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lunes, 18 de agosto de 2014

CONCURSO DE NOVELA EN AMAZON

Hola a todos,

hacía tiempo que no publicaba nada y hoy aparezco nuevamente en el blog para contaros que participo en un concurso de novela. Es un poco peculiar, porque la novela ya está publicada en Amazon.

Os dejo el enlace:

http://www.amazon.es/Culpa-María-José-Serrano-Valverde-ebook/dp/B00MSXOBO8/ref=sr_1_415?s=digital-text&ie=UTF8&qid=1408


Podéis comprarla y también hacer comentarios.

¡Muchas gracias!

domingo, 1 de junio de 2014

El misterioso caso del agujero de La Técnica





Nadie sabía qué era lo que estaba pasando. No se recordaba algo así. Ni los más viejos del lugar podían explicarlo. Todo empezó a finales de año. Con los días tan cortos que acababan casi sin darte cuenta. Con la bruma cubriendo los picos de las gemelas, las dos colinas que rodeaban el pueblo, haciendo más suaves sus inviernos y separándolo de los vecinos.

El primero que desapareció fue Toño, el hijo del panadero. Al principio casi nadie se dio cuenta. Y no porque no le conociesen, que cualquiera era capaz de contar alguna historia sobre él. Pero casi todas eran iguales. Historias de gamberradas, de quejas y desatinos. Toño era más que famoso por no hacer nada bien. O mejor, por no hacer nada. Por eso, al principio, nadie se dio cuenta de su desaparición.

Debía llevar dos días fuera cuando su padre empezó a buscarle. Nadie supo decirle dónde estaba, ni siquiera se ponían de acuerdo sobre quién fue la última persona que le había visto y mucho menos sobre qué hacía en esos momentos. Unos decían que lo de siempre, fumar a la puerta del bar; otros que le vieron un poco alicaído, como triste, que le pasaba algo, y hasta hubo algunos que aseguraron que había subido al pico de la Técnica, una de las dos colinas gemelas  - la Técnica y la Mantenida - que rodeaban el pueblo.

-      - ¿A la Técnica? – preguntó José, su padre.- Pero, ¿qué dices?, si en su vida le ha gustado hacer ejercicio. Y aunque la montaña no es el Mont Blanc, su esfuerzo le costaría llegar. Que no, que no, que Toño no está para esos trotes. Seguro que aparece en unos días. Más gordas las ha hecho…-

Pero Toño no apareció. Ni dio señales de vida. Nada, ninguna noticia. Ya pensaban organizar una batida por los campos de los alrededores cuando don Pedro - el médico suplente que vino para cubrir la enfermedad de don Higinio, iba ya para dos años  - dijo que eso había sido por el agujero de la Técnica. Al principio nadie le creyó, a pesar de que era un hombre muy respetado, pero es que la explicación tenía lo suyo.

Don Pedro les contó que en la Técnica había un agujero, más bien una cueva, y que desde tiempo inmemorial se hablaba de que era la puerta a otro mundo. Unos decían que era una sima sin fondo y el que entraba allí no volvía. Otros decían que era la vía a un mundo mejor, a un mundo en el que la dureza del pueblo se relajaba; en el que no había que trabajar de sol a sol; en el que daba igual no seguir las normas.

En el pueblo empezaron a tener por loco a Don Pedro; pero él insistía en que esa leyenda era muy conocida más allá de los límites marcados por las colinas gemelas. Que en el pueblo nunca la habían oído porque estaban muy aislados y apenas tenían contacto con el exterior. Pero que él, que en su larga carrera había conocido muchos más pueblos, podía asegurar que la leyenda del agujero de la Técnica era cierta.

A escondidas, cuando se sentía seguro, cuando estaba a solas con Charo, la enfermera, con  Ramón, el farmacéutico, y con Gabriel, el concejal, les contaba su verdad. Que la cueva de la Técnica daba acceso a otro mundo, sí, pero que  no era mejor. Que él sabía la verdad, y que ese mundo, aparentemente feliz, estaba condenado a la desaparición. Porque antes que la cueva de la Técnica hubo muchas otras cuevas. Y todas acabaron igual. Desapareciendo. Era necesario. Necesario para que los pueblos pudieran seguir adelante, para limpiar y separar lo bueno de lo malo. Por eso nadie sabía exactamente la verdad, porque en realidad, no querían saberla, preferían seguir jugando a ser felices; preferían olvidarse de todos aquéllos que se fueron para hacerles la vida más fácil. 

El tiempo pasó y todos – o casi todos – se olvidaron de Toño. Se había ido y ya volvería. O no. Hasta su padre parecía tranquilo con la situación. Al fin y al cabo ya no tenían que soportar sus gamberradas, esas bromas sin gracia que tan incómodas se les habían hecho en los últimos años.

Los que estaban preocupados eran Charo, Ramón y Gabriel. Don Pedro seguía insistiendo en el agujero de la colina y, cada vez era más fácil reconocer las miradas que le dirigía el resto de habitantes del pueblo. “Está loco”, se leía en ellas. Pero él insistía y les contaba que había otras cuevas, y otras colinas, y que siempre era igual, siempre. Que lo que parecía fácil no lo era y que ese camino conducía al agujero. 

Su argumentación cada vez se hacía más elaborada. Hablaba del mito  de la caverna, de Platón; de las novelas de Samarago; de Kierkegaard… Cuanto más complicaba sus argumentos, más loco parecía.

Hasta que un día llegó al pueblo un forastero, un tal Sebastián, una especie de peregrino que recorría el país. Él si había oído hablar de la leyenda de la cueva y la colina. La contaba de otro modo, pero se parecía bastante. Él les habló de otros vecinos que, antes que Toño, habían subido a la Técnica. Hacía ya mucho de aquello, pero Alfonso, el abuelo de Gabriel, sin duda alguna la persona más vieja del pueblo, recordó algo. “Eran dos”, dijo, “un hombre y una mujer. No me acuerdo de los nombres, pero se fueron seguiditos, uno detrás del otro”.

Don Pedro no podía reprimir la alegría que sentía por ver que su historia estaba siendo corroborada. Se paseaba por el pueblo, feliz, mirando a todos con esa superioridad, tan suya, que en los últimos tiempos había estado a punto de perder. En el fondo les compadecía, era lógico, un pueblo tan aislado, sin contacto con el exterior… Para ellos era difícil conocer lo que sucedía fuera, cómo se hacían las cosas… Por eso le necesitaban a él y personas como él. Personas que conocían la receta para hacer que el pueblo funcionase mejor.

Pero Sebastián, el peregrino, se fue del pueblo y don Pedro volvió a quedarse solo.

Empezó a correr el rumor de que el mundo al otro lado de la cueva era mejor. Que no merecía la pena esforzarse tanto si allí, tan cerca, se podía conseguir lo mismo y más, sin hacer casi nada. 

Los más jóvenes empezaron a organizar una excursión. No podía pasar nada, total, si eran muchos, seguro que podrían ayudarse entre ellos, fuese lo que fuese lo que hubiese en la cueva y podrían volver. Y contarían al pueblo lo que pasaba allí.

Los preparativos duraron meses. Y durante ese tiempo, todos, los jóvenes y los mayores, vivieron más pendientes de la cueva de que sus quehaceres diarios. Al fin y al cabo era una aventura única, algo que nunca había pasado en el pueblo.  La oportunidad de desvelar un secreto ancestral.

Y partieron hacía la Técnica. Eran muchos, tantos, que el pueblo se quedó prácticamente vacío. Sólo con los más ancianos, con aquellos que no podían o no querían emprender esa aventura.

También se quedó don Pedro. No le habían hecho caso. Se había cansado de decir que ése no era el camino correcto. Que la cueva, y la vida aparentemente feliz del otro lado, no era la solución. Que era justo al contrario, la existencia de la cueva hacía que el pueblo pudiese seguir adelante.

Pero nadie le hizo caso. 

El atractivo de un mundo sin esfuerzo fue mucho mayor.

Y el tiempo pasó. Y los jóvenes no volvieron

El pueblo se fue deteriorando poco a poco, consumido, como los habitantes que no se habían atrevido a desafiar la leyenda.

Los pocos que quedaron, Charo, Gabriel y Ramón entre ellos, se esforzaban por seguir, por hacer de ese pueblo lo que siempre había sido, pero cada vez resultaba más difícil.

Hasta que un día, cuando Charo llegó a la consulta, vio una nota sobre la mesa. No le costó reconocer la letra picuda de don Pedro. Antes de leerla, sabía lo que decía.

Se había ido hacia el agujero de la Técnica

domingo, 11 de mayo de 2014

En ocasiones...



No sabía cómo había pasado, cómo había podido suceder algo así. Él era un tipo normal, demasiado normal. El hombre al que nunca le sucedía nada. Del que se podían predecir hasta los gestos y los suspiros. Una persona no expuesta a la incertidumbre. Regida por las normas básicas de la monotonía.
Él, que se levantaba todos los días a las 7.00. Incluso sábados, domingos y vacaciones. “Es que uno se acostumbra y luego ya…”. Él, que hacía siempre el mismo camino para llegar al trabajo. Que cogía el mismo autobús, repleto de la misma gente. Una persona normal, tan normal…

¿Cómo podía haberle pasado una cosa así?

Si es que no tenía que haberse metido en eso. Si él era más de leer y ver películas. Que para la tecnología ya estaba mayor. Pero le insistieron tanto. Y él estaba tan solo…

-      En un año me caso, ya veréis.- Les dijo a sus amigos, tomando una caña en el bar de siempre.

-      - ¿Qué necesidad tienes, Arturo? – Le preguntó Ramón, arrastrando la frase. – Si cualquiera de nosotros daría dinero por estar como tú, solo.-

-     -  Sí, pero un rato. Luego os cansaríais, seguro, y querríais volver a estar como ahora, con pareja.- Se quejó él.

-      - Quita, ¿qué dices? , ¿yo casarme otra vez? Eso ni se me ocurre. Sólo al idiota de Pepe, que la ha vuelto a cagar.- Y mientras lo decía, le daba un cachete a Pepe, que sonreía como un bobo.

Pero Arturo sabía que lo que decían no eran más que frases hechas y bromas. Que todos estaban deseando tomarse la última para volver a casa, y ver a los niños y, ¿por qué no?, también a sus parejas. Y también sabía que a él le gustaría hacer lo mismo. Que él no estaba solo por decisión, como Juan, que iba de una relación a otra, pero que prefería no compartir casa con nadie. No, él estaba solo porque no encontraba pareja. Desde hacía tiempo. Desde que Laura decidió romper con él cuatro meses antes de la fecha en la que tenían prevista la boda. Hacía ya, ¿cuántos años?, ¿tres?

Por eso decidió hacerlo. Al principio se sentía inseguro. Hasta le daba un poco de miedo. Eran personas desconocidas. Le habían dicho que la agencia era de total confianza, pero… Dudaba. Él sabía bien lo que quería. Quería casarse. Y para eso, le habían contado que lo mejor era una agencia y dejar las cosas claras desde el principio.

-      - ¿Y no te parece extraño? – Le preguntó Pepe.

-      - Extraño, ¿por qué? – Respondió él.

-      - No sé. Se me hace raro. Muy forzado. Conocer así a gente… Uf, no sé.

-      - Pues no sé por qué lo dices.- Aclaró Arturo.- Si las cosas están claras, no tiene porqué ser algo raro. Y yo quiero casarme.-

-      - Pero, ¿por qué casarse en lugar de conocer gente? –

-      - Pues porque es lo que necesito.-

Y así, Arturo empezó a relacionarse con Inma. Al principio por correo electrónico.

-      - Chico, ¡qué frío!, ¿no? Ni romanticismo ni nada.- Comentó una mañana de domingo Carmen, la mujer de Ramón.

-      - Pues mira, la verdad, yo lo más parecido que conozco es la boda de mi tío. Se quedó viudo a los 55 y vivía en el pueblo. Y le arreglaron la segunda boda con una conocida de la familia, soltera. No se conocieron hasta una semana antes. Y tan bien que les fue. Que estuvieron juntos un montón de años. Sin problemas de ningún tipo.-

-      - Ay Arturo. Es que me hablas de unas cosas… Pero eso sería hace muchos años, ¿no? Que ahora la gente actúa de otro modo.-

-      - Pues no te creas. Que no era yo tan pequeño. Pues a principios de los 80 sería…-

-      - ¡Jesús!, qué barbaridad. Pues yo sigo sin verlo.-

Pero Arturo sí lo veía y por eso siguió adelante. Inma era rubia y, por la foto que envió, parecía menuda. No demasiado agraciada, pero sin ningún rasgo que afease especialmente su cara. A Arturo le parecía perfecta para sus propósitos. Por eso se decidió a hablar con Inma. Su voz al otro lado del teléfono era tal y como él se la imaginaba.
Y decidió quedar con ella.

-      - ¿Y cómo fue?, ¿Cómo se hace eso? – Le preguntó Ramón, al día siguiente.

-    - Raro, no te lo voy a negar. No sabía qué hacer, ni qué decir. Pero ella tampoco. Por lo que al final, no fue tan difícil. Y hoy… Hoy he quedado otra vez… En mi casa.- Dijo Arturo.

-      - Eh, pero mírale, figura, ya sabes, deja el pabellón alto.- Bromeó Ramón, dándole un puñetazo fingido en el hombro.

Y ambos se echaron a reír.

Eso había sido unas horas atrás, sólo unas horas. Y ahora, era todo tan distinto…

Arturo vivía en la casa que fue de sus padres, de dos plantas, en una zona de la ciudad que no hacía tanto que había dejado de ser un pueblo. Incluso, desde la segunda planta de su casa podía verse la iglesia y la plaza, con su fuente y todo.

Arturo era hijo único por lo que, cuando ambos murieron, en un intervalo de tres años, se quedó solo, con los muebles que le habían acompañado desde pequeño, con esa sensación de estar en su casa y, al mismo tiempo, de que todo pertenecía a otros. No había tocado nada. No había reformado nada. En el fondo, siempre pensó que saldría de allí. Si hasta había comprado un piso con Laura. Un piso que se apresuró a vender y en el que nunca vivió. No como allí, en la casa de sus padres, en su casa… En esa casa anticuada que guardaba todos sus recuerdos y, al mismo tiempo, sus ganas de independencia.

Y allí llevó a Inma. Tardó horas en arreglarse y en ordenar un poco la casa. Se sentía inseguro. Volver a estar con una mujer… Hacía tanto tiempo.

Arturo sabía que no era guapo. Ni siquiera atractivo. Él era feo. Así, sin paliativos. Feo y ya está. Demasiado alto, demasiado gordo, demasiado peludo. Demasiado de todo. No se engañaba. Inma no había quedado prendada de su físico. No. Ella, como él, sabía lo que quería y ambos se conformaban. Pero eso no hacía que estuviese más tranquilo.

Por eso, cuando recogió a Inma en el metro y, paseando, la acompañó a su casa, se odió hasta tres veces por las frases tontas que empezó, sin saber muy bien cómo continuar. Se odió en dos ocasiones por no ser capaz de mostrarse seguro y no abrazarla, o cogerla de la mano, o algo, algún gesto que ayudase a intimar. Y se odió todo el rato por haber elegido una ropa demasiado formal, que no era la que llevaba habitualmente, y con la que se sentía incómodo.

“Total, si tampoco mejoro tanto”, se dijo.

Y siguió odiándose cuando, nada más cerrar la puerta, Inma se abalanzó sobre él y, torpemente, le besó. Y él respondió aún más torpemente.

“Madre mía, esto va más deprisa de lo que esperaba. A ver si estoy a la altura”.

Y mientras pensaba en eso, y notaba la lengua de Inma explorando su boca, no dejaba de darle vueltas a lo que estaba por venir.

Pero no pudo pensar mucho, porque Inma, sin preguntar dónde estaban las habitaciones, subía por las escaleras. Arturo pensó en su cuarto. El que había sido siempre el suyo, y en el que seguía durmiendo. Parecía el de un adolescente. El de un adolescente de los 80. Ahí no podían hacer nada. Si hasta la cama era de 90 centímetros. N siquiera cabían. Pensó en la habitación de sus padres. No se había atrevido a cambiarla. Estaba igual que cuando ellos la usaban. La colcha floreada, el crucifijo que les regalaron en su boda, las fotos… No, las fotos de sus padres. No podría hacerlo con sus padres mirándole.

-     -  Inma.- Llamó, sin saber muy bien qué decir.

Ella volvió la cabeza mientras seguía subiendo.

-      - ¿Sí? –

Y mientras contestaba pisó mal. Antes de que Arturo pudiera decir nada más, la vió caer.

-      - ¡Oh, no! – Arturo fue hacia ella, pero cuando llegó a la escalera, y vio su cara, con los ojos abiertos y la expresión ausente, supo que era tarde.

De todos modos se agachó e intentó buscarle el pulso. Fue en vano. Nada.

Arturo se sentó junto a Inma, junto al cuerpo de Inma, sin saber qué hacer. Se pasó la mano por el pelo, sin acordarse de que se había puesto espuma y que, con ese gesto, destrozaría el peinado que tanto le había costado conseguir.

“Está muerta. ¿Está muerta?” No sabía qué hacer. Quién le había mandado a él meterse en ese lío. Si ya se lo decía todo el mundo. Que eso era raro, que no lo hiciera. Y ahora… ahora…. Oyó el sonido de su móvil que le anunciaba un nuevo correo. Sin pensar bien en lo que hacía miró el móvil y abrió la cuenta de email. Cuando vio el nombre le recorrió un escalofrío. Miró el cuerpo caído a su lado. Volvió a mirar el móvil. En la pantalla, el nombre de Inma, de la Inma que estaba, muerta a su lado, le anunciaba que acababa de recibir un correo.
“Pe…pero…”

No sabía qué hacer, ¿cómo iba Inma a enviarle un correo si estaba ahí, junto a él, si acababa de caerse por las escaleras, si un charco oscuro se iba ensanchando bajo su cuello, extrañamente doblado?
Pero su curiosidad pudo más.

Y abrió el correo de Inma.

domingo, 16 de marzo de 2014

Desconectado


Apagó el móvil y al hacerlo sintió un pequeño hormigueo. Como un aviso. Intentó no pensarlo. Diez  horas y media de vuelo. Sin consultar los correos, ni los mensajes, ni nada. Era una sensación extraña. Le recordó a la que tenía cuando fumaba. Entonces le horrorizaba coger un avión. Sobre todo si el trayecto – como el de ahora – era largo. Intentaría no pensar en ello. Pero ni hablar de dormir, eso no, no lo había conseguido nunca. No es que le diese miedo volar, era, simplemente, que no podía estar lo suficientemente tranquilo como para dormir. Él estaba siempre alerta. Siempre. Atento a cualquier cosa. ¿Cómo si no iba a haber logrado que todo funcionase? En cuanto se descuidaba, si se permitía la menor distracción, las cosas ya no salían, no salían como a él le gustaba. No es que se considerase imprescindible. Bueno, sí, sí que lo pensaba, al menos para mantener el nivel que él  pedía. Su equipo era bueno, muy bueno. Lo había elegido él. Pero necesitaban su guía. Tenía que estar ahí.
-      - ¿Una copa de cava? – Le ofrecía esa mujer, sonriente y perfectamente uniformada.
-       - Sí, gracias.-
¿Qué otra cosa podía hacer? Vería las películas que le ofrecían, comería todo lo que le apeteciese y bebería, bebería aunque había leído en algún sitio que en vuelo la tolerancia al alcohol era distinta. Cualquier cosa con tal de llenar esas horas y olvidarse de todo lo que estaría pasando sin que él pudiera evitarlo.
-      - Pide que te cuelguen la chaqueta en el armario –
Tardó unos segundos en darse cuenta de que la voz no era la de la azafata. Era la de Pilar, su mujer.
-     -  Es verdad.- Contestó agradecido. La miró y la vio sonriente, con la cara relajada, un libro en el regazo y una revista abierta que iba hojeando.
-    -   ¿Has apagado el móvil? – Le preguntó. Ella le miró sorprendida.
-    -   Sí. Hace un rato.-
Claro, a ella no le importaba. Si a veces hasta se lo olvidaba en cualquier parte. ¿Y en cuántas ocasiones lo llevaba perdido al final del bolso en silencio? No sabía cómo podía vivir así, tan  desconectada de todo.

Volvió la cabeza a la izquierda y vio a Daniel y a Jesús, que reían mientras hablaban de algo que él no lograba escuchar. Sus hijos. El motivo por el que estaba dispuesto a pasar diez horas y media en un avión, aislado del mundo. Iban a Miami, para que ellos viesen Disneyworld. “Y nosotros también”, completaba siempre Pilar. Sería ella, porque a él, maldita la gracia que le hacía. Que había tenido que coger cinco días de vacaciones. Y en este momento. Precisamente ahora. Aunque, bien mirado, nunca era una buena época.
No pudo evitar pensar en el móvil. Allí, en el bolsillo de la chaqueta. De la chaqueta que le había dado a la azafata para que la guardase en el armario. Y en el portátil, en la maleta pequeña, la que llevaba como equipaje de mano en el compartimento de arriba. Los dos apagados. Incluso el Ipad, allí, en su mano, dispuesto para que, cuando diesen el aviso por megafonía, pudiera abrirlo y leer una novela. Todo desconectado. Pensarlo le daba una sensación de angustia… Con lo que podría estar pasando... Con lo que seguramente estaba pasando.
Oyó el rumor de la voz de su mujer a la derecha y pensó que tendría que contestarle. A lo mejor había suerte y se dormía. Ella siempre se dormía en los viajes.
Pero en éste no. En éste vio una película, leyó un rato y habló. Habló y habló como él no recordaba que hubiese hecho nunca. Aunque a lo mejor sí y era él el que no se daba cuenta. Ella tampoco parecía notar que no la escuchaba, como si ya estuviese acostumbrada a ser para él sólo un murmullo.
Cuando por fin llegaron él ya creía que no podía más. Tenía una opresión en el pecho, un dolor en las sienes… Se encontraba francamente mal. Quizá por el alcohol, o porque no se había movido, pero mal estaba. En cuanto se apagó la luz de cinturones pulsó el botón de encendido del móvil, que tenía en la mano desde que la azafata le devolvió la chaqueta.
Cuando llegaron a la terminal aún no había conseguido conectarse a ningún operador.
-      - Vaya mierda. En cuanto volvamos, me compro otro.- Dijo. Pero nadie en su familia le hizo caso. Estaban acostumbrados a que hablase solo.
El trayecto al hotel de Miami se le hizo interminable. Y al llegar fue aún peor. No era sólo el teléfono. Tampoco conseguía conectarse a internet con el portátil. Ni con el Ipad.
-      - Pilar, ¿tú tienes conexión? – Le preguntó.
-      - No sé. Aún no lo he encendido. Déjame que vea.-
Y Pilar comprobó que ella tampoco. Ni los niños. ¡Qué raro!, ¿qué estaba pasando? ¿Por qué ninguno de ellos podía conectarse a un operador ni a Internet? Eso no podía ser.
Bajó a recepción. Nadie podía explicarle qué pasaba. Le ofrecieron los ordenadores para uso común que había en el business center. Fue hacia ellos casi corriendo, como  si fuesen el vaso de agua que busca alguien que se ha perdido en el desierto. Se conectó e intentó abrir su cuenta de correo. Nada. No podía. Había un error y no podía conectarse. No se lo podía creer.
Miró el reloj. Dispuesto a llamar a sus colegas, a pesar del cambio horario. No lo hizo. Pero sí a la mañana siguiente. Llamó desde el teléfono de la habitación. Le dijeron que no se preocupase, que todo estaba bien. ¡Sí, bien!, ¿cómo iba a ir todo bien si él no estaba encima? Repasó varios temas, dio instrucciones y, por fin, colgó.
Lo que le estaba pasando era inconcebible. Y no podía entender cómo Pilar y los niños estaban tan tranquilos. Ellos encontraban entretenimientos en cualquier sitio y a ninguno parecía preocuparles esa falta de conexiones.
Como estaba previsto, fueron en coche a Disneyworld y, como Pilar había preparado, pasaron los cinco días de parque en parque, subiendo y bajando de una atracción a otra. Y todo siguió igual. Tampoco allí fue posible que los teléfonos y los ordenadores funcionasen. Nada.
Él llamaba a diario a su oficina. Al principio.

Al tercer día se le olvidó. Y aunque el cuarto lo hizo, apenas prestó atención a lo que le decían al otro lado.
Se sentía raro, pero de un modo distinto. Ya sin la opresión en el pecho, sin la angustia. Hasta empezaba a disfrutar de los parques. Y eso que a él nunca le habían gustado. Pero, escuchando a sus hijos, estaba aprendiendo a diferenciar sensaciones. Le gustaban. Le gustaban sus hijos. Tenía que reconocer que Dani era gracioso. Mucho. En la familia siempre decían que era igual que Juan - que era su tío - el hermano pequeño de él. Y era cierto. Pero Dani era más gracioso aún. Y Jesús era un niño especial, muy curioso, y con unas conversaciones que realmente hacían pensar. Le gustaban sus hijos. Esos niños a los que apenas veía a diario. De los que sabía perfectamente a qué colegio iban (lo había elegido él), sus nombre, su  edades, qué esperaba de ellos... pero poco más.
Recuperó la risa. La risa no por los chistes subidos de tono que le gustaba contar; ni por los comentarios maledicentes del trabajo. No, la risa por cualquier tontería, por las conversaciones de sus hijos, por el argumento de una película, porque sí.
Pilar también se dio cuenta. Y empezó a hablar menos. A hablar eligiendo el momento, cuando sabía que él la iba a escuchar. Como antes, ¿cómo cuándo? Ya ni se acordaba.
Él sí la recordó. Recordó cómo era ella cuando él oía lo que decía. Cuando esperaba saber su opinión de cada cosa. Cuando contaba las horas para volver a verla. La recordó. Y también recordó que, como sus hijos, le gustaba.
Se preguntó qué pensarían ellos de él. ¿Les gustaría? No se atrevió a preguntárselo.
Cuando los días pasaron y el avión aterrizó en Madrid, decidió no encender el móvil. No de momento. Sabía que tendría que hacerlo. Que ese paréntesis, ese extraño paréntesis motivado por un error tecnológico difícil de entender, iba a acabarse. Pero quería disfrutarlo, alargarlo, como cuando en la montaña rusa cerraba los ojos al caer, para hacer más intensa la sensación.
Miró a su familia y se sintió afortunado. Palpó el bulto del móvil en su chaqueta, y sintió un cosquilleo, como el drogadicto que acaba de salir del centro de desintoxicación cuando pasa por los entornos que conoció y que asocia a su dependencia.

Al salir a la calle le llegó el aroma de un cigarrillo y reconoció la sensación. Y supo que el paréntesis se había acabado. Hacía tiempo que sabía que no iba a volver a fumar; pero...

Dirigió su mano al bolsillo interior y tanteó en busca de lo prohibido.

Sacó el móvil de su bolsillo, lo encendió y marcó el PIN.

domingo, 23 de febrero de 2014

Otro relato publicado. Y van tres

Hola,

el jueves, 27 de febrero, me entregan el accésit por un relato corto en el Premio Internacional de relato corto Patricia Sánchez. Os dejo en link de la página web

http://www.ariadna-rc.com/premio-psc/premio000.htm


El relato premiado es "El toldero que leía a Murakami", que todos habéis podido leer en este blog.

Ya es el tercero premiado y publicado en libro recopilatorio durante 2013 (aunque se publique en 2014). Todo es ponerse....

domingo, 2 de febrero de 2014

"Los desorientados", de Amin Maalouf

Llevo tiempo sin asomarme al blog, como llevaba también tiempo sin disfrutar de Amin Maalouf.
 
Me reencontré con él este verano, a la sombra del toldo y hasta ahora no he encontrado un momento para comentar su último libro, "Los desorientados".
 
Para mí es, sin duda, la mejor novela que leí en 2013. Maalouf no decepciona. Al menos a mí, que le conozco desde hace ya algunos años, y que he ido leyendo sus obras con expectación, recreándome en ellas, desde aquel "León el africano" que me hizo compartir momentos con Papas, emperadores, reyes y artistas, a través de la vida de su protagonista; pasando por "Samarcanda" y ahora por "Los desorientados".
 
Pero si en sus novelas anteriores, la perspectiva histórica y la visión de los protagonistas permite mantener cierta lejanía, es ésta - desde mi punto de vista - su novela más personal. Porque es difícil no ver al propio Maalouf reflejado en el protagonista. No sentir que él es un poco ese Adam que se exilia, que se aleja del Líbano y, desde la distancia, se cree con derecho a juzgar a sus amigos que optan por quedarse y, quizá, pervertirse, enfangados en el día a día de un país que él ha decidido comentar en lugar de vivir.
 
Pero cuando vuelve, todas las historias que le esperaban, las que conoció y las que prefirió olvidar, surgen de nuevo ante él y le hacen cuestionarse los principios que le han servido de guía en esos años. Y asistimos al pasado y el presente de todos sus amigos, los que se quedaron y los que se fueron; los que se rebelaron, los que huyeron y los que se acomodaron (¿los que traicionaron, quizá?). Y nos vamos dando cuenta, como el propio Adam, de que no hay verdades eternas ni universales; que ninguno es mejor o peor; que todas las historias guardan sus motivos y sus porqués.
 
Una novela que trae la tristeza y la melancolía de un país como el Líbano, asolado por conflictos constantes, pero que podría ser la de cualquiera, la de cualquier "desorientado", como nosotros, que vemos caer los cimientos de la sociedad que creímos estable y eterna. Porque en la sociedad occidental actual nada es lo que fue, y nosotros, como Adam, somos exiliados de un pasado que no volverá y buscamos un sitio y un tiempo que ya no están.
 
Triste novela; pero bonita al fin y al cabo. Y recomendable.