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domingo, 11 de mayo de 2014

En ocasiones...



No sabía cómo había pasado, cómo había podido suceder algo así. Él era un tipo normal, demasiado normal. El hombre al que nunca le sucedía nada. Del que se podían predecir hasta los gestos y los suspiros. Una persona no expuesta a la incertidumbre. Regida por las normas básicas de la monotonía.
Él, que se levantaba todos los días a las 7.00. Incluso sábados, domingos y vacaciones. “Es que uno se acostumbra y luego ya…”. Él, que hacía siempre el mismo camino para llegar al trabajo. Que cogía el mismo autobús, repleto de la misma gente. Una persona normal, tan normal…

¿Cómo podía haberle pasado una cosa así?

Si es que no tenía que haberse metido en eso. Si él era más de leer y ver películas. Que para la tecnología ya estaba mayor. Pero le insistieron tanto. Y él estaba tan solo…

-      En un año me caso, ya veréis.- Les dijo a sus amigos, tomando una caña en el bar de siempre.

-      - ¿Qué necesidad tienes, Arturo? – Le preguntó Ramón, arrastrando la frase. – Si cualquiera de nosotros daría dinero por estar como tú, solo.-

-     -  Sí, pero un rato. Luego os cansaríais, seguro, y querríais volver a estar como ahora, con pareja.- Se quejó él.

-      - Quita, ¿qué dices? , ¿yo casarme otra vez? Eso ni se me ocurre. Sólo al idiota de Pepe, que la ha vuelto a cagar.- Y mientras lo decía, le daba un cachete a Pepe, que sonreía como un bobo.

Pero Arturo sabía que lo que decían no eran más que frases hechas y bromas. Que todos estaban deseando tomarse la última para volver a casa, y ver a los niños y, ¿por qué no?, también a sus parejas. Y también sabía que a él le gustaría hacer lo mismo. Que él no estaba solo por decisión, como Juan, que iba de una relación a otra, pero que prefería no compartir casa con nadie. No, él estaba solo porque no encontraba pareja. Desde hacía tiempo. Desde que Laura decidió romper con él cuatro meses antes de la fecha en la que tenían prevista la boda. Hacía ya, ¿cuántos años?, ¿tres?

Por eso decidió hacerlo. Al principio se sentía inseguro. Hasta le daba un poco de miedo. Eran personas desconocidas. Le habían dicho que la agencia era de total confianza, pero… Dudaba. Él sabía bien lo que quería. Quería casarse. Y para eso, le habían contado que lo mejor era una agencia y dejar las cosas claras desde el principio.

-      - ¿Y no te parece extraño? – Le preguntó Pepe.

-      - Extraño, ¿por qué? – Respondió él.

-      - No sé. Se me hace raro. Muy forzado. Conocer así a gente… Uf, no sé.

-      - Pues no sé por qué lo dices.- Aclaró Arturo.- Si las cosas están claras, no tiene porqué ser algo raro. Y yo quiero casarme.-

-      - Pero, ¿por qué casarse en lugar de conocer gente? –

-      - Pues porque es lo que necesito.-

Y así, Arturo empezó a relacionarse con Inma. Al principio por correo electrónico.

-      - Chico, ¡qué frío!, ¿no? Ni romanticismo ni nada.- Comentó una mañana de domingo Carmen, la mujer de Ramón.

-      - Pues mira, la verdad, yo lo más parecido que conozco es la boda de mi tío. Se quedó viudo a los 55 y vivía en el pueblo. Y le arreglaron la segunda boda con una conocida de la familia, soltera. No se conocieron hasta una semana antes. Y tan bien que les fue. Que estuvieron juntos un montón de años. Sin problemas de ningún tipo.-

-      - Ay Arturo. Es que me hablas de unas cosas… Pero eso sería hace muchos años, ¿no? Que ahora la gente actúa de otro modo.-

-      - Pues no te creas. Que no era yo tan pequeño. Pues a principios de los 80 sería…-

-      - ¡Jesús!, qué barbaridad. Pues yo sigo sin verlo.-

Pero Arturo sí lo veía y por eso siguió adelante. Inma era rubia y, por la foto que envió, parecía menuda. No demasiado agraciada, pero sin ningún rasgo que afease especialmente su cara. A Arturo le parecía perfecta para sus propósitos. Por eso se decidió a hablar con Inma. Su voz al otro lado del teléfono era tal y como él se la imaginaba.
Y decidió quedar con ella.

-      - ¿Y cómo fue?, ¿Cómo se hace eso? – Le preguntó Ramón, al día siguiente.

-    - Raro, no te lo voy a negar. No sabía qué hacer, ni qué decir. Pero ella tampoco. Por lo que al final, no fue tan difícil. Y hoy… Hoy he quedado otra vez… En mi casa.- Dijo Arturo.

-      - Eh, pero mírale, figura, ya sabes, deja el pabellón alto.- Bromeó Ramón, dándole un puñetazo fingido en el hombro.

Y ambos se echaron a reír.

Eso había sido unas horas atrás, sólo unas horas. Y ahora, era todo tan distinto…

Arturo vivía en la casa que fue de sus padres, de dos plantas, en una zona de la ciudad que no hacía tanto que había dejado de ser un pueblo. Incluso, desde la segunda planta de su casa podía verse la iglesia y la plaza, con su fuente y todo.

Arturo era hijo único por lo que, cuando ambos murieron, en un intervalo de tres años, se quedó solo, con los muebles que le habían acompañado desde pequeño, con esa sensación de estar en su casa y, al mismo tiempo, de que todo pertenecía a otros. No había tocado nada. No había reformado nada. En el fondo, siempre pensó que saldría de allí. Si hasta había comprado un piso con Laura. Un piso que se apresuró a vender y en el que nunca vivió. No como allí, en la casa de sus padres, en su casa… En esa casa anticuada que guardaba todos sus recuerdos y, al mismo tiempo, sus ganas de independencia.

Y allí llevó a Inma. Tardó horas en arreglarse y en ordenar un poco la casa. Se sentía inseguro. Volver a estar con una mujer… Hacía tanto tiempo.

Arturo sabía que no era guapo. Ni siquiera atractivo. Él era feo. Así, sin paliativos. Feo y ya está. Demasiado alto, demasiado gordo, demasiado peludo. Demasiado de todo. No se engañaba. Inma no había quedado prendada de su físico. No. Ella, como él, sabía lo que quería y ambos se conformaban. Pero eso no hacía que estuviese más tranquilo.

Por eso, cuando recogió a Inma en el metro y, paseando, la acompañó a su casa, se odió hasta tres veces por las frases tontas que empezó, sin saber muy bien cómo continuar. Se odió en dos ocasiones por no ser capaz de mostrarse seguro y no abrazarla, o cogerla de la mano, o algo, algún gesto que ayudase a intimar. Y se odió todo el rato por haber elegido una ropa demasiado formal, que no era la que llevaba habitualmente, y con la que se sentía incómodo.

“Total, si tampoco mejoro tanto”, se dijo.

Y siguió odiándose cuando, nada más cerrar la puerta, Inma se abalanzó sobre él y, torpemente, le besó. Y él respondió aún más torpemente.

“Madre mía, esto va más deprisa de lo que esperaba. A ver si estoy a la altura”.

Y mientras pensaba en eso, y notaba la lengua de Inma explorando su boca, no dejaba de darle vueltas a lo que estaba por venir.

Pero no pudo pensar mucho, porque Inma, sin preguntar dónde estaban las habitaciones, subía por las escaleras. Arturo pensó en su cuarto. El que había sido siempre el suyo, y en el que seguía durmiendo. Parecía el de un adolescente. El de un adolescente de los 80. Ahí no podían hacer nada. Si hasta la cama era de 90 centímetros. N siquiera cabían. Pensó en la habitación de sus padres. No se había atrevido a cambiarla. Estaba igual que cuando ellos la usaban. La colcha floreada, el crucifijo que les regalaron en su boda, las fotos… No, las fotos de sus padres. No podría hacerlo con sus padres mirándole.

-     -  Inma.- Llamó, sin saber muy bien qué decir.

Ella volvió la cabeza mientras seguía subiendo.

-      - ¿Sí? –

Y mientras contestaba pisó mal. Antes de que Arturo pudiera decir nada más, la vió caer.

-      - ¡Oh, no! – Arturo fue hacia ella, pero cuando llegó a la escalera, y vio su cara, con los ojos abiertos y la expresión ausente, supo que era tarde.

De todos modos se agachó e intentó buscarle el pulso. Fue en vano. Nada.

Arturo se sentó junto a Inma, junto al cuerpo de Inma, sin saber qué hacer. Se pasó la mano por el pelo, sin acordarse de que se había puesto espuma y que, con ese gesto, destrozaría el peinado que tanto le había costado conseguir.

“Está muerta. ¿Está muerta?” No sabía qué hacer. Quién le había mandado a él meterse en ese lío. Si ya se lo decía todo el mundo. Que eso era raro, que no lo hiciera. Y ahora… ahora…. Oyó el sonido de su móvil que le anunciaba un nuevo correo. Sin pensar bien en lo que hacía miró el móvil y abrió la cuenta de email. Cuando vio el nombre le recorrió un escalofrío. Miró el cuerpo caído a su lado. Volvió a mirar el móvil. En la pantalla, el nombre de Inma, de la Inma que estaba, muerta a su lado, le anunciaba que acababa de recibir un correo.
“Pe…pero…”

No sabía qué hacer, ¿cómo iba Inma a enviarle un correo si estaba ahí, junto a él, si acababa de caerse por las escaleras, si un charco oscuro se iba ensanchando bajo su cuello, extrañamente doblado?
Pero su curiosidad pudo más.

Y abrió el correo de Inma.