redirección

Una cuestión de principios

Siempre le había sorprendido la capacidad de los grupos humanos para seguir ciegamente unas ideas, una  política, aunque estuviese claramente equivocada. La estupidez de las sociedades, de la que hablaba José Antonio Marina. ¿Qué llevaba a los individuos a seguir órdenes injustas, alejadas no solo de su propio código moral sino, también a veces, fuera de toda ética?

       Había ejemplos clamorosos, como la Alemania nazi. ¿Es que nadie se dio cuenta de lo que estaba pasando? Se podrá hablar de la locura de la guerra, de la falta de reglas lógicas en las situaciones de supervivencia, del instinto de conservación que pasa del individuo al grupo y se cohesiona en la identificación con unos principios, con una nacionalidad, con una creación ideológica. Se podrá hablar de todo eso,  pero ¿y los habitantes de las ciudades y pueblos cercanos a los campos de exterminio?, ¿no se daban cuenta de lo que pasaba solo a unos kilómetros de allí?, ¿y los soldados destinados en los campos? ¿Nadie contrastó los principios del nacionalsocialismo con una ética personal, distinta, no digamos ya si superior, natural o no, pero más arraigada en el pensamiento humano?  ¿O es que lo más arraigado en el pensamiento humano es ese utilitarismo, ese “salvarme yo”, que lleva a obedecer órdenes ciegamente? Como se había llegado a cuestionar cuando leyó “Las benévolas”, ¿quién era el culpable?, ¿el verdugo, que apretaba el botón, el verdadero ejecutor?, ¿el mando superior, que daba la orden de ejecución?, ¿el mando del mando?, ¿los cargos políticos, que diseñaban una estrategia de exterminio y la sancionaban con una pátina de legalidad?, ¿el pueblo alemán, que dio la victoria a Hitler en las urnas y  siguió sus dictados, contento por el orgullo que le devolvía su construcción sectaria?, ¿el resto de países, que, viendo el avance del régimen nazi, miraron para otro lado, y siguieron mirando mientras Alemania cumplía sus ansias de expansión con otros y no reaccionaron hasta que fueron ellos los conquistados?

         Cuando la culpa se diluye nadie es culpable. Una barbaridad bien construida y estructurada da más seguridad que un principio moral sin más. Sobre todo cuando los que pierden son otros.

             Y la Alemania nazi era solo uno de los ejemplos. Quizá el más llamativo, pero no el único. La historia se empeñaba en darle todos los días más y más ejemplos de estupidez social: la guerra de los Balcanes, los enfrentamientos en África, la tortura que practicaba el ejército estadounidense contra los presos de guerra...

Y luego venía lo otro. Lo de cambiar. Eso sí que debía resultar difícil. El buen ciudadano, que había seguido la legalidad de su país, la que en ese momento existía; el oficial que había cumplido estrictamente las órdenes, el que había trabajado por el bien de su patria, pasaba a ser un monstruo, un delincuente, cuando, una vez caído el régimen, los principios cambiaban.

Muchas veces pensaba en esos ciudadanos alemanes que, después de haber cumplido lo que su país les había pedido, después de creer que trabajaban por el bien de la raza aria, pasaron en poco tiempo a estar bajo la órbita soviética. Y entonces vinieron nuevos principios, tan criticables como los anteriores, que los mismos ciudadanos cumplieron fielmente para volver a encontrarse, años después, con las bondades del capitalismo que habían despreciado. El dilema moral de la película “la vida de los otros”.

Era difícil de entender, al menos para él, que no hubiera voces disonantes, que nadie se rebelase ante órdenes claramente injustas. ¿Sería acaso que los principios morales no eran universales? Él creía que, al menos algunos, sí lo eran. Los más importantes. Los que a él le hubieran hecho cuestionarse esas órdenes injustas. A otras personas quizá no, pero a él sí. Él lo tenía claro. Él no podría. No hubiera podido. Hubiera preferido rebelarse, intentar huir, incluso morir. Sí, no le cabía duda. Morir incluso. Había límites, principios superiores. Él no podría.

Pensando en eso, repasó los documentos que tenía en su mesa. No acababa de entender bien la situación. Desde que había llegado la nueva dirección todo había cambiado. La estrategia ya no era la misma. Se lo habían explicado muchas veces, pero él sentía que había fallos. La empresa podía seguir dando beneficios sin necesidad de algunas de las medidas. Sin casi todas. Pero no podía quejarse. Él formaba parte del equipo. Contaban con él. No era momento de flaquear. Debía alinearse con la política de la empresa. Mostrar firmeza. Repasó los papeles y, ya sin dudar, firmó los documentos que iban a presentar para solicitar la extinción forzosa de los contratos de un diez por ciento de la plantilla.

Definitivamente, había principios superiores.