Siempre le había sorprendido la capacidad de los grupos humanos para seguir ciegamente unas ideas, una política, aunque estuviese claramente equivocada. La estupidez de las sociedades, de la que hablaba José Antonio Marina. ¿Qué llevaba a los individuos a seguir órdenes injustas, alejadas no solo de su propio código moral sino, también a veces, fuera de toda ética?
Cuando la culpa se diluye nadie es culpable. Una barbaridad bien construida y estructurada da más seguridad que un principio moral sin más. Sobre todo cuando los que pierden son otros.
Y
Y luego venía lo otro. Lo de cambiar. Eso sí que debía resultar difícil. El buen ciudadano, que había seguido la legalidad de su país, la que en ese momento existía; el oficial que había cumplido estrictamente las órdenes, el que había trabajado por el bien de su patria, pasaba a ser un monstruo, un delincuente, cuando, una vez caído el régimen, los principios cambiaban.
Muchas veces pensaba en esos ciudadanos alemanes que, después de haber cumplido lo que su país les había pedido, después de creer que trabajaban por el bien de la raza aria, pasaron en poco tiempo a estar bajo la órbita soviética. Y entonces vinieron nuevos principios, tan criticables como los anteriores, que los mismos ciudadanos cumplieron fielmente para volver a encontrarse, años después, con las bondades del capitalismo que habían despreciado. El dilema moral de la película “la vida de los otros”.
Era difícil de entender, al menos para él, que no hubiera voces disonantes, que nadie se rebelase ante órdenes claramente injustas. ¿Sería acaso que los principios morales no eran universales? Él creía que, al menos algunos, sí lo eran. Los más importantes. Los que a él le hubieran hecho cuestionarse esas órdenes injustas. A otras personas quizá no, pero a él sí. Él lo tenía claro. Él no podría. No hubiera podido. Hubiera preferido rebelarse, intentar huir, incluso morir. Sí, no le cabía duda. Morir incluso. Había límites, principios superiores. Él no podría.
Pensando en eso, repasó los documentos que tenía en su mesa. No acababa de entender bien la situación. Desde que había llegado la nueva dirección todo había cambiado. La estrategia ya no era la misma. Se lo habían explicado muchas veces, pero él sentía que había fallos. La empresa podía seguir dando beneficios sin necesidad de algunas de las medidas. Sin casi todas. Pero no podía quejarse. Él formaba parte del equipo. Contaban con él. No era momento de flaquear. Debía alinearse con la política de la empresa. Mostrar firmeza. Repasó los papeles y, ya sin dudar, firmó los documentos que iban a presentar para solicitar la extinción forzosa de los contratos de un diez por ciento de la plantilla.
Definitivamente, había principios superiores.