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martes, 13 de noviembre de 2012

No me importó


No me importó. Al contrario, me alegré tanto de verla… Al principio nadie se atrevía a darme la noticia. Mis amigos se miraban entre ellos cada vez que surgía el nombre, intentando cambiar de conversación. Por eso supe que pasaba algo. Por eso y porque sus llamadas se espaciaron. Un poco al principio. Algo más al cabo de unos meses. Y todo el verano sin recibir una sola noticia de ella. ¡Qué gusto! Y también ¡qué raro!

La separación había sido un verdadero calvario y el deterioro de nuestra convivencia aún más. ¿Cuándo empezó? No sabría decirlo. Si me hubieran preguntado hace unos meses hubiera dicho que en realidad nunca nos llevamos bien. Pero eso no era cierto, era una exageración, como lo fue también ese sentimiento de intensidad, esa sensación de ser los únicos, que tuvimos al principio. Ahora lo veo. La nuestra fue una relación normal. Apasionada al principio. Sin hueco en el pensamiento para otra cosa que no fuéramos nosotros. Creyéndonos tan afortunados y tan distintos… Y cuando casi estábamos tocando el cielo, empezamos a caer. Como pasa tantas veces. Y ya no dejamos de hacerlo. No fuimos capaces de verlo. O sí, y no nos importó. No lo sé. Éramos tan viscerales en todo, que lo fuimos también en las discusiones, en los odios, en el empeño en atarme de ella, en mis ganas de herirla… Años y años sabiendo lo que teníamos que hacer y encontrando excusas para no hacerlo. Hasta que tomé la decisión. En las Navidades pasadas. Bonita fecha. Supongo que no hubiera podido hacerlo de otro modo. No como el resto de las personas. Quizá soy muy débil, o muy tonto, o vete a saber. Hace unos meses no hubiera dicho esto. No me hubiera echado la culpa de nada. Era ella, ella, la que se empeñaba en retenerme, la que no me dejaba vivir.

Por eso me vino tan bien esa oferta, ese contrato fuera de España. La excusa perfecta. Sabía que no iba a venir conmigo. Ella no dejaría a su familia, a sus amigos, ni siquiera dejaría ese trabajo que decía odiar pero que tanto la enganchaba. No, ella no vendría. Y no porque fuese Alemania, que también, que ella sólo hablaba inglés y mal. Bueno, también español, claro, pero alemán, no, ni una palabra. Pero no era ése el motivo. Ella no hubiera venido ni a Albacete. No se hubiera ido de Madrid. Si hasta salir de su barrio le costaba. Lo tenía todo tan cerquita… A veces me preguntaba por qué le gustaba tanto vivir en la ciudad, si luego sus días se reducían a un círculo tan pequeño. Podría haber hecho lo mismo en cualquier pueblo…. Pero ella decía que no, que en Madrid podíamos ir a los estrenos de las mejores obras de teatro, a cualquier espectáculo, salir por la noche de garito en garito sin necesidad de repetir, pasar desapercibidos… Pero no lo hacíamos, no hacíamos nada de eso. Si acaso, ir al cine de vez en cuando. Por eso supe que era mi oportunidad. Y acepté casi sin pensar. Una buena oferta, sí, y en un momento como éste. Pero, sobre todo, la llave para conseguir, por fin, mi libertad. Y no fallé. Dijo que no. Que no venía. Lloró, suplicó, insistió en que cambiase de idea, que me quedase con ella en Madrid, pero esta vez sí fui inflexible. Y, si hasta entonces, me había echado para atrás en cada una de las ocasiones en las que intenté que nos separásemos,  esta vez no lo hice. Me fui. Sin ella. Por fin.

La libertad no me supo tan bien como me había imaginado. La culpa me perseguía. Seguía sintiéndome cobarde por haber utilizado esa excusa, por no haber sido capaz de afrontar que ya no quería estar con ella, que hacía tiempo que ninguno de los dos deseaba seguir con el otro, aunque nos empeñásemos en lo contrario. Y ella me llamaba para recordármelo. Para recordarme todo aquello que me había llevado a dejar de quererla. Me ponía delante de sus defectos, ésos que tan bien conocía y me había repetido a mí mismo hasta la saciedad en los últimos años.

Pero lo había conseguido. Por fin estaba solo. Sin ella. En una ciudad extraña, con un trabajo nuevo y complicado, sin amigos. Totalmente solo. No era fácil. Llegué a extrañar sus desplantes, sus gritos en cuanto algo no le gustaba, sus ganas de tener razón siempre. Llegue a echarla de menos. Nunca lo hubiese creído.

Quizá por eso mis amigos no se atrevían a decírmelo. Quizá por eso me encontré con ella por azar. En la cola de un cine. Yo había venido a ver a mis padres y a dar una vuelta. Últimamente lo hacía menos, pero, al principio, en cuanto encontraba una oferta, un vuelo barato, me plantaba aquí el fin de semana. Hacer amigos allí estaba resultando algo complicado. Casi todos tenían familia, y ese horario, tan conveniente para algunas cosas, era matador para mí. En casa a las seis y media. A las siete como tarde. Me buscaba actividades, claro: un curso de alemán para perfeccionar el idioma, me había apuntado a un gimnasio, incluso estaba valorando la posibilidad de estudiar canto. Siempre me había gustado, pero en España quedaba raro, se veía muy femenino. Aquí no, aquí la música se valora mucho. Pero por más que me empeñaba, tenía que reconocer que me aburría. Por eso me escapaba siempre que podía.

Era una película española, de esas que sabía que no iba a poder ver en casa. Estaba esperando mi turno, con la mirada perdida al frente, cuando la vi llegar. Noté sorpresa en su gesto. E incomodidad. Enseguida supe por qué. No estaba sola. Iba con un hombre de unos cuarenta años, alto, bastante más que ella (y sí, he de reconocerlo,  bastante más que yo), con el pelo canoso y con entradas, la barbilla cuadrada y aspecto pulcro, como sacado de un anuncio de un producto familiar. Nada destacable.  

Eso era lo que mis amigos no querían contarme. Pensaban que me iba a molestar. Pero no fue así. Me alegré tanto de verla contenta…. Porque lo estaba. Y nerviosa también. Nerviosa por haberse encontrado conmigo.

La vi distinta. Quizá es que hacía mucho tiempo que no la recordaba feliz. Al principio sí lo estaba, cuando nos conocimos, cuando todo en ella me gustaba, cuando contaba el tiempo por las horas que faltaban para verla. Entonces sí, entonces tenía el mismo gesto relajado y se le escapaba la risa por cualquier tontería. Como ahora.

Él se llamaba Ricardo. Nos dimos la mano y en su cara vi que ella le había hablado de mí. Era lógico, ¿no? Al fin y al cabo habíamos estado casados. Hasta el año pasado. Me pregunté qué le habría dicho y enseguida me contesté que nada bueno. Ella, como yo, tenía sólo los recuerdos malos, los que se nos habían quedado pegados en la sima de los últimos años de convivencia.

Me alegré tanto por ella, por ver que había encontrado a otra persona, que casi se me olvidaron esos momentos. Fue como abrir la compuerta de los recuerdos para dejar que saliesen los mejores, los que habían estado sepultados por la miseria de nuestras acusaciones, por el rencor, por el día a día. Y volví a ver esas arrugas que se le formaban en los ojos al reír, achinándoselos. Esas arruguitas que tanto me habían gustado. Y noté de nuevo su olor, por debajo de la fragancia del perfume – nuevo para mí - , ese olor que me trajo sensaciones ya olvidadas. La miré y vi en su mirada, vuelta hacia Ricardo, algo muy familiar, que ya casi ni recordaba. Pero ahora no iba dirigida a mí.

Me gustó verla. Me reconcilió conmigo mismo y con mi pasado. Me trajo los recuerdos buenos que no se habían borrado del todo, y me hizo darme cuenta de mis errores.

Sí, no me importó. No me importó y me alegré tanto por ella que supe por qué la quise entonces y supe, también, que hacía mucho tiempo que había dejado de hacerlo.