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El amigo americano



Él no era alto, ni rubio, ni tenía los ojos azules. Él medía un metro setenta y cinco y tenía el pelo y los ojos castaños.

        Ella coleccionaba cartas. Coleccionaba sus cartas, las que él le había escrito. Las guardaba en cajas de zapatos forradas con papel de periódico, ordenadas por fechas. Tenía tantas…

        Ni siquiera estaba segura de cómo comenzó todo. Hacía tiempo, mucho tiempo. Fue en el instituto, quizá en primero o segundo de B.U.P. El profesor de inglés propuso varios métodos para mejorar el conocimiento del idioma. Habló de intercambios con jóvenes de otros países, de cursos de verano en el extranjero, de una organización que se ocupaba de poner en contacto a personas que querían mantener correspondencia con gentes de otros países… Habló de muchas cosas. Ella eligió la última opción.

        Y así fue como conoció a Paul. Y a Mohamed y a Chiara… Y finalmente, a George. Con todos ellos mantuvo correspondencia. Y no sólo practicó su inglés sino que aprendió algo de italiano e incluso unas pocas palabras de turco. Era divertido. Los nuevos amigos se presentaban, enviaban una foto y, luego, contaban pequeños detalles de sus vidas. Al principio, las respuestas a las cartas eran rápidas. Luego, la frecuencia empezaba a decaer y se iban distanciando. Hasta que, finalmente, el amigo por correspondencia desaparecía sin más y no se volvía a saber de él.

        Siempre fue así. Salvo con George.

        Cuando recibió la primera carta supo que iba a ser distinto. Había algo en su manera de presentarse, en la leve inclinación de su letra e incluso en la textura del papel que había elegido, que le resultaba familiar. Era una sensación rara la que tenía, como de haber leído ya esa carta, incluso de haberla escrito. Quizá por eso no quiso enviar ni recibir la foto acostumbrada. Se contentaron con describirse. Y en ambos casos fue una descripción esperada, como si al leerla, las palabras dibujasen los contornos de unas imágenes que ya estaban en sus mentes.

        El no era alto, ni rubio, ni tenía los ojos azules. Él medía un metro setenta y cinco y tenía el pelo y los ojos castaños. Era así como George se había descrito a sí mismo. Y era así como Susana le imaginaba.

        Desde entonces – hacía ya más de catorce años – habían seguido escribiéndose. Lo hacían a vuelta de correo, calculando cuánto tardaría en llegar la carta del otro; preocupándose si se retrasaba.

        Así fue como Susana oyó hablar por primera vez de San Luis Obispo, el pueblo de California en el que vivía George. Y así fue como él supo situar Madrid en un mapa, en Europa y no en Sudamérica, a pesar de que se hablase español. A través de los ojos y las manos del otro fueron sabiendo de sus amigos, de sus familias, entraron en sus casas y, sobre todo, conocieron sus sueños.

        Susana nunca había tenido un diario, pero imaginaba que la sensación debía de ser parecida. Las cartas que escribía a George eran como una terapia. Se desahogaba. Le contaba todo lo que se le ocurría. No sólo cosas concretas, sino también sus pensamientos, sus miedos, sus aspiraciones. Y se sentía mucho más segura de lo que hubiese estado si todos sus deseos estuviesen ahí, escritos en un cuadernillo al alcance de cualquiera. Porque con George sus sentimientos estaban a salvo, a miles y miles de kilómetros, encerrados en unos papeles que nunca podrían caer en manos de gente que  la conociese, de gente que pudiese opinar sobre ella.

        Además, en éste, su diario trasatlántico, se establecía una comunicación, una conversación de ida y vuelta. Porque George la entendía. La entendía perfectamente. Y no sólo eso, sino que él también le confiaba cosas, cosas que nunca hubiera contado al mejor de sus amigos.

        Con él Susana se encontraba a gusto. Independiente pero protegida. Sola y a la vez comprendida.

        No necesitaba a nadie más. Y de hecho prácticamente no tenía a nadie más. Relaciones de trabajo, relaciones de toda la vida, pero ningún amigo de verdad. Nadie a quien contar una parte de lo que George y ella sabían.

        Era la persona con la que compartía todo. Su pareja. Fue así desde el primer momento. Por eso no se sorprendió cuando él, hacía de eso ya más de diez años, le confesó que la quería, que estaba enamorado de ella, que todo lo que hacía, que todo lo que sentía, lo relacionaba con ella; que sus días entre carta y carta no eran más que un paréntesis, una espera ante su llegada; que cuando recibía sus noticias devoraba el papel, adivinado lo que le contaba en cada línea, agotando el significado de las palabras sabidas, acariciando la figura de su letra, amarrando su deseo a sus renglones.

        Ella también le amaba, pero ¿cómo podía ser de otro modo?, ¿cómo se puede no amar a quien alimenta tus esperanzas, a quien soporta y contrarresta tus desánimos, a quien encaja a la perfección en el puzle de tus pensamientos?

        Ambos salían con otras personas, pero eso no era importante.

        Susana solía comparar a todos sus acompañantes con George. Cerraba los ojos y recorría su cabello castaño, acariciaba sus párpados, se estremecía con su abrazo y dibujaba su cuerpo siguiendo las líneas de su sueño, con trazo firme, deteniéndose – traviesa – en el contorno de su torso, en la fuerza de su vientre tenso, en la suave maraña del vello de sus muslos… No, ninguno era como él.

        Volvió a leer el papel que tenía en la mano. Sabía que no había cambiado desde la última vez que lo hizo, pero se empeñó en releer las palabras, intentando encontrar un significado diferente. Era un telegrama. Un telegrama de George. En él le decía que el día veinte, a las siete y media de la mañana, llegaba a Madrid en viaje de trabajo. Que la reunión empezaba a las doce y que le encantaría que ella, si podía, le recogiese en el aeropuerto. Así, sin más, sin previo aviso. Sólo una referencia en la última carta: “dentro de nada te daré una sorpresa”.

        No entendía cómo George podía hacer una cosa así. Era cierto que ella también había deseado verle muchas veces. Y que en incontables ocasiones había jugado incluso con la idea de ir hasta allí. Pero no de ese modo, de pronto, sin previo aviso. Él tenía que saber que estaba vulnerando las reglas. Porque él entendió que no se mandasen fotos. También entendió su negativa cuando le pidió que se llamasen por teléfono. (Su voz, la voz de George. La voz que sonaba en su cabeza, repitiendo una y otra vez las frases de sus cartas). Y aún así había ido más lejos. Le proponía que se viesen. Es más, ni siquiera se lo proponía. Lo daba por hecho.

        Susana no sabía si estaba preparada para verle. “Al fin y al cabo”, se decía, “es lo normal. Hemos hablado muchas veces de nuestra vida en común. ¿Y cómo se puede hacer una vida en común sin vernos? No es lógico. Algún día tenía que pasar. Alguna vez tenía que ser la primera. Y es mejor así, directamente, sin pasar primero por la foto y luego por la voz. De una vez. Cara a cara. Para poder hablar y vernos y tocarnos, todo al mismo tiempo. Pero, ¿y si no es como yo creo que es?, ¿y si yo no soy como él me imagina? Pero, ¿cómo puede ser de otro modo? Tengo su idea metida en mi cabeza desde la primera carta. Y todo lo que me ha contado desde entonces no ha hecho más que confirmármela. Es así. Lo sé. Y sé que él me imagina como soy. Además, le quiero. Le conozco como no he conocido a nadie. Da igual que su cara no sea exacta a la que tengo metida entre ceja y ceja. Da igual porque él sí es el George de mis cartas. Y es de él de quien estoy enamorada”.

        Se lo repetía una y otra vez, pero no podía evitar que el miedo se le pusiese de pie en el estómago.

        “¿Y si no me gusta?, ¿y si no le gusto? No, eso no es importante y además, no va a pasar. Ha roto las reglas, pero es igual. Seguro que lo ha hecho porque sabe que es lo mejor. Si él no se hubiese arriesgado yo no lo hubiese hecho nunca. Pero el veinte es mañana, ¡qué horror! George viene mañana. No pasa nada. Iré a buscarle al aeropuerto. Ya he pedido el día libre en el trabajo. Nadie me ha puesto ninguna pega, nadie me ha dicho nada… Pero, ¡qué tontería!, ¿qué me iban a decir? Si es normal. Viene un amigo de Estados Unidos y voy a recogerle. Pero él no es sólo un amigo. Él es George y estoy muerta de miedo”.





        Se dirigió a la Sala de llegadas. No podría decir cuál había sido el camino que había seguido hasta allí. Sentía que flotaba, que andaba a través de la niebla de un sueño. Había mucha gente frente a la entrada de la sala. Consiguió hacerse un sitio en las primeras filas. Su imagen se reflejó en el espejo de la puerta. Una mujer adulta, de unos treinta años, con el pelo rizado recogido en la nuca y vestida con un traje pantalón en tonos claros. Ésa era ella. Se vio bien. Estaba correcta. Ni demasiado llamativa ni demasiado corriente. Quizá excesivamente correcta. Como si fuese a una reunión de trabajo. Pero ya era tarde.

        La puerta se abrió. Salió un grupo de personas. Tres de ellos hombres, con aspecto anglosajón. “Ninguno es George”, pensó. No habían establecido ninguna contraseña para reconocerse, pero Susana creía que no sería necesario. En cuanto le viese sabría que era él.

        Él… Dentro de poco, la puerta volvería a abrirse, él se dirigiría hacia ella y por fin se verían. Y podrían hablarse. Y mirarse. Y abrazarse. Podrían hacer todo lo que habían estado soñando durante los últimos años.

        La puerta se abrió de nuevo. Una avalancha de gente la desorientó. “Quizá esté entre todo éstos y no le he visto. Son tantos…” Pero antes de que se cerrase vio a un hombre dentro de la sala. No era muy alto, mediría aproximadamente un metro setenta y cinco. Tenía el cabello castaño. No era posible ver el color de sus ojos porque estaba de espaldas, esperando su equipaje frente a la cinta transportadora.

        Era George. Supo que era él. La puerta se cerró. Cuando volvió a abrirse continuaba allí, de espaldas, colocando su maleta en el carrito. “Es él”, se dijo, “es él. No le he visto la cara, pero sé que es George”.

        Sintió que las imágenes se alejaban de su vista. Un fuerte hormigueo iba invadiendo poco a poco su cuerpo. “Me estoy mareando. No puedo, no puedo”. Apartó bruscamente a la gente que estaba junto a ella y se dirigió corriendo a la salida.

        Cruzaba la carretera en dirección al aparcamiento cuando la puerta volvió a abrirse.