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domingo, 22 de septiembre de 2013

El Director


Lo importante era saber qué había que decir. Estar atento a lo que pedía. No era tan difícil. Sólo con poner un poquito de atención. Se sentía tan orgulloso… Él, Felipe, por quien nadie daba un duro cuando empezó en ese trabajo. Que si no tenía estudios superiores, que si no sabía idiomas, que si era algo corto. ¿Y ahora, eh?, ¿qué pasaba ahora? Cómo le gustaba pasear por los despachos, por sus dominios, contemplando a todos esos muertos de hambre, que agachaban la mirada, sin atreverse a enfrentársela. Le encantaba oír el sonido de la palabra “Director”. El Director, como exigía que le llamasen, como figuraba en su tarjeta, la que entregaba a todo el mundo a la menor ocasión. En castellano por un lado, y por el otro en inglés, en ese inglés que seguía sin hablar bien, con un acento terrible, sin entender prácticamente nada, perdido en las reuniones, sufriendo al principio, relajado después, sabiendo que con Nacho lo tenía todo solucionado. Nacho, el nuevo becario, como antes lo fueron Julia o Diego. Eran un chollo. Venían por seis meses, prorrogables por otros seis, y durante ese tiempo les hacía acudir con él a todas las reuniones difíciles (“para que se vayan empapando, que aprendan y que se metan en las cosas”, decía). Luego les pedía informes, informes de todo, que él utilizaba sin cambiar una coma (no hubiera sabido tampoco dónde ponerla), en presentaciones al Comité de Dirección, con su voz engolada, ésa que según su mujer trasmitía mando y seriedad. Luego, al año, alguien – él nunca – les comunicaba que no habían llegado a lo esperado en la beca y que no podían continuar en la Compañía. Y venía el siguiente becario.

                ¡Qué orgulloso hubiera estado su padre si hubiera vivido para verle! Ese hijo, del que decía que no sabía qué iba a ser; el que no conseguía aprobar un solo curso completo; el que se fue a la mili voluntario para hacerse un hombre y ni siquiera pudo reengancharse; al que tuvo que colocar pidiendo un favor a un amigo…. Si le viera…. Director. Director, él. Con más de doscientas personas a su cargo. Personas en su mayoría muy bien formadas, con estudios superiores todas, que en eso él era muy exigente. Y con su máster y sus dos o tres idiomas, que ya se sabe que hoy en día con el inglés solo no vas a ninguna parte, que todo el mundo lo habla. A él le gustaba rodearse de los mejores. Era fundamental, si tu equipo era bueno, te hacía bueno. No había más que saber usar sus capacidades. Y le enorgullecía decir que el suyo era de elite. Sobre todo ahora, que con tanto paro se podía exigir y apretar aún más. Profesionales sobrecualificados para trabajar en lo que fuera. Una maravilla. Aunque últimamente le estaban saliendo respondones. No hacían más que pedir. Pedir formación y evaluaciones y ¿qué sé yo las cosas? Tonterías. Tonterías de esas modernas de gente blanda. El jefe era él y él sabía quién valía y quién no. Y mira que él en eso, era tanjante (¿o se decía tajante?, ¡qué cabeza, nunca se acordaba!) Los mejores, sí, pero bien mandados. Nada de ésos, con ideas propias, que se creen que porque han ido a la Universidad pueden tratar de tú a tú al jefe. A él el ejército le enseñó que si dejas que un subordinado se te suba a las barbas estás perdido. El orden, el mando, es fundamental. Mano dura y al que se desmande, un pescozón. O mejor, a la calle, que a él no le dolían prendas. Si era famoso por eso, porque la rotación en su área era la más alta de la Compañía, el doble, para ser exactos. “El que no esté a gusto que se vaya”, solía decir, “y si no se va, le echo yo”, y se reía, contento de su superioridad.

                Felipe era el Director. Y no era tan difícil. Sólo consistía en saber qué quería ÉL. ÉL con mayúsculas, como si fuera Dios, porque a veces lo parecía. Dios, con poder sobre la vida y la muerte, con capacidad para decidir quién estaba dentro y quién estaba fuera. Para Felipe era como el oráculo. Normalmente no entendía el porqué de sus decisiones, pero raramente las cuestionaba. ÉL. El Director General. ¡Qué suerte haberle conocido! Aún no podía creérselo. Y más suerte aún que se hubiese encaprichado de Violeta. Al principio le dolió. Le dolió en su amor propio. Violeta era su amante, lo era desde hacía años. Y cuando ÉL la vio ya no hubo marcha atrás. Quedó claro. Violeta se acabó. Se acabó para Felipe, pero el futuro no había hecho más que empezar. ÉL se  encaprichó de ella - a Felipe no le extrañó, que bien la conocía – y lo que más le irritó al principio fue que le utilizase como celestino. “Si es que, además de cornudo, apaleado”, se decía. Hasta que un día vio una película de esas antiguas, en blanco y negro, de las que a él le aburrían pero tanto le gustaban a su mujer y lo entendió todo. “El apartamento”, creía recordar que se llamaba. Y si Violeta era el precio que tenía que pagar para conseguir lo que quería, Felipe ya lo había entendido: lo haría. No era tan difícil. Sólo había que estar atento para saber qué quería ÉL.

                Y durante un tiempo ÉL quería ver constantemente a Violeta. Y fue el propio Felipe quien les organizaba los encuentros. No sabía que le llamaban “el mamporrero”. Si se hubiese enterado hubiera despedido a cualquiera que lo dijese, a cualquiera que hubiese osado sólo pensarlo.

Pero lo de ser Director era fácil. Y daba resultados. Pronto empezó a ascender. Y también Violeta, que con esto de la Igualdad y las cuotas, enseguida le encontraron un puestecito. Y luego un puesto. Y al final un puestazo.

                Y Felipe, que no tenía estudios, pero tonto, lo que se dice tonto del todo, no era, empezó a hacerse agradable para ÉL. No era tan difícil. Sólo estar atento, para ver qué quería. Y hacerlo. No podía entender por qué los demás no se daban cuenta. ¡Con lo fácil que era! Pero mejor así,  porque de este modo Felipe era el más beneficiado. Y diciendo lo que ÉL le decía que dijese, pronto empezó a ver los frutos. A veces se confundía, qué ÉL cuando quería era muy enrevesado. Pero entonces, con varios mensajes y algunas llamadas, todo se aclaraba.

                Felipe decía lo que ÉL quería y dónde ÉL quería. Y las puertas se abrían. Y le llamaban “el Director”, como si no tuviese nombre, como si el cargo lo fuese todo. Lo era todo. Para Felipe no había mayor deleite que oírselo decir a sus subordinados. Porque eso de empleados y colaboradores era una mariconada. Subordinados. Como había sido siempre. Dependían de él. No sabían hasta qué punto.

                Y si ÉL decía que el verano empezaba en diciembre, pues empezaba, faltaba más. Y si eso era buen o malo para la empresa, a Felipe no le importaba. Y si eso hacía que algunas personas tuvieran problemas o que se extendiesen rumores infundados, a Felipe ni le iba ni le venía. ÉL sabía. Sabía más que nadie. Ser “el Director”, al fin y al cabo, no era tan difícil.

                Hasta que un día, ÉL le llamó. Y cuando abrió la puerta no estaba, como siempre, con los pies encima de la mesa, relajado, dispuesto a contarle el último rumor que debía propagar. No. Cuando abrió la puerta ÉL no estaba solo. Estaba con otro hombre, que Felipe no conocía. Se lo presentó. Era de la Central. No le gustó su aspecto. Tenía cara de buena persona, un ser gris, sin el aplomo de ÉL, sin el empaque del mismo Felipe. Por eso, casi no pudo creerlo cuando, con voz amable, sentado junto a ÉL y al propio Felipe en la mesa de reuniones, les comunicó que, debido a una restructuración, se veían en la necesidad de proceder a su desvinculación. Estuvo a punto de preguntar el significado de la palabra. Pero no se atrevió, le dio vergüenza delante del extraño. Al fin y al cabo Felipe era el Director. Ya lo miraría en casa, en el diccionario que le regaló su hija por su cumpleaños. Pero bueno no parecía, que veía la cara de ÉL, tan seria y era para echarse a temblar.

                Y más lo hizo Felipe cuando, una vez que el triste de la Central terminó, ÉL le miró directamente, con odio, y le empezó a recriminar todo lo que había hecho en los últimos meses, punto por punto, todo lo que ÉL le había encargado. A punto estuvo de cortarle y decirle “pero si fue lo que me dijiste”, pero se contuvo a tiempo. Que a Dios no se le rechista. Ya sería el momento después, a solas, cuando se hubiese ido el soso ése que le miraba, asintiendo. Porque seguro que después, a la hora de comer, ÉL le llamaría y se irían juntos, en el coche de Felipe, como siempre, que a ÉL no le gustaba mover el suyo. Y para entonces ya se le habría pasado lo que quiera que fuese.

                Pero no, no hubo manera. Cuando acabó, el triste, el de la Central le sacó unos papeles a Felipe y le dijo no sé qué de que tenía dos opciones. Y le habló de la liquidación del Plan de Pensiones y de que podía seguir con el seguro médico si lo deseaba, pero pagándolo el propio Felipe. Eso sí que lo entendió, porque el resto, el resto era un puro galimatías.

                Cada vez desconfiaba más pero, cuando el soso ése terminó, ÉL sacó su bolígrafo del bolsillo interior de la chaqueta y se lo tendió a Felipe. Felipe dudó. No le había gustado lo que había oído, ¿cómo iba a firmarlo? Pero ÉL parecía que quería eso, además le ofrecía su bolígrafo, el Mont Blanc. Cualquiera le decía que no. Empezó a sudar. ÉL hizo un gesto de fastidio que Felipe conocía muy bien. Y ya no dudó. Cogió el bolígrafo. Los números pasaron, como en un vuelo rápido, por sus ojos. Cantidades largas. De muchas cifras. Y letras, muchas palabras que se le agolparon en la mente: Indemnización, liquidación, despido… Espera, no, ¿qué era eso de despido? Volvió a leer y el repiqueteo impaciente de los dedos de ÉL sobre la mesa le hizo dudar. Tenía que firmar. Tenía que firmar ya. Pero, ¿le estaban despidiendo? Levantó los ojos y se encontró con la mirada de ÉL, ya no tan dura, más parecida a la que conocía, que le decía, no te preocupes, nada va a pasar, yo me encargo. Felipe hasta creyó oír esas palabras. Le miró de nuevo. Asintió. Y firmó.

                Cuando salió del despacho, con un sobre amarillo sin cerrar que contenía los papeles que acababa de firmar, sin saber muy bien qué decían, pero con el amargo sabor de la duda entre los dientes, se chocó con alguien y se le cayó el sobre. Estaba a punto de lanzar uno de sus improperios acostumbrados, cuando vio a ese hombre, agachado frente a él, recogiendo los papeles que se habían esparcido por el suelo. Le sonaba la cara, aunque no lograba recordar el nombre. Pero el otro sí.

-          Felipe – Le dijo, y que supiese cómo se llamaba y él no, le incomodó.- Lo siento. No he podido evitar ver esto.- Y le dio una de las hojas, la última, en la que estaba su firma completa.- Ya se rumoreaba algo, pero no nos lo creíamos. Como aquí se dicen tantas cosas que no son ciertas…

Y fue entonces, al coger el papel que le tendía, cuando vino a su mente el nombre. Alfonso. Alfonso, se llamaba. Alfonso Rosado. Había sido Director de Compras. Lo había sido hasta que Felipe empezó a hacer correr el rumor de que había concedido, interesadamente, uno de los contratos más grandes de la empresa a una compañía que era propiedad de su familia.  No pudo probarse. A Felipe nunca le preocupó. Nunca comprobaba lo que ÉL le decía. ¿Para qué iba a hacerlo? Aun así, a Alfonso le cesaron en la última reorganización y ahora estaba… ¿Dónde estaba? Lo cierto era que Felipe no tenía ni idea. No le había importado. Estaba en algún otro sitio, sin puesto, eso sí, eso seguro, pero en algún otro sitio de la empresa. Se lo tendría merecido, pero, ¿qué había dicho sobre los rumores?, ¿qué rumores?, ¿cómo podía haber alguno que Felipe no conociese? Si normalmente era el propio Felipe el que se ocupaba de propagarlos. Era un rumor sobre él. Sobre Felipe y los papeles que se le habían caído del sobre amarillo. Sobre Felipe y la conversación del despacho. Sobre Felipe. Y ese tal Alfonso, ese idiota que no supo cómo defender su puesto, sí lo había oído. Ese idiota que ya no era Director de Compras pero que trabajaba en algún sitio, en algún lugar de otro departamento. Y él, Felipe, ¿dónde iba a trabajar ahora?

domingo, 8 de septiembre de 2013

Las dos hermanas y Diana


Hoy voy a publicar un cuento infantil. Un cuento que les escribí a mis hijas hace muchos años. En concreto, nueve años, en septiembre de 2004.
 
Se lo escribí a mano y les hice unos dibujos para ilustrarlo. Les gustaba tanto y lo leían tantas veces, que pronto tuve que hacer una fotocopia. Y después, temiendo que se perdiese, lo pasé al ordenador.
 
Y no me equivoqué. Hoy, cuando he ido a rescatarlo del ordenador para publicarlo en el blog, no he encontrado ninguna de las dos copias en papel. Y por poco no encuentro la copia del ordenador, porque está en el antiguo, en ése que ya casi no utilizamos y que no sé cómo no hemos tirado.
 
Pero, por suerte, he llegado a tiempo. Y aquí está es cuento que escribí para mis hijas, para ayudarlas a entender una pérdida. Una de sus primeras pérdidas: la de Diana, la persona que las cuidaba, que encontró un trabajo mejor. Hemos seguido manteniendo contacto con ella, no fue una despedida traumática, pero aún así, a mis hijas -niñas entonces, adolescentes ahora - les costaba entenderlo. Por eso me inventé una historia basada en sus conversaciones y se la regalé. Y ahora la comparto con vosotros.
 
"Había una vez dos niñas que eran hermanas. Se llamaban Patricia y Celia. Patricia era la mayor, tenía el pelo rubio y le gustaban mucho los dibujos, los cuentos y las pelis. Iba a empezar primero de primaria y estaba un poco nerviosa por eso.

 

         Celia era la pequeña. Tenía el pelo moreno y al reir se le formaban dos hoyitos en las mejillas, como a su mamá. Le gustaban mucho los puzzles, los cuentos y los animales.

 

         Las dos hermanas iban al mismo cole y tenían una cuidadora que se llamaba Diana.

 

         Diana llevaba mucho tiempo cuidándolas. De hecho, ellas no eran capaces de recordar a ninguna otra cuidadora. Sabían que había habido otras, incluso habían visto las fotos, pero por más que lo pensaban, las dos hermanas sólo recordaban a Diana.

 

         Diana era joven y muy guapa. Tenía el pelo largo y negro, y en su voz tranquila sonaba la brisa del otro lado del Atlántico, de su casa. Porque Diana, que vivía en Madrid, como las dos hermanas, había nacido muy, muy lejos, en un sitio en el que crecían plantas de nombres extraños, y al que se tardaba casi un día en llegar en avión.

 

         Diana les contaba a veces a las dos hermanas cosas de su país, y de Claudia, la hermana que dejó allí, de lo que ella hacía cuando era pequeña y de lo que tenía pensado para cuando volviera.

 

         Las dos hermanas querían mucho a Diana. Jugaban juntas, la ayudaban en lo que podían, y a veces, también aceptaban sus regañinas cuando se portaban mal.

 

         Un día, mientras merendaban, Diana y sus papás hablaban de algo. Las dos hermanas no sabían de qué, pero en seguida adivinaron que era algo triste, por las caras de los mayores.

 

         Patricia preguntó:

 

-        -   ¿Qué pasa?, ¿de qué habláis?

-         - No pasa nada cariño. Anda, acábate el Cola-Cao.- dijo su madre.

 

Patricia se quedó pensando: “Aquí pasa algo, y no nos lo quieren decir”.

-          Celia – le dijo a su hermana muy bajito y al oído – creo que papá, mamá y Diana tienen un secreto.

-          ¿Un secreto?- preguntó Celia.

-          Sí – dijo Patricia – no sé lo que es, pero es algo de Diana.-

-          ¡Ah!, ya sé – dijo Celia. Yo les he oído decir que Diana se va.-

 
-          ¿Qué?, ¿qué Diana se va? ¡Qué dices Celia!-

 -          Sí, sí, sí, que yo lo he oído.-

 

Patricia se quedó muy seria. Esto era más grave de lo que ella había imaginado. Diana se iba, se iba. Era una tragedia. Pero, ¿adónde?, y sobre todo, ¿por qué?. De pronto tuvo una idea:

 

-          Celia –

-          ¿Qué?

-          Ya sé por qué se va Diana.-

-          ¿Por qué?

-          Porque Diana es una princesa.

-          ¿Una princesa?

-          Sí. ¿No te has dado cuenta?. Con ese pelo largo, y tan guapa. Diana es una princesa, y tiene que volver a su país, que está muy, muy lejos, cruzando el mar grande, para casarse con el príncipe.

-          ¿Con el príncipe?, ¿qué príncipe?.- dijo Celia.

-          Y yo qué sé. Eso da igual.- dijo Patricia – Será un príncipe de su país.

 

Y así, las dos hermanas, fueron contándose poco a poco la historia de la princesa Diana, que había huído de las lejanas tierras de más allá del gran mar, con sus padres y sus hermanos, porque un hada madrina con muy mala intención había hecho un embrujo.

 

El embrujo consistía en que Diana, sus padres los Reyes y sus hermanos no podían volver a su país hasta que Diana cumpliese veinticinco años, edad en la que regresaría para casarse con el príncipe que le estaba destinado. Mientras tanto, el hada, convertida en bruja, retenía a su hermana, y tenía a su pueblo de guerra en guerra, luchando continuamente sin saber muy bien por qué.

 

         Diana la princesa, y sus padres los Reyes tenían el encargo de buscar, en el país donde vivían las dos hermanas, , ayuda para su pueblo y refugio para ellos. Y en este país estaban esperando a que Diana cumpliese veinticinco años, momento en el que debían regresar a su lejana tierra, con el fin de romper el hechizo, casarse con el príncipe, y liberar a su gente del triste destino que les había impuesto la bruja.

 

Así, con esa maravillosa historia, más maravillosa que el más maravilloso de los cuentos, las dos hermanas veían día a día a Diana, su princesa, y se imaginaban historias de batallas en las que un príncipe guapísimo luchaba y luchaba sin cesar, con la esperanza de que su bella princesa acudiera a liberarle a él y a su pueblo.

 

Además, seguras de haber descubierto un gran secreto, Patricia y Celia no se lo contaron a nadie.

 

Un día su papá les dijo:

 

-          Patri, Celia, os tenemos que contar una cosa. Como sabéis, Diana está estudiando en su cole. Después del verano, cuando vuelva a su cole va a tener que estar allí muchas horas, y no va a tener tiempo para venir a nuestra casa. Por eso, va a dejar de cuidaros, y vendrá otra persona que estará con vosotras.-

 

Las dos hermanas se miraron y sonrieron. Sí, sí, a ellas con eso ... O sea que no les querían contar la verdad. Seguramente es que eso de princesa no se cuenta así como así. Pero ellas lo habían adivinado.

 

-          ¿Y dónde vas, Diana?.- preguntó Celia.

-          Voy a ayudar a los médicos a curar a la gente.

 

¡Ah!, así es que era eso. Claro, claro, ayudaba a los médicos a curar a la gente, a la gente de su país, al que tenía que volver para romper el hechizo.

 

-          ¿Y vendrás algún día a vernos?.- preguntó Celia.

-          ¿Cómo va a venir? Si está muy, muy lejos y tiene que cruzar el gran, gran mar.- dijo Patricia.

-          No, Patri. No voy a ir tan lejos. Estaré en mi casa, con mis papás y mis hermanos, y seguro que algún día puedo venir.

-          Pero, pero si tú dijiste que tu país estaba muy lejos....-

-          Sí, pero yo no me voy a mi país.-

-          Sí, ¡ja!.-

 

Y Patricia, convencida de que su historia era cierta, se fue enfadada a su cuarto. Al rato, llegó Celia.

 

-          Patri, yo creo que Diana no es una princesa, y que va a ayudar a los médicos.

-          Pues yo no. Yo creo que no puede contarnos la verdad porque la bruja se enfadaría.-

 

Y así, entre la historia de Diana enfermera y la historia de Diana princesa pasaron los días. Y llegó Virginia, la nueva cuidadora, que era rubia, y mamá, y tenía también una suave forma de hablar que traía el susurro de su tierra a través del gran, gran mar. Y llegó el día de la marcha de Diana. Patricia y Celia la besaron con abrazo y le dieron un regalo que había comprado mamá. Ella también había comprado regalos para las niñas. Todos se pusieron un poco tristes. Diana les volvió a contar que se iba a ayudar a los médicos. Las dos hermanas ya no sabían qué pensar. Pero, de pronto, cuando ya estaba en la puerta, Diana se giró para despedirse y, al mirarla, Patricia y Celia pudieron ver la sombra de una corona.

 

Las dos hermanas se miraron, sonrieron y dijeron: “Es princesa”.

 

Y más contentas, volvieron a besar a Diana, que se iba a cumplir con su destino, salvando a su hermana y a su pueblo, y se fueron a jugar con Virginia a las máscaras.