Apagó el móvil y al
hacerlo sintió un pequeño hormigueo. Como un aviso. Intentó no pensarlo.
Diez horas y media de vuelo. Sin
consultar los correos, ni los mensajes, ni nada. Era una sensación extraña. Le
recordó a la que tenía cuando fumaba. Entonces le horrorizaba coger un avión.
Sobre todo si el trayecto – como el de ahora – era largo. Intentaría no pensar
en ello. Pero ni hablar de dormir, eso no, no lo había conseguido nunca. No es
que le diese miedo volar, era, simplemente, que no podía estar lo
suficientemente tranquilo como para dormir. Él estaba siempre alerta. Siempre.
Atento a cualquier cosa. ¿Cómo si no iba a haber logrado que todo funcionase? En cuanto
se descuidaba, si se permitía la menor distracción, las cosas ya no salían, no salían
como a él le gustaba. No es que se considerase imprescindible. Bueno, sí, sí
que lo pensaba, al menos para mantener el nivel que él pedía. Su equipo
era bueno, muy bueno. Lo había elegido él. Pero necesitaban su guía. Tenía que
estar ahí.
- - ¿Una
copa de cava? – Le ofrecía esa mujer, sonriente y perfectamente uniformada.
- - Sí,
gracias.-
¿Qué otra cosa podía
hacer? Vería las películas que le ofrecían, comería todo lo que le apeteciese y
bebería, bebería aunque había leído en algún sitio que en vuelo la tolerancia
al alcohol era distinta. Cualquier cosa con tal de llenar esas horas y
olvidarse de todo lo que estaría pasando sin que él pudiera evitarlo.
- - Pide
que te cuelguen la chaqueta en el armario –
Tardó unos segundos en
darse cuenta de que la voz no era la de la azafata. Era la de Pilar, su mujer.
- - Es
verdad.- Contestó agradecido. La miró y la vio sonriente, con la cara relajada,
un libro en el regazo y una revista abierta que iba hojeando.
- - ¿Has
apagado el móvil? – Le preguntó. Ella le miró sorprendida.
- - Sí.
Hace un rato.-
Claro, a ella no le
importaba. Si a veces hasta se lo olvidaba en cualquier parte. ¿Y en cuántas
ocasiones lo llevaba perdido al final del bolso en silencio? No sabía cómo
podía vivir así, tan desconectada de
todo.
Volvió la cabeza a la
izquierda y vio a Daniel y a Jesús, que reían mientras hablaban de algo que él no
lograba escuchar. Sus hijos. El motivo por el que estaba dispuesto a pasar diez
horas y media en un avión, aislado del mundo. Iban a Miami, para que ellos
viesen Disneyworld. “Y nosotros también”, completaba siempre Pilar. Sería
ella, porque a él, maldita la gracia que le hacía. Que había tenido que coger
cinco días de vacaciones. Y en este momento. Precisamente ahora. Aunque, bien
mirado, nunca era una buena época.
No pudo evitar pensar en
el móvil. Allí, en el bolsillo de la chaqueta. De la chaqueta que le había dado
a la azafata para que la guardase en el armario. Y en el portátil, en la maleta
pequeña, la que llevaba como equipaje de mano en el compartimento de arriba.
Los dos apagados. Incluso el Ipad, allí, en su mano, dispuesto para que, cuando
diesen el aviso por megafonía, pudiera abrirlo y leer una novela. Todo
desconectado. Pensarlo le daba una sensación de angustia… Con lo que
podría estar pasando... Con lo que seguramente estaba pasando.
Oyó el rumor de la voz de
su mujer a la derecha y pensó que tendría que contestarle. A lo mejor había
suerte y se dormía. Ella siempre se dormía en los viajes.
Pero en éste no. En éste
vio una película, leyó un rato y habló. Habló y habló como él no recordaba que
hubiese hecho nunca. Aunque a lo mejor sí y era él el que no se daba cuenta.
Ella tampoco parecía notar que no la escuchaba, como si ya estuviese
acostumbrada a ser para él sólo un murmullo.
Cuando por fin llegaron él
ya creía que no podía más. Tenía una opresión en el pecho, un dolor en las
sienes… Se encontraba francamente mal. Quizá por el alcohol, o porque no se
había movido, pero mal estaba. En cuanto se apagó la luz de cinturones pulsó el
botón de encendido del móvil, que tenía en la mano desde que la azafata le
devolvió la chaqueta.
Cuando llegaron a la
terminal aún no había conseguido conectarse a ningún operador.
- - Vaya
mierda. En cuanto volvamos, me compro otro.- Dijo. Pero nadie en su familia le
hizo caso. Estaban acostumbrados a que hablase solo.
El trayecto al hotel de
Miami se le hizo interminable. Y al llegar fue aún peor. No era sólo el
teléfono. Tampoco conseguía conectarse a internet con el portátil. Ni con el
Ipad.
- - Pilar,
¿tú tienes conexión? – Le preguntó.
- - No
sé. Aún no lo he encendido. Déjame que vea.-
Y Pilar comprobó que ella
tampoco. Ni los niños. ¡Qué raro!, ¿qué estaba pasando? ¿Por qué ninguno de
ellos podía conectarse a un operador ni a Internet? Eso no podía ser.
Bajó a recepción. Nadie
podía explicarle qué pasaba. Le ofrecieron los ordenadores para uso común que
había en el business center. Fue hacia ellos casi corriendo, como si fuesen el vaso de agua que busca alguien
que se ha perdido en el desierto. Se conectó e intentó abrir su cuenta de
correo. Nada. No podía. Había un error y no podía conectarse. No se lo podía
creer.
Miró el reloj. Dispuesto a
llamar a sus colegas, a pesar del cambio horario. No lo hizo. Pero sí a la
mañana siguiente. Llamó desde el teléfono de la habitación. Le dijeron que no
se preocupase, que todo estaba bien. ¡Sí, bien!, ¿cómo iba a ir todo bien si él
no estaba encima? Repasó varios temas, dio instrucciones y, por fin, colgó.
Lo que le estaba pasando
era inconcebible. Y no podía entender cómo Pilar y los niños estaban tan
tranquilos. Ellos encontraban entretenimientos en cualquier sitio y a ninguno
parecía preocuparles esa falta de conexiones.
Como estaba previsto,
fueron en coche a Disneyworld y, como Pilar había preparado, pasaron los cinco
días de parque en parque, subiendo y bajando de una atracción a otra. Y todo
siguió igual. Tampoco allí fue posible que los teléfonos y los ordenadores
funcionasen. Nada.
Él llamaba a diario a su
oficina. Al principio.
Al tercer día se le olvidó. Y aunque el cuarto lo hizo, apenas prestó atención a lo que le decían al otro lado.
Al tercer día se le olvidó. Y aunque el cuarto lo hizo, apenas prestó atención a lo que le decían al otro lado.
Se sentía raro, pero de un modo
distinto. Ya sin la opresión en el pecho, sin la angustia. Hasta empezaba a
disfrutar de los parques. Y eso que a él nunca le habían gustado. Pero,
escuchando a sus hijos, estaba aprendiendo a diferenciar sensaciones. Le
gustaban. Le gustaban sus hijos. Tenía que reconocer que Dani era gracioso.
Mucho. En la familia siempre decían que era igual que Juan - que era su tío - el
hermano pequeño de él. Y era cierto. Pero Dani era más gracioso aún. Y Jesús
era un niño especial, muy curioso, y con unas conversaciones que realmente
hacían pensar. Le gustaban sus hijos. Esos niños a los que apenas veía a
diario. De los que sabía perfectamente a qué colegio iban (lo había elegido él),
sus nombre, su edades, qué esperaba de ellos... pero poco más.
Recuperó la risa. La risa
no por los chistes subidos de tono que le gustaba contar; ni por los
comentarios maledicentes del trabajo. No, la risa por cualquier tontería, por
las conversaciones de sus hijos, por el argumento de una película, porque sí.
Pilar también se dio
cuenta. Y empezó a hablar menos. A hablar eligiendo el momento, cuando sabía
que él la iba a escuchar. Como antes, ¿cómo cuándo? Ya ni se acordaba.
Él sí la recordó. Recordó
cómo era ella cuando él oía lo que decía. Cuando esperaba saber su opinión de
cada cosa. Cuando contaba las horas para volver a verla. La recordó. Y también
recordó que, como sus hijos, le gustaba.
Se preguntó qué pensarían
ellos de él. ¿Les gustaría? No se atrevió a preguntárselo.
Cuando los días pasaron
y el avión aterrizó en Madrid, decidió no encender el móvil. No de momento.
Sabía que tendría que hacerlo. Que ese paréntesis, ese extraño paréntesis
motivado por un error tecnológico difícil de entender, iba a acabarse. Pero
quería disfrutarlo, alargarlo, como cuando en la montaña rusa cerraba
los ojos al caer, para hacer más intensa la sensación.
Miró a su familia y se
sintió afortunado. Palpó el bulto del móvil en su chaqueta, y sintió un
cosquilleo, como el drogadicto que acaba de salir del centro de desintoxicación
cuando pasa por los entornos que conoció y que asocia a su dependencia.
Al salir a la calle le
llegó el aroma de un cigarrillo y reconoció la sensación. Y supo que el
paréntesis se había acabado. Hacía tiempo que sabía que no iba a volver a
fumar; pero...
Dirigió su mano al bolsillo interior y tanteó en busca de lo prohibido.
Sacó el móvil de su bolsillo, lo encendió y marcó el PIN.
Dirigió su mano al bolsillo interior y tanteó en busca de lo prohibido.
Sacó el móvil de su bolsillo, lo encendió y marcó el PIN.