Lo importante era saber qué había
que decir. Estar atento a lo que pedía. No era tan difícil. Sólo con poner un
poquito de atención. Se sentía tan orgulloso… Él, Felipe, por quien nadie daba
un duro cuando empezó en ese trabajo. Que si no tenía estudios superiores, que
si no sabía idiomas, que si era algo corto. ¿Y ahora, eh?, ¿qué pasaba ahora?
Cómo le gustaba pasear por los despachos, por sus dominios, contemplando a
todos esos muertos de hambre, que agachaban la mirada, sin atreverse a
enfrentársela. Le encantaba oír el sonido de la palabra “Director”. El Director,
como exigía que le llamasen, como figuraba en su tarjeta, la que entregaba a
todo el mundo a la menor ocasión. En castellano por un lado, y por el otro en
inglés, en ese inglés que seguía sin hablar bien, con un acento terrible, sin
entender prácticamente nada, perdido en las reuniones, sufriendo al principio,
relajado después, sabiendo que con Nacho lo tenía todo solucionado. Nacho, el
nuevo becario, como antes lo fueron Julia o Diego. Eran un chollo. Venían por
seis meses, prorrogables por otros seis, y durante ese tiempo les hacía acudir
con él a todas las reuniones difíciles (“para que se vayan empapando, que
aprendan y que se metan en las cosas”, decía). Luego les pedía informes,
informes de todo, que él utilizaba sin cambiar una coma (no hubiera sabido
tampoco dónde ponerla), en presentaciones al Comité de Dirección, con su voz
engolada, ésa que según su mujer trasmitía mando y seriedad. Luego, al año,
alguien – él nunca – les comunicaba que no habían llegado a lo esperado en la
beca y que no podían continuar en la Compañía. Y venía el siguiente becario.
¡Qué
orgulloso hubiera estado su padre si hubiera vivido para verle! Ese hijo, del
que decía que no sabía qué iba a ser; el que no conseguía aprobar un solo curso
completo; el que se fue a la mili voluntario para hacerse un hombre y ni
siquiera pudo reengancharse; al que tuvo que colocar pidiendo un favor a un
amigo…. Si le viera…. Director. Director, él. Con más de doscientas personas a
su cargo. Personas en su mayoría muy bien formadas, con estudios superiores
todas, que en eso él era muy exigente. Y con su máster y sus dos o tres
idiomas, que ya se sabe que hoy en día con el inglés solo no vas a ninguna
parte, que todo el mundo lo habla. A él le gustaba rodearse de los mejores. Era
fundamental, si tu equipo era bueno, te hacía bueno. No había más que saber
usar sus capacidades. Y le enorgullecía decir que el suyo era de elite. Sobre
todo ahora, que con tanto paro se podía exigir y apretar aún más. Profesionales
sobrecualificados para trabajar en lo que fuera. Una maravilla. Aunque
últimamente le estaban saliendo respondones. No hacían más que pedir. Pedir
formación y evaluaciones y ¿qué sé yo las cosas? Tonterías. Tonterías de esas
modernas de gente blanda. El jefe era él y él sabía quién valía y quién no. Y
mira que él en eso, era tanjante (¿o
se decía tajante?, ¡qué cabeza, nunca se acordaba!) Los mejores, sí, pero bien
mandados. Nada de ésos, con ideas propias, que se creen que porque han ido a la
Universidad pueden tratar de tú a tú al jefe. A él el ejército le enseñó que si
dejas que un subordinado se te suba a las barbas estás perdido. El orden, el
mando, es fundamental. Mano dura y al que se desmande, un pescozón. O mejor, a
la calle, que a él no le dolían prendas. Si era famoso por eso, porque la
rotación en su área era la más alta de la Compañía, el doble, para ser exactos.
“El que no esté a gusto que se vaya”, solía decir, “y si no se va, le echo yo”,
y se reía, contento de su superioridad.
Felipe
era el Director. Y no era tan difícil. Sólo consistía en saber qué quería ÉL.
ÉL con mayúsculas, como si fuera Dios, porque a veces lo parecía. Dios, con
poder sobre la vida y la muerte, con capacidad para decidir quién estaba dentro
y quién estaba fuera. Para Felipe era como el oráculo. Normalmente no entendía
el porqué de sus decisiones, pero raramente las cuestionaba. ÉL. El Director
General. ¡Qué suerte haberle conocido! Aún no podía creérselo. Y más suerte aún
que se hubiese encaprichado de Violeta. Al principio le dolió. Le dolió en su
amor propio. Violeta era su amante, lo era desde hacía años. Y cuando ÉL la vio
ya no hubo marcha atrás. Quedó claro. Violeta se acabó. Se acabó para Felipe,
pero el futuro no había hecho más que empezar. ÉL se encaprichó de ella - a Felipe no le extrañó, que
bien la conocía – y lo que más le irritó al principio fue que le utilizase como
celestino. “Si es que, además de cornudo, apaleado”, se decía. Hasta que un día
vio una película de esas antiguas, en blanco y negro, de las que a él le
aburrían pero tanto le gustaban a su mujer y lo entendió todo. “El
apartamento”, creía recordar que se llamaba. Y si Violeta era el precio que
tenía que pagar para conseguir lo que quería, Felipe ya lo había entendido: lo
haría. No era tan difícil. Sólo había que estar atento para saber qué quería
ÉL.
Y
durante un tiempo ÉL quería ver constantemente a Violeta. Y fue el propio
Felipe quien les organizaba los encuentros. No sabía que le llamaban “el
mamporrero”. Si se hubiese enterado hubiera despedido a cualquiera que lo
dijese, a cualquiera que hubiese osado sólo pensarlo.
Pero lo de ser
Director era fácil. Y daba resultados. Pronto empezó a ascender. Y también
Violeta, que con esto de la Igualdad y las cuotas, enseguida le encontraron un
puestecito. Y luego un puesto. Y al final un puestazo.
Y
Felipe, que no tenía estudios, pero tonto, lo que se dice tonto del todo, no
era, empezó a hacerse agradable para ÉL. No era tan difícil. Sólo estar atento,
para ver qué quería. Y hacerlo. No podía entender por qué los demás no se daban
cuenta. ¡Con lo fácil que era! Pero mejor así,
porque de este modo Felipe era el más beneficiado. Y diciendo lo que ÉL
le decía que dijese, pronto empezó a ver los frutos. A veces se confundía, qué
ÉL cuando quería era muy enrevesado. Pero entonces, con varios mensajes y
algunas llamadas, todo se aclaraba.
Felipe
decía lo que ÉL quería y dónde ÉL quería. Y las puertas se abrían. Y le
llamaban “el Director”, como si no tuviese nombre, como si el cargo lo fuese
todo. Lo era todo. Para Felipe no había mayor deleite que oírselo decir a sus
subordinados. Porque eso de empleados y colaboradores era una mariconada.
Subordinados. Como había sido siempre. Dependían de él. No sabían hasta qué
punto.
Y
si ÉL decía que el verano empezaba en diciembre, pues empezaba, faltaba más. Y
si eso era buen o malo para la empresa, a Felipe no le importaba. Y si eso
hacía que algunas personas tuvieran problemas o que se extendiesen rumores
infundados, a Felipe ni le iba ni le venía. ÉL sabía. Sabía más que nadie. Ser
“el Director”, al fin y al cabo, no era tan difícil.
Hasta
que un día, ÉL le llamó. Y cuando abrió la puerta no estaba, como siempre, con
los pies encima de la mesa, relajado, dispuesto a contarle el último rumor que
debía propagar. No. Cuando abrió la puerta ÉL no estaba solo. Estaba con otro
hombre, que Felipe no conocía. Se lo presentó. Era de la Central. No le gustó
su aspecto. Tenía cara de buena persona, un ser gris, sin el aplomo de ÉL, sin
el empaque del mismo Felipe. Por eso, casi no pudo creerlo cuando, con voz
amable, sentado junto a ÉL y al propio Felipe en la mesa de reuniones, les
comunicó que, debido a una restructuración, se veían en la necesidad de
proceder a su desvinculación. Estuvo a punto de preguntar el significado de la
palabra. Pero no se atrevió, le dio vergüenza delante del extraño. Al fin y al
cabo Felipe era el Director. Ya lo miraría en casa, en el diccionario que le
regaló su hija por su cumpleaños. Pero bueno no parecía, que veía la cara de
ÉL, tan seria y era para echarse a temblar.
Y
más lo hizo Felipe cuando, una vez que el triste de la Central terminó, ÉL le
miró directamente, con odio, y le empezó a recriminar todo lo que había hecho
en los últimos meses, punto por punto, todo lo que ÉL le había encargado. A
punto estuvo de cortarle y decirle “pero si fue lo que me dijiste”, pero se
contuvo a tiempo. Que a Dios no se le rechista. Ya sería el momento después, a
solas, cuando se hubiese ido el soso ése que le miraba, asintiendo. Porque
seguro que después, a la hora de comer, ÉL le llamaría y se irían juntos, en el
coche de Felipe, como siempre, que a ÉL no le gustaba mover el suyo. Y para
entonces ya se le habría pasado lo que quiera que fuese.
Pero
no, no hubo manera. Cuando acabó, el triste, el de la Central le sacó unos
papeles a Felipe y le dijo no sé qué de que tenía dos opciones. Y le habló de
la liquidación del Plan de Pensiones y de que podía seguir con el seguro médico
si lo deseaba, pero pagándolo el propio Felipe. Eso sí que lo entendió, porque
el resto, el resto era un puro galimatías.
Cada
vez desconfiaba más pero, cuando el soso ése terminó, ÉL sacó su bolígrafo del
bolsillo interior de la chaqueta y se lo tendió a Felipe. Felipe dudó. No le
había gustado lo que había oído, ¿cómo iba a firmarlo? Pero ÉL parecía que quería
eso, además le ofrecía su bolígrafo, el Mont Blanc. Cualquiera le decía que no.
Empezó a sudar. ÉL hizo un gesto de fastidio que Felipe conocía muy bien. Y ya
no dudó. Cogió el bolígrafo. Los números pasaron, como en un vuelo rápido, por
sus ojos. Cantidades largas. De muchas cifras. Y letras, muchas palabras que se
le agolparon en la mente: Indemnización, liquidación, despido… Espera, no, ¿qué
era eso de despido? Volvió a leer y el repiqueteo impaciente de los dedos de ÉL
sobre la mesa le hizo dudar. Tenía que firmar. Tenía que firmar ya. Pero, ¿le
estaban despidiendo? Levantó los ojos y se encontró con la mirada de ÉL, ya no
tan dura, más parecida a la que conocía, que le decía, no te preocupes, nada va
a pasar, yo me encargo. Felipe hasta creyó oír esas palabras. Le miró de nuevo.
Asintió. Y firmó.
Cuando
salió del despacho, con un sobre amarillo sin cerrar que contenía los papeles
que acababa de firmar, sin saber muy bien qué decían, pero con el amargo sabor
de la duda entre los dientes, se chocó con alguien y se le cayó el sobre.
Estaba a punto de lanzar uno de sus improperios acostumbrados, cuando vio a ese
hombre, agachado frente a él, recogiendo los papeles que se habían esparcido
por el suelo. Le sonaba la cara, aunque no lograba recordar el nombre. Pero el
otro sí.
-
Felipe – Le dijo, y que supiese cómo se llamaba
y él no, le incomodó.- Lo siento. No he podido evitar ver esto.- Y le dio una
de las hojas, la última, en la que estaba su firma completa.- Ya se rumoreaba
algo, pero no nos lo creíamos. Como aquí se dicen tantas cosas que no son
ciertas…
Y fue
entonces, al coger el papel que le tendía, cuando vino a su mente el nombre.
Alfonso. Alfonso, se llamaba. Alfonso Rosado. Había sido Director de Compras.
Lo había sido hasta que Felipe empezó a hacer correr el rumor de que había
concedido, interesadamente, uno de los contratos más grandes de la empresa a
una compañía que era propiedad de su familia.
No pudo probarse. A Felipe nunca le preocupó. Nunca comprobaba lo que ÉL
le decía. ¿Para qué iba a hacerlo? Aun así, a Alfonso le cesaron en la última
reorganización y ahora estaba… ¿Dónde estaba? Lo cierto era que Felipe no tenía
ni idea. No le había importado. Estaba en algún otro sitio, sin puesto, eso sí,
eso seguro, pero en algún otro sitio de la empresa. Se lo tendría merecido,
pero, ¿qué había dicho sobre los rumores?, ¿qué rumores?, ¿cómo podía haber
alguno que Felipe no conociese? Si normalmente era el propio Felipe el que se
ocupaba de propagarlos. Era un rumor sobre él. Sobre Felipe y los papeles que
se le habían caído del sobre amarillo. Sobre Felipe y la conversación del
despacho. Sobre Felipe. Y ese tal Alfonso, ese idiota que no supo cómo defender
su puesto, sí lo había oído. Ese idiota que ya no era Director de Compras pero
que trabajaba en algún sitio, en algún lugar de otro departamento. Y él,
Felipe, ¿dónde iba a trabajar ahora?