redirección

La vecina de al lado


        Me la encontraba todas las mañanas en el ascensor. Un “buenos días” y poco más. Ambas agachábamos la cabeza como si estuviésemos muy interesadas en la mota de polvo de la esquina del suelo. Aún así, no podía evitar ser consciente de su maquillaje, siempre perfecto (aunque algo excesivo para mi gusto), de su ropa de marca, de su pelo, como si estuviese recién salida de la peluquería y de ese olor a perfume caro que no lograba identificar (¿Era Cristalle de Chanel?).

        Me sentía incómoda. Y no por el contraste. A eso ya estaba acostumbrada. Desde que decidimos alquilar ese piso, tan cerca del trabajo y de la casa de mis suegros, tan mono y tan caro, ya había leído muchas veces el desdén en los ojos de mis vecinas. Casi podía oír la frase que repetían para sí al mirarme, sin despegar los labios, sin que en su sonrisa educada de colegio de pago se adivinase ni el más leve temblor: “Mira cómo va, ¡qué poco estilo y qué poca clase! Si viste como mi interna”.

        Y era verdad. Me sentía mucho más cómoda charlando con las empleadas de hogar de la urbanización que con mis vecinas. Ellas, las empleadas, no tenían problemas en hundir (como yo) las zapatillas de deporte en el arenero para rescatar a uno de los niños que cuidaban, antes de que se ahogase con la piruleta, o con alguna pieza de un juguete. Ni tampoco se preocupaban (como no lo hacía yo) de que todo, todo, desde la blusa al bolso, pasando por los zapatos y, por supuesto las joyas, conjuntase a la perfección.

        Mis vecinas parecían sacadas de las páginas de moda de las revistas femeninas. Todas iguales. Como hermanas. Con ese aire clónico que yo, al principio, achacaba a la ropa y después supe que se debía a la mano de un cirujano estupendo, que le hizo unos retoquitos en la nariz a Cuca, la del tercero B, hacía dos veranos y cuya tarjeta había corrido de mano en mano hasta hacer que mis vecinas pareciesen un remake de “Las mujeres perfectas”.

        Yo no era tan alta ni tan delgada como ellas. Yo tenía, además, un caballete en la nariz que ni el de Barbra Streisand y no pensaba operármelo. Para colmo, no vestía de marca. Llevaba los mismos vaqueros que hacía años y a lo más que llegaba era a ZARA y a MANGO. Aunque también me gustaban los tacones, como a ellas, nunca los usaba para bajar a jugar con mis hijos al patio. La verdad es que ellas tampoco. Ellas, simplemente, no bajaban a jugar con sus hijos. Eso lo hacían las “chicas”. Pero yo no tenía “chica”. Yo no tenía interna. Solo una asistenta, vecina de mi madre, que venía cuatro horas, dos veces por semana y me ayudaba con la plancha. Una ordinariez.

        Una ordinariez para una urbanización como la mía, para unos vecinos como los míos.

        Pero no era por eso por lo que me sentía incómoda con ella en el ascensor. Era por lo otro. Por lo que las dos compartíamos y ninguna se atrevía a decir. Por lo que me despertaba cada noche: los golpes envueltos en sus gritos. A veces insultos. Mezclados con la voz, la otra voz, esa voz amenazante y seca como él. El chocar de objetos contra las paredes que, en algunas ocasiones, vibraban por el impacto. Ruidos de loza rota (¿platos, vasos?, ¡qué sé yo!). Las voces, que a veces eran tan cercanas que temía que estuviesen en mi casa. Retazos de conversaciones ininteligibles, mezclados en la furia de la lucha, con regusto aguardentoso una veces, con el filo de la ira, otras.

        Empezaba sin aviso. No era siempre a la misma hora. En ocasiones yo estaba despierta. Entonces ya sabía que no iba a poder dormir. Otras, era el llanto de Carlos o de Alberto - el pequeño - lo que me sobresaltaba. Los pobres no conseguían conciliar el sueño casi ninguna noche.

-      No podemos seguir así.- Le decía a Jaime, mi marido, un día sí y otro también.- Esto es insoportable. No dormimos. Y lo que es peor, cualquier día la mata.-

-      Y, ¿qué hacemos? – preguntaba él.- ¿Llamamos a la policía? –

Ambos nos mirábamos y, después de mucho dudar, cuando el silencio se apoderaba nuevamente de la casa, Carlos y Alberto, derrotados, se adueñaban de nuestra cama y se oía solo el leve murmullo de un llanto sofocado al otro lado de la pared, nos mirábamos de nuevo sabiendo que éramos lo suficientemente pusilánimes como para no hacer nada; como para pensar que seguro que no era para tanto; como para no ver que la espesa capa de maquillaje de mi vecina cubría, cada mañana, las señales de la noche anterior; como para, asqueados por nuestra propia cobardía, repetirnos una y otra vez que no era asunto nuestro.
    

Por eso no me atrevía a mirarla cara a cara en el ascensor. Por eso ella bajaba también los ojos que, frecuentemente, ocultaba tras unas gruesas gafas de sol, aún en invierno, aún dentro del edificio. Ambas sabíamos. Y a ninguna le gustaba lo que compartíamos.

    Hasta que una mañana ya no la ví en el ascensor. Me la encontré en el garaje, guardando algo en el maletero del coche. Me dirigí a ella, decidida a hablar. La noche anterior había sido distinta. Entre los golpes y los ruidos de objetos, Jaime y yo logramos distinguir una frase, una frase desgarrada que nos paralizó:

-      ¡Ayuda, por favor!, ¡ayuda, que me mata! –

Y esta vez no lo dudamos. Porque era difícil no creer sus palabras. Los ruidos se habían hecho más intensos que otras veces. Nos miramos y, sin decirnos nada, Jaime avisó al conserje de la urbanización. Le hizo un breve resumen y, sobre todo, le insistió en que la mujer pedía ayuda.

Seguros y casi tan cobardes como otras veces, esperamos tras la puerta para ver qué pasaba, confiados en que alguien, otro alguien, no nosotros, solucionase el problema que habíamos tratado de ignorar.

En menos de un cuarto de hora llegó la policía.

Los vecinos tardaron en abrir y, cuando lo hicieron, no pudimos escuchar la conversación. Al cabo de un rato, la policía abandonó el edificio y, según nos pareció, mi vecino también.

Por eso me animé a hablar con ella en el garaje. Iba como siempre, impecable, con ese aire de portada de TELVA que la hacía una más entre mis vecinas; que me hacía a mí una menos entre ellas. Advertí que esta vez la capa de maquillaje (aún más espesa de lo habitual) no lograba cubrir del todo el moratón de la barbilla y que, por debajo de las gafas de sol, se observa un párpado más hinchado que el otro. El maletero levantado no me dejaba ver nada más, pero, en ese momento, estuve segura de que Jaime y yo, por fin,  habíamos hecho lo correcto.

Me acerqué a ella dispuesta a ofrecerle mi ayuda. Esa que no le había dado en los meses de connivencia disimulada, cuando ambas volvíamos la cabeza para otro lado para no tener que compartir nuestro secreto. Iba a decirle algo cuando percibí la sorpresa en su rostro y un gesto suyo me hizo pararme. Bajó bruscamente el maletero del BMW y supe por qué. Allí estaba él. El traje impecable. La corbata de Hermès (hasta yo sé reconocerlas), el cabello rizado peinado hacia atrás y ese bronceado eterno que tanto le favorecía.

Me miró. Y sus ojos me paralizaron. Él también lo sabía. Los tres participábamos del mismo secreto. Uno que a él no le gustaba compartir.

Tuve miedo. Por primera vez fui capaz de mirar a mi vecina y ver más allá de su ropa cara y su perfume exclusivo, de sus manos perfectas que sujetaban un bolso que costaba más que toda mi indumentaria. La miré y ví en sus ojos (que las gafas no lograban ocultar del todo) el mismo miedo que me había detenido a mí.

No dijimos nada. Él la cogió del brazo. Aparentemente un gesto cariñoso, pero demasiado firme, demasiado tenso para ser verdad. Y ambos entraron en el coche.

No supe qué hacer. Y no hice nada. Les ví irse y ya no volvieron.

No hubo más ruidos por la noche. Ni voces pidiendo auxilio. Carlos y Alberto recuperaron el sueño. Incluso Jaime volvió a roncar acompasadamente a mi lado.

Desde entonces soy yo la que no duerme. No puedo olvidar sus miradas. La de él, fiera y soberbia. Con un anuncio de “ya me las pagarás, ¿tú quién te has creído que eres?”. La de ella, asustada, agradecida y suplicante.

Las veo en todas partes. Me persiguen, sobre todo cuando la casa está en calma e intento conciliar el sueño. Pero donde más temo verlas, donde cada día miro, sin poder remediarlo, con una curiosidad morbosa que ya ni intento reprimir, es en las fotos de las víctimas y los agresores de violencia de género que cada día publican los periódicos.