redirección

sábado, 29 de diciembre de 2012

La tecnología


Llevaba todo el día dándole vueltas. No debería haber ocurrido. Siempre que discutían le pasaba igual. Se calentaba, se calentaba, y acababa diciendo cosas de las que luego se arrepentía. Y discutían tanto… Pero no iba a ser él quien diera su brazo a torcer. Esta vez no. Ya estaba harto. Todo un carácter el de Ana, su mujer. Y él ya no quería ceder.  No había manera con ella. Y ahora estaría varios días haciéndole el vacío, sin hablarle, ignorándole, evitándole la mirada, haciendo como que no le oía… Y por supuesto, sin rozarse, construyendo un mundo de reproches mudos (y a veces, no tan mudos) que se interponía entre los dos.

Y el caso era que esta vez él se había pasado. Pero había empezado ella. Sonrió. Le había sonado a la frase que repetían sus hijos siempre que peleaban:

- Ha empezado él, papá, ha sido Jorge -.

-No, no, no es verdad, yo no he hecho nada, ha sido Javi que me ha puesto esa cara, esa que me da tanta rabia…-

“Si en  el fondo somos iguales…”  Pero no, no iba a ser él quien pidiese perdón. Aprovechando la parada en el semáforo, decidió hacer algunas de las llamadas que tenía pendientes.

-          Llamar Luis.- Dijo, dirigiéndose al “manos libres” del coche. En la pantalla, sin embargo, apareció el nombre de Cris y la voz metálica le dijo: “Cris móvil, ¿llamar ahora?”.

 

-          No.- Gritó. Otra vez. Otra vez igual. No había manera de que esa maldita máquina funcionase de forma correcta. Y la semana pasada, cuando llevó el coche al taller, le dijeron que estaba perfectamente. Volvió a intentarlo.

 

-          Llamar Luis.-

 

-          No hay ningún número con ese nombre.- Le respondió la máquina. “Así no hay manera”. De pronto sonó el teléfono. Ana móvil, leyó. “Vaya, quizá quiera pedirme disculpas. Mira que me extraña”. Pulsó el botón para coger la llamada.

 

-          Sí.- Y al otro lado el silencio.

 

-          ¿Me oyes? – Nada. Si no fuera porque sabía lo mal que funcionaba el “manos libres” creería que ella lo hacía adrede. Para sacarle de quicio. Colgó y llamó él.

 

-          Llamar Ana móvil.- Esta vez la máquina le dio el número correcto y preguntó: “¿llamar ahora?”.

-          Sí.- 

 

Otra voz grabada le contestó: “el móvil al que llama está apagado o fuera de cobertura”.

 

-          Mierda.-  Esa misma voz le ofreció la posibilidad de dejar un mensaje:

 

-          Ana, te devuelvo la llamada. Ya sabes, no hay manera de que funciones el rollo éste del “manos libres” del coche. Llámame y dime qué querías. O mejor no, te llamo yo, porque desde aquí sabes que es peor coger las llamadas. Pues eso, que te llamo en cuanto pueda.

Pero no pudo. El día se le complicó tanto que olvidó por completo que tenía pendiente hablar con su mujer. También olvidó que tenía contratado un servicio por el que los mensajes hablados se mandaban transformados en texto al número elegido. E incluso llegó a olvidarse de la discusión con Ana. Ésa que le había amargado el inicio de la mañana. La que se parecía a tantas otras que habían tenido desde que se conocieron.

Recordó todo cuando entraba en el garaje. “Mierda. No la he llamado. Ahora sí que la he liado. Si esta mañana estaba enfadada ahora ya sí que no me habla en dos años”. Y se armó de paciencia para aguantar lo que le esperaba. Ya no recordaba ni por qué habían discutido, pero lo que sí recordaba era la dureza de sus palabras, el sabor amargo de su mirada. No, el asunto no pintaba nada bien. Aparcó y tardó todo lo que pudo en recoger sus cosas, tratando de retrasar lo inevitable.

“Es que así no hay manera. Todos los días discutiendo. Quejándose por todo. Dispuesta a saltar por cualquier cosa. Y ya estoy harto. Estoy harto de tener que estar siempre pendiente de cuál es su humor. Aunque la verdad, casi siempre es malo. Harto de tener que medir mis palabras y pedir perdón. Harto. ¡Qué pereza me da! Y diga lo que diga llevo las de perder. Porque después de no haberla llamado…”

Cuando por fin abrió la puerta, cogió aire e intentó poner su mejor voz para decir:

-          Hola, ya estoy en casa.-

A lo lejos oyó a sus hijos, desde sus cuartos, saludándole. Atrás quedaron aquellos días en los que salían corriendo cuando oían la puerta, dispuestos a abrazarle. Ahora permanecían en sus habitaciones, haciendo los deberes. No se engañaba. Sabía que no tenían mayor interés por las tareas, pero que la posibilidad de correr a abrazar a su padre ya no era algo que les emocionase. Al menos, no más que seguir haciendo como que estudiaban. Supuso que Ana ya habría llegado, pero no oyó su voz. La llamó:

-          Ana, ¿estás en casa? –

 

-          No.- Le contestó Javier desde su habitación. Ha llamado diciendo que llegaría un poco más tarde.-

“Bueno, un poco de tregua antes de la tormenta”, pensó y dejó las llaves en el vaciabolsillos de la entrada.

Cuando llevaba un rato sentado frente al televisor, cambiando de un canal a otro sin ver realmente nada, llegó ella. Al oír las llaves en la cerradura volvió a pensar cómo debía actuar.

“Seguramente si le pido disculpas será más fácil”. Pero no le apetecía hacerlo. Además, disculpas, ¿por qué? No recordaba que hubiese hecho nada malo. Bueno, no la había llamado, pero tampoco era un delito, ¿no? Miró hacia la puerta, esperando ver su cara contraída, como siempre que discutían. Como casi siempre últimamente.

-          Hola, ya estoy en casa.- Anunció Ana.

Sus hijos reaccionaron del mismo modo que lo habían hecho antes, cuando él llegó. Saludaron desde sus cuartos. Él se hizo el despistado con el mando. Por eso le sorprendió tanto la reacción de Ana. Tanto que casi se asustó cuando la vio venir hacia él y darle un beso. No estaba acostumbrado. Y, desde luego, no lo esperaba.

-          Buenas noches.- Le dijo, con un tono que le resultó vagamente familiar, pero que ya casi ni recordaba. Un tono amable que hacía tiempo estaba desterrado de sus conversaciones.

 

-          Bu… buenas noches.- Dijo él, sin tener muy claro qué era lo que estaba pasando.

Ana le sonrió y le dijo:

-          He parado en el Corte Inglés y he traído algo de cena.- Él estuvo a punto de preguntar qué celebraban, pero se contuvo a tiempo. Quizá era una fecha que él debía recordar. Decidió seguirle la corriente.

 

-          ¡Qué buena idea!, ¿y qué has traído? –

 

-          Lasaña de verduras.- A él le encantaba la lasaña. Esto estaba siendo muy raro… Seguro que había algo que él debía recordar. ¿El aniversario? No, de eso estaba seguro, era en verano. ¿Su cumpleaños? No, había sido hacía dos meses. ¿El de ella? Tampoco, era en marzo. Entonces, ¿qué?

 

 

Fuese lo que fuese le agradaba esa sensación. Era extraña. Esa sensación de no estar discutiendo, ni a la defensiva. Ya ni recordaba lo bien que se estaba así. Decidió no preguntar y dejarse llevar. Comenzaron a poner la mesa. Ana no dejaba de mirarle, sonriendo. Incluso le pareció más joven. Como hacía tiempo. No se atrevía a hablar para no romper el encanto. Lo que quiera que fuese que pasaba estaba bien. A mitad de la cena, fue Ana quien le dio una pista.

-          Con lo cabreado que te fuiste esta mañana…- Él no sabía cómo seguir. Sintió que cualquier cosa que dijese podría estropear la situación. La miró, le sonrió y la dejó hablar.-  Y luego vas y me mandas ese mensaje…

 

-          ¿Qué mensaje? ¡Ah! El del coche. Ya. Sabes lo mal que funciona…- Intentó disculparse. Aunque no sabía muy bien por qué.

 

-          Ya, pues casi me alegro de no haberte oído. Porque lo del mensaje me pareció mejor, más romántico…- Y lo dijo con una risita, una risita tonta que le despistó por completo. Decidió no seguir indagando. Fuese lo que fuese, no parecía malo. Supuso que Ana se refería al mensaje escrito que se mandaba automáticamente sobre el de voz. ¿Eso era tan bueno? No entendía nada.

Cuando acabó la cena Ana seguía con esa sonrisa bobalicona que hacía años que no le dedicaba. Incluso le había cogido la mano por debajo de la mesa. Hasta que Jorge se dio cuenta y lo había echado todo a perder, riéndose y diciéndoles que parecían unos moñas y que ya no tenían edad para eso.

¿Qué había pasado? Lo que prometía ser una declaración de guerra se había transformado en una dulce tregua. Y todo parecía tener que ver con el coche y el teléfono. Esa horrenda máquina que nunca funcionaba como era debido. ¿Acaso prefería Ana que no la llamase? ¿Le gustaba que se hiciese el duro, que no respondiese? Lo cierto era que la mayoría de sus conversaciones eran de lo más banal, que si, oye ve tú a la farmacia al salir y compra couldina, que se ha acabado, que si vas a llegar a tiempo para recoger a Jorge de judo; no, mejor que se venga solo, y cosas así. Nada de romanticismo. Hacía años de aquello del “cuelga tú. No anda, tú”, que les podía durar horas.

Intrigado, aprovechó el momento en el que los niños se fueron a la cama y Ana se acercó a despedirse de ellos para coger su móvil. Leería el mensaje que le había enviado. Siempre se lo mandaban a él también. Abrió la carpeta de mensajes y buscó en el último. ¿Qué habría entendido esa máquina loca de “manos libres”? Si era capaz de confundir Luis con Cris y de entender los números como le daba la gana, también podía haber sido capaz de cualquier barrabasada. No pudo creer lo que leyó:

“Ana, cariño, que soy yo. Que te llamaba para pedirte perdón. Lo siento mucho. No sé qué me ha pasado. Pues eso, que me perdones. Te quiero mucho. Un beso.”

 

Se quedó de piedra. ¿Cómo podía haber entendido eso la máquina? Desde luego, él no lo había dicho. Miró a Ana, que volvía de las habitaciones de los niños. Vio algo en su mirada que recordaba. Sí, lo recordaba muy bien.  Dejó el móvil sobre la mesa. ¿A quién le importaban ahora los problemas técnicos? El “manos libres” funcionaba como le daba la gana, pero si en el taller decían que estaba bien sería porque estaba bien, ¿no? A lo mejor era eso lo que él había querido decir y ni siquiera había sido consciente de ello. A lo mejor ese trasto no era un teléfono sino un averiguador de emociones. Vete a saber. Decidió no pensarlo y vio a su mujer como hacía años, cuando él también tenía esa mirada que ya casi ni recordaba.

 

 

 

domingo, 16 de diciembre de 2012

Penélope


Cuando vio el nombre en la pizarra de la Iglesia - Tomasa Frutos - pensó; “Él volverá”. Pero inmediatamente desechó esa idea. “No, no lo hará. No vino cuando murió su padre, ¿por qué iba a hacerlo ahora, que es su madre la que ha muerto?”. La respuesta se la dieron en la tienda de Manolo:

-          Pues yo creo que esta vez sí que viene Pedro.

-          ¿Y por qué esta vez sí?

-          Pues, ¿por qué va a ser? Muertos Damián y Tomasa y siendo él el único hijo, vendrá a hacerse cargo del poco o mucho capital que haya.

-          Para eso sí, pero para cuidar a sus padres nada. No creo yo que tenga dónde rascar. Lo que le quedaba se lo habrán ido comiendo las monjas que les han atendido todos estos años.

-          ¿Tú crees?

-           Tú dirás. El uno, inválido. La otra, loca. Dos monjitas. Una por el día  y otra por la noche. Eso cuesta.-

-          No tendrá valor de venir ahora, después de haber estado sus padres como han estado y él sin aparecer.

-          Verás como sí que lo tiene

-          ¿Cuánto tiempo lleva fuera?, ¿veinte años?

-          Lleva más. Lo menos treinta.

 

Treinta y dos, pensó Carmen. Treinta y dos años desde que él se fue. Treinta y dos años esperando. Esperando, ¿qué?

 

Ella lo había sabido todo inmediatamente… Al igual que el resto del pueblo. Las noticias vuelan. Al principio no podía creerlo, hasta que Tomasa, tan dulce, tan comprensiva como siempre, se lo dijo:

 

-          Se ha ido, Carmen. Se ha ido y no volverá. Lo siento, no sabes cuánto lo siento, pero no le quedaba otra. El muy idiota… Con una novia como tú. Una muchacha buena y decente. Y va y deja preñada a la otra, a Pilar, la hija de Diego, el del callejón, que ya sabes lo  que se cuenta de ella. Ha tenido que cumplir, tú lo entiendes, ¿no? Él no podía dejarla. Muy mal hecho lo de preñarla, pero hecho está. Y él tenía que cumplir. Se casaron el martes, de madrugada. Don Ramón, el cura, no quería, decía que así, a escondidas, no le parecía bien. Pero Pedro insistió. Yo creo que fue por ti, Carmen, por no hacerte sufrir con una boda a la luz del día, para darte a entender que acepta a esa mujer y a ese hijo porque no le queda más remedio; pero que es a ti a quien quiere. Eso lo sé yo, lo sabes tú y lo sabe todo el pueblo pero… Es un hombre. Lo ha hecho y tiene que cumplir.-

-          ¿Dónde está? – Preguntó Carmen.

-          Se ha ido a Sevilla. Allí vive el hermano de ella y buscará trabajo. No quería quedarse aquí. Decía que no podía, que no era capaz de mirarte a la cara. Por eso no te ha dicho nada. Por eso ha huido como un perro. El muy idiota, con una novia como tú, tan buena y tan decente…-

 

Tomasa había sido como una madre para ella. Su relación se mantuvo a pesar de la marcha de Pedro. A través de sus visitas, Carmen supo del nacimiento de Pedrito, de la suerte de Pedro al colocarse en el Ayuntamiento de Sevilla, de sus nuevos hijos: Pilarín y Roberto y de sus vacaciones, siempre en la playa, lejos del pueblo y sus calores. Pedro fue espaciando poco a poco sus noticias hasta que prácticamente desaparecieron, limitándose a dos o tres cartas al año (por Navidad y en los cumpleaños de sus padres) que más tarde fueron sustituidas por llamadas telefónicas. Tomasa y Damián nunca conocieron a sus nietos. Pedro no volvió. Varias veces intentó que sus padres fueran a visitarle, pero ellos sólo habían salido del pueblo una vez, en su luna de miel. Fueron a la capital de la provincia, en un viaje tortuoso y desagradable que sació para siempre sus pocas ganas de ver mundo.

 

Y ahora Tomasa había muerto. Carmen sintió su pérdida como un peso más sobre su espíritu. Poco a poco se había ido apagando su interés por la vida. Cuando Pedro se fue (se fue y la abandonó para siempre) Carmen tenía veintiún años. Era joven, con esa belleza sencilla y sonrosada de la salud. Era la penúltima de siete hermanos y disfrutaba de lo que, poco a poco, le iba descubriendo la vida. Conocía a Pedro desde siempre, como al resto de los jóvenes de su edad que vivían en el pueblo. Pero tres años antes, en la Iglesia, durante la misa de doce, sus miradas se habían cruzado y todo había cambiado. Él estaba sentado a la izquierda, con su padre, en los bancos de los hombres. Ella a la derecha, con sus hermanas, en los bancos de las mujeres. Él la estaba mirando. Ella sintió el peso de sus ojos en la nuca y volvió la vista. Inmediatamente desvió la mirada. Pero no pudo evitar volverse hacia él al cabo de unos segundos. Seguía contemplándola. Sonreía. Ella también sonrió y entonces sintió que ambos estaban fuera de la Iglesia, en otro lugar, juntos, solos, que los demás se habían ido y que en sus miradas, en las miradas de los dos, se abría un camino en el que no existía el tiempo, y ese camino estaba lleno de sensaciones desconocidas aún por llegar, que sólo descubrirían recorriéndolo juntos.

 

Después vinieron las notas que él le entregaba por debajo de la ventana, con letra picuda y frases copiadas de las novelas. Por fin, a través de su vecina Mari Tere, una niña que a veces les servía de mensajera, le pidió que fuese su novia. Ella le dijo que sí. Y se lo habría dicho mil veces si él se lo hubiese seguido preguntando. Sí, sí, sí, sí… Claro que sí.

 

Se hicieron novios. Conocieron a sus respectivas familias y todo transcurría como era de esperar en estos casos. Carmen hacía lo que hacía todo el mundo y sentía que eso estaba bien. Con el tiempo, fijaron la fecha de la boda y Carmen y sus hermanas comenzaron a coser el que sería su vestido de novia.

 

 Recordaba el roce de los labios de Pedro en aquel primer beso que la sorprendió en el portal de su casa. Y el sabor de la lengua de él en los recodos de su boca en los besos que vinieron después. El calor de su cuerpo cuando, como sin querer, se rozaban con un brazo o una pierna al bailar el pasodoble en las fiestas. Y sobre todo, recordaba la presión de sus brazos envolviéndola al abrazarla. Esa presión que le hacía sentir que nada malo podría pasarle jamás.

 

Él le pidió cientos de veces algo más. Ella se negó cientos de veces. “Cuando nos casemos”, repetía una y otra vez. Y volvía a casa, se encerraba en la habitación que compartía con tres de sus hermanas y rezaba y rezaba para que el día de su boda llegara cuanto antes. Rezaba porque quería estar siempre con él. Y también porque, aunque no se atreviese siquiera a pensarlo, ella quería apagar ese ansia que la recomía cuando estaban juntos. Ansia por tocarle. Ansia por descubrir todo aquello que imaginaba y aquello que ni siquiera se atrevía a imaginar. Se acostaba deseando dormir hasta el momento en el que pudieran volver a estar juntos y así no pensar más en él, porque hacerlo le dolía.

 

Un día, cuando quedaba un mes y medio para su boda, él desapareció. Desapareció sin dar ninguna explicación. Se fue y la abandonó para siempre. Supo que se había casado y que su mujer estaba embarazada. Supo que se había quedado embarazada mientras ella cosía su traje de novia y apagaba sus ansias de Pedro rezando para estar siempre con él. Supo que Pedro la había engañado. Pero, a pesar del dolor que le causó su traición, hubo otro dolor más grande que creció y superó la humillación de verse abandonada. Pedro se había ido. Pedro no volvería. Creyó volverse loca. Sabía que si él hubiese vuelto y le hubiera pedido que le siguiera, lo habría hecho. Se habría ido con él, sin importarle nada. Ni las habladurías, ni que él estuviese casado, ni siquiera que fuese a tener un hijo de una mujer con la que  había estado mientras le juraba amor eterno a ella. Cualquier cosa, cualquier cosa con tal de estar a su lado. Se odió una y mil veces por haberse negado. Pensó que, si hubiese hecho lo que Pedro tanto le pidió y ella tanto deseaba, si hubiese desoído los consejos de sus padres, si no hubiese sido tan decente, ella sería ahora la embarazada y estarían juntos. No podía soportar que todo el mundo alabase lo buena y decente que era. “Puta y mil veces puta antes que estar sin el hombre al que quiero”, deseaba gritarles a todos.

 

Pero, en lugar de eso, callaba y lloraba todo el día. Al principio el dolor era tan grande que sólo se calmaba cuando pensaba que todo era mentira, que se trataba de un mal sueño, que Pedro volvería, se casarían, estarían siempre juntos y tendrían hijos. Y los verían crecer y los verían marcharse y al final envejecerían el uno junto al otro.

 

Cuando el día fijado para su boda llegó y pasó sin que él apareciese, Carmen guardó el vestido de novia, aún sin terminar, en el fondo de un baúl y encerró con él sus esperanzas.

 

Nunca se habló de Pedro en su casa. Tampoco del vestido. Ni siquiera cuando Soledad, su hermana menor, burló la suerte que tenía escrita desde su nacimiento y se casó con un representante de productos de limpieza que recorría los pueblos con su maletín y sus muestras. Cuando Soledad nació, Rosa, la vecina, que había actuado como comadrona en el parto, sentenció: “Es una niña, Dolores, para que te cuide cuando seas vieja”. Pero Soledad se casó y se fue de allí, como lo habían hecho el resto de los hermanos, salvo Carmen. En ese momento, ella supo cuál era el destino que le estaba reservado: ocupar el puesto de su hermana Soledad y cuidar a sus padres cuando envejeciesen.

 

Y eso fue lo que hizo desde entonces y, sobre todo, durante los siete años que duró la lenta agonía de sus padres. Ambos murieron nonagenarios. Ambos murieron de un cúmulo de pequeñas enfermedades que les fueron apagando poco a poco, haciéndoles más y más dependientes de Carmen.

 

Cuando los dos finalmente fallecieron (en un intervalo de un año) Carmen sólo deseó que su longevidad no fuese hereditaria pues, cumplido su único destino en este mundo, no encontraba razón alguna para seguir viviendo.

 

Y ahora la muerte de Tomasa. Y esa sensación vagamente familiar que no la dejaba pensar en nada. Llegó a su casa y, por primera vez en los últimos años, se puso frente al espejo con la intención de mirarse.

 

Le costó reconocerse en esa anciana delgada, de rostro anguloso y pelo cano, recogido en un moño bajo. Ésa era ella. Y también lo era esa joven regordeta de pelo rizado que recordaba mirándose en el mismo espejo años atrás. Pero entre las dos imágenes no había ningún parecido. Se avergonzó de su aspecto. “Parece que tengo setenta años. Estoy fatal. ¿Y si me arreglase?”, pensó, “quizá un corte de pelo… Pero, ¿qué digo?, ¿por qué me voy a cortar el pelo yo ahora? Estoy empezando a chochear. Estoy bien como estoy. No tengo por qué gustarle a nadie. Además, él no va a venir. Y si viene… ¿Y ella?, ¿cómo estará ella?”. Recordó a una muchacha alta y de formas generosas, con el pelo castaño cortado a la última moda y vestida con las faldas más cortas del pueblo. “Los niños le habrán dejado huella. Y los años. No hay más que ver a mis hermanas. Todas gordas después de parir.” Pero aun así no pudo evitar comparar la imagen de su recuerdo con la que le ofrecía el espejo. “Estoy loca. ¿Cómo se me ocurre siquiera ir? No iré y ya está. Quien evita la ocasión evita el peligro. No tengo por qué exponerme a esa vergüenza. No tengo por qué. Yo en mi casa y ya está”. Pero pensó en Tomasa. “No, tengo que ir. Tengo que hacerlo por ella. Además, Pedro no va a venir.”

 

Pero, por si acaso, pasó por la peluquería por primera vez en los últimos diez años y buscó en su armario algún vestido que no estuviese totalmente pasado de moda.

 

Después de varias pruebas se decidió por el traje que se compró para el entierro de su padre. Volvió a mirarse en el espejo. “Bueno, ahora sólo parece que tengo unos sesenta”. Seguía sin encontrar parecido alguno con la chica de mejillas sonrosadas que se probaba su vestido de novia frente a ese mismo espejo. Pero era ella. También era ella. Finalmente decidió buscar en el fondo del baúl, aquél en el que guardó su vestido y encontró el broche que Pedro le regaló cuando cumplió veintiún años. Lo limpió y se lo colocó en la solapa. Contrastaba demasiado con la sobriedad del traje. Decidió guardárselo en el bolsillo. “Ya voy a dar pie para cinco años de cotilleos. No es necesario darles más de qué hablar. Me lo guardaré y, si viene Pedro, lo prenderé de la solapa para que me reconozca”.

 

No es que tuviese dudas. Él la reconocería. Seguro. Bastaría con mirarle, con que se mirasen, para volver a sentir aquella sensación de años atrás. Como en la Iglesia. “Hay cosas que no cambian. Que no pueden cambiar. Y ésta tiene que ser una de ellas”. Pero tampoco era necesario dejarlo todo al azar. “Una ayudita siempre viene bien”, pensó y se dirigió a la Iglesia, al entierro de Tomasa.

 

Cuando llegó a la calle Mayor oyó el comentario de dos mujeres que también iban a la Iglesia:

 

-          Pues ha venido el hijo.

-          No me digas. ¿Ahora?, ¿después de tanto tiempo?

-          Sí. Llegó a mediodía, con sus hijos.

-          ¿Y su mujer?, ¿la Pili, la de Diego el del callejón, viene también?

-          ¡Qué va!, al parecer murió el año pasado, de cáncer. Como Tomasa estaba ida, si se lo dijeron, ni se enteró. Y como la familia de ella está toda fuera, que ninguno se quedó aquí, pues nadie sabía nada…

“Muerta”, pensó Carmen, “muerta hace un año”. Pilar está muerta. La mujer que le había arrebatado sus sueños, ya no estaba. Pedro estaba solo. Solo. Y había vuelto. Había vuelto al pueblo. Estaba allí. Estaría en la Iglesia. Otra vez. Se marchó por no hacerle la vida más difícil a ella. Y ahora volvía… Ahora que no estaba Pilar. Ya no había nada que les impidiese estar juntos. Pedro había vuelto… ¿Para estar con ella? No le cabía la menor duda. Desaparecido el motivo de su separación, ya no había nada que impidiese que pudieran estar juntos. Era el momento. El momento que ya no creía posible.

            Durante la misa no podía concentrarse. Cuando acabase, todo el pueblo daría el pésame a los familiares. Y entonces le vería. Volvería a verle. Al entrar en la Iglesia había adivinado la presencia de Pedro en el primer banco. Había reconocido su espalda ancha, sus hombros levemente adelantados y el remolino de su pelo. Era él. Era él tal y como le recordaba. ¡Estaba allí! Tan solo a unos pasos. Cuando terminase la misa, se levantaría y se aproximaría a la familia para darles el pésame. Y entonces, Pedro la miraría y todo volvería a ser como antes.

            Por fin terminó la misa. Carmen avanzó hasta los primeros bancos. Cuando llegó a la altura del hombre cuya espalda había reconocido al entrar, levantó la vista, con el corazón a punto de estallarle en el pecho. Y vio los ojos grises del hombre al que había estado recordando. Se tambaleó. Alargó la mano para estrechársela, ofreciéndole su sentimiento por la pérdida  de Tomasa. El broche brillaba en la solapa de Carmen. Instintivamente, lo rozó con el dedo índice.

-          Te acompaño en el sentimiento.- Dijo en un hilo de voz.

 

Entonces Pedro, con los mismos ojos y la misma expresión que Carmen había mantenido en su recuerdo, estrechó su mano y la retuvo un momento mientras le contestaba:

 

-          Gracias por todo. En nombre de mi abuela Tomasa.

Carmen ahogó un grito que desgarraba las verdades de su recuerdo. No era Pedro. Era su hijo. Pedrito. Claro. Debería haberse dado cuenta. El tiempo había pasado. Pedro no podía seguir como se había conservado en su mente. El hombre que tenía ante ella era joven, tenía exactamente treinta y dos años, los mismos que llevaba Carmen sin ver a antiguo novio. Miró a la derecha. Un hombre calvo y enjuto clavaba sus ojos grises en Carmen. Ella se volvió de nuevo a Pedrito. Después, al hombre que la miraba. Buscó en él algo del Pedro que recordaba. No encontró nada. Llevó su mano a la solapa y desprendió el broche en un rápido movimiento. Después, extendió la mano hacia Pedro y musitó: “le acompaño en el sentimiento”, mirando esos ojos grises, sin encontrar en ellos camino alguno por recorrer. Después siguió con la mujer que estaba a su lado y, una vez hubo terminado de saludar a la familia, abandonó la Iglesia.

            Llevaba en su mano el broche que le regalara Pedro. A su lado, pasaron dos mujeres, comentando:

 
-          Y esa de al lado, ¿era su nueva mujer?

-          Ya hay que tener prisa, para casarse otra vez antes de que pase un año de haber enterrado a la otra.

Por la cabeza de Carmen pasaron rápidamente las imágenes que componían su vida y que la habían acompañado durante los últimos años. La música de una canción de Serrat se repetía en su mente. Vio el vestido de novia inacabado en el fondo del baúl, las miradas en la Iglesia, Pedro pidiéndole matrimonio, los bailes en la plaza, Tomasa contándole que Pedro se había ido, la humillación y la soledad… Esa lacerante soledad.

Dejó caer el broche en una papelera y deseó haberse quedado en su casa esa tarde. Se subió las solapas del traje. Empezaba a hacer frío.

Y supo que todo había acabado. Ya no esperaría más en la estación. Ya no tejería más. Ni alimentaria las esperanzas que habían llenado sus últimos años. Dejaría de ser Penélope para ser sólo Carmen.

Pedro había vuelto. Pero él ya no volvería nunca.

miércoles, 5 de diciembre de 2012

Diario de invierno (Paul Auster)


Este es el tercer libro que leo del autor y, como los anteriores (“Brooklyn Follies” e “Invisible”), me ha resultado fácil y muy cercano.

El estilo de Auster, aparentemente sencillo, hace que conectes con el protagonista. En esta ocasión, simplemente con leer la solapa, sabes que es una autobiografía y que autor y personaje son el mismo; pero aun en los casos en los que no es así – como en “Brooklyn Follies” – consigue trasmitir la sensación de que estás ante una historia real, contada con la autenticidad de quien la ha vivido.

“Diario de invierno” es una novela en la que Auster nos acerca a su vejez a través de una rápida visión (aparentemente desordenada) por los momentos más importantes de su vida y por otros, que a duras penas puedes creer que fueran significativos, pero que a él le han quedado en el recuerdo y ha decidido compartir.

Me ha recordado a “La hoja roja” de Miguel Delibes. Aunque las novelas son distintas, en ambas la sencillez de la escritura esconde un trabajo muy elaborado y te acerca a los años finales de una existencia que observa el protagonista y muestra al lector. En las dos novelas, lo cotidiano, lo aparentemente anodino, se eleva a la categoría de literario y trasciende del día a día para construir un retrato que ahonda en complejidades psicológicas, en sentimientos de culpa que se arrastran y aparecen en situaciones inesperadas, en marcas del pasado que van aflorando enlazadas en recuerdos pretendidamente inconexos.

En cuanto al estilo, el uso de la segunda persona (difícil tanto para el autor como para el lector) le da a “Diario…” un aire de conversación, de diálogo, no se sabe muy bien si interno o con el otro - espectador a través de las páginas - al que rápidamente te acostumbras. Lo utiliza Auster en otras novelas (al menos, en “Invisible”), pero aquí llena toda la narración y no deja de ser curioso que lo emplee -  en lugar de la primera persona - en una autobiografía.

Por lo demás, los cambios temporales, el uso de diversos recursos, como los listados de domicilios que ha tenido, la ausencia de capítulos, los diálogos enmarcados dentro de la narración, desmienten la aparente sencillez del estilo de Auster y hablan de su maestría en el oficio de construir universos a través de la palabra. Universos en los que, a poco que te esfuerces, no te extrañaría estar viviendo… Aunque no seamos judíos. Ni vivamos en Brooklyn. Ni escribamos novelas o hagamos películas. Aunque no seamos Paul Auster.


www.priceminister.es


 

lunes, 3 de diciembre de 2012

Por encima de sus posibilidades


Se miró por última vez en el espejo y se vio como era a veces, como era ahora: madura, sofisticada, con el toque justo de maquillaje, que no pretendía disimular los estragos de los años, sino resaltar lo que siempre tuvo.

Acabó de vestirse mecánicamente y salió de allí. No había cruzado la calle cuando traspasó mentalmente el umbral de su otra vida y volvió a ser el ama de casa que regresa en el autobús. Esa vecina un poco seca, la verdad, que siempre saluda pero que nunca va más allá. La del sexto, la que tiene los dos niños que van al colegio de los curas. Su marido sí era simpático, pero ella no. Ella guardaba siempre las distancias, como si se creyese superior, como si estuviese allí, viviendo en ese piso de barrio de clase media por equivocación. Fernanda, se llamaba, pero a ella no le gustaba. Ella prefería que la llamasen Nana. Y allí, en su casa, con sus vecinos, ese diminutivo sonaba tan pueril como sus aires de grandeza.

Fernanda, Nana, era ama de casa y vivía en uno de los áticos del bloque. Tenía una asistenta que ibaa su casa todos los días y nadie le conocía otra ocupación que no fuese la de cuidarse. Lunes, miércoles y viernes al gimnasio.  Los martes, a la peluquería, siempre había algo que retocar. A veces la manicura, otras las mechas. El caso era estar de acá para allá, no parar en casa. No tenía amigas. Al menos, en el barrio. Si acaso, tendría alguna de la infancia, de la época de la Facultad. Alguna con la que tomar un café esos días en los que se iba por la mañana, poco después de dejar a los niños en la parada de la ruta y volvía después de comer, con el maquillaje intacto, como si se lo acabase de retocar.

Fernanda era una mujer extraña. Extraña en ese ambiente, que no parecía el suyo y extraña en su propia familia. Era como si la hubiesen trasplantado, como si la hubiesen traído de otro mundo, de otra vida (esa que parece ser que fue la suya, la de su familia de origen, la  que tuvo antes de venir aquí) y la hubiesen abandonado en un entorno en el que no encajaba.

Su marido, Pedro, era más simpático. Demasiado quizá. Aprovechaba cualquier ocasión para hilar una conversación. Sería por su trabajo. Era Director Comercial. Estaba todo el día fuera. Y le debía de ir bien, porque aunque el barrio era de clase media, el ritmo que ellos llevaban no estaba mal. No estaba nada mal, sobre todo ahora, que las cosas iban de capa caída y el que más y el que menos pasaba apuros para llegar holgadamente a fin de mes. Y ellos con asistenta, con dos coches y dos plazas de garaje. Y los coches casi nuevos. Los niños en el colegio de los curas, el que estaba pasada la carretera, el bueno, el que era todo de pago, No, mal no le debía de ir a Pedro porque aparentaban tener la vida que Nana (Fernanda) debió dejar aparcada cuando decidieron mudarse a este barrio que, a todas luces, le pegaba más a él. A Pedro no se le veía natural con los trajes de marca que llevaba. Era como si el cuello de las camisas (de diseño inglés, que en eso Nana era muy suya) le quedase siempre pequeño y las mangas demasiado largas. A pesar de que estaban hechas a medida, con sus iniciales bordadas sobre el pecho izquierdo y todo.

Pero Pedro hacía tiempo que había dejado de vender.  Aunque nadie lo sabía en el barrio. Nadie salvo Nana. Pedro se vestía todos los días con uno de sus estupendos trajes y cogía el maletín para ir a buscar trabajo. Esa era su ocupación. Desde que, cuatro meses atrás, una reorganización se llevase su puesto por delante. Le dedicaba horas, tantas o más de las que había empleado antes con los clientes. Se preparaba cada día la estrategia y salía dispuesto a todo, convencido de que ese sería el momento, de que al fin encontraría el trabajo que necesitaba.

Y mientras tanto, Fernanda (Nana) seguía con sus ocupaciones: lunes, miércoles y viernes, gimnasio y un día a la semana peluquería. A veces tenía que cambiar las citas porque surgía algo, una llamada, que atendía discretamente en su móvil. Y entonces, como hoy, salía a otra hora, vestida como cuando antes – en esa otra vida – quedaba a comer o a cenar con sus amigas de la Facultad, con ese aire informal pero cuidado, con ese maquillaje suave que realzaba su rostro sin tratar de repintar su edad.

Y cuando eso pasaba, Fernanda (Nana) tardaba un poco más de lo habitual en volver, y al cruzar la línea imaginaria de la Avenida de Cannes, cuando el autobús pasaba por esa calle, dejaba de ser un ama de casa algo seca para ser, de nuevo, Yvonne, la discreta acompañante de hombres maduros, solitarios o, simplemente de paso, que por un precio más que alto atendía sus necesidades durante el tiempo estipulado.

 Y, si cuando Pedro volvía, ella aún no había regresado, no pasaba nada. Él esperaba, nervioso, eso sí, no lograba acostumbrarse; pero esperaba paciente a que su mujer, la seca, la fría Nana volviese dejando atrás a la sofisticada Yvonne, para poder seguir jugando a la familia feliz que vive una vida por encima de las posibilidades de sus vecinos.

martes, 13 de noviembre de 2012

No me importó


No me importó. Al contrario, me alegré tanto de verla… Al principio nadie se atrevía a darme la noticia. Mis amigos se miraban entre ellos cada vez que surgía el nombre, intentando cambiar de conversación. Por eso supe que pasaba algo. Por eso y porque sus llamadas se espaciaron. Un poco al principio. Algo más al cabo de unos meses. Y todo el verano sin recibir una sola noticia de ella. ¡Qué gusto! Y también ¡qué raro!

La separación había sido un verdadero calvario y el deterioro de nuestra convivencia aún más. ¿Cuándo empezó? No sabría decirlo. Si me hubieran preguntado hace unos meses hubiera dicho que en realidad nunca nos llevamos bien. Pero eso no era cierto, era una exageración, como lo fue también ese sentimiento de intensidad, esa sensación de ser los únicos, que tuvimos al principio. Ahora lo veo. La nuestra fue una relación normal. Apasionada al principio. Sin hueco en el pensamiento para otra cosa que no fuéramos nosotros. Creyéndonos tan afortunados y tan distintos… Y cuando casi estábamos tocando el cielo, empezamos a caer. Como pasa tantas veces. Y ya no dejamos de hacerlo. No fuimos capaces de verlo. O sí, y no nos importó. No lo sé. Éramos tan viscerales en todo, que lo fuimos también en las discusiones, en los odios, en el empeño en atarme de ella, en mis ganas de herirla… Años y años sabiendo lo que teníamos que hacer y encontrando excusas para no hacerlo. Hasta que tomé la decisión. En las Navidades pasadas. Bonita fecha. Supongo que no hubiera podido hacerlo de otro modo. No como el resto de las personas. Quizá soy muy débil, o muy tonto, o vete a saber. Hace unos meses no hubiera dicho esto. No me hubiera echado la culpa de nada. Era ella, ella, la que se empeñaba en retenerme, la que no me dejaba vivir.

Por eso me vino tan bien esa oferta, ese contrato fuera de España. La excusa perfecta. Sabía que no iba a venir conmigo. Ella no dejaría a su familia, a sus amigos, ni siquiera dejaría ese trabajo que decía odiar pero que tanto la enganchaba. No, ella no vendría. Y no porque fuese Alemania, que también, que ella sólo hablaba inglés y mal. Bueno, también español, claro, pero alemán, no, ni una palabra. Pero no era ése el motivo. Ella no hubiera venido ni a Albacete. No se hubiera ido de Madrid. Si hasta salir de su barrio le costaba. Lo tenía todo tan cerquita… A veces me preguntaba por qué le gustaba tanto vivir en la ciudad, si luego sus días se reducían a un círculo tan pequeño. Podría haber hecho lo mismo en cualquier pueblo…. Pero ella decía que no, que en Madrid podíamos ir a los estrenos de las mejores obras de teatro, a cualquier espectáculo, salir por la noche de garito en garito sin necesidad de repetir, pasar desapercibidos… Pero no lo hacíamos, no hacíamos nada de eso. Si acaso, ir al cine de vez en cuando. Por eso supe que era mi oportunidad. Y acepté casi sin pensar. Una buena oferta, sí, y en un momento como éste. Pero, sobre todo, la llave para conseguir, por fin, mi libertad. Y no fallé. Dijo que no. Que no venía. Lloró, suplicó, insistió en que cambiase de idea, que me quedase con ella en Madrid, pero esta vez sí fui inflexible. Y, si hasta entonces, me había echado para atrás en cada una de las ocasiones en las que intenté que nos separásemos,  esta vez no lo hice. Me fui. Sin ella. Por fin.

La libertad no me supo tan bien como me había imaginado. La culpa me perseguía. Seguía sintiéndome cobarde por haber utilizado esa excusa, por no haber sido capaz de afrontar que ya no quería estar con ella, que hacía tiempo que ninguno de los dos deseaba seguir con el otro, aunque nos empeñásemos en lo contrario. Y ella me llamaba para recordármelo. Para recordarme todo aquello que me había llevado a dejar de quererla. Me ponía delante de sus defectos, ésos que tan bien conocía y me había repetido a mí mismo hasta la saciedad en los últimos años.

Pero lo había conseguido. Por fin estaba solo. Sin ella. En una ciudad extraña, con un trabajo nuevo y complicado, sin amigos. Totalmente solo. No era fácil. Llegué a extrañar sus desplantes, sus gritos en cuanto algo no le gustaba, sus ganas de tener razón siempre. Llegue a echarla de menos. Nunca lo hubiese creído.

Quizá por eso mis amigos no se atrevían a decírmelo. Quizá por eso me encontré con ella por azar. En la cola de un cine. Yo había venido a ver a mis padres y a dar una vuelta. Últimamente lo hacía menos, pero, al principio, en cuanto encontraba una oferta, un vuelo barato, me plantaba aquí el fin de semana. Hacer amigos allí estaba resultando algo complicado. Casi todos tenían familia, y ese horario, tan conveniente para algunas cosas, era matador para mí. En casa a las seis y media. A las siete como tarde. Me buscaba actividades, claro: un curso de alemán para perfeccionar el idioma, me había apuntado a un gimnasio, incluso estaba valorando la posibilidad de estudiar canto. Siempre me había gustado, pero en España quedaba raro, se veía muy femenino. Aquí no, aquí la música se valora mucho. Pero por más que me empeñaba, tenía que reconocer que me aburría. Por eso me escapaba siempre que podía.

Era una película española, de esas que sabía que no iba a poder ver en casa. Estaba esperando mi turno, con la mirada perdida al frente, cuando la vi llegar. Noté sorpresa en su gesto. E incomodidad. Enseguida supe por qué. No estaba sola. Iba con un hombre de unos cuarenta años, alto, bastante más que ella (y sí, he de reconocerlo,  bastante más que yo), con el pelo canoso y con entradas, la barbilla cuadrada y aspecto pulcro, como sacado de un anuncio de un producto familiar. Nada destacable.  

Eso era lo que mis amigos no querían contarme. Pensaban que me iba a molestar. Pero no fue así. Me alegré tanto de verla contenta…. Porque lo estaba. Y nerviosa también. Nerviosa por haberse encontrado conmigo.

La vi distinta. Quizá es que hacía mucho tiempo que no la recordaba feliz. Al principio sí lo estaba, cuando nos conocimos, cuando todo en ella me gustaba, cuando contaba el tiempo por las horas que faltaban para verla. Entonces sí, entonces tenía el mismo gesto relajado y se le escapaba la risa por cualquier tontería. Como ahora.

Él se llamaba Ricardo. Nos dimos la mano y en su cara vi que ella le había hablado de mí. Era lógico, ¿no? Al fin y al cabo habíamos estado casados. Hasta el año pasado. Me pregunté qué le habría dicho y enseguida me contesté que nada bueno. Ella, como yo, tenía sólo los recuerdos malos, los que se nos habían quedado pegados en la sima de los últimos años de convivencia.

Me alegré tanto por ella, por ver que había encontrado a otra persona, que casi se me olvidaron esos momentos. Fue como abrir la compuerta de los recuerdos para dejar que saliesen los mejores, los que habían estado sepultados por la miseria de nuestras acusaciones, por el rencor, por el día a día. Y volví a ver esas arrugas que se le formaban en los ojos al reír, achinándoselos. Esas arruguitas que tanto me habían gustado. Y noté de nuevo su olor, por debajo de la fragancia del perfume – nuevo para mí - , ese olor que me trajo sensaciones ya olvidadas. La miré y vi en su mirada, vuelta hacia Ricardo, algo muy familiar, que ya casi ni recordaba. Pero ahora no iba dirigida a mí.

Me gustó verla. Me reconcilió conmigo mismo y con mi pasado. Me trajo los recuerdos buenos que no se habían borrado del todo, y me hizo darme cuenta de mis errores.

Sí, no me importó. No me importó y me alegré tanto por ella que supe por qué la quise entonces y supe, también, que hacía mucho tiempo que había dejado de hacerlo.