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domingo, 24 de junio de 2012

Entra en mi vida

Hoy voy a comentar la novela "Entra en mi vida" de Clara Sánchez.

Es la segunda que leo de esta autora. La primera fue "Lo que esconde tu nombre", Premio Nadal en 2010, que se me quedó un poco corta. Si bien la trama me pareció muy interesante - incluso me recordó las labores de "investigación" que llevábamos a cabo mi hermano y yo cuando éramos adolescentes y creíamos haber descubierto a un nazi en el vecindario - el final no me convenció, me pareció resuelto de un modo demasiado rápido y poco creíble.

Aún así, el libro tiene aciertos - una prosa fácil y cercana, el recurso de usar distintos narradores - que Clara Sánchez repite en este otro libro, el segundo que yo leo de esta autora, "Entra en mi vida".

Es una novela que se lee con rapidez, que sumerge al lector en la vida triste de ambas protagonistas y que va desgranando poco a poco la historia de todas esas personas marcadas por un hecho que comparten, la mayoría sin saberlo.

El argumento trata sobre un tema de actualidad en nuesto país: el robo de niños. Verónica y Laura están marcadas por un hecho común que determina sus vidas. Verónica lo conoce, pero Laura no. Casi desde la primera página intuyes cuál es la relación de las dos. Y no hay sorpresas en ese sentido. Las sorpresas vienen de otros aspectos de la trama, de otros personajes, pero no de la principal línea argumental. Es una novela triste, más de lo que era "Lo que esconde tu nombre" y, aunque el estilo es muy parecido, prefiero "Entra en mi vida", me resulta una novela más completa.

Lo positivo, como ya he señalado, la cercanía que imprime la autora a la narración. Sientes que la historia podría pasarte a ti, que está pasando en algún lugar, en estos momentos, a gente normal que quizás conozcas. Y conseguir eso no es fácil.

Lo negativo, para mí, en ésta y en la novela anterior, el final. Me decepciona. Más en  "Lo que esconde tu nombre". No sé, pero me quedo con la sensación de que algo no encaja. La autora trata temas muy serios (el descubrimiento de un grupo de nazis viviendo una vida regalada en Levante en "Lo que esconde..." y el robo de niños en "Entra en mi vida") y al final, esas tramas complejas, delictivas, en las que hay implicadas redes criminales que no están dispuestas a dejarse ganar fácilmente, son resueltas por personajes que podríamos llamar aficionados  y tienen, en ambos casos, un final feliz. Me cuesta. Ya sabéis que a mí, los finales felices no se me dan. Quizá sea eso.

Aunque, después de conocer a la autora en la última edición de la Feria del Libro de Madrid, veo su serenidad y su impronta en las novelas y las entiendo un poco más. Al fin y al cabo, cada libro lleva entretejido algo de lo que somos sus autores. A lo mejor por eso los suyos son amables a pesar de la temática. A lo mejor por eso a mí me cuestan tanto los finales felices...

Y dicho todo esto, lo recomiendo. Sobre todo de cara al verano que llega. Una lectura fácil y con un tema de actualidad que no está tratado de forma morbosa.

domingo, 17 de junio de 2012

Reflexiones y algo más de "Ni patria ni tribu"

Llevo algún tiempo sin escribir por aquí. La última entrada es del 5 de junio, más de diez días. Lo cierto es que he estado bastante ocupada, pero sé que no sirve de excusa.

Desde que no cuento cosas, han pasado algunas:

Espasa ha vuelto a interesarse por una de mis novelas. Esta vez es "La culpa". Estoy pendiente de que el Comité Editorial me diga algo - aunque tengo que reconocer que no guardo muchas esperanzas - pero, por si acaso, he decidido no seguir con la publicación de "La culpa" por entregas en el blog.

En su lugar, empezaré a publicar "Ni patria ni tribu". Aunque ya he dejado algunos trozos de la novela por aquí, ahora lo haré con orden, empezando desde el principio. Como ya he dicho en otras ocasiones, para mí es, de las tres novelas, la más querida. Quizá porque requirió más investigación que ninguna. O porque yo desconocía casi por completo el tema y aprendí mucho escribiéndola. Pero es la que más me gusta. Aún así la han rechazado ya unas cuantas editoriales y tampoco ha conseguido el premio al que la presenté. Es cierto que fui demasiado ambiciosa. El "Fernando Lara" no se suele dar a autores noveles. Y si tengo que hacer caso a Antonio Gómez Rufo, escritor con el que estuve hablando, largo y tendido, en esta última edición de la Feria del Libro, ni ése ni cualquiera que pase de 18.000 euros. La recomendación me llegó un poco tarde: ya había enviado "Arder en la memoria" al premio Círculo de Lectores.

Pero mientras espero y busco otras alternativas, os iré dejando por aquí los relatos que vaya escribiendo y los trozos de "Ni patria ni tribu" necesarios para que vayáis encajando el puzzle de Daniel y María, los protagonistas.

PD: Este año no puede hablar con la AUTORA en la Feria. Había demasiada gente en la fila y yo tenía prisa. Otra vez será. De todas formas tanto Antonio Gómez Rufo como Clara Sánchez, con quienes charlé, fueron encantadores y me ofrecieron su ayuda. No saben lo que han hecho...

NI PATRIA NI TRIBU (1)
"Tenía el rostro inclinado, dirigiéndose hacia mí. Su rostro masculino, de barbilla cuadrada y cabello entrecano. Sus ojos fijos en los míos. Más, más cerca. Mirándome casi sin pestañear, con esos ojos castaños levemente rasgados. Mirándome como queriendo entrever más allá de lo evidente, saber algo que no estaba a la vista, desentrañar mis secretos… Acercó su mano. El dedo índice pareció rozar mi mejilla. Entreabrió los labios, esos labios tan finos que dejaban adivinar unos dientes demasiado perfectos, demasiado blancos. Siguió acercándose. Oí un ruido. Le vi mover la boca. Sabía que debería entenderle, pero para mí sus palabras carecían de sentido. Me estaba hablando. Me decía algo. Lo sabía, pero nada me decía el sonido que percibía. Ese hombre me estaba hablando. Ese hombre maduro y, ¿por qué no? atractivo, con el cabello entrecano y los ojos marrones. Ese hombre de barbilla cuadrada y gesto inteligente me estaba hablando. A mí. Y no pude entenderle. ¿Le conocía acaso?




Estoy sentado frente al ventanal, en un restaurante casi vacío. El café (sólo y sin azúcar, como siempre) hace tiempo que dejó de humear. Dudo si pedir otro o terminarme éste. No me gusta el café frío. Prefiero que me abrase los labios, que esa sensación, levemente desagradable, se mezcle con el sabor amargo de la bebida. Extraño placer, pero placer al fin y al cabo. Me encanta el café. Pero no frío. Pido otro y el camarero hace un gesto de fastidio. Seguramente estoy retrasando su hora de salida. Al otro lado del ventanal, llueve. Llueve como podría llover en la que hasta ahora ha sido mi casa. Llueve con fuerza, gotas verticales que aporrean el suelo. Extraño. Si me hubieran preguntado un mes atrás hubiera dicho que no, que aquí, en Alicante, no llovía. Nunca llovía. No como en París, ¡Qué va!, ni mucho menos. Y hubiera dicho que podía estar tranquilamente tomándome un café, alargando la sobremesa más allá de las cinco de la tarde.

        Pero, mira tú por dónde, llueve. Llueve y el camarero no deja de mirar el reloj, sin disimulo, es más, intentando que yo le vea y sea consciente de lo tarde que se está haciendo. Una pareja (los únicos clientes que quedan, a parte de mí), abandona el local, abrazados bajo un enorme paraguas. Uno de ésos de jugar al golf. ¿Jugarán ellos al golf? ¡Qué importa! El camarero me mira ya, directamente, con cara de odio, mientras me deja la taza en la mesa y me retira la otra, sin terminar.

Si me hubieran preguntado hace un mes, hubiera dicho que en España nunca llueve, y que se come tarde, muy tarde, y la sobremesa se puede alargar hasta casi después de las cinco. Pero estoy en Alicante y la lluvia forma pequeños ríos que bajan por el desnivel de la terraza del restaurante. Son casi las cinco y un camarero me desea todos los males del mundo porque quiere cerrar e irse. Le haré un favor. Pido la cuenta e inmediatamente me la trae y me deja la bandejita en la mesa mientras murmura algo. Sé que debería entenderle, pero no puedo. Intento pedirle que me repita la frase, pero no me salen las palabras. Me mira. Parece adivinar… Me hace un gesto hacia la cuenta. ¿Por qué no le he entendido?, ¿por qué me cuesta hablar? A pesar de todo es mi lengua materna. ¿No se llama así a la lengua que hablas en casa, aquélla que aprendes de tu madre? Pues yo, Daniel Simarro Carreño, nacido en París hace cuarenta y siete años, y residente en esa ciudad hasta hace dos semanas, siempre he hablado español en casa, la lengua que aprendí de mi madre. Entonces, ¿por qué no puedo entenderle?


Cuando volví a abrir los ojos ya no estaba. Él, quienquiera que fuese, ya no estaba. Sólo veía el techo, blanco con desconchones, y un poco de la pared de enfrente. Nada más. Intenté ampliar mi campo de visión. Nada. No podía. No podía mover la cabeza. Cerré los ojos. Volví a abrirlos. Todo seguía igual. Igual el techo. Igual la pared de enfrente y…. nada, nada más. Volví a intentar mover la cabeza. Nada. Las piernas. Nada. Las manos. Nada. Un pensamiento fue abriéndose camino en mi mente: “estoy viva, o al menos eso parece. No puedo moverme. No siento nada que me lo impida. Ningún aparato oprimiéndome. Ninguna persona a mi alrededor… Ningún dolor. Otra vez esa nada. ¡Oh, no! Estoy… estoy paralizada. O mejor… ¿Estoy paralítica? ¿Y ese techo?, ¿y esa pared? No es mi casa. No es mi cama. ¿Dónde estoy?” Tenía miedo. Quería gritar, pero, por más que lo intentaba no lograba emitir ningún sonido. No podía abrir la boca. Pero…. “No, no, no puede ser. Eso no. Yo abro y cierro los ojos. Puedo ver. No puedo… no puedo… no puedo estar muerta, ¿no?

Mientras paseo bajo la lluvia por el puerto (sin paraguas, por supuesto, ¿para que iba a necesitar yo un paraguas en Alicante?), pienso de nuevo qué hago aquí. Hasta el mes de junio mi vida estaba clara. Aburrida pero clara. Insatisfactoria pero clara. Gris pero clara.  Hasta que todo empezó a complicarse, y se acabó el aburrimiento, y la insatisfacción, se acabó hasta el tono grisáceo del cielo de Paris.

Me pasó lo que a tantos otros, mi empresa, para la que había trabajado durante veinte años, empezó a acumular pérdidas, unas pérdidas importantes, muy importantes, si lo sabré yo que estaba en el departamento financiero. Y ocurrió lo que venía ocurriendo en otras empresas, lo que les pasa siempre a los otros pero no a ti, lo que ves en las noticias y en los periódicos, eso por lo que todo el mundo protesta y sale a la calle y a ti, de tanto verlo, de tan conocido, te parece irreal. Pues eso, me pasó a mí. Me despidieron. Me echaron a la calle. O más fino, tal y como me lo plantearon: decidieron prescindir de mí. A cambio de una bonita suma de dinero, no diré que no, pero sin trabajo. A mi edad.

Yo siempre he trabajado. No sé hacer otra cosa. Quiero decir, que no se me ha dado bien vivir del cuento. Desde que tengo edad para ello, e incluso antes, siempre me he ganado mi propio dinero, en parte porque la economía de mis padres no daba para muchas alegrías, pero también porque siempre he valorado mi independencia y mi capacidad para conseguir por mí mismo lo que necesito. Repartidor, vendedor, reponedor, conductor, he tenido muchos oficios, algunos incluso difíciles de nombrar, pero desde que terminé la carrera siempre había trabajado en lo mismo, en la misma empresa, en el mismo tipo de trabajo aburrido, insatisfactorio y gris que tan bien sabía hacer y que me garantizaba mi salario a fin de mes. Con ese salario pagaba mis gastos, los de un tipo gris, insatisfecho y aburrido que se ha ido creando poco a poco más y más necesidades innecesarias. Así pagaba la casa (la hipoteca, porque yo en eso he sido siempre muy español, lo mío es comprar, yo no soy de alquilar), los gastos corrientes, el agua, la luz, el gas, la comida, los arreglos de los coches, la gasolina, algo de ropa de vez en cuando y los extras, que tampoco eran para tirar cohetes: salir a cenar con los amigos una vez al mes y al cine o al teatro cada quince días. Últimamente había incorporado a esos gastos corrientes, tan corrientes, el gimnasio, y no porque yo sea una persona a la que le guste el deporte, no, más bien por todo lo contrario, porque no me gusta nada, y con los años, he  ido añadiendo capas y capas de mí mismo en determinadas zonas y no me encuentro a gusto con mi aspecto.

Pero cuando, antes de que empezase realmente el calor del verano, me agradecieron con una carta tipo mis veinte años de dedicación a la empresa y, en el mismo acto, me alargaron un cheque que liquidaba (qué buen verbo, cómo acierta definiendo la situación, es que da en el clavo, oye) mi relación con ella, no supe qué hacer. Sí, apuntarme al paro y eso, pero luego, luego, ¿qué?

Si no llega a ser por Anette hubiera estado perdido, menos mal que ella se dio cuenta y no dejó pasar la oportunidad. Me ayudó, la verdad es que me ayudó mucho. Gracias a ella no tuve un solo momento para pensar qué hacer. Ella me entretuvo. Al darse cuenta de que mi vida de estos últimos veinte años había llegado a su fin, debió sentirse aludida y, como si de un anuncio de IKEA se tratase, redecoró mi vida, vamos que me dejó, se divorció y en menos de un mes yo ya no tenía casa, ni gastos corrientes, ni extras, ni siquiera gimnasio. Por no tener, no tenía ni mujer. Hasta se llevó la mitad de la indemnización. Ella entendió bien el mensaje, se iniciaba un nuevo camino para mí, una oportunidad en la que dejaba atrás todo lo que hasta entonces había sido mi vida. Por eso ya nada está claro. Ni es aburrido, ni insatisfactorio, ni gris. Simplemente, no sé como es. Pero como antes no, eso sí que no.

La verdad es que no me importó mucho lo de la casa. Yo me empeñé en comprar, pero ella se empeñó en que fuese en Canal Saint-Martin, en el distrito 10, en una zona que se conocía como la cuna de los “quartiers bobos” (bourgeois-bohèmes). A mí la zona ni me iba ni me venía, pero era París. París, París, quiero decir, no más vivir en las afueras, en la “banlieue”. Si me había casado con una francesa tan francesa como Anette, qué menos que irnos a vivir a una zona como ésta, dentro de la ciudad, cerca del centro. Una zona de gente como nosotros, profesionales, empleados de clase media alta, interesados por la cultura y por el medio ambiente, puramente franceses. Como Anette. Como yo. ¿Cómo yo? ¿Qué era yo? ¿De dónde era? Me había pasado la vida intentando huir de mis orígenes, renegar de mi familia; de sus paellas y sus cus-cus; de la casa de mis padres en Evry; de nuestro entorno “multirracial”; del español que se hablaba en casa; del nombre del que mi madre estaba tan orgullosa y tanto cabreaba a mi abuelo Juan, “pieds noirs”; del color de mi abuela Fátima que había pasado a mi piel a través de la de mi padre; de mis apellidos impronunciables para cualquier francés; renegar de mí y ser más francés que los franceses.

Por eso busqué a Anette. Por eso y porque era atractiva, muy atractiva. Tengo que reconocer que más ahora que me ha dejado que cuando la conocí. Pero atractiva, siempre. Simpática no, ¿ves?, simpática nunca fue.

-                   Qué estirada es tu novia, hijo.- Me decía mi madre, cuando venía a comer a casa, antes de casarnos.

-                   Tú no te metas, deja al muchacho.- Terciaba mi padre, conciliador como siempre, con ese bigote que parecía bailar sobre sus dientes tan blancos como desiguales.

A mi madre nunca le gustó Anette. A ella no la encandilaba su metro setenta y cinco y su cuerpo de modelo. Tampoco sus peinados, siempre a la última, ni su cutis terso y quizá, sí, maquillado en exceso. A mi madre su ropa cara y sus aires de intelectual le hacían desconfiar. A lo mejor tenía razón.

Pero lo cierto fue que yo me empeñé en ella. Me hacía sentir bien pasear a su lado. Escuchar su acento, casi tan perfecto como el mío; reconocer las miradas furtivas de admiración de los otros; ver el éxito de mi esfuerzo en afrancesarme al contemplarla.

¿Qué buscaba ella en mí? Nunca podré estar seguro, pero quizá fue precisamente lo que yo me empeñaba en ocultar: mi exotismo; la rara mezcla que resulto ser. Un español nacido en París, de padres oraneses y abuelos españoles (al menos tres de ellos), demasiado alto para ser argelino (cerca del metro noventa); demasiado oscuro para ser francés; demasiado sofisticado para ser español.

Fuese lo que fuese no duró y en menos de dos años ya estaba claro que lo nuestro era un mero acuerdo de intereses, que ambos manteníamos sin pasión alguna porque a ambos nos convenía.

Por eso lo de la casa no me importó. No me había gustado nunca, aunque representaba justo lo que yo quería mostrar: que era francés, más francés que nadie. Pero entre el empeño de Anette por instalarnos en esa zona y mi empeño en comprar, lo cierto es que la casa era demasiado cara y demasiado pequeña, por lo que, en cuanto propuso quedarse con ella y con la hipoteca y renunciar a cierta cantidad del dinero común, accedí sin dudarlo.

Tampoco me importó mucho lo de Anette. En el fondo me alegré. Al menos me alegré de no haber tenido hijos. Eso que tanto preocupaba a mi madre, que se veía ya mayor y sin nietos a los que cuidar, malcriar y hacer jerseys. Yo pensé en ello al principio, pero Anette tenía claro que no era el momento. Y ya nunca lo fue. Tampoco para mí, que no tenía la culpa de ser hijo único y de que todas las esperanzas de mi madre para ser abuela estuviesen obligatoriamente puestas en mí. Y por lo que se refiere a Anette, su atractivo (ése que había aumentado con los años, estilizando aún más su figura y refinando sus gustos al vestir) fue perdiendo interés para mí poco a poco, y me acostumbré a ver su rostro serio y casi simétrico, su pelo que cambiaba de color y forma según las modas, su cuerpo levemente musculado que superaba la prueba del desnudo a pesar del tiempo. Me acostumbré a ella, a sentir su respiración a mi lado por las noches, a no hablar, cada uno sentado en una parte del sofá leyendo un libro. Me acostumbré a esa relación tan educada y tan poco apasionada que formaba parte de mi vida. De mi otra vida. La que he dejado atrás.

Lo que más me importó fue lo del trabajo. Siempre he sido bueno con los números. Yo me atrevería a decir que soy muy, muy bueno. Aunque mi obsesión por ser francés, realmente francés, me haya llevado a estudiar esa lengua con más profundidad que la mayoría de los que la hablan, mi pasión son los números. Por eso estudié Economía. Por eso trabajaba en el departamento financiero. Mi mayor alegría es lograr que cuadren las cuentas. Puede sonar raro, pero es así. Con los números nunca hay sorpresas. Los números son universales y no tienen connotaciones, ni dobles sentidos, no te defraudan, ni tienen ideas preconcebidas. Los números son de fiar. Sólo hay que saber dónde ponerlos, pero ellos nunca te fallan. Puedes jugar, usarlos, moverlos, quitarlos, añadirlos, pero al final, siempre, siempre, logras que todo cuadre. Y entonces es como si oyeras una música perfecta que te llena de satisfacción. No hay mayor placer. Al menos para mí."

martes, 5 de junio de 2012

Barro y seda

Hoy voy a dejar una historia que escribí en 1994 y que he recuperado de forma casual. Al leerla ahora han venido a mi memoria fragmentos de mis novelas "La culpa" y  "Ni patria ni tribu" que yo hubiera jurado haber imaginado por primera vez al escribirlas. Pero parece que no, que ciertas ideas ya pululaban por mi mente antes. Definitivamente, me plagio a mí misma.


"Un día no vino a las ocho, ni a las nueve, ni a las diez. Ya no vendría nunca. Hacía frío. Por la ventana del cuarto se filtraba una luz plomiza que amenazaba lluvia. Ni rastro del sol. Se negaba a llegar, aunque fuese ya mayo. Como ella. Ella y sus caprichos, ¿por qué no venía? Se había acostumbrado a su risa a destiempo, a su mirada sabelotodo y a verla allí, cada mañana, poniendo caras raras frente al espejo, mientras le deseaba todo lo imaginable por hacerla esperar.

Es fácil acostumbrarse a alguien. Y bien que se siente cuando ya no hay remedio. Lo malo era que no se había dado cuenta. Siempre pensó que se marcharía como llegó: a lo tonto y sin escándalo y le molestaba que, después de todo, él no hubiese tenido nada que ver en la decisión. Se le ponía de pie el orgullo y se decía que era la sorpresa lo que le obligaba a recordarla. “Es que así, tan de golpe, choca un poco”.

Ya no vendría nunca. Su sitio vacío en la clase le sorprendió durante días. Con los exámenes encima ella no hubiera hecho eso, pero, vete tú a saber… Siempre fue algo rara. Desde luego a él no le preocuparon en absoluto sus manías. De vez en cuando decía cosas extrañas, pero no le hacía caso y en paz. No eran sus ideas extravagantes lo que echaba de menos.

Ella adoraba los espejos. Se pasaba horas frente al cristal, cambiando gestos y observándose. Le atraía uno sobre todo: el de su casa. Nunca pudo entender esa obsesión. Ella no estaba hecha para ser mirada. Hay gente que está pensada para uno, o quizá dos sentidos. A través de los demás son mediocres. Ella, no le cabía la menor duda, fue hecha para el tacto. Su cuerpo, barro y seda, sólo nacía en sus manos. Y fue así, con los ojos cerrados y los dedos despertándola, sintiendo que su carne y su piel se acomodaban a él, como se dio cuenta de que era perfecta. Su perfección no estaba a la vista (algo gordita y de cara infantil), sino en el recuerdo que crepitaba en sus manos, en esa sensación de escultor que modela su mejor obra. Era una locura despilfarrar ese cuerpo – su cuerpo, barro y seda – frente a un espejo que nunca, nunca, lograría pintarla como sus dedos, de memoria y sin pausas.

Ya no vendría nunca. Y por más que lo intentaba no podía dejar de recordarla. La casa revuelta y ella hablando, hablando siempre. Y él recorriéndola de orilla a orilla con la imaginación.

-          Tengo miedo, ¿sabes?

¿Y qué le importaban a él sus miedos? Era su piel, esa malla suave que reaccionaba siempre distinta y siempre sorprendentemente, lo que buscaba. Cada uno de sus poros era un sueño con nuevos secretos aún por sonsacar.

-          Quizá nunca pueda decir lo que pienso tal y como lo pienso, ¿te das cuenta? A lo mejor la perfección no existe.-

¡Claro que se daba cuenta! La perfección existía y era ella, pero nunca lo sabría porque se empeñaba en mirarse en el espejo, en observar cada centímetro de un cuerpo al que la vista deformaba como si, ante él, todos los ojos del mundo fuesen cristales convexos.

Si ella pudiese sentir el contacto de esa carne firme, barro y seda, que marcaba sus límites y aceptaba tiernamente los contornos impuestos, olvidaría para siempre sus tonterías. Él ya se había acostumbrado a que ella hablase, hablase y hablase siempre. La mayoría de las veces no la escuchaba, ocupado como estaba en memorizar las formas que sus dedos habían trazado tantas veces.

-          Incluso pienso que soy distinta. Y tengo miedo. Ya sabes, creo que un día me voy a despertar y no voy a ser capaz de recordar nada sobre mí. Que me quedará para siempre suspendida en el esfuerzo del recuerdo. Del recuerdo que no llegará…

Y él mirándola, fingiendo escucharla, mientras imaginaba el roce de su pierna contra la suya al removerse, su cadera deslizándose por su mano y la curva de su cintura haciéndose más y más profunda. Ella no debería hablar. Si hubiese nacido muda… Si hubiese nacido invisible y sólo existiese, como creada al toque de su varita mágica, cuando se metamorfoseaba en sus manos…

-          ¿Y por qué no va a poder ocurrir? Yo tardo minutos en tener todos mis recuerdos ordenados. Quizá alguna vez tarde más de la cuenta y me sea imposible recuperarlos. Tengo miedo, ¿sabes?

Sí, claro que sabía. Sabía el sentido en el que estaba escrita su clave: el tacto. Sabía que tenía que aguantarla para sentirla vibrar después. Y sabía que ese cuerpo, barro y seda, esperaba como él cada derroche de caricias para nacer a su realidad.

Ya no vendría nunca. La recordaba. Y no creyó que eso pudiera suceder. En realidad ella era insoportable. Nunca la había aguantado sino con las luces apagadas y la boca cerrada. Pero una vez así, la adoraba… Vio el espejito sobre la estantería. Se miró, ¿para qué sentido estaba hecho él?

-          Y yo qué sé. Empezaré a decir chorradas como ella.

Se pasó la mano por el pecho, acariciando el poco vello que tanto cuidaba.

-          No,  para el tacto, no, ¿o será que no soy mi tipo?

Rió su propia torpeza y se contempló como tantas veces hiciera ella.

-          Yo diría que para la vista, ¿no? Menudo regalo…

Sonrió y lanzó un beso al espejo, contento con lo que le ofrecía.

-          Hay que ser realista. Cada uno nace para una cosa.

Ya no vendría nunca. Le dolían los dedos por el esfuerzo del recuerdo. Tenía que verla. ¿Quién se lo iba a decir? Él buscándola, pero… “torres más altas han caído. Y seguro que está deseando que la llame. Como es tan rara, se le habrá ocurrido esta genialidad para que me preocupe. Uno de sus caprichitos”.

-          ¿Eres un amigo? – Notó un temblor extraño en la voz de la madre.

-          Sí, un compañero de clase.-

-          Verás… - Una pausa. La oyó respirar, nerviosa.- Es que… está en el hospital.-

-          ¿Le ocurre algo grave?, ¿puedo ir a verla? – Se sorprendió al oírse hacer la pregunta.

-          Bueno, verás, es mejor que no vayas. Necesita reposo. Mucho reposo… - Se le quebró la voz y colgó.

Él se quedó pensativo. Y ahora, ¿qué haría? En el fondo, sabía que iba a ir a verla dondequiera que estuviese y, luchando con su orgullo, llamó a su amiga.

-          Sí, la he visto.

-          ¿Qué le pasa?, ¿dónde está?

-          ¿No lo sabes? En una clínica de éstas… ya sabes.

-          No, no sé. ¿En un psiquiátrico?

-          Algo así.

-          Pero, ¿por qué?, ¿qué le pasa?

-          No sé. Casi no habla. No conoce a nadie. Está ida por completo. Te habló de su miedo, ¿verdad? Ya sé que suena ridículo, pero creo que le ha pasado eso, lo que temía, que se ha quedado en el umbral del sueño y ahora…

“En el umbral del sueño”, ¡qué ridículo! Esta amiga suya era todavía más pedante que ella. Seguro que de tanto ocupar su mente en cosas trascendentales e impensables, se le había caído la razón y no se había dado cuenta. Iría a verla. Quizá así lograse olvidar lo que su tacto había apilado en su memoria. Ella estaba loca, pero quería saber si aún tenía ese cuerpo, barro y seda, que se tensaba piel a piel con el suyo, que le hacía temblar y le había llenado la cabeza de líneas y recodos.

Ya no vendría nunca y nunca intentará arreglarse el flequillo en su espejo, ni reiría a carcajadas en los restaurantes sin que él pudiese hacer nada por callarla. Ni se enfurecería por las notas, ni por los desplantes de sus compañeros. No, la niña caprichosa que le hablaba de gente desconocida y le contaba chistes malísimos, no volvería a hacerle reír con sus ocurrencias.

-          Soy un desastre.

Lo era. Y la prefería así, tropezando con las papeleras y perdiendo gafas, paraguas, guantes y todo lo imaginable. Era mucho mejor que aguantar sus etapas depresivas y aquellos laberintos mentales que le aburrían.

Cogió el espejo y lo guardó. Seguro que le haría ilusión volver a verlo.

-          Me encanta. Cualquier día de éstos te lo quito.

Ya no haría falta, porque pensaba regalárselo. Nunca le regaló nada.

-          Eres idiota. No sé cómo te aguanto. Ayer fue mi cumpleaños y ni siquiera me has felicitado.

Y nunca pensó hacerlo, pero ahora…

“Bueno, quedamos en que fui hecho para vista, ¿no? Pues que me vean los demás, yo ya me conozco bastante”.

Pero no se conocía. Nunca creyó que la necesitase tanto. Ni a ella ni a nadie…

-          Es en la tercera planta.

Esperaba que estuviese sola. Había decidido ir durante la primera hora de visita, porque no aguantaría encontrarse con las miradas curiosas de la familia o de los conocidos.

-          Hola. – Estaba sentada en un rincón, con la ventana abierta y las manos jugando en el alféizar. Se volvió a él y le miró.

-          Hola.-  Repitió ella. No le había conocido. Sus ojos se paraban, desconcentrados, en su rostro, en su cuerpo. Se dio la vuelta otra vez.

“Parece tarada de verdad”.

Vio cómo se apartaba el pelo de la cara y recordó las veces que hiciera ese mismo gesto frente a su espejo. La recordó riendo. Pero ahora estaba allí, con un aire de eternidad que él no conocía. Se sentó junto a ella.

-          Mira lo que te he traído.- Sacó el espejo y se lo tendió. Ella lo cogió asombrada, como si fuera la primera vez que lo veía y le interrogó con los ojos, esos ojos ausentes y ridículamente felices que tenía ahora.

-          Es para ti, ¿no te acuerdas? Mírate. Siempre te gustó verte en mi espejo.

Ella se lo puso frente a la cara y frunció el ceño. Él recordó su cuerpo, ese cuerpo rotundo que se adivinaba bajo la bata. Ese cuerpo, barro y seda, que estremecía su memoria. Acarició su brazo como hiciera otras veces. Ella seguía sosteniendo el espejo. Le miró sorprendida.

-          No… no sé ve nada. ¿Qué hay que mirar? – Los dedos se le pararon. Bajo ellos, la piel que otras veces le inquietara, yacía con una tranquilidad infinita, incapaz de responder a sus caricias. Volvió los ojos hacia el cristal, intentando entender lo que ella decía y… no vio nada.



“A veces tengo miedo de no recordar mi pasado al despertarme…”, “se ha quedado en el umbral del sueño”.

Recordó lo que dijera tantas veces, lo que supuso su amiga. Miró el rostro incapaz de reflejarse en el espejo, el cuerpo que otras veces le respondiera desbordándole. Ella estaba allí, pero ella… ella ya no vendría nunca."