviese un músculo, notando la respiración de Clara en su cuello.

Llevaba dos años saliendo con Marina. Se habían comprado un piso y hablaban de mudarse e incluso de boda. No, la niña caprichosa que le anulaba la voluntad no podía salirse con la suya. Se removió y ella lo interpretó mal. Levantó la cabeza e intentó besarle, pero Luis retiró la cara y los labios de Clara rozaron su cuello. La sensación fue casi más fuerte y más erótica que si hubiese conseguido su objetivo. Luis se obligó a pronunciar el nombre, como si fuera un mantra que le protegiese de todo, un mantra que le protegiese de sí mismo.

-      Marina.- Sólo dijo eso. Pero no tuvo que decir más. Ella entendió y se apartó mientras anunciaba que se iba a la cama.

Cuántas veces se había reprochado Luis sus estúpidos remilgos. ¿Por qué no se dejó llevar? Nadie se hubiera enterado, ¿o sí? Se lo preguntó durante todo ese fin de semana en la casa del pueblo de la familia de Marina, tratando de ver en las sonrisas y en las miradas de Clara promesas que quizá sólo existían en su mente. Se lo preguntó después, cuando volvieron a coincidir en el bautizo de Jorge, el hijo de Elena, que era también el ahijado de Marina. Y años más tarde, cuando el niño hizo la comunión, vestido de marinerito y Luis vio llegar a Clara como en una aparición, acompañada por un joven alto, muy alto, que sería su novio, quizá ese Miguel con el que había tenido tres hijos. Ella con el pelo largo, como lo tenía aquella primera vez, pero más rubio, y ese vestido de gasa color marfil que en cualquier otra hubiera parecido un camisón y que a ella le sentaba como el anuncio de la moda de primavera en la portada del Hola.

Ahora la tenía junto a él. El pelo más corto y liso. La oscuridad de la discoteca no le permitía asegurarlo, pero juraría que también más oscuro. Vestida de un modo muy carnal, y no con el halo de criatura etérea de la última vez. Bajó la vista para comprobar que llevaba un pantalón vaquero y unos tacones imposibles. Más previsora que él, había optado por una camisa de seda sin mangas que se abría en algunos movimientos, haciendo que Luis tuviese que luchar por no seguir el recorrido de los botones entreabiertos con la vista.

Se dijo que era una señal del destino, que no podía ser una casualidad que apareciese ahora, justo ahora, que se acababa de separar de Marina. La voz de Clara le sacó de su ensoñación.

-      Ya me contó mi hermana, que te separaste de Marina.- Y el nombre quedó flotando entre ellos, como la última vez.

-      Sí.- Dijo él, y no fue capaz de encontrar ninguna otra frase que fuese adecuada.

Sonó una canción de entonces, de los ochenta, la había oído mil veces, era de Katrina and the waves, le gustaba, le gustaba mucho. Clara se echó a reír y se puso a bailar como loca, mientras le decía: “¿te acuerdas?, ¿te acuerdas?” Él no se acordaba de nada, pero le gustaba verla reír. Por eso la siguió hasta la pista y bailaron juntos, cantando la letra sin poder oírse por el ruido del local. Cuando acabó, Clara se acercó a él y, gritando, le dijo:

-      Cualquiera diría que lo hemos preparado. Nos vemos después de tantos años y nos ponen esta canción, la que oíamos en el coche, de vuelta a Madrid, ese fin de semana.- A Luis no le hizo falta que le dijera de qué fin de semana hablaba. De pronto se acordó del coche, y de la canción, pero sobre todo se acordó del cuerpo de Clara, pegado al suyo, y de su olor, que a pesar de los años seguía siendo el mismo. Se acercó a ella y pasando la mano por su pelo – ahora liso, más corto, más oscuro – la atrajo hacia él.

Ella se resistió sólo un poco, lo suficiente, y pronunció un nombre. Luis hubiera jurado que había dicho “Marina”, y tardó en comprender que no, que lo que había dicho era:

-      Miguel.- Y no hizo falta más. Le acarició el pelo y la dejó marchar. Como ella hiciera entonces, tantos años atrás.

Antes de irse del local, pasó a despedirse de ella. Dos besos en las mejillas y una mirada. Se atrevió a preguntar:

-      ¿Tú crees que habrá algún día sin nombre?, ¿algún día en el que tengamos una tercera oportunidad? –

Clara le miró, sonrió y no dijo nada. Él volvió a leer en su rostro las mismas promesas que le perseguían desde hacía más de veinte años.