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Crisis de identidad




        Desde que decidí volver al gimnasio la veía allí. Alta y de complexión fibrosa, con un cuerpo elástico y levemente musculado que parecía complacerse en exhibir. Con su melena, perfectamente alisada, que conseguía domar – aparentemente sin esfuerzo – en una coleta alta y tensa. Con esa sonrisa permanente que, por más que yo me empeñase en decir que era fingida, le salía de forma espontánea y cambiaba unos rasgos que, por lo demás, eran bastante normales.

        No sabría decir por qué, pero no la aguantaba.

        Quizá era por esa simpatía que, sin ser desmedida, yo consideraba impostada.

Quizá por la ropa deportiva, ajustada, pensada para resaltar un cuerpo casi perfecto, como el suyo. Un cuerpo que me encontraba constantemente en los vestuarios. En el camino a la ducha, con la toalla en la mano y no cubriéndose, como hacíamos las demás. En la misma ducha, hablando sin cesar, manteniendo una conversación que me obligaba a mirarla para evitar la descortesía. Vistiéndonos, después. Ella demasiado lenta, como recreándose en la proporción de sus formas. Yo deprisa y sin mirarme en el espejo.

        Quizá porque yo no era no era ni tan simpática, ni tan alegre, ni, por supuesto, tan joven.

        Quizá porque mi cuerpo hacía tiempo que había perdido todo rastro de elasticidad y proporción (si es que alguna vez las tuvo) y comenzaba a dibujar montes donde antes había valles y mesetas, cambiando su orografía en un plan imposible guiado por el tiempo.

         Había decidido volver al gimnasio después de años, de muchos años, cuando ya mi deterioro físico era evidente. Nunca me había gustado el ejercicio y, si lo hice durante mi juventud, fue sólo en un intento de contribuir a las distintas dietas que, de manera periódica, decidía empezar para luchar contra la terquedad de mi naturaleza.

         Ahora, cuando volvía a tener algo de tiempo para mí, me había apuntado a Pilates, justo debajo de casa, en un horario la mar de conveniente. Había creído que aquí, en el barrio, en una disciplina tan poco movida como esa (nada que ver con el aerobic que estaba de moda en mi juventud) no encontraría más que mujeres de mi edad, personas con la misma situación que yo: trabajadoras y madres de familia que, entre compra, informes, colegios y presentaciones, harían ese hueco de media hora para ver si con los estiramientos mejoraban de las contracturas, las tortícolis y los dolores de espalda. Y había acertado. Todas mis compañeras eran  como yo, cuarentonas con achaques, del club del chándal sueltecito. Salvo ella. Ella no encajaba en el grupo. Cerca de veinte años nos separaban. Y su presencia nos resultaba insultante. Al menos a mí me resultaba insultante.

        Me recordaba todo lo que fui, o más bien, lo que quise llegar a ser. En ella, en su imagen reflejada en el espejo que cubría toda la pared, veía la juventud que un día tuve, la alegría que, sin duda, había perdido, el cuerpo que ya no volvería.

        Y encima, ella no paraba de hablar. De contarnos los proyectos que tenía en su trabajo. Un trabajo distinto al nuestro, o al menos eso creíamos todas al verla tan entusiasmada. Un trabajo que la hacía viajar a menudo y que parecía tenerla encantada. Uno como el que imaginaba yo cuando estaba a punto de terminar la carrera y que no se parecía al que me mantenía atada de nueve a seis, con una hora para comer.

        Y si no, nos hablaba de sus novios. Porque hay que ver qué vida amorosa más agitada tenía la muchacha. Yo, que me había perdido hacía tiempo entre tanto nombre alternativo y tanto chaval alto y escuchimizado, con el pelo tapándole los ojos que la esperaba en la puerta, no puede evitar prestar atención cuando nos habló de Luis. Y no sólo por el nombre, que era normal, lo que constituía toda una novedad, sino también porque el joven que ahora la esperaba en la puerta no se parecía en nada a los imberbes anteriores. Apoyado en su moto, con un casco en cada mano, tenía el pelo muy corto, casi al uno y solía llevar una cazadora de cuero marrón que no conseguía ocultar sus hombros anchos y su cuerpo rotundo.

        Cada viernes, al salir, ella se acercaba y, tras un beso fugaz, se ponía el casco y yo les veía irse, mientras Jose, mi marido, me esperaba con los niños para tomar algo.

         No la aguantaba. Y no sabría decir por qué. Quizá porque me recordaba demasiado lo que no era, lo que nunca llegué a ser, lo que ya no sería. Porque me mostraba de forma inequívoca que mi vida era mediocre, ni siquiera aburrida. Para aburrirse hay que tener tiempo y yo no lo tenía. Sólo mediocre, vulgar, una vida tan distinta a la que imaginé de joven… Tan distinta a la que ella nos contaba…

        Hoy era viernes. Y ella parecía estar aún más simpática que de costumbre. Si fuera antipática… O fea. O triste. O todo junto. Pero no, ella no. Ella lo tenía todo.

        Acabé de vestirme, evitando los espejos, como hacía siempre.

        Ella salió antes. La vi de espaldas, abriendo la puerta del gimnasio. Me di cuenta de que hoy no se había esmerado demasiado en componer su atuendo. Llevaba un plumas negro que la cubría hasta las rodillas y apenas dejaba adivinar su silueta. Esa que yo estaba harta de ver, con cada curva en su sitio, insultantemente proporcionada.

        Frente a ella, Luis. Le miré y volví a darme cuenta de lo atractivo que era. Siempre lo pensaba y no podía evitar un leve azoramiento cuando me saludaba. ¡Qué tonta!, si debía de llevarle al menos quince años…

        Ella se dirigió hacia él. Yo miré a la derecha y descubrí a Jose con los niños. Diego, como siempre, molestando a su hermano, que parecía a punto de soltarle un pescozón. Iba hacia ellos cuando vi una figura que se paraba, como para saludarles. Se acercó y… No puede ser… No, no es posible. Se acercó y besó a Jose. Un leve beso,  en los labios, como un reflejo automático. Pero, ¿cómo se atreve? Era ella. Ella. Con el plumas negro y sus botas. Es increíble. ¡Qué descaro!, ¿es que no era bastante con todo lo que tenía? Indignada, aceleré el paso mientras la veía a ella, andando junto a Jose y los niños, en dirección a mi casa. Iba a empezar a correr cuando noté la presión de una mano en mi brazo derecho. Me volví y vi a Luis, que me miraba sorprendido.

-      Pero, ¿adónde vas? –

-      ¿Cómo que adónde voy?, pues a mi casa.-

Me miró sin entenderme y me tendió el casco que llevaba en su mano izquierda, el de ella.

-      ¿No te acuerdas? – me dijo – Tenemos la fiesta de Eugenia.-

Yo no sabía de qué me hablaba. Me volví de nuevo para ver a Jose y a los niños volver la esquina. Ella agarrada del brazo de mi marido, con la mano de Diego en la suya. No podía creerlo. ¿Qué estaba pasando?

    Noté el abrazo de Luis y un beso fugaz.

-      Venga, vamos, que llegamos tarde.-

Le miré, aún sin entender. Sin querer entender.

Estaba habituada a evitar los espejos y todas las superficies que pudieran reflejar mi imagen. No me gustaban. No me gustaba verme. Pero ahora, al volver la cara para preguntar de nuevo a Luis, miré el reflejo en el cristal de la puerta del gimnasio.

No pude creer lo que veía.

Yo… yo… Yo era ella