redirección

El sueño de Julia


        Esa mañana Julia había dormido más de lo habitual. Se levantó con una sensación rara. Se sentía contenta. Y no sabía por qué. Quizá se trataba de lo que había soñado. Lo malo era que no lograba recordarlo. Nada. Por más que lo intentaba, no conseguía que las imágenes volviesen a su mente. Pero se sentía bien. Oyó un ruido que le resultaba muy familiar: el llanto de su hija. “Tiene hambre”, pensó, acostumbrada a diferenciar los distintos sonidos que servían a la pequeña para expresarse. Se sentó con la niña en el sofá que usaba para amamantarla, decidida a tirar del hilo con el que desvelar su sueño pero, por más que lo intentó, no encontró nada. Sólo esa sensación tan agradable…





        Hacía meses desde que la había experimentado por primera vez, pero no tardó en recordarla. Esa sensación... Silvia, la pequeña, intentaba dar sus primeros pasos agarrada al sofá mientras que los mellizos gritaban desde su cuarto. “Sí, será bueno tenerlos muy seguidos, que luego, cuando son mayores, es como si fueran amigos, y siempre se tienen los unos a los otros, pero es que ahora… ahora no puedo más”. Pensó, sin que el agobio de vigilar a una mientras intentaba averiguar qué pasaba con los otros lograse hacer desaparecer la sonrisa de su rostro. Era esa sensación. La misma. La del sueño aquél que nunca logró recordar. “Pero ahora es media tarde. Y ya ni sé cuándo me desperté”. Oyó un sonido a lo lejos que le resultó familiar. “Mi móvil. Pero, ¿dónde estará?” El tono de llamada parecía venir de lo más profundo de la tierra. Julia empezó a buscar en las cajas de juguetes de los niños, sin esperanza de encontrarlo antes de que se cortase la llamada. Pero se equivocó. Dio con él al poco de empezar. Era Verónica, su amiga. La sensación, esa placidez que había vuelto sin saber por qué, se acentuó.

-      Juli, no te lo vas a creer.- Le dijo Verónica sin preguntarle qué tal ni interesarse por ella.



-      ¿Qué?, ¿qué no me voy a creer? – La curiosidad y la sensación lo llenaban todo.



-      Que me ha tocado la lotería.-



-      ¿La lotería? – preguntó Julia.- pero ¿tú juegas?–



-      No, hija, es una forma de hablar. Que voy a exponer, por fin. ¿Te acuerdas del amigo de Luis?, ¿el que conocía a ese galerista tan famoso? – Julia se había perdido. No recordaba de quién le hablaba su amiga. Pero prefirió no decirlo y emitió un sonido que igual podía interpretarse como asentimiento, o como lo que era, un gruñido. Verónica lo tomó por un sí.



-      Pues vio mis cuadros y dice que tengo muchas posibilidades. En un mes expongo, por fin. Y no sólo eso, ha comprado varios de los cuadros, y a un precio… Si es que no me lo puedo creer.-

Julia notó cómo la sensación, esa extraña sensación de plenitud, de alegría, se expandía hasta llenarlo todo y luego sintió como si explotase dentro de ella y… se fue. Sí, se había ido. Ya no la tenía. Colgó y pensó en la conversación con Verónica. Quizá era eso. Quizá, meses atrás, había soñado que su amiga cumplía su mayor anhelo, el de exponer sus cuadros. Sí, podía ser. Ése era el motivo por el que había vuelto la sensación, justo cuando Verónica se lo contaba. Pero, ¡qué raro!, eso de no acordarse y de sentirse así, muy contenta, pero sin saber bien por qué. Era extraño. Decididamente lo era. A su mente llegaron unas imágenes: Verónica, vestida de negro en una sala enorme. Sus cuadros en las paredes. Gente arremolinándose alrededor de las pinturas. “Es la exposición”, pensó. “Pero, ¿es que estoy recordando el sueño o es que me la estoy imaginando?” No pudo seguir pensando en ello porque oyó un golpe, seguido del llanto de Silvia y corrió para ver qué había pasado. La niña lloraba en el suelo y se tocaba la frente, en la que comenzaba a aparecer un chichón. “¡Buf! Menos mal que es sólo esto”, pensó. Y se olvidó de su amiga.



La segunda vez ya no tardó tanto en reconocer la sensación. “Aquí está otra vez”, se dijo. “Y ahora, ¿por qué?” Habían pasado tres meses desde la exposición de Verónica y Julia estaba llegando a casa de David. Iban a celebrar todos juntos su ascenso. Hacía tanto tiempo que Julia no salía a cenar… Y lo mejor era que habían logrado unir a todo el grupo. “Quizá es por eso, por la alegría de que nos veamos todos”, pero ella sabía que no era así. Tenía que tratarse de algo más. La sensación había ido creciendo y, cuando David abrió la puerta, notó que se expandía hasta llenarlo todo para después explotar y desaparecer. Se besaron en las mejillas y le dio la enhorabuena. Pepe le saludó, estrechándole la mano, con esa demostración de fuerza, a todas luces innecesaria, que tanto les gustaba a algunos hombres. Al menos, al suyo. Julia les miró hasta que otras imágenes borraron lo que veía. El recuerdo de todos sentados a la mesa, en animada conversación, se hizo tan patente como los golpes en la espalda que Pepe le estaba propinando a David. Julia no tuvo que esperar mucho para ver la misma mesa, con casi todos los comensales (Verónica, como siempre, llegaría tarde) aún por sentarse. “¿Es otra vez el sueño o son premoniciones? Pero, ¿qué es esto, por Dios? Al menos, todo lo que va pasando es bueno. Espero que no haya nada más. O sí. La verdad es que no sé qué esperar.” Y decidió no pensar y concentrarse en la cena y en la conversación.




No se lo había contado a nadie. Ya casi se había olvidado de ello. Pero volvió a suceder. La sensación allí. Ella sola, en casa, disfrutando de uno de los pocos momentos de silencio. Le gustaba estar con los niños pero, en el fondo, echaba de menos volver al trabajo. Y no por lo que allí iba a hacer, sino porque, al incorporarse a su rutina, hablaría con gente, se obligaría a vestirse más o menos bien todos los días (sin pensar en llevar prendas de las que fuese fácil eliminar las manchas de papilla, de fruta, de chocolate y de vete a saber qué), en definitiva, se volvería a preocupar un poco de ella misma. Ser madre era, sin duda, maravilloso y no se arrepentía de haber pedido una excedencia para cuidar a sus hijos durante esos tres años, pero todo tenía un límite y ella estaba alcanzándolo. Necesitaba tiempo para ella, aunque sólo fuesen unas horas al día. Llenar su cabeza de algo más que pañales, comidas, compras y médicos.

Cuando percibió la sensación, esperó a oír el timbre de la puerta o el sonido del teléfono. Algo que le trajese una noticia buena para alguien. Porque había decidido que la sensación era eso, la premonición de una buena nueva. Es más, estaba casi segura de que todas esas cosas formaban parte del sueño, de aquel sueño que la hizo despertarse con esa extraña sensación meses atrás. Verónica quería exponer, David, cambiar de puesto. Y ella, en su sueño, les vio cumpliendo sus anhelos. Le gustaba pensar que había tenido algo que ver, que su caprichoso subconsciente había actuado como detonante para regalarles esos momentos a sus amigos, como si de un hada madrina se tratase. Se descubrió pensando en lo que querían los demás. ¿Una nueva casa para Rafa? Podía ser, pero no era algo tan claro como lo de Verónica y David. A nadie le amarga un dulce, y a Rafa le vendría bien algo más grande, pero no era un deseo que le hubiese oído expresar a menudo. Puestos así, hasta a ella le hacía falta una casa más grande. Ella. ¿Cuál era su ilusión?, ¿otra casa?, ¿unas vacaciones, quizá? Intentó buscar en su mente algo que realmente la ilusionase. La sensación se iba haciendo más y más fuerte, tanto que ya no pudo pensar más en sus deseos y decidió esperar hasta oír el sonido que le anunciase que uno de sus amigos tenía una buena noticia que comunicarle. Aunque, visto así, era un poco injusto. Era su sueño. Y no había nada para ella. Sólo para los demás, para sus amigos. La verdad era que le alegraba verles así de contentos. Verónica no paraba. Después de esa primera exposición había venido otra y, por primera vez, había conseguido ganar más dinero vendiendo sus cuadros que con su trabajo. Y David estaba mejor que nunca. Se le veía tan feliz… Pero, por mucho que se alegrase por sus amigos, no podía evitar sentir una punzada de envidia. ¿Y yo qué? Esa punzada le duró poco porque la sensación se expandió tanto que Julia fue capaz de predecir que iba a estallar. “Ya, ya va, ya va a pasar. Pero nadie llama. No pasa nada. ¿Por qué? ¿No será…? A lo mejor… Sí, va a ser eso. Es que es para mí. Soy yo. Soy yo la que va a ver cumplido su mayor deseo.” Julia empezó a pensar cuál podría ser. Y por un momento tuvo la imagen del genio de la lámpara, que la miraba, reprobador, por haber desperdiciado su oportunidad. “Pero, ¿qué he pedido?”, se dijo, como si se tratase de la carta a los Reyes que había dejado olvidada para rehacerla y que sus padres, por error, habían dado por buena. La sensación ya había estallado. Y a su mente acudió una imagen. Fue como si Julia saliese de su propio cuerpo y, desde arriba, pegada al techo, se contemplase: su cabeza recostada sobre el brazo derecho del sofá. El mando de la tele cayendo de su mano entreabierta, su respiración empezando una cadencia nueva. Se había dormido. La casa estaba en silencio. Los mellizos aún no habían llegado de la guardería y Silvia tardaría en despertarse de la siesta. Y supo que sí, que quizá había desperdiciado una oportunidad única, pero que ése había sido su mayor deseo durante los últimos tres años: dormir.