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lunes, 30 de abril de 2012

El lector de Julio Verne

Es la segunda de las novelas de Almudena Grandes que componen la serie de "Episodios de una guerra interminable". La primera fue "Inés y la alegría" y la buena noticia es que ambas pueden leerse de manera independiente. A mí no me importa, porque, como soy fiel seguidora de Almudena las pienso leer todas, pero para el resto puede ser interesante conocer este detalle.

Como anticipé, la novela me ha gustado. Más que "Inés y la alegría". Menos que "El corazón helado". En comparación con la primera (Inés...), me gusta más el estilo de "El lector..." Creo que el experimento de la anterior, mezclando la narración con la Historia (con mayúsculas, como decía la propia autora) le restaba agilidad y frescura a la novela. Además, el final me pareció rápido y no demasiado bien resuelto, en comparación con el resto de la novela. Eso no sucede con "El lector..." En este libro, Almudena vuelve a su estilo, a ése tan cercano, que conocimos en  "El corazón helado" y antes en "Malena es un nombre de tango".

Es difícil no sentirse Nino, el niño protagonista, aunque no tengamos en común con él ni la edad, ni el género, ni las vivencias. Pero, si "El corazón helado" es, para mí, una obra redonda, "El lector de Julio Verne" se presenta, bajo mi punto de vista, como una obrita. Y no sólo por la extensión, sino también porque la historia que cuenta está más concentrada, se retroalimenta de personajes y situaciones que van creciendo alrededor de la vida en ese pueblo de la España de 1947, que llega a ser el nuestro, sin que nunca hayamos estado en Jaén, ni seamos hijos de Guardia Civil; sin que sepamos más de la postguerra que lo que nos contaron nuestros padres y abuelos -¡tan poco!- y lo que hemos ido leyendo.

Y así, con Nino, llegamos también a admirar a Pepe el portugués, con ese aire de misterio, de aventurero legendario, que acabará encajando también, como el resto de piezas, en el puzzle de la realidad que Nino va poco a poco componiendo. Sentimos el mismo cariño y la misma pena que el niño siente hacia su padre, Guardia Civil por obligación, que hace cosas de las que se querría olvidar, por temor a ser él o su familia los que un día estén del otro lado. Vemos el cortijo de "las rubias" y a doña Elena, la maestra represaliada, como el oasis donde se conserva la historia que nadie quiere contarle a Nino. Y sobre todo, como él, queremos que Cencerro se libre, que se libre siempre, y pueda seguir teniendo en jaque a todas las autoridades de la zona, aunque ello signifique disgustos y sinsabores para el padre de Nino.

Una novela quizá menos ambiciosa, pero muy bien resuelta que, a través de los ojos de un niño, nos brinda la visión parcial, mal adivinada, casi nunca contada, que una generación entera tuvo de su propio pasado, envuelto en miedo y silencio y que, en muchos casos, no fue capaz de trasmitir correctamente a la siguiente generación. Porque hubo muchos Ninos. Y porque no hubo tantas doñas Elenas o tantos Pepes el portugués. Por eso necesitamos que, aunque a algunos les canse, siga habiendo escritores como Almudena Grandes que nos regalen la historia que no nos contaron y que, algunos, siguen sin querer aprender.                                                                                                                                                        

sábado, 21 de abril de 2012

La culpa (3)

Os dejo otro trocito de mi primera novela "La culpa".

" José Manuel Suárez era un hombre normal. Cuarenta y dos años, casado, con dos hijos. Si muriese hoy mismo, todo el mundo diría de él eso de “siempre se van los buenos”, “es que no somos nadie”, y demás frases hechas que se utilizan en estos casos. Su viuda lloraría, sus hijos también. Su padre, su hermana, toda su familia. Sus compañeros de trabajo le echarían de menos y comentarían “la verdad es que era gracioso el cabrón, y trabajador, ¿eh?.” Pero nada más. Era un hombre normal. Con un trabajo normal. Con una vida normal. No había sorpresas. Su historia podría haberse escrito incluso antes de que él naciera, en el seno de una familia de clase media, en un barrio de clase media, en el que estudió (con resultados bastante medios) hasta COU y donde conoció a una chica, con la que se casó y tuvo dos hijos, la parejita.

Todo normal. Una vida normal. Un hombre normal. Ni demasiado alto, ni demasiado bajo (quizá un poco por debajo de la media actual, pero es que en su época la media era más baja). Aficionado al fútbol, del Atlético, como su padre y como toda su familia, iba al campo siempre que el equipo jugaba en casa. Era su pasatiempo, su hobby como decían ahora. Su otro hobby era quedar con los amigos. Antes jugaban al fútbol los sábados por la mañana, y luego se tomaban unas cañitas en el barrio. Pero los años habían ido pasando y la forma física se fue con ellos. Algunos vivían fuera del barrio, y venir todos los sábados era demasiado follón. Al final, los cuatro que quedaban en los alrededores se seguían viendo, ya sin fútbol, y ahora con las familias, y pasaban un buen rato recordando anécdotas y hablando de sus cosas. Los hombres juntos, claro, que para eso eran amigos de toda la vida. Y las mujeres juntas también, porque se conocían desde que habían empezado a salir con ellos, todas eran del barrio, y tenían muchas cosas en común. O al menos eso era lo que creía él. Pero su mujer no opinaba lo mismo. Su mujer estaba harta de las cañitas de los sábados, y de que siempre se sentasen juntos los amigotes, y la dejasen a ella hablando de niños, recetas, trapos y programas del corazón. No lo soportaba. Y no es que prefiriese hablar de fútbol, ni muchísimo menos, ni que le cayesen mal las mujeres de sus amigos. Es que no le gustaba ese extraño comportamiento que le recordaba a las costumbres atávicas del pueblo de sus padres. Su mujer, Marta, siempre se quejaba de eso. De eso y de otras cosas. La verdad es que era un poco pesada, con esos aires. ¿Qué se habría creído? Ella también era del barrio. También había vivido allí toda su vida. Y cuando le conoció ya sabía como era. Además, no era la única que tenía una carrera universitaria. Pilar también había ido a la Universidad. Había hecho Políticas, o Psicología, o Historia. Vete a saber. Había hecho algo. Y Pedro y Fede habían estudiado Derecho, como Marta. Y no era tan pedantes, ni tan altivos como ella. Eran personas normales, contentos de hacer una vida normal, con una familia normal, un trabajo normal, unos hijos normales, y un barrio normal. Pero Marta... Marta parecía que nunca estaba contenta con nada. José Manuel creía que todo lo hacía porque le gustaba tocarle los cojones y no dejarle disfrutar de sus amigos y sus aficiones. Pero tampoco tenía ninguna otra queja de Marta. Hacía su trabajo, cuidaba a los niños, llevaba bien la casa. Al fin y al cabo eran una familia normal.

Pero, a pesar de todo, José Manuel sabía que Marta era una mujer especial. Brillante en el Instituto, su media no bajó en la Universidad. Su gran capacidad presagiaba un futuro lleno de éxitos, y durante el último curso, recibió dos ofertas para quedarse en la facultad, como profesora. Era verdad que, si quería ser realmente profesora de la Universidad (en ese momento de la única, la pública) debía opositar, pero siempre podía empezar de la mano de cualquiera de las eminencias que le habían dado clase y habían descubierto en ella esa rara habilidad que consistía en que las cosas adquirían sentido y se ordenaban en su mente según reglas imposibles de reconocer para los demás. Marta no era especialmente estudiosa. Era simplemente inteligente.

Pero no fue muy lista al rechazar esas ofertas y empeñarse en opositar al Cuerpo Superior de la Administración. Ése no era su fuerte. Memorizar, repetir, ésas no eran sus habilidades. Nunca las había entrenado. No le había hecho falta. Pero, en esta ocasión, no podía enfrentase a ese tipo de exámenes confiando en su don. Su don, para las oposiciones, no servía para nada. Tardó tres años en darse cuenta. Tres años en los que las verdades sobre las que  había construido su autoestima se fueron desvaneciendo de la manera más cruel. Tres años en los que decidió que en el futuro ocultaría a todo el mundo que ella, Marta, no era una mujer normal.

Pero a pesar de sus esfuerzos, muchas cosas la traicionaban. Porque ella no sólo era inteligentemente anormal (si es que algo así existía), sino que era una persona tremendamente atractiva. Pero lo cierto es que el suyo no era un atractivo común, y por eso, creyó que podría ocultarlo.

Marta no era alta. Tampoco baja. Medía un metro sesenta y dos centímetros. Tenía el pelo castaño, como los ojos. No era ni gorda ni flaca. Desde los veinte años, pesaba unos cincuenta y cinco kilos. Unas veces más y otras menos. Nada extraño.

Pero Marta no estaba hecha para la vista. Su atractivo radicaba en el resto de los sentidos. En el tacto: su cuerpo, arcilla y arena, se moldeaba bajo los dedos que dibujaban su contorno, que hacían y rehacían su forma, reinventándose, naciendo y haciendo nacer el deseo. Su recuerdo pervivía en la piel del otro, como si hubiese pasado a formar parte de su naturaleza.

También estaba hecha para el olfato, porque desprendía una extraña mezcla de compuestos químicos que alteraba la percepción de la persona que se encontrase a su lado. Había leído mucho sobre ese extraño fenómeno, sobre las feromonas, pero no era realmente consciente de cómo funcionaba, de cómo ese aroma a canela y piel mojada se adueñaba de la llave de los sentidos y la hacía tan y tan irresistible.

Y sobre todo, Marta estaba hecha para el gusto, para saborear cada milímetro de esa piel, arcilla, canela y miel, que se ofrecía y se negaba, que se descubría en cada sorbo, en cada caricia, en cada juego de adivinación que dejaba la puerta abierta de las sensaciones.

Por todo eso, Marta no era normal. José Manuel lo sabía mejor que nadie y no podía soportar sus quejas y su aire de perdonavidas cuando hablaba de sus amigos. Porque, en el fondo, a José Manuel, a pesar de saber que tenía a su lado el mejor regalo que nadie pudiese desear, le hubiese gustado que Marta, como él, fuese normal.

José Manuel estaba celoso. Es más, José Manuel vivía celoso. Se sentía irremediablemente atraído por Marta. Necesitaba estar con ella. La quería. Todos sus pensamientos giraban en torno a ella. Pero no podía evitar sentirse poca cosa a su lado. Sabía que ella entendería rápidamente cualquier trama enrevesada de las películas o los libros. Que sabría, antes que él, qué estaban preguntando los niños, o qué difícil verdad se escondía en el gesto cómplice de los actores de su serie favorita. Que entendería las complicaciones sin sentido de las páginas salmón del periódico de los domingos. También sabía que ella intentaría no hacerlo muy evidente, y que tardaría un poco en responder a los niños, en desvelar la clave de la peli. Y eso le ponía aún más nervioso. Sí, era lista , ¿y qué?, ¿de qué le había servido? No había conseguido burlar a su suerte, no había conseguido reescribir la historia que cualquiera esperaba de una chica de barrio de clase media como ella.

Pero, lo que más le atormentaba era lo otro. Lo que más le atormentaba era descubrir en cada uno de sus movimientos esa sensualidad inexplicable, percibir en su voz una promesa que sólo él sabía excesiva para cualquier mortal. Estaba orgulloso de que fuera su mujer, pero al mismo tiempo, tenía tanto miedo.... Ni la ropa barata, comprada en grandes superficies, ni el corte de pelo cómodo pero nada favorecedor, ni el hecho de que nunca fuese maquillada, nada, nada era bastante para ocultar el tarro de los sentidos que siempre parecía estar a punto de abrirse...

José Manuel vivía celoso. Y vivía intentando ocultar al mundo esos celos. Pero había una persona a la que no había conseguido ocultárselos. A Isabel. Isabel supo desde el primer momento que ese chico no era para Marta. Y se lo dijo. Y no se cansó de repetírselo. Aún después de que se casasen, Isabel siguió insistiendo en que José Manuel no le convenía. Ese tema había llegado a convertirse en un juego perverso entre ellos, porque Isabel lo repetía cada vez que le veía. Y disfrutaba. Se notaba. Esa zorra disfrutaba humillándole."

sábado, 14 de abril de 2012

Beatriz en el país de la eternidad

El relato que os voy a dejar hoy es especial. Y lo es porque está dedicado a mi prima, Beatriz, que falleció el dos de abril. Quería rendirle un homenaje. Y lo sencillo para mí hubiera sido componer una historia triste. Tan triste como yo me sentía, como me siento. Pero no quería eso. Mi intención era recordarla con las risas y las historias extrañas y divertidas que compartíamos. Por eso me empeñé en escribir este relato. Y me ha quedado un poco surrealista, un poco raro. Debe de ser la influencia del pueblo, de la Mancha. Al final, no es posible escapar de los orígenes y si esa tierra ha dado gente tan variopinta como Almodovar, Sara Montiel y José Mota, por algo será. Eso sin olvidar al Quijote que, aunque sea un personaje de ficción, encarna bastante bien algunos de los prototipos que he llegado a conocer.

Quería recordar a Beatriz, a Bea, riendo, como tantas veces la he visto. Y espero que, a pesar de ser una historia muy personal, al resto también os haga nacer alguna sonrisa.

Porque para llorar ya tenemos demasiadas razones. 

"Te extrañó que el cielo se pareciese tanto al pueblo. Las mismas calles empedradas que mezclaban paredes blancas con sillares de piedras centenarias. Las mismas ventanas, con sus rejas asomadas a las aceras. Todo, todo parecía ser lo mismo y, sin embargo…  “A lo mejor estoy soñando”, te dijiste. Pero lo malo de estar muerta es que no sabes si lo que sientes es  lógico o no. No hay referencias. Y allí, parada en una calle que jurarías era igual que la Calle Mayor de tu pueblo, te preguntabas si esto que te estaba pasando era normal. “Por lo menos no tengo ninguna sensación desagradable”, pensaste, “ningún dolor, ni náuseas, nada. Me encuentro perfectamente”. Ya ni recordabas cuándo fue la última vez que te habías sentido igual, sin nada que reclamase tu atención, con esa ligereza que te daba el notar que podías hacer cualquier cosa. Porque era así como te sentías, como si pudieses con todo.
Ibas a comenzar a andar cuando la viste aparecer. Venía desde la Plaza. Porque a esas alturas tú ya habías decidido que estabas en el pueblo, parada en medio de la Calle Mayor. Una Calle Mayor distinta pero igual. Mucho más tranquila, sin gente, sin ruidos y como con un brillo diferente, desconocido, que hacía parecer nuevos incluso a los edificios que tú sabías que eran de siglos atrás.
Enseguida supiste quién era. Y eso que, cuando tú la conociste, no llevaba así el pelo, con una media melena castaña clara llena de ondas; ni andaba con esa seguridad que sólo da la juventud; ni su sonrisa era capaz de trasmitir tanta paz. No, cuando tú la conociste, ella ya hacía tiempo que llevaba su pelo cano recogido en un moño bajo. Vestía de negro, siempre, de luto, por un familiar o por otro, ¿qué más daba?, siempre había alguien por quien llorar.  Como mucho, se atrevía con alguna bata de alivio de duelo, de esas con florecillas blancas pequeñas que llevaban todas las mujeres mayores del lugar, como si fuera un uniforme. Y eso que, cuando tú la conociste, ya no vivía allí. Hacía tiempo de eso. Hacía tiempo que todos (bueno, casi todos) se habían ido a Madrid. Tú también. Pero, a pesar de que, cuando tú la conociste, era distinta a ahora - mayor, menos ágil, con la mirada más triste a pesar de sus bromas - tú supiste quién era. Era ella. Era tu abuela. Nuestra abuela. Mucho más joven. Como fue cuando nosotros no estábamos. Cuando ella ni se imaginaba la vida que la estaba esperando, entre una desgracia y otra, una larga lucha moteada de pequeños momentos de alegría que ella sabía hacer grandes. Corriste para abrazarla. No te sorprendió que te reconociese al instante. Ya estabas entregada a la rareza de la situación. Al fin y al cabo, si el cielo se parecía al pueblo, ¿cómo no iba a reconocerte tu abuela mucho antes de serlo?
Os abrazasteis. Y eso sí lo sentiste. La tranquilidad que te daba su contacto. Y de algún lugar de tu recuerdo recuperaste esa misma placidez. Empezasteis a hablar como si nada, como si no hiciese más de treinta años que no os veíais. Ella te explicó lo que pasaba.
-          Hija, es que te han enterrado aquí, en el pueblo. Por eso todo lo que ves te lo recuerda.-
-          ¿Y eso quiere decir que estaré aquí eternamente? – Preguntaste.
-          No, ¡qué va! – Y se echó a reír, con esa risa que te llevaba directamente a las tardes de domingo de tu infancia.- Puedes ir donde quieras. Sólo tienes que pensar en ello. Al principio es un poco raro, pero enseguida te acostumbras.-
Y seguisteis hablando. Tú, algo sorprendida de que el edén no se pareciese a ese entorno aséptico de contornos blancos, como de algodón de azúcar, que tanto nos enseñan las películas; ella pasando de un tema a otro, contándote qué buenas migas hacían  éste y aquélla (pero mira que siempre le ha gustado a la abuela emparejar a la gente), hasta que un hombre joven, rubio, y con el ceño fruncido, se dirigió a vosotras. Te recordaba a alguien. Pero no estabas segura. Espera, era, no, no podía ser. La mayoría de las fotos que habías visto de él tenían la imagen de un hombre mayor, con la frente llena de arrugas y el peso de los problemas ocultando la belleza de esos ojos azules que ahora te sonreían. Era el abuelo. Apenas le recordabas, pero no te fue difícil reconocerle. Además, la abuela despejó todas tus dudas para incluirle en la conversación. Te costó darte cuenta de que estaban hablando de Joaquín Prat y Laurita Valenzuela. El abuelo leyó tu desconcierto y te lo aclaró:
-          Nada hija, que está empeñada en que hacen muy buena pareja, desde que los vió en “Galas del sábado” y dice que, en cuanto venga ella aquí, no tienen que perder ni un minuto. Se lo dice todos los días al pobre Joaquín.-
-          ¿A Joaquín Prat?, pero ¿es que le veis? – Preguntaste.
-          Sí, Bea, ya te he dicho que, con sólo pensarlo, podrás ir de un lado a otro. Y Joaquín es una bella persona, nos vemos mucho. Se ríe de lo que le digo, pero yo creo que, en el fondo, la Laurita le hace tilín, y, en cuanto venga, como será joven otra vez, ya verás como algo pasa.- Te aclaró la abuela.
Sus palabras resonaron en tu cabeza: “será joven otra vez”. Ellos lo eran. Lo eran más que nunca lo habían sido en tu recuerdo. Te miraste. No te lo podías creer. Volvías a ser como antes. Habías engordado y una melena larga y espesa te caía sobre los hombros. Te hubiera gustado correr para verte en un espejo, pero no querías cortar la conversación con los abuelos. Lo hicieron ellos.
-          Anda, ve y date una vuelta. Para que te vayas haciendo a esto. Y, si quieres, intenta moverte, piensa en otro sitio, ya verás qué fácil es.- Y se alejaron, los dos juntos, como una estampa coloreada de la España de los años treinta sobre una foto sepia. El convento de Santo Domingo asomando al fondo.
Echaste a andar y le viste sentado en la plaza. Tu primera reacción fue irte, hacer como que no le reconocías. Pero la curiosidad pudo más. Estaba, también, mucho más joven. Guapo  no, que nunca lo había sido, pero había que reconocer que los pocos años le daban algo más de prestancia. Respiraste hondo y te decidiste a preguntarle. Nunca tuviste confianza con él pero, ese entorno extraño, esa sensación de poder con todo, te ayudó.
-          Hola.- Saludaste. Y él volvió la cabeza hacia ti. Te reconoció. Allí, todo el mundo se reconocía.
-          ¿Ya has venido? Creía que ibas a tardar más.- Su comentario te afectó, porque te trajo un breve recuerdo de lo que habías sido hasta hace poco. Pero no te dolió. Ya nada te dolía.
-          Sí, ya estoy aquí. Verás, perdona que sea tan directa, pero quería preguntarte una cosa.- Pensaste que, si ahora te parabas, no serías capaz de continuar.- ¿Es cierto eso que dicen de que eras hermafrodita? –
Él te miró, como con rabia, y dijo:
-          Me cago en tos los muertos.- Y la maldición sonó peor que nunca, estando, como estabais, rodeados de ellos.- Y a ti, ¿quién te ha dicho eso? –
-          La gente habla.- Estabas empezando a arrepentirte de haberle preguntado.
-          Sí, no creas que no lo sabía. Pero hablan allí.- y señaló a un lugar indeterminado en el horizonte.- que aquí son distintos y no les gusta faltar a nadie. Ya podías ir aprendiendo.- Te dijo.- Me llamaban el mafrodito. – A pesar de que conocías el mote, te echaste a reír. Él se enfadó.- ¡Cojones! Si te vas a reír no te cuento, que bastante he penao yo por esto allí, para tener que volver a recordarlo aquí.-
-          No, perdona, sigue, sigue.- Le animaste.
-          Pues sí. Soy… era, una cosa rara, un error de la naturaleza. Me llamaban de todo desde pequeño y decían que si no era un hombre, que si no podía estar con mujeres… Tú ya me entiendes. Por mucho que intenté hacer, nunca me quité el san Benito. Si es que no hay nadie como yo…- Y empezó a llorar. Te dio pena y no se te ocurrió otra cosa más que decirle:
-          No hombre, si tan raro no es. Pasa poco, pero pasa. Mira a Lady Gaga, por ejemplo, dicen que también es hermafrodita. Aunque, en su caso, a lo mejor es mentira y lo dicen por dar morbo y como marketing.- Te diste cuenta de que él no sabía de qué le estabas hablando. Incluso para ti, comparar a un hombre de un pueblo de la Mancha (aunque estuviese muerto y pareciese más joven) con Lady Gaga sonaba fatal, por lo que decidiste despedirte deprisa y seguir adelante.
Te fuiste, pensando que, en el cielo (ése que se parecía al pueblo), tampoco las cosas eran tan diferentes. Y también te sentías mal cuando ofendías a alguien. “Pues vaya”, pensaste, “yo creí que aquí no tendría este tipo de situaciones. Pero parece que sólo el dolor físico se ha ido. Ésa es la única diferencia. Ésa y que  todos somos jóvenes, con independencia de la edad a la que muriésemos. Lo demás se parece demasiado a la vida. Vaya cielo poco vistoso…” Y mientras caminabas por las calles del pueblo-cielo, tan limpias, tan vacías que te recordaban que no podían ser reales, vinieron a tu memoria algunas de las conversaciones que teníamos. Las del mafrodito, por supuesto, pero también las de la tía, que era igualita que Michael Caine. Pero no es que se pareciese en mujer, sino que, siendo el actor un hombre, ambos eran iguales. Y lo que nos reíamos, cuando decíamos eso y que en la familia teníamos a dos actores famosos, a Michael Caine (que era la tía) y a Kirk Douglas, el marido de la prima. Y hacíamos la broma de la pronunciación, porque todo el mundo sabe que Kirk Duglas  es el padre de Michael Daglas.
Recordaste también cómo la risa nos acababa ganando en todos los entierros, en todos los tanatorios y te preguntaste cómo habría sido en el tuyo. ¿Habríamos sido capaces de ser fieles a tu memoria y encontrar alguna situación ridícula que nos hiciese contener las carcajadas, tapándonos las caras con las manos hasta tener que abandonar la iglesia? Esperabas que hubiese sido así y que alguien de la familia nos hubiese ayudado, que en eso, eran únicos. Como cuando recaudaste dinero para la corona del tío Pepe y, tras informar a la tía Carmen de que cada hermano tocaba a sesenta euros, ella, bien dispuesta, te dió dos billetes y te dijo: “toma hija, te doy treinta y, si luego hace falta más, me lo dices”. Esperabas eso o que, como pasó en el entierro del tío Antonio, el cura se detuviese en explicar las normas para dar bien ” la cabezá”.
Porque en el pueblo todo el mundo va a la iglesia cuando hay un entierro, cuando “hay pizarra”, como dicen ellos, porque es allí, en la pizarra que se coloca en la puerta de la iglesia, donde se anuncia que alguien ha muerto. Y aunque nadie sepa de quién se trata, todos abarrotan la iglesia, por cumplir, y, al terminar, hacen cola para pasar por delante de los primeros bancos (aquéllos en los que se sientan los familiares más directos) para agachar la cabeza. Ésa es “la cabezá”, gesto que expresa su pesar, aunque algunos, los más osados, pregunten a un familiar, por curiosidad: “¿qué te tocaba a ti el muerto?”, para que éste les responda: “era mi madre”, haciendo evidente la falta de información (y a veces de interés) del que pregunta.
                Todo eso esperabas que hubiese pasado en tu entierro, que la fuerza de las tradiciones  del pueblo nos hubiesen arrancado una sonrisa, con sus mujeres de negro con los calcetines a media pierna, llorando sin saber por quién; con los hombres a un lado, en unos bancos de la iglesia y las mujeres al otro; con el cura confundiéndose, a veces, de nombre; con el enterrador forjando un murete en la fosa, tan lejos de esas imágenes de Hollywood en las que una familia perfectamente uniformada de negro (de un negro glamuroso y no como el de las viejas del pueblo), arroja flores y tierra sobre un féretro que desciende automáticamente.
                Tenías ganas de saber cómo había sido. De vernos a todos y saber cómo estamos. El pueblo estaba bien, pero no todo el rato. Por eso decidiste poner en práctica el método que te contó la abuela. Y te concentraste. Te concentraste en el barrio, en esas casas de pisos, todas iguales, donde trascurrió tu vida. No tardaste en verlas. Y en vernos, también, a nosotros. A tus padres, tan tristes… A tus hermanos, a los niños. Querías decirles algo. Que todo estaba bien. Que tú estabas bien. Que ya no te dolía nada. Que habías engordado. Y eras más joven. Y tenías de nuevo el pelo largo, como en aquella foto en la que estamos los primos, arregladitos, en una boda, riendo. Siempre riendo. Querías decirles que el cielo no estaba mal. Que se parece al pueblo y que allí, aunque también hay sensaciones, las malas duran poco. Querías comunicarte con ellos y no sabías cómo.
                Hasta que pasó por allí un chico (imposible saber la edad, todo el mundo era tan joven…) y le preguntaste. Él te miró sorprendido, como si nunca se le hubiese ocurrido que alguien pudiese querer comunicarse con el otro lado. Te miró y te dijo:
-          No se puede. Hablar con ellos, no.- Pero al ver tu cara, tu decepción, corrigió rápidamente.- No se puede hablar con ellos, pero hay un modo de comunicarse.-
-          ¿Cómo? – preguntaste tú.- ¿Rezando? –
-          ¿Rezando? – Te miró como si nunca hubiese oído esa palabra.- No, ¡qué va! Eso es para la gente religiosa, que cree en el cielo y en esas cosas.-
Te quedaste desconcertada. Apenas pudiste preguntar:
-          Y si esto no es el cielo, ¿dónde estamos? –
-          Bueno, esto es el cielo o lo que quieras. Cada uno tiene su idea. Si tú quieres que lo sea… Pero yo nunca he creído. Para mí esto no tiene nada que ver con rezos, ni curas.-
-          ¿Y entonces?, ¿cómo puedo comunicarme con ellos? – Y señalaste allí, donde tu hermano sacaba a Mario del coche.
-          Del único modo en el que se comunican los dos mundos, el real y el de la fantasía.- Te dijo.
-          ¿Y cuál es ese modo? – Insististe, ya bastante nerviosa.
-          Por medio de la imaginación, de la creación, del arte, si quieres.- Te quedaste decepcionada. ¿Y cómo ibas a hacer tú eso? Él te miró y, sonriendo, te señaló un poco más allá de donde se encontraba tu hermano, pasado la rotonda, donde una señal en forma de rombo se adivinaba.
-          ¿El Metro?, ¿me estás tomando el pelo? Ya es bastante que el cielo sea igual que el pueblo, o igual que mi barrio, pero que se pueda ir de un sitio a otro en Metro… Eso ya sí que no me lo creo.- Dijiste.
-          Y haces bien. Porque tú no puedes ir de un sitio a otro. Sólo puede ir tu pensamiento. Y no en cualquier estación de Metro. Sólo en ésa.- Te fijaste más y recordaste que la estación, la de tu barrio, la del Metro que nunca cogías, se llamaba “Las Musas”.
-          ¿El nombre de la estación tiene algo que ver? – Preguntaste.
-          ¿Tú qué crees? – Te dijo. Y se fue.
Tardaste en darte cuenta de que tu estación es también la mía. No eras consciente de que no podías dejarme así, sin más, sin tus historias. Sin ésas que me contabas desde que éramos pequeñas. Historias del pueblo, de la familia, de los secretos que espiábamos y de los que inventábamos. Sentadas en el borde de mi cama o en el patio de tu casa. Las que me seguiste contando cada vez que nos veíamos, dispuestas ambas a estallar en carcajadas, muchas veces en el sitio menos adecuado.
No podías dejarme así. Sin tu risa. Ni a mí ni al resto. Y por eso, a través de las musas, llegaste a mí para decirme lo bien que se está en tu cielo, que se parece al pueblo, para que yo se lo cuente a los demás y todos podamos seguir riéndonos contigo.
Aunque ya no estés.