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Almas gemelas




        Intentó retrasarlo todo lo que pudo. No estaba segura. No estaba segura de que resultase. Su madre era una mujer muy difícil.

        Siempre había tenido un carácter especial. No es que fuese antipática, no. Pero algo rara, sí. Con muchas manías. Y con la edad habían ido a más. A mucho más. Sus manías habían dado paso a los olvidos. A sus ataques de ira. A su intransigencia. Su madre había envejecido. Se notaba en su físico, que se empequeñecía y se consumía entre las arrugas y las manchas de su piel. Se notaba en su carácter, siempre dispuesto a iniciar una discusión, propicio a las quejas y los enfados. Su madre tenía un carácter especial. Pero ahora, con la edad, era algo más. Ella no se atrevía ni a pensar de qué podía tratarse. Se le venían a la cabeza términos como "demencia senil" o "alzhéimer", pero ella se empeñaba a evitarlos, en echarlos fuera de su pensamiento. No, no era eso. Sólo estaba mayor. Mayor y algo más rarita de lo que había estado siempre.

        Hasta que ya no le quedó más remedio. Y tuvo que reconocer que había que tomar medidas. Lo de llevarla al médico lo siguió aplazando. Pero necesitaba una persona que la cuidase. A sus ochenta años tenía serias dificultades para arreglárselas sola. Y ella, Elena, no podía. Bastante tenía ya con lo suyo. Con su trabajo, con su casa, con las niñas... Porque aunque estaba Alejandro, su marido, Elena sentía que llevaba todo el peso. Y siendo Felisa su madre, estaba claro: era Elena la que tenía que hacerse cargo. Por eso, aunque sabía lo difícil que era, decidió recurrir a Lidia.

Lidia nunca había cuidado a personas mayores, pero lo había hecho tan bien con las niñas... Cuando Elena estaba más desesperada, cuando la persona que se ocupaba de ellas se fue sin avisar, Lidia, recomendada por una compañera de trabajo, llegó a su casa y consiguió la confianza de todos. María y Ana habían crecido con ella. Las niñas no recordaban a nadie más. Para Elena, y para sus hijas, se había convertido en un miembro de la familia. Por eso, precisamente, dudó tanto en pedírselo. Porque conocía a su madre. Y sabía lo difícil que era. Además, ella suponía que para Lidia lo iba a ser aún más.

        Porque a la naturaleza especial y enrarecida de Felisa había que añadir su odio por todo lo distinto. Su manía por los extranjeros.

        Elena no recordaba si siempre había sido así. Cuando intentaba saber si su madre había tenido ese rechazo por los inmigrantes con anterioridad, no lograba acordarse. La verdad era que no le extrañaba. Cuando Elena era pequeña prácticamente no había inmigrantes en España. Ella al menos no los recordaba. Eso, como decía Felisa, era una cosa moderna, de ahora, que a saber dónde íbamos a llegar con tanto lío. Quizá por eso Elena no era capaz de saber si la actitud de su madre era nueva o era parte de su esencia. Pero ahora, Felisa no perdía ninguna oportunidad para criticar y quejarse de los inmigrantes. Daba igual cuál fuera su procedencia. El caso era que no eran de aquí. Y punto. Que si habían venido a quitarnos el trabajo. Que si es que no tienen respeto. Que si desde que España está llena de extranjeros es cuando han aumentado los delitos, que por algo será. Que si es que no paran de meter ruido. Y son guarros. Y poco respetuosos con los vecinos. Y venga a aprovecharse de lo que hay aquí. A chupar bien del bote, a ir a los médicos gratis y a meter a sus hijos a los colegios. Y si te descuidas, se traen a toda la familia, que con uno trabajando vienen veinte, y se meten todos en una casa, y hay que ver cómo las dejan luego, cuando les echan por no pagar. Si es que no tienen respeto...

        Por eso Elena no estaba segura de lo que había hecho. Porque Lidia era ecuatoriana. Inmigrante. Lidia había dejado su país diez años atrás y, al poco de llegar a España, sin papeles, había empezado a trabajar en casa de Elena, a cuidar a sus hijas y a vivir con varios compatriotas (un montón, sí) en una casa del Barrio de la Concepción. Porque Lidia, que había criado a María y a Ana, las nietas de Felisa, había traído a sus hijos de Ecuador en cuanto consiguió regularizar su situación. Y ahora vivían los tres juntos y solos en otro piso alquilado del mismo barrio. Y ella acababa de conseguir la nacionalidad española. Pero, a ojos de Felisa, nunca sería española, era de fuera, extranjera. Por eso Elena tenía dudas. Su madre era difícil. Y para Lidia lo iba a ser aún más.

        Pero ya no quedaba más remedio. La situación de Felisa hacía que no pudiese seguir sola. Con lo que ella había sido. Y lo orgullosa que había estado siempre de haber sacada adelante a su hija sola, cuando su marido murió en un accidente en la obra cuando Elena tenía tres años. Pero ahora ya no. Ahora, con más de ochenta, con sus descuidos y sus achaques, ya no podía arreglárselas sin nadie. Por eso Elena decidió confiar en Lidia. Como lo había hecho durante los últimos años. María tenía ya catorce y Ana doce. Prácticamente no necesitaban a nadie. Desde luego, no para regresar del colegio. Es más, se enfadaban siempre que alguien acudía a recogerlas. "¡Qué vergüenza, mamá! Por favor, no vengas más. Y a Lidia dile que tampoco. Ya somos mayores. Podemos venir solas". Y cuando llegaban, se encerraban en su cuarto a hacer los deberes (o no, vete a saber) y no salían hasta la hora de la cena. Ya no necesitaban nadie que las cuidase. Pero Felisa sí. Y Elena temblaba al pensar lo que pudiera suceder.

        Por eso se sorprendió tanto durante el primer mes. Todo parecía ir bien. Lidia le decía que no se preocupase. Que su madre era muy cariñosa. Que no paraba de contarle cosas y que incluso intentaba ayudarla con la casa. Elena no podía creerlo. Parecía que le hablaba de otra persona. ¿Su madre cariñosa? No recordaba la última vez que ella podría haber dicho algo así. Su madre había sido una mujer admirable. Fuerte. Decidida. Pero cariñosa... No era ese el calificativo que venía a su mente cuando pensaba en Felisa. Siempre había creído que la dureza de su vida la había hecho como era: áspera, austera, dando lo necesario pero ni un poco más. Pero pedir sí que pedía. Exigía. Elena se había pasada la vida intentando estar a su altura. A su altura como mujer, como madre, como trabajadora, a su altura como persona autosuficiente, adelantada a su época. Pero cariñosa... Cariñosa no lo había sido. No con su hija. Tampoco con sus nietas. ¿Y lo era con Lidia? No podía creerlo. Pensó que era una treta de Lidia para tranquilizarla. "Seguro que le hace la vida imposible y ella no se atreve a decírmelo". Se imaginó a su madre detrás de la mujer, comprobando si había limpiado bien o no. Pasando la mano por la ropa recién planchada, dispuesta a descubrir cualquier arruga, cualquier pequeño defecto. Con su gesto torcido, agrio (ese que Elena conocía tan bien) cuando las cosas no estuviesen a su gusto. Recordaba la obsesión de su madre por la limpieza. Esa manía de andar sobre paños para no rayar el parquet. Su enfado cuando dejaba algo sin recoger. No, su madre debía de estar haciéndole la vida imposible a Lidia, y la pobre, que no quería preocuparla, le mentía.

        Decidió hacerles una visita sorpresa. Comprobar si sus sospechas eran ciertas. Si Lidia necesitaba ser rescatada. Salió una mañana para una consulta médica y aprovechó para pasarse por casa de su madre. Sin previo aviso. Cuando subía por las escaleras oyó ruidos. Creyó distinguir risas. "Será en otra casa", se dijo. “Mi madre no está para tonterías”. Nunca lo había estado. Siguió subiendo y ya se le hizo evidente. Las risas salían de la casa de su madre. Le llegaba también el murmullo de voces, en animada conversación. No podía ser. A lo mejor no era Felisa. Quizá Lidia tenía alguna visita, algún familiar o algún amigo que había ido a verla. Pero desechó la idea. Su madre no lo toleraría. Eso nunca. Que encima se trajese a otros a vaguear a su casa, era impensable.

        Abrió con su llave y no pudo creer lo que vio. Sentadas juntas en el sofá - el que su madre había tapizado  y vuelto a tapizar varias veces, duro e incómodo como él solo, pero que a ella le encantaba - estaban las dos, Felisa y Lidia, ante unas tazas que humeaban y un platito con galletas.

        Elena se quedó parada y las dos mujeres se volvieron hacia ella, sorprendidas.

- ¿Pasa algo, señora? - preguntó Lidia.

        Elena dudó. No sabía qué decir. Había ido allí esperando encontrar a su madre tiranizando a Lidia y ahora se sentía como una intrusa interrumpiendo la intimidad de dos amigas. Miró a su madre. Ella le devolvió la mirada, con frialdad, con un gesto de reproche que Elena conocía muy bien. Se sintió pillada en falta. Como le pasaba siempre con ella. Nunca parecía hacer nada bien. Nunca era suficiente.

-  No nada.- Dijo.- Es que he salido al médico y he pensado en pasar para saludar a mi madre.-

Felisa la miró de nuevo y pareció dudar. No dijo nada.

- ¿Como vais?, ¿está todo bien? - preguntó Elena, como si lo que veía no fuese más que una farsa.

- Perfectamente, señora, ya le digo, su madre es un encanto. No para de contarme cosas y apenas me deja trabajar.-

Felisa sonrió.

- Si estás todo el día friega que te friega. Y yo le digo: hija, si la señora te va a pagar lo mismo. Y total, si no se da cuenta de nada. ¿No ves que nunca ha hecho nada en la casa?, pues no nota si está bien o mal.- Y se llevó la taza a los labios. Elena no entendía.

- ¿Quiere algo? - preguntó Lidia.- Estábamos tomando una infusión.- Le explicó.

- No, gracias, si tengo que irme...- Dijo Elena.

- Anda hija.- dijo Felisa, dirigiéndose a Lidia - acábate esto y luego seguirás. Ya te diré yo cómo has de hacer las cosas para que queden bien y no te canses, que a esta señora ya la tengo yo muy calada.-

Elena la miró sin entender. Lidia le hizo un gesto, invitándola a ir a la cocina.

- Felisa, ahora vengo. Voy con la señora a decirle unas cosas.-

- Vale, hija, pero no tardes, que se te enfría la manzanilla.-

        Cuando llegaron a la cocina Elena no sabía qué pensar. ¿Qué le había pasado a su madre? Esa señora sentada a la mesa no parecía la mujer amargada y quejosa que ella conocía.

- Señora, su madre, a veces, se confunde. Se le va algo la cabeza y piensa que está en otra época, cuando ella era joven, y en otro sitio, ¿sabe? - Elena escuchaba sorprendida a Lidia.- Y me confunde con una amiga que ella tenía. No sé cómo se llamaba, pero parece que se la recuerdo.

- ¿Y dónde dices que cree que está? -

- Pues muy bien no lo sé, pero aquí no. A veces me habla en otro idioma y me dice cosas que no entiendo. Y siempre se refiere a una señora, a una jefa que ella tuvo. A usted la ha debido de confundir con ella.-

Elena no sabía qué pensar. Por un lado se alegraba de que su madre y Lidia se llevasen bien, pero, por otro, le preocupaba que Felisa actuase así. ¿Era para preocuparse?, ¿debía llevarla al médico? Quizá había sido demasiado dejada y no había prestado la suficiente atención a su salud.

- ¿Y dices que habla otro idioma? - preguntó Elena, que se acababa de dar cuenta de lo que le había dicho Lidia.

- Sí, alemán creo que es. Yo creo que ella debió de estar en algún sitio, trabajando, y allí hablaban alemán.-

- ¿Trabajando?, ¿y hablaban alemán? - Elena no entendía. Por lo que ella sabía su madre no había salido nunca de España. Fue de la casa de sus padres a la que compartió con su marido.

- Sí. Muy segura no estoy, pero algo de eso debe de ser.- Insistió Lidia y dirigió a Elena al cuarto de su madre.

Abrió uno de los cajones de la cómoda y sacó una caja de cartón que Elena recordaba haber visto hacía años. Pero no sabía qué había dentro. Su madre siempre había sido muy estricta en cuanto a las cosas que había en su cuarto. No se tocaban. Lidia la abrió y sacó unas fotos. Eran antiguas. Las imágenes en tonos sepias parecían de principios de los cincuenta. Jóvenes risueñas cogidas del brazo que paseaban en un entorno extraño. Extraño porque nada tenía que ver con lo que anunciaban sus rostros y sus cabellos, que a pesar de la ausencia de color, se notaban oscuros. Todas ellas, las cuatro, parecían españolas. Pero no los edificios, que semejaban un decorado que adornase la foto. Casitas de cuento como sacadas de una postal de Navidad. Elena no tuvo dudas. Las casas, el paisaje, no eran españoles. Parecía algún país centroeuropeo, por la construcción, por la nieve que se adivinaba en las calles en algunas de ellas, por las personas que, como extras, aparecían detrás. Nada que ver con las protagonistas. Rostros y cabellos más claros, ropas distintas. Cuando llegó a la quinta foto ya no tuvo dudas, un cartel a la derecha escrito en lo que supuso era alemán, le ayudó a desvelarlas. Parecía el nombre de una empresa. Las protagonistas eran las mismas chicas. Su madre, una de ellas. Una madre mucho más joven, más aún de lo que estaba en la foto de la boda que había presidido durante años el salón de casa. No cabía duda, Lidia llevaba razón. Su madre había estado en otro país. Elena supuso que trabajando, Pero, ¿por qué nunca le dijo nada? Decidió preguntárselo. Salió hacia el comedor, con Lidia siguiéndola. Ambas se sentaron a la mesa.

- Felisa - le dijo Elena, evitando llamarla mamá - ¿me conoces? - Le preguntó.

La mujer levantó los ojos y una mirada vacía se posó en ella

 - ¿Como no te voy a conocer? - Le dijo. Elena pensó que sus temores eran infundados. Si la recordaba no estaba tan mal.- Eres la Carmen.- Le dijo.- Mi amiga Carmen, la de Zafra. ¿Cómo no te voy a conocer si vinimos aquí juntas? -

- ¿Y cuánto tiempo llevamos aquí, en Alemania? - Le preguntó Elena, intentando no dejarse llevar por la desolación. Su madre no la recordaba.

- ¿Tú estás tonta?, ¿O es que crees que lo estoy yo? Esto no es Alemania, que tan boba no estoy. Esto es Suiza. Y va para dos años que vinimos.- Le dijo su madre.- Ésta, la Pili - continuó señalando con la cabeza a Lidia - llegó más tarde. Pero tú y yo va ya para dos años. Unos meses menos de los que tiene la pequeña, Frida. Pero a mí me queda poco ya. Yo me voy después de Navidades. Me vuelvo al pueblo a casarme. Por eso la Pili tiene que aprender cuanto antes, que la señora quiere que le enseñe yo todo. Y las niñas bien que se han encariñado con ella, como es tan maja, tan cariñosa, y con ese acento tan gracioso. Ya te digo yo que lo tiene casi todo hecho.-

        Elena se quedó de piedra. Su madre estaba peor de lo que había creído. No la reconocía. La confundía con una amiga de la juventud. Y además, con su situación, le estaba descubriendo una parte de su pasado que, por algún motivo, nunca le había contado.

- Anda - le dijo su madre - vamos a acabarnos la manzanilla que va a venir la señora y nos va a pillar así, sin hacer nada. Vete a  casa, Carmen, y ya sabes, cuando llegues a la pensión recoge un poco, que este fin de semana llega la prima de Sole y tenemos que caber las cuatro en la habitación.-

        Elena notó cómo una lágrima resbalaba por su mejilla. Intentó contenerse. Su madre... Su madre necesitaba ayuda médica. Tendría que llevarla de inmediato, pero, ¿por qué nunca le contó nada de ese pasado? Miró a Lidia.

- Me voy.- Le dijo. Lidia la acompañó a la puerta.

- No se preocupe, señora. Ella está bien. Tendrá perdida la memoria, no le digo yo que no, pero se acuerda de otras cosas. Y está contenta. No parece que lo pasase mal allí. Y le gusta tanto hablar…-

Elena, apoyada en la puerta abierta, volvió a mirar a su madre, que se estiraba la falda sobre los muslos. De pronto, Felisa levantó la cabeza. Su mirada cambió y, como si despertase de un sueño, le dijo, su voz agria otra vez:

-      Anda vete, Elena, que tendrás muchas cosas que hacer en casa.-

Unos meses más tarde, cuando su madre iba de una cita médica a otra, buscando un diagnóstico que ayudase a conocer su situación, Elena recibió la visita de su tía Milagros, la hermana de Felisa. A ella le preguntó por lo que había descubierto en su casa, las fotos que le hablaban de un tiempo y un lugar que Elena desconocía. Milagros sonrió.

-      Yo también me sorprendí cuando lo supe.-

-      Pero, ¿tú no lo sabías? Si sois hermanas.-

-      Sí, pero nos llevamos diecinueve años. Cuando tu madre volvió de Suiza yo sería una mocosa, no debía ni andar. Si ni me acuerdo de su boda.- Dijo Milagros.

-      ¿Y por qué no lo ha contado nunca? – Preguntó Elena.

-      No lo sé. Ya sabes el carácter que tiene tu madre. Bueno, el que tenía, porque ahora, como está la mujer… - Dijo, moviendo la cabeza.- Yo creo que le daba vergüenza, fíjate. El haber estado fuera, trabajando tanto como parece que trabajó y pasando penalidades. Que dicen que hacía un frío allí… Y no contaba nada. Si yo me enteré por la prima de Remedios, ya sabes, la vecina.-

-      Sí, ya, la vecina.- Asintió Elena.

-      Fue ella quien me lo dijo. Y bien mayor que era yo ya. Si tendrías tú diez años. Y yo encontré una foto. Fue cuando se murió madre, sí. Y guardando sus cosas, salió una foto de la Feli, con una niña. Una niña rubísima y así, pues, ya sabes, como distinta. Y yo me dije “¿Y ésta quién es?” Y le pregunté a tu madre. Y ella, como siempre, tan arisca, me dijo que no me metiera donde no me llamaban y me quitó la foto y todo. Y fue la prima de Remedios, de la vecina – y Elena volvió a asentir – la que me dijo que la de la foto era la niña que cuidaba allí en Suiza, que tu madre se encariñó mucho con ella. Ya ves, si yo llegué a pensar de todo. Hasta que era una hija que había tenido de estrangis y la había dado a una inclusa. ¡Qué sé yo! Bobadas. Pero como tu madre es así. Tan rara. Era… - Milagros se corrigió de nuevo. Ambas volvieron la vista hacia Felisa, que sentada frente al televisor, se balanceaba en su mecedora. Como si sintiera su mirada, volvió la cabeza hacia ellas y les dedicó una amplia sonrisa.

-      Míralas.- Dijo.- ¡Qué guapas que son las dos! Ay, mis muchachas, mi Carmen y mi Sole, lo que valéis.- Y, sin más, siguió embobada con la tele. Elena y Milagros se miraron.

-      Pobre.- Dijo Elena.- Ya casi nunca acierta. No me reconoce.

-      A veces pienso que es mejor así.- Siguió su tía.- Antes no había quién la aguantase, no digas que no. Y mírala ahora, una bendita. Si no para de echarnos piropos. Y hasta un beso me ha dado.

-      No seas bruta, tía.- Dijo Elena.- No está bien. Está enferma.-

-      Sí, eso sí.- Convino Milagros. – Algo le pasa, porque tan alegre no la he visto yo nunca.

Y mientras las dos contemplaban la tranquila imagen de Felisa viendo la tele, Lidia apareció y se dirigió a ella con una bandeja y cuatro tazas.

-      Y ahora vamos a merendar, doña Felisa.- Propuso.

-      Eso, merendemos todas juntas, que ya tendremos tiempo luego de seguir trabajando.- Dijo Felisa, haciendo extensiva su invitación a su hija y a su hermana, a sus amigas, dando unos golpecitos en el asiento del sofá al lado de su mecedora.

Y todas se reunieron junto a Felisa que, contenta, no paraba de hablar. Le hacía preguntas a Lidia, que las contestaba sin darse cuenta de que la mujer la confundía con un recuerdo del pasado. Y a Felisa todo le venía bien, cualquier cosa que dijese Lidia le servía para comentar alguna historia.

-      Ay, hija – Concluyó Felisa, después de oír la conversación de Lidia – si es que parece talmente que hablas de mí. Por lo que cuentas, se me hace mi vida misma. Si es que gemelas pareceremos. Si llegamos a ser hermanas no somos más iguales.-

Milagros y Elena se miraron, sorprendidas.

 -      Sí, hija, sí.- Continuó Felisa.- Tú y yo, Pili hemos pasado lo mismo. Almas gemelas, ya te lo digo yo.- Y sorbía su infusión con gusto.

-      Yo no sé si será o no como usted dice – terció Lidia – pero sí sé que como a usted, a nadie le puedo contar las cosas. No hay persona que mejor me entienda.- Y Felisa, agradecida, le pasó la mano por el cabello.

Se hizo un silencio y, al rato, como si despertase de un sueño, Felisa miró a Elena y a Milagros y dijo:

-      ¿No tenéis que iros vosotras? – Ellas no sabían a qué se refería.- Sí, Elena – y por primera vez en días acertó con su nombre - ¿no tienes que volver a tu casa?, ¿y tú, Milagros?, ¿te vas a quedar aquí toda la tarde?-

Ambas reconocieron a su madre y a su hermana en la Felisa que les habló y, en pocos minutos, se despidieron de ella que, de nuevo con la mirada perdida, les dijo esta vez.

-      Pues vaya prisa que tenéis, si la señora hoy ya no llega hasta tarde. Para un día que podemos estar juntas…-

Felisa iba y venía en el tiempo, los recuerdos le llenaban el presente, sin dejar apenas espacio. Pero a veces, la vida se le colaba por alguna rendija y la traía de vuelta, por unos instantes. A Elena le apenaba verla así. Cerraba la puerta cuando escuchó:

-      Lidia, guapa, cuéntame lo que me decías antes de tu hermana.-

Elena se sorprendió al ver que su madre utilizaba el nombre correcto de su cuidadora y aguardó un poco para escuchar cómo ella, Lidia, confiaba en la anciana y le desvelaba sus preocupaciones. A esa mujer que había sido admirable, fuerte, decidida, pero cariñosa no, cariñosa nunca. A esa mujer que odiaba a los extranjeros porque venían a quitarnos el trabajo, a aprovecharse de lo nuestro, sin respeto; como lo hizo ella años atrás, como se sentía ahora, perdida en el laberinto del tiempo desorganizado que poblaba su mente. El ayer y el hoy revueltos. La extranjera ella. Trabajando en un país ajeno porque no le quedaba más remedio. Lejos de su familia. Compartiendo habitación con varias compatriotas. Acumulando las monedas y los días para poder volver a su tierra.

Un último vistazo de Elena para retener la imagen de las manos de Lidia entre las de Felisa. Sintió una punzada de envidia. Le hubiera gustado ser ella la que, sentada frente a su madre, le desvelaba sus preocupaciones y esperaba su consejo. Por un momento pensó que quizá Felisa no tenía nada. Que los médicos no daban con el diagnóstico porque no había nada que diagnosticar. Que su madre lo hacía por jorobarla y que, confiando en Lidia, era más su madre de lo que lo había sido nunca. Esa madre exigente a la que no había logrado contentar; la que se desvivió por ella para poder recordárselo toda la vida; la que, con solo mirarla, conseguía hacerla sentir culpable sin saber por qué. Vio los ojos de Felisa, que se habían vuelto hacia la puerta y se habían detenido en ella. Los mismos ojos, la mirada de siempre. Se vio a sí misma sentada a su lado. Ella transformada en Lidia, como un recuerdo de algo que nunca existió pero que se apareció ante Elena con más fuerza que la más viva de las memorias. El tiempo y la realidad, para Elena, tan confundidos como lo estaban para su madre.

Y creyó sentir el tacto de sus manos arrugadas en las suyas, que se apoyaban en la puerta. Y pensó, como Milagros, que estaba mejor así, enferma o no, con la memoria perdida o con el presente suplantado por los recuerdos que durante años había acallado.

Felisa, como si pudiese leer el pensamiento de su hija, encontrando el camino en la mente de Elena con más facilidad que en la suya propia, sonrió y le lanzó un beso desde la mecedora.