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Conversión

Esto es un español, un francés, un italiano, un alemán y un inglés… Así empezaban muchos de los chistes con los que me martirizaba mi primo cuando era pequeña. Y así me sentía yo ahora. En medio del chiste. Pero no había sólo un inglés, había muchos y el español era yo. Vale, española, ya estamos, si es que es lo que tiene el castellano - y que conste que es una lengua que me gusta, me gusta mucho - pero con eso del género quita toda la ambigüedad. Y más desde que las teorías políticamente correctas sobre igualdad insisten en usar siempre el femenino, pegue o no.


Pues eso, que soy la única española, rodeada de gente de otras nacionalidades y en tierra extraña. Porque estamos en el norte de Inglaterra y aquí no para de llover. ¡Qué sitio! Bonito, sí, tan verdecito, con sus casitas y sus ovejas a lo lejos. Pero triste. Triste para echarse a llorar. Todos el día lloviendo y, es verdad, se oye a los pajaritos cantar por las mañanas, pero en cuanto sacas la nariz de la manta te dan ganas de no salir, oye, ¡qué frío! Así pueden cantar los pajaritos. De desesperación, los pobres. Y eso que tengo puesto el radiador de la habitación al máximo. Pero no hay manera. Estas casas antiguas es que no se calientan. Y con esta humedad…


Como decía, soy la única española. Y ellos, la mayoría ingleses (sí, inglesas también, es lo que tiene el género), más feos que Picio. Porque si de algo me está sirviendo este viaje es para desarrollar mi autoestima. Y no porque esté logrando (mal que bien) entenderme con el idioma, que ése era el objetivo, sino porque son todos tan feos que me siento un bellezón. Porque los ingleses son feos. Feos ellos y feas ellas. Y no digamos la alemana.  Hasta el francés y el italiano me han tocado horrorosos. Feos todos. Y yo encantada, que me veo más mona de lo que me he visto nunca. Y sé que es por la comparación, pero es que me da una alegría…


Porque esta gente es como si estuviese elegida adrede. Yo no me creo que sea casualidad. No puede ser. ¿Es que fuera de España ninguna mujer se tiñe el pelo? Porque vamos a ver, rubias son, al menos casi todas. Más que rubias, que parece que no tengan color, ni en la cara, ni en el pelo, ni en ningún sitio. (No quiero yo pensar más allá, aparta de mí esa imagen, por favor). Ni color ni gracia. Me río yo de la idea que teníamos cuando éramos pequeños, de que los rubios con ojos azules eran guapos. ¡Ni uno, oye!, es que no hay nadie al que se le pueda mirar a la cara. Pero a lo que íbamos, que por muy rubias que sean, se les notan las canas, vamos que si se les notan. Si parecen almas en pena, o apariciones. Y no es que vayan a ganar mucho con un tinte que, de donde no hay… Pero algo mejor sí que estarían. Es que da pena verlas. La alemana, por ejemplo, que ya voy entendiendo lo de Angela Merkel, que viendo a su compatriota (a la que tengo yo aquí) hasta encuentro estilosa a la canciller, con esos trajes, todos iguales, de chaquetas coloridas, que parece que le han caído desde el cielo y se le han quedado encajadas, sin gracia alguna. Y ese pelo, que estoy por creer que se lo corta ella en casa. Pero es que la tal Helga, mi compañera, es peor. Que no se sabe cuándo va vestida con ropa deportiva – para jugar al golf – o cuando va arreglada. Si es que da lo mismo, yo casi la prefiero de chándal, que algo más conjuntadita va. Y esos pelos, que parece que no se peina. Pero desde hace semanas. Con sus canas ahí, bien señaladitas. Y ese cuerpo de armario ropero que lo mismo da mirarla por delante que por detrás. No, casi mejor por detrás, que así te ahorras la cara. Y la mujer no es antipática, no, pero entre el acento, que ayudar, no ayuda,  y el físico, pues la pobre da un poquito de grima.

Y si la comparas con las inglesas, las profesoras, no sale tan mal parada. Aquí la única un poco más arregladita es Sophie, la mayor. Aunque digo lo de la mayor por decir, porque son todas de una edad indefinida, que lo mismo pueden tener treinta que cincuenta. Sophie tampoco se tiñe – faltaría más –, pero tiene un corte de pelo más mono. Y viste relativamente bien. O al menos, la ropa le queda mejor. Parece de su talla, no como les pasa al resto, que da la sensación de que se han comprado lo que quedaba en la tienda. Unas veces demasiado ancho y otras demasiado estrecho. Y éstas, las inglesas, con ese acento tan “British” y ese “thank you” y ese “please” siempre dispuesto. Y la tonalidad de la voz, subiendo y bajando de forma que te pierdes la mitad de la frase. ¡Qué estrés, por Dios! Que no te puedes descuidar, que si no estás atenta quedas fatal, de maleducada en la mesa. Porque comemos todos juntos, como si no fuera bastante con las clases. Y es un sinvivir, todo el rato pendiente de lo que dicen los demás, para asentir educadamente, y pasarles el agua, o el pan, o la mantequilla. Que yo creo que lo hacen aposta y no paran de pedir cosas para que practiquemos, pero es que así no hay quien coma.


Pero yo sigo a lo mío. Mira que son feos todos… Porque el francés es que es de juzgado de guardia. Y eso que a veces, como somos todos mediterráneos, pues hay algún francés o algún italiano apañado; pero a mí me han tocado los que quedaban, los que no quería nadie. El francés, con una nariz exagerada, que parece que se retuerce sobre sí misma cuando habla, con ese acento gutural que no hay quien le entienda. Que él se creerá que habla inglés, pero lo habla para él, porque no hay manera de pillar nada. Y el italiano parece un jugador de rugby. O  el eslabón perdido, depende de cómo se mire. Todo pelo, la barba que se le junta con la melena. Y no quiero ni pensar en nada más. Que con el jersey, todo se tapa.


Y me faltaban mis queridos profesores. Los “British” varones. Uno, que parece sacado de una película de Benny Hill, que estás comiendo y te da la sensación de que va a echar a correr detrás de alguna de las profesoras de edad indefinida en cualquier momento. Si es mirarle y ya oigo la musiquilla. Y el otro, Daniel, mi profesor. Alto y muy, muy desgarbado. Con el pelo castaño pegadito al cráneo. Los ojos azules y muy pequeños, como sin pestañas. Y ese aspecto irreprochable pero tan poco airoso… Siempre viste igual y yo dudo de si se trata de la misma ropa reutilizada o de si ha comprado un pack de siete mudas en las rebajas. También me hace dudar que siempre abra la ventana de la clase antes de que yo llegue, como si quisiera evitar cualquier olor que le delate. Pero lo cierto es que no parece oler, al menos no a humanidad y a falta de higiene.


Y aquí estoy, con una alemana, un francés, un italiano y varios ingleses, yo, que soy española. Y no sé cómo continuar el chiste. Lo que es a mí ya no me hace gracia. Que tenía que haberme ido hace dos días y el tiempo me jorobó. Yo siempre quejándome de que llovía, de que no paraba y, ya ves, le dio por cambiar. Y entonces fue peor. Porque nevó. La peor nevada que se recordaba en años. Yo temía que se cerrasen los aeropuertos. Pero no. Lo que se cerró fue la carretera. La de la salida a la general. Y hasta hoy no la abren. Y yo estoy desesperada. Deseando acabar esta comida para volverme a casa. Es que no aguanto más.


De pronto, oigo saludos al final de la mesa y levanto la vista de mi plato, rezando porque la amabilidad del resto de comensales no vaya tan lejos como para iniciar otra conversación conmigo. Otra conversación en la que lucharé por encontrar las frases adecuadas y sonreiré más de lo normal, intentando disimular todo lo que no he entendido.


Levanto la vista y allí está él. No me lo puedo creer. La única persona normal en este universo de frikis. Bueno, la verdad es que, normal, normal no es. Es más que eso. Es guapísimo. “Español”, me digo, “no le queda otra, tiene que ser español. Si mira todos los demás cómo son. Él tiene que ser español”. Convencida, estoy a punto de dirigirme a él en mi idioma cuando le oigo hablar en un perfecto inglés. O lo que yo entiendo que es un perfecto inglés, que tanto no me atrevo a decir. Pero he cogido la mitad, por lo que muy mal, el muchacho no debe de hablar. Roja como un tomate, me atrevo a preguntar de dónde es. Supongo que no he utilizado la estructura gramatical correcta y que he pronunciado todo fatal, pero él parece comprenderme perfectamente y, con una sonrisa que me hace olvidar a todos mis compañeros del jardín de los horrores y reafirmarme en que algo de sangre española ha de correr por sus venas, me dice que es de aquí. Yo tardo más de la cuenta en entender qué es aquí, exactamente. Debo de parecer boba. Hasta ahora no me preocupaba demasiado, pero, estando él, me aterra. El color de mi cara debe de haber llegado ya al morado cuando él añade que es un profesor, que acaba de llegar para pasar la semana y reforzar las clases. Recuerdo que me voy en una hora y maldigo mi suerte. Quince días encerrada aquí para marcharme justo en este momento. Me sorprendo pidiendo a algún dios que vuelva a nevar, que vuelva a hacerlo a lo bestia, como hace dos días, y que esta vez cierren incluso los aeropuertos. Mientras, oigo voces que me suenan cada vez más lejanas, hasta que creo reconocer mi nombre (ese Mería que según todos – sea cual sea su nacionalidad – se corresponde con el María Jesús que me puso mi madre en honor a mi abuela). Levanto la cabeza para ver, a través del cristal a mi derecha, que la nieve (respondiendo a mi plegaria, la de una atea redimida) cae con fuerza sobre el eterno verde del jardín. Sonrío y no tardo en encontrarme de nuevo con la sonrisa de él, de ese él que no sé cómo se llama y que, a pesar de no ser español, es el hombre más guapo que he visto en los últimos años.


Decididamente, él será inglés, pero Dios existe y ése sí que tiene, por fuerza, que ser español.