redirección

Arder en la memoria


Sabía que no podía entrar en el cuarto, pero ese era el motivo que lo hacía tan fascinante. En él, su padre pasaba horas y horas, con papeles y cuentas que al niño se le antojaban imposibles de resolver. Por eso su padre estaba últimamente tan enfadado. Porque los deberes que tenía eran muy difíciles. Lo suponía al ver su cara, tensa, como las que se les ponían a sus compañeros cuando no se sabían la lección. A él casi nunca le pasaba eso. Él casi siempre acertaba las respuestas. Pero su padre debía tener una lección muy difícil en su trabajo porque hacía meses que no mudaba ese gesto preocupado. Su madre se lo había advertido varias veces: “No molestes a papá, hijo, que tiene muchas cosas que hacer. Es el trabajo. Tiene tanto…”

Por eso sabía que lo que estaba haciendo no era correcto y que le iba a traer problemas. Estaba entrando en el cuarto de los papeles de su padre, “el despacho”, como lo llamaba su madre. Un lugar prohibido. Y su padre, que estaba dentro, que llevaba toda la tarde, ya había entrado bastante enfadado, tanto que ni le había visto cuando casi choca con él en el pasillo: “Niño, quítate de en medio, joder”, había dicho y le había dado un manotazo. Su padre nunca le pegaba. No es que ahora lo hubiese hecho, no, solo había sido eso, un manotazo, para apartarle de su camino; pero la brusquedad del gesto desacostumbrado le había herido más que el golpe. Y luego estaba lo del taco. Su padre tampoco decía tacos. Al menos él nunca le había oído. En su clase, sus compañeros decían que eso no era posible, que todos los padres decían tacos. Que era algo de mayores. Pero él sabía que no, que su padre no los decía. Su padre era muy bienhablado. Y muy religioso. Iba a misa todos los días. Y los tacos eran pecado. Por eso, seguramente, los evitaba. Pero esta tarde no. Esta tarde presagiaba una tormenta mayor que las habituales, cuando los tres, su madre, su padre y él se sentaban a la mesa frente a la cena y no hablaban. Ni siquiera se miraban. Y hacía semanas que tampoco le dejaban poner la tele. Desde que una vez, viendo el telediario, su padre se puso rojo. Parecía que iba a gritar. Un grito inmenso, que le salía de lo más hondo de su cuerpo. Del estómago, o vete a saber, del intestino o algo. Del aparato digestivo, en todo caso. Esa lección la recordaba bien el niño. Pero no hubo grito. Solo un murmullo ahogado, que parecía un sollozo y luego un movimiento de cabeza continuo, de un lado a otro, que semejaba un “tic” y al final unas frases, cuyo sentido él no logró entender.

-      No puede ser, Rosa, no puede ser. ¡Qué vergüenza, por Dios, qué vergüenza!... Y ahora, lo sabe todo el mundo…-

No es que él no entendiese el significado de las palabras. Claro que lo conocía. El significado de cada una de las palabras de esas frases, pero no entendía por qué las decía su padre. Sobre todo, no entendía por qué las decía su padre después de haberse sorprendido mucho al ver algo en las noticias. Pero no le contaron qué pasaba. Solo supo que, desde entonces, ya no se ponía la tele en casa durante la cena.

Pero hoy había terminado los deberes antes. Aún quedaba al menos una hora para cenar y decidió arriesgarse. Decidió arriesgarse y entrar en el lugar prohibido. Y con su padre muy, pero que muy enfadado. Estaba jugando con fuego. Pero no podía evitarlo.

        Al principio no oyó ni vio nada. Estaba muy oscuro. Pensó que quizá su padre había salido del cuarto y él no le había visto. Le extrañaba, porque había estado muy atento toda la tarde y solo había notado un ruido, un ruido extraño pero muy leve. Y luego nada. Comenzó a distinguir las formas. La mesa, al fondo, llena de papeles en un aparente desorden que seguramente tenía alguna lógica para su padre. Y luego le vio. Estaba allí. Se detuvo, temiendo que le hubiese descubierto, dispuesto a aguantar la regañina. Pero no pasó nada. Su padre seguía quieto, en la misma postura. Una postura extraña, la verdad, los brazos caídos a los lados de la butaca y el cuerpo recostado sobre el respaldo. Quizá estuviese dormido. No alcanzaba a verle la cara. Decidió acercarse un poco más.

        Su padre no había sido siempre así. Antes era distinto. Mucho más simpático. No llegaba a casa tan preocupado. Hubo un tiempo en el que incluso le ayudaba a hacer los deberes y jugaba con él. Y su madre no tenía que advertirle constantemente sobre el ruido que hacía, que podía molestarle. Hubo un tiempo en el que esperaba impaciente su llegada y disfrutaba saliendo con él a pasear, orgulloso del hombre risueño y amable que era su padre.

        Siguió avanzando hasta su mesa. Esa mesa grande y levemente inclinada. “Es para los dibujos”, le había dicho. Porque su padre dibujaba muy bien. A él le fascinaba la facilidad con la que lo hacía. “Es mi trabajo”, le había explicado, como intentando justificar su habilidad, “soy arquitecto”. Él no sabía muy bien qué significaba. Que hacía casas, le había dicho su madre, pero ¿esos no eran los albañiles? y ¿para qué necesitaban dibujar los albañiles? No lo entendía, pero su padre era arquitecto y ese, según su madre, era un oficio muy importante. Por eso estaba ahora tan preocupado. Por lo importante que era.

        Estaba llegando junto a él cuando notó algo extraño. Fue el olor, un olor raro, entre dulzón y acre. No lo reconocía. No sabía qué era. Pero no fue solo el olor. También fue la imagen de su padre, su cuerpo, la postura forzada, extraña, de su espalda, demasiado curvada y luego… Luego gritó. Gritó y gritó hasta que sintió las manos de su madre sobre sus hombros y luego siguió gritando, su voz confundida con la de ella: A la cabeza de su padre, que caía hacia atrás por encima del respaldo de la butaca, le faltaba la cara, o al menos parte de la cara. En el lado derecho de su cabeza solo se apreciaba una masa sanguinolenta que hacía imposible reconocer sus rasgos. Restos de masa encefálica estaban esparcidos por la habitación, encima de la mesa, en las paredes, con sangre tiñéndolo todo. En el suelo había una pistola.

        Eduardo no lo sabía entonces, pero era el revólver de su padre. Un arma que perteneció a su abuelo y para la que tenía licencia y un silenciador. Un arma que, como explicaba en la nota, llena de restos de sangre, que encontraron en la mesa, había utilizado para suicidarse.

        Eduardo, ese día, comprendió muchas cosas. Comprendió el significado de la frase “volarse la tapa de los sesos”. Comprendió que a su padre ya no se le pasaría el enfado nunca y comprendió que a veces la gente está tan, tan triste, tan sola, con una pena tan grande, que ya no quiere vivir más.

        Pasaron años hasta que Eduardo supo que su padre se sentía culpable por la muerte de varias personas al derrumbarse uno de los edificios que había diseñado. Los constructores decidieron ahorrar y sustituyeron algunos materiales por otros, y otros por ninguno y la estructura, pensada para aguantar siglos, se desmoronó en pocos meses. El caso se hizo tristemente famoso y tanto él como los constructores fueron imputados penalmente. El padre de Eduardo no pudo soportarlo. Él nunca supo si su padre había participado en la alteración de los materiales. Prefería pensar que no. Los constructores fueron condenados y tras un breve paso por la cárcel, en dos años rehicieron su empresa y volvieron a construir casas, con o sin los materiales adecuados, eso Eduardo no lo sabía.

        Nunca olvidaría ese día. Ese día en el que la muerte de su padre, calculada y puesta en escena con la meticulosidad que le daba a sus dibujos, le hizo sentir, a los diez años, que la vida podía ser muy, pero que muy hostil.