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viernes, 10 de agosto de 2012

Cosas de familia

Hoy, de nuevo, voy a dejar una historia inventada surgida de otra real. El fin de semana pasado me sorprendió otra vez con charlas que me evocaron relatos, entre la arena y la sombra del toldo de la playa. Está claro que cuanto más salgo de casa más me inspiro. Tengo pendiente otra historia, pero esa tardará algo más en llegar. Gracias a la protagonista de ésta por cederme algunos de los hilos que me llevaron a tejer este cuento que no es del todo mío...

"La tía Brígida seguía dando la lata hasta después de muerta. Como el Cid. Y es que siempre había sido una cascarrabias. Todo un carácter. Y le había tocada a ella, a ella precisamente, ir a recoger sus cosas. No sabía de qué le servía ser “la mala”, la hermana crápula, la rebelde, la que nunca acudía a las reuniones familiares, con la que no se podía contar. Al final, Sara siempre se las apañaba para librarse de todo. Con su aspecto pulcro e impecable, de niña buena, de madre joven, que es lo que era y no una divorciada sin hijos como ella.

Sara era el orgullo de la familia. Siempre lo fue. Formalita. Haciendo justo lo que se esperaba. Sin dar disgustos. Llegando a todo a su tiempo. Con un expediente académico sin lustre pero sin mancha. Con ese trabajo tan bueno y tan conveniente. Casada con su novio de toda la vida, gris y aburrido como ella. Con unos hijos, tres, que parecían el mismo y parecían también su madre. O su padre. O los dos. Sosos. Pero, en el fondo, era mucho más lista que ella. Estaba segura. Porque siempre se libraba de todo. Y quedaba fenomenal.

No como Eugenia, la vergüenza de la familia. Desde que recordaba. Siempre con problemas en el colegio. Y no por las notas, no, sino por el comportamiento. A punto de que la expulsasen en varias ocasiones. Se pasaba más tiempo fuera que dentro de la clase, castigada. De un novio a otro, que ella nunca los hubiera llamado así, pero a ver cómo se lo explicaba a su familia, que eso de los rollos no lo entendían. Sólo novios. Y sólo formales. Imposible con Eugenia. Y con ese carácter. No se podía contar con ella para nada. No en una familia como la suya, de misa diaria. Una familia de bien, como las de antes, como Dios manda. Con el abuelo exfalangista, que combatió en la División Azul – o eso decía, aunque nunca fue capaz de dar un solo dato que lo confirmase - con las mujeres rezando el rosario. El rosario que dirigía siempre la tía Brígida. La peor de todas. La más estirada, la más estricta, la que miraba a Eugenia con gesto reprobador.

Y ahora estaba allí, en el piso de la calle Luchana. Ese piso de techos altos y pasillos interminables, exterior, aunque no se veía la luz más que en algunas de las habitaciones. Con esos cuartos que no se llamaban de un modo normal, que no tenían los nombres que había en otras casas, sino que eran el gabinete, el despacho, el office. Esa casa, que podría ser bonita, era sin embargo como la tía Brígida, oscura, estirada. Llena de muebles antiguos pero sin gracia, acumulados con un gusto discutible, todo muy ordenadito y limpio, eso sí. Impecable. Feo. Como su familia.  Brígida la frígida, la llamaban las hermanas cuando eran pequeñas. Luego Sara renegó del apodo, pero para Eugenia siempre fue como un apellido. Le salía solo y a veces tenía que hacer esfuerzos por recordar que no podía llamarla así en público.

Nunca se habían llevado bien. Y eso que, para Brígida, la madre de Sara y Eugenia era la preferida de sus sobrinos. Porque era su tía abuela. La hermana pequeña de su abuela Águeda. Entre ellas había más de diez años de diferencia y siempre habían vivido juntas. La abuela se hizo cargo de ella cuando quedaron huérfanas, en la guerra. Se la llevó a  casa, a esa casa en la que estaba ahora Eugenia. La que fue de sus abuelos y conservó Brígida cuando ambos murieron.

“Qué vida más triste”, pensó Eugenia. “No la envidio nada. Siempre sola. Pendiente de todos. De mamá, del tío, de nosotros…. Era un rollo, pero la pobre no debía de tener muchas cosas para entretenerse. Quizá por eso estaba tan amargada.”

No sabía por dónde empezar. Abrió el armario del dormitorio de su tía. Un armario oscuro, de tres cuerpos, tan sobrio como ella, sin adornos. Los tiradores plateados y sin ningún tipo de motivo. Tenía aspecto de ser de los años setenta. “Si al menos los muebles fuesen antiguos, si tuviesen estilo… Podríamos hacer algo con ellos, pero así, así dan ganas de vender la casa con todo dentro”. Vestidos. Vestidos oscuros, de líneas rectas. Largos, por debajo de la rodilla. No le costaba verla al mirarlos. “Como la señorita Rottenmeier”, se dijo. “No hay nada aprovechable.” Pasó la mano por la ropa. “Los cojo todos y los llevo al contenedor.” Y los fue descolgando de las perchas y dejándolos en una bolsa grande que había llevado. Cuando estaba a punto de terminar vio una caja en un estante. Una caja que le sonaba. Era de latón y estaba decorada con dibujos de colores. No recordaba bien, pero creía que era de Cola-Cao, antigua, de cuando ella era pequeña. Pensó que encontraría hilos dentro, que era la caja de la costura, pero cuando la abrió vio cartas. Cartas y fotos.

“Vaya, esto promete”. La cogió y se sentó en la cama, dispuesta a entrar en la vida de Brígida, de la correcta Brígida. No sabía por dónde empezar. Y no es que tuviera escrúpulos, no, que a ella eso de la intimidad cuando se trataba de la gruñona de su tía, no le daba ningún reparo. “Empezaré por el principio, ¡qué tontería!” y cogió la primera carta del montón. Tenía aspecto de ser antigua, con los bordes amarillentos y la letra del sobre desigual. Eugenia no sabía qué esperaba encontrar, pero desde luego no lo que leyó.

La carta tenía fecha de 1941, de agosto de 1941. Estaba escrita desde Toulouse. “¿Quién escribiría a la tía desde Francia?” Comenzó a leer con dificultad, la letra no ayudaba mucho. A medida que iba avanzando, su gesto de asombro se hizo más y más grande. “Es un hombre. Un hombre que escribía a la tía”. Un hombre que le dedicaba frases cariñosa, tan cariñosas que nunca hubiese imaginado que alguien se las pudiese decir a la estirada de su tía. Le contaba que estaba bien. Que no se preocupase. Que había conseguido pasar a Francia y que se ganaba la vida. Que no la olvidaba, pero que por ahora no podían encontrarse.  Le preguntaba por la niña. ¿La niña?, ¿a qué niña se refería?  Eugenia tuvo un presentimiento. Pero no podía ser. Su tía era soltera, soltera de toda la vida. Solterona. Y por supuesto, no tenía hijos. ¿Cómo iba a tenerlos ella, una mujer religiosa, defensora a ultranza de la moral cristiana y del sagrado sacramento del matrimonio? No, el hombre de la carta – un tal Francisco – no podía ser el amante de su tía. ¿O sí? La verdad era que, por muy estricta que fuese, la mujer podría haber tenido algún novio, ¿por qué no? Toda su vida no habría sido una vieja solterona. Eugenia no la recordaba de otro modo que no fuese con sus vestidos oscuros y su moño tenso, con el gesto agrio y dispuesta a saltar por cualquier cosa. Pero Brígida tenía que haber sido joven en algún momento, aunque Eugenia no pudiese ni imaginársela.

Revolvió los papeles de la caja y encontró una foto.  Una vieja foto sepia con los bordes doblados. En ella un hombre y una mujer, apenas dos muchachos, sonreían a la cámara, el brazo de él pasando por encima del hombro de ella. Le costó reconocer a la tía Brígida en esa joven alegre, con dos trenzas recogidas en la parte superior de la cabeza, vestida con ropas claras y estampadas. No se podía saber bien de qué color porque el blanco y negro de la foto no dejaba adivinarlo, pero claras en definitiva, lejos de los tonos marrones y grises que habían llenado su vida. La vida que Eugenia recodaba.

“La tía Brígida tenía un pasado”, se dijo,” un pasado en el que, al menos, sonrió. Quizá no le duró mucho a la pobre, no le debió de durar, porque en la parte de atrás de la foto figura el año 1939 y la carta está fechada dos años después”. Se le fue. Se le fue Francisco, quienquiera que fuese. Ese chico moreno de mirada penetrante que sonreía, con ella, a la cámara y que le sonreía también a Brígida a través de las letras de su carta. La llamaba “Brigi”. Nunca se imaginó que el nombre de su tía se pudiese abreviar. No le pegaba. ¿Cómo se lo diría él?, ¿se lo susurraría, con esa sonrisa de la foto, acercando su cara al oído de ella? La tía Brígida tuvo un novio que la llamaba Brigi,  que la abrazaba y la hizo reír. Todo un descubrimiento. Pero las fechas y la carta no parecían querer decir nada bueno. Se separaron. Por algo se separaron. Supuso que por la Guerra Civil. ¿Cuántos años tenía entonces su tía?, ¿cuántos años tenía la niña crecida de la foto?, ¿quince, dieciséis? La abuela Águeda y ella se llevaban diez años. “A ver, vamos a pensar”, se dijo Eugenia, “no me acuerdo cuándo nació la abuela, pero ella siempre decía que en el glorioso año de la victoria tenía veinticinco. Veinticinco. Entonces tía Brígida, en 1939, tenía quince. Miró otra vez la foto. Una niña. Era una niña alegre como ya nunca lo fue.

Estaba intrigada. Había un montón de cartas. Las ojeó. Casi todas tenían la misma letra que iba cambiando a medida que avanzaba en el montón. Hasta que llegó a la última. La última era distinta. El sobre más blanco. La escritura redondeada. Hasta la tinta del bolígrafo era diferente: negra. La abrió. “Siempre he sido un poco impaciente, y leerme todo el fajo de cartas puede ser muy largo”, se dijo, “haré como con los libros, me leeré directamente el final”.

Sacó el papel. También venía de Toulouse, pero la carta estaba fechada más tarde. Bastante más tarde. En 2010. Hacía solo dos años. El estilo era completamente distinto, menos cariñoso, más actual. Alguien (aún no sabía quién, no había llegado al final y no había reparado en el remite) informaba a Brígida de que su abuelo había muerto. Eugenia tardó un poco en comprender que se trataba del abuelo de la persona que escribía. Su abuelo Francisco. ¡Francisco! Seguro que era el mismo Francisco de la otra carta. Cogió de nuevo el sobre. No, las direcciones no coincidían, pero eso daba igual, no era necesario que el nieto viviese en la misma casa del abuelo. Estaba claro que se trataba de la misma persona, pero ¿por qué informaban a la tía Brígida? Siguió leyendo. Le contaba que en su casa siempre habían sabido de su existencia y de la de Toñi. Eugenia tardó un tiempo en reaccionar. Toñi. No podía referirse… No, no podía ser. En su familia sólo había una persona que pudiera responder a ese nombre, aunque no recordaba que hubiese utilizado nunca semejante diminutivo. Era Antonia. Marian para todos. La madre de Eugenia. ¿Qué tenía que ver su madre con ese tal Francisco, que había muerto dos años atrás en Toulouse y con su nieto? ¿Por qué sabían de su existencia, como sabían de la tía Brígida? Recordó la fecha de nacimiento de su madre. 1940. Al poco de terminar la guerra. Un año después de la foto de bordes rotos y arrugados. Cuando la tía Brígida tendría, ¿cuántos?, ¿dieciséis? Y la abuela Águeda diez más, veintiséis, dos menos que el abuelo, que por aquel momento se disponía a partir para luchar en la División Azul. Dejaba en casa a su mujer, a sus dos hijos, Andrés y Marian y a su cuñada, a la que habían recogido poco después de morir sus padres. ¿O no? A Eugenia nunca le habían cuadrado las fechas, las fechas en las que el abuelo vino del frente para partir poco después con la División Azul. Las fechas que separaban los nacimientos de los dos hermanos, tan seguidos… “Ya ves, hija, tu madre, que se adelantó y fue prematura. Y en esos momentos. Lo que costó sacarla adelante”, se quejaba su abuela. Prematura. Sólo diez meses de diferencia con su hermano. Muy poco tiempo. Nunca había conocido a dos hermanos que hubiesen nacido en el mismo año, como su madre y su tío, en 1940. Y luego nada, ya no hubo más hijos. El abuelo (el excombatiente) y la abuela Águeda ya no tuvieron más, sólo dos, muy seguidos, y ya está. Extraño. Nunca le habían cuadrado las fechas y ahora se daba cuenta de que siempre había sospechado que había algo raro. Pero esto…. Decidió leer todas las cartas, para ver si se aclaraba el misterio. La tía Brígida era en realidad su abuela. Y además madre soltera, ¿quién lo iba a decir?

Pero resultó que no, que esa familia de misa diaria y moral estricta, no tenía una madre soltera que ocultar, sino algo distinto, quizá peor para ellos, porque hicieron todo lo posible para que nunca se supiese. Tenían una joven roja, casada por lo civil con un camarada fugado, que parió en la cárcel de Ventas por negarse a delatarlo. Una joven que, durante años, rezó y rezó el rosario en el salón de esa casa de techos altos que podía ser tan bonita y que era, sin embargo, tan ramplona, pidiendo poder reunirse con Francisco; viendo crecer a su hija a su lado sin contarle la verdad; agradeciendo día a día la caridad de su hermana y del santurrón de su cuñado; sabiendo que su amor, aún recordándola, amaba también a otra. A otra con la que vivía y con la que tuvo hijos. Más de uno. Tres en realidad. Tres hijos franceses, hermanos de su sobrina, que era su hija y no lo sabía y se empeñaba en ser Marian cuando era Toñi, su pequeña, igualita que su padre, con ese gesto que la delataba y sacaba de quicio a su cuñado Juan.

La tía Brígida, que era su abuela y vivió amargada. Que tuvo, quizá, un año o dos de momentos felices, como los de la sonrisa de la foto y luego nada. La que vio crecer a  Eugenia, tan distinta, tan igual a ella misma que le daba miedo.

Revolvió entre las cartas buscando algo más, algún otro recuerdo de un pasado que nunca se imaginó. Encontró otra foto, más moderna, pero también arrugada en los bordes. Ésta en color. Eugenia no recordaba haberla visto. Y sin embargo era ella. Ella misma, el día de su comunión, posando con gesto de fastidio al lado de la tía Brígida, tan estirada como siempre, con el pelo recogido en un moño y el vestido abotonado hasta el cuello. Pero había algo raro, algo por lo que Eugenia sabía que no había visto nunca la foto. Porque en la imagen, Brígida no miraba a la cámara, con el gesto desabrido y los ojos altivos que siempre tenía, sino que la miraba a ella, a la niña de comunión, con el vestido blanco recién planchado, tan incómodo. La miraba y tenía la misma sonrisa que Eugenia nunca le había visto y que la había sorprendido desde la foto sepia en la que, abrazada a un joven moreno que había resultado ser su abuelo, no podía ni imaginarse la vida que la estaba esperando.

Eugenia cerró la caja y la dejó en el armario. Se preguntó si su madre sabría algo de todo esto. Cogió la bolsa con los vestidos y bajó en el ascensor, dispuesta a tirarlos al contenedor. Decidió que no era posible, que su madre nunca lo habría aceptado. Ser ella misma la hija de una pareja casada por lo civil, con lo bruta que se había puesto cuando Eugenia anunció que no se casaba por la Iglesia. “Eso ni es una boda ni es nada”, le dijo y Eugenia, al final, cedió. Ser la hija de una pareja de rojos, ella, que pensaba que el PP era casi de izquierdas. No, su madre no lo sabía. Y no tenía por qué enterarse. Así era mejor. Sería su secreto. El secreto que fue de Brígida y que ahora era de Eugenia. El que la reconciliaba con su vida y la hacía ser normal a pesar de su familia. Porque sus abuelos no eran sus abuelos y, aunque su madre y su padre - el Coronel retirado - sí lo eran, ella había salido - ¿quién lo iba a decir? – al abuelo Francisco y a la abuela Brígida, y por eso no había sido nunca capaz de adaptarse a las normas, a esas normas que no eran las suyas y que ahora, por fin, veía tan lejos.

Acercó la bolsa llena de vestidos oscuros al contenedor de ropa y le pareció que Brígida, dondequiera que estuviese, aprobaba su decisión".


jueves, 2 de agosto de 2012

La abadía de los crímenes


Ésta es la segunda novela que leo de Antonio Gómez Rufo. La primera fue “La noche del tamarindo” de la que ya hablé aquí. Aunque, como dije en su momento, no puedo ser imparcial con “La noche del tamarindo”, ya que me recuerda muchas vivencias personales, veo en ambas novelas – tan distintas – un denominador común, que no es otro que la documentación. Son, las dos, novelas que requieren conocimientos específicos, una en medicina y la otra en historia, por lo que, la aparente facilidad de su lectura esconde, sin duda, un gran trabajo de investigación.

Tuve la oportunidad de hablar con Antonio en la última edición de la Feria del Libro de Madrid, donde compré esta novela que ahora comento, y me confirmó esa impresión. A él (como a mí) le atrae el estudio previo que requiere la escritura de un libro bien documentado. Esa mezcla de aprendizaje y transformación, de juego con una realidad cierta, que no puedes cambiar, pero que te acompaña en la creación de tu propia historia, encorsetándote y abriéndote, al mismo tiempo, nuevas perspectivas.

La novela está ambientada en el siglo XIII, y narra los misteriosos asesinatos ocurridos en el primer convento femenino del reino, situado en los Pirineos. Hasta allí, para darles solución, ya que las novicias fallecidas pertenecen a las principales familias de la comarca, llega el propio rey don Jaime I. La novela no trata de negar su deuda con “El nombre de la rosa”. Como ella, es de fácil lectura. Los acontecimientos se suceden vertiginosamente y, en sólo cuatro días, el misterio queda resuelto.

Me han gustado sus personajes femeninos, tan diversos. Esa monja-detective que se me antoja, sin embargo, difícil de encajar en plena Edad Media, quizá porque la época (como le pasa a gran parte de mis contemporáneos) me es bastante desconocida. La reina Leonor, que sufre el desamor con emociones atemporales y es esclava de su destino. Sus damas, pendientes de ocupar un tiempo vacío que parece imposible de llenar, aún contando con la ayuda de las horas de los rezos. Y las monjas, las del convento, con un secreto muy poco espiritual que ampara unas ambiciones más bien mundanas. Y todo ello se acabará descubriendo… de la mano de Constanza y el rey.

Me ha gustado también la trama política de la que habla el autor. Las luchas entre los nobles de Aragón y los de Cataluña. Ese guiño a la situación actual…  Los nacionalismos. Problemas viejos que intentamos adornar con aspiraciones pretendidamente nuevas.

En definitiva, una novela amena, que bebe de dos tradiciones narrativas, la histórica y la de detectives, sin llegar a enmarcarse totalmente en ninguna de ellas. Si te gusta la historia, pero no te ves capaz de leerte un libro demasiado contundente estas vacaciones, te recomiendo “La abadía de los crímenes”. Y si te gusta el género de detectives y además quieres quedar bien, mostrando unos conocimientos históricos sobre la Corona de Aragón en el siglo XIII, también.