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sábado, 31 de marzo de 2012

Habitaciones cerradas

Hoy voy a comentar el libro "Habitaciones cerradas" de Care Santos. Tengo que decir que no conocía a la autora y que cuando me regalaron esta novela no tenía muchas esperanzas. Sin embargo, me ha sorprendido gratamente.

Parece ser que la autora es famosa como escritora de novela juvenil. Además, imparte talleres literarios, por lo que, en principio, la calidad de su prosa se supone. Desde mi punto de vista, no sólo se supone sino que la tiene, y mucha.

Había leído críticas que decían "si te gustó el jardín olvidado te gustará habitaciones cerradas". Como sabéis, porque ya lo comenté aquí, a mí no me emocionó "El jardín olvidado", lo que hacía que me adentrase en este libro con más reparos aún.

Pero, como digo, me ha gustado. La autora mezcla tiempos y tipos de prosa (cartas, e-mails, noticias) lo que podría hacer que el ritmo de la novela se resintiese. Sin embargo, ocurre todo lo contrario, que logra darle agilidad por los cortes que imprimen los diferentes estilos. En la parte narrativa propiamente dicha, su escritura es ágil. En negativo, únicamente diré que, en algunos casos, mezcla tiempos verbales (presentes con pasados). Creo que lo hace intencionadamente, como recurso literario, pero a mí, particularmente, no me gusta el resultado.

Por lo demás, la historia de una familia de la burguesía barcelonesa desde el siglo XIX hasta la actualidad, que esconde un secreto. ¿Demasiados parecidos con "El jardín olvidado"? Pues sí. No me he parado a ver cuál de las dos está escrita en primer lugar, pero hay que decir que la trama tiene muchos, muchos parecidos con la novela de la australiana. A mí, sin embargo, me gusta más la de Care Santos. La veo más real, menos previsible y, personalmente, prefiero su forma de escribir. Como siempre digo cuando hablo de novelas extranjeras, no soy capaz de saber si el problema con "El jardín olvidado" viene de la traducción; pero "Habitaciones cerradas", así, en castellano, me resulta más cercana, más ágil y muy fácil de leer.

Además, los personajes de "Habitaciones cerradas", bajo mi punto de vista, están mejor resueltos que los de "El jardín olvidado". No hay un protagonismo tan acusado de los personajes femeninos como en la novela de Kate Morton. Aquí cada miembro de la familia tiene su sitio, con independencia de cuál sea su género. Eso también lleva a que la novela me resulte menos femenina de lo que me pareció "El jardín..." y, seguramente por eso, me guste más.

Para mí, este libro es un sorpresa. Como he dicho antes, una grata sorpresa. Lo recomiendo.

La próxima reseña será de "El lector de Julio Verne", de mi admirada Almudena Grandes. Ya adelanto que no me ha decepcionado.

sábado, 24 de marzo de 2012

No podía evitarlo

Esta semana voy a dejar la segunda parte del relato que escribí la semana pasada. Se trata de la versión en masculino. Mi idea era retar al lenguaje, ver si la misma historia, contada en masculino, cambiaba el sentido. He de decir que yo misma me he sorprendido. Creí que en femenino, el relato presentaría a la protagonista de un modo más casquivano, más trivial, con algún deje incluso de "lagartona". Sin embargo, me he encontrado con que me costaba mantener el mismo lenguaje en versión masculina. Y no porque el que había utilizado en la primera parte (la de la chica) fuese sexista (al menos, a mí no me lo parecía) sino porque, simplemente, la historia, transcrita tal cual, en versión masculina no se sostenía.

También creí que el final quedaría más natural cuando el protagonista era el hombre, el anciano que aún conserva el atractivo de don Juan y que no repara en mostrarlo ante una joven que puede ser su nieta. De hecho todos sabemos que situaciones así se dan, que no se ve extraño que un hombre lleve más de treinta años a su pareja. Normal tampoco, pero en absoluto descabellado. Sin embargo, cuando es la mujer madura la que mantiene una relación con un hombre más joven, la situación parece anormal, incluso con algún tinte de aberración. Todo el mundo piensa que es imposible que el joven haya podido sentirse atraído por una mujer a la que los años le han quitado la posibilidad de parecerse a los iconos de las revistas, y nadie piensa que esos mismos años quizá le hayan traído la plenitud y la sabiduría que, sin embargo, se les presupone a los hombres de cierta edad.

Pero, como digo, al escribir las dos historias, la masculina no me ha sonado mejor que la femenina. Quizá porque ésta fue la que escribí primero. Quizá porque sea yo misma una mujer y ya no tan joven. O quizá porque realmente el lenguaje no sea tan sexista como pensamos. ¿Cuál es vuestra opinión?

"Siempre le había pasado. Desde pequeño. Y siempre le había dado mucha rabia no poder controlarlo. Ser así. Se sentía como si un determinismo ciego le llevase, inexorablemente, a coquetear sin freno, a sentirse atraído por desconocidas, por mujeres guapas, o no tanto, que se cruzaban con él y se quedaban clavadas en su recuerdo, martilleando su mente con escenas, casi nunca vividas, que volvían y volvían a perturbar su tranquilidad.
Al principio, cuando no era más que un niño, lo atribuyó a la ilusión de la inmadurez, a su inexistente experiencia, a su ansia de conocer. Fue entonces cuando se quedó prendado de la pescadera. Y de la amiga de su hermana. Y de la prima de su vecino. Y de aquella compañera del colegio. Ésa con la nariz tan grande, ¿cómo se llamaba? Era imposible intentar recordarlo. Con todas se ilusionó. Soñó encuentros más o menos apasionados con cada una de ellas. Su falta de referencias reales no le daba para mucho, pero su ardor juvenil cubría todas las lagunas. Y con todas, con todas, coqueteó sin reparo. Era algo natural. Algo que le salía sin sentir. Es más, no podía evitarlo. Y mira que lo había intentado. Pero el proceso se ponía en marcha de manera automática. Ajeno a su control. Sólo podía percibir que lo estaba haciendo. Otra vez. Pero no evitarlo. Eso nunca.
En aquella época, el ardor de lo que él imaginaba amor y no era más que deseo, le hizo sentirse culpable un día sí y otro también. Y la naturaleza no le ayudaba. O sí. Depende de cómo se mire. Porque si él había sido un niño delgaducho, esmirriado, de pelo lacio y rubio que caía sobre unas gafas que corregían un estrabismo que le resultaba vergonzoso, la adolescencia le regaló un cuerpo grande y fuerte, en el que, con cualquier movimiento, se marcaban unos músculos que él no se preocupaba en trabajar. En una época en la que sus amigos luchaban con los granos, él pudo, por fin, prescindir de sus gafas y descubrir que su rostro proporcionado era más que agradable. A él, simplemente, la naturaleza la había hecho así. Y ese regalo venía acompañado de una capacidad innata para lucirse, sin darse cuenta, con miradas y sonrisas que enganchaban voluntades y anulaban resistencias.
Él siempre fue así. Enamoradizo, se decía él mismo cuando era joven. Ligón, comentaban sus amigos, un aprovechado, que no dejaba nada para los demás. Pero, en el fondo, no era eso lo que sucedía. Él atraía, eso era cierto. Y siempre que le llevaban, la noche se les daba mejor. Pero no siempre era él el afortunado. Imponía. Demasiado atractivo para estar al alcance. Y por eso, a pesar de llevar prendidas las miradas de todas las jóvenes con las que  soñaba, pocas se atrevían a intentarlo. A él le gustaban casi todas. No a la vez, no, que en eso siempre fue muy tradicional. De una en una, pero no había momento en el que no suspirase por alguna chica. Pero novias, lo que se dice novias, tuvo pocas. Y no las más guapas. Sólo aquéllas que se arriesgaban a vivir con la eterna duda; que no temían exponer su ego a las miradas, a las sonrisas de las demás; que aguantaban los celos, siempre presentes. Y él, vulnerable, con un lugar para todas en su corazón y en sus más ardientes e inconfesables deseos, salió con ellas. Primero con una. Compañera de clase. Fea como ella sola. Aunque tampoco es que fuese simpática. Realmente no tenía nada. Quizá por eso se arriesgó a intentar ligar con el chico más deseado de la clase. Y a pesar de todo, él no pudo evitar que, durante el tiempo que estuvieron juntos, su mente rebosase de la imagen de ella; que su voluntad se viese anulada por sus caprichos; que no pensase más que en los momentos que compartían; que llenase sus ausencias con ensoñaciones que la tenían por protagonista. Que se enamorase, como siempre se había enamorado. Locamente, totalmente, en cuerpo y alma. Entregado a otra persona. O a la imagen de otra persona. O al recuerdo de otra persona. Del todo. Pero por tan poco tiempo… Porque eso era lo malo, que los enamoramientos eran tan excesivos como cortos. Y de la fea pasó a la pedante, tan lista, tan pagada de sí misma… Le lucía a su lado como si se tratase de un coche caro. Del coche que quería, pero aún no podía comprarse. Y él se dejaba hacer, arrobado, luciendo su cuerpo excesivo en su perfección, su sonrisa siempre dispuesta, su atractivo desbordante. Él, simplemente, era así.
Y así siguió siendo cuando alcanzó la madurez. Cuando decidió sentar la cabeza y tener una relación más estable. Cuando se empeñó en engañarse e  insistir en que ese estado de embriaguez hormonal que le despertaba la necesidad inevitable de ligar podía durar más de unos meses. Cuando se casó sabiendo que se mentía, que no podría seguir manteniendo la anulación de su voluntad por mucho tiempo. “Mejor así”, se dijo, “cuando estás enamorado no eres realmente tú. Así no perderé el control y manejaré mi vida”. Pero no se acordó, o no quiso acordarse, de que cada vez que acababa uno de sus períodos de inconsciencia por esa atracción desmedida, empezaba otro. Y así coqueteó con la amiga de su mujer, y con la novia de su hermano. Incluso con la vecina, madre de trillizos. Con todas. Sin darse cuenta. Sin poder evitarlo. Sin pasar de ahí, eso era cierto, pero llenando sus recuerdos y sus noches de historias tórridas no vividas que se reflejaban en las miradas hambrientas de todas ellas.
Y tampoco logró cambiar nada cuando, después de años, faltó su mujer. Ni cuando el tiempo fue poniendo a su cuerpo en otra dimensión, no ya la de hombre envidiado, al que nadie puede evitar mirar pero al que todos temen acercarse; sino en la de un hombre maduro cuyos atractivos habían pasado de su torso a su rostro, a la inteligencia de su mirada, al embrujo de su sonrisa, a su conversación, siempre interesante, a su serenidad. Y su maldición siguió, llevándole de una atracción a otra, de una ilusión a la siguiente. Ya no lo llamaba enamoramiento. A su edad resultaba ridículo. Ahora era plenamente consciente de que era atracción, pura atracción física, mera química que anulaba el razonamiento. Él, decididamente, era así. Y fue entonces cuando llegaron las guapas. No siempre. No todas. Pero el miedo a acercársele disminuyó. Y él siguió luchando por controlar sus gestos, esas miradas que parecían prometerlo todo y que le unían (de forma real o imaginada) con mujeres más interesantes. Con mujeres más jóvenes después. Con más mujeres, al fin y al cabo. Tampoco muchas, que no había que exagerar, que él, en eso, siempre fue muy normalito. Soñar soñaba con todo. Con lo imaginable y con lo inimaginable. Con otras manos, con otros cuerpos, con otras escenas que nunca llegó a experimentar. Con todo.
Momentos hubo en los que deseó no ser así, no verse impelido a coquetear de ese modo; no luchar inconscientemente por sentir que atraía; que mujeres casi desconocidas pensaban, como él, en escenas que nunca sucederían; que el deseo que no se atrevía a reproducir, vivía en su mente y en la de otras personas, como un crimen compartido que no pudiesen confesar.
Siempre había sido así. Siempre había ocurrido. No podía pasar desapercibido. Al principio por su cuerpo. Después por ese encanto que le daba la madurez. Y ahora, ¿por qué seguía sucediendo ahora? Él era así, pero estaba ya tan desdibujado… Hubiera deseado tener algún control sobre su cuerpo, sobre sus reacciones, sobre esas sonrisas que parecían embrujar pese al paso del tiempo, sobre su mente que no reconocía la edad y se estancaba en aquellos lejanos años de juventud. Siempre le había pasado. Siempre. Pero ya era hora de que acabase, porque no había nada más incómodo que saber que María José era como tantas otras, que no podía evitar sentirse atraída por él, por su voz, por su mirada, por su conversación, por esa risa atemporal que alegraba el cuarto. A él le hubiese gustado que ya no fuese así, que pudiese evitar coquetear. Le hubiese gustado incluso sentir la culpa de antes y no esa vergüenza, esa sensación de ridículo al saber que, sin poder evitarlo, estaba coqueteando descaradamente con la nieta de su compañero de cuarto en la residencia de ancianos."

domingo, 18 de marzo de 2012

Es que me han dibujado así

Antes de dejar aquí un nuevo relato os diré que no puedo publicar más páginas (a la derecha). Parece ser que blogger tiene un límite de veinte y ya lo he alcanzado. Por tanto, a partir de ahora, publicaré todo aquí, en "entradas", manteniendo los relatos que ya he dejado con anterioridad como página.

Hoy os dejo una historia que continuará... La semana que viene. Y no quiero dar más pistas. He dudado si poner las dos partes juntas o dejar una semana en medio y, al final, creo que tendrá más efectos así.

Bueno, ahí va:

"
Siempre le había pasado. Desde pequeña. Y siempre le había dado mucha rabia no poder controlarlo. Ser así. A veces le venía a la mente la frase de una película, de una de dibujos, Roger Rabbit o algo así se llamaba. La frase la decía la protagonista femenina y ella se sintió identificada desde el principio: “no soy mala, es que me ha dibujado así”. Era como se sentía, como si no pudiese evitarlo. Como si un determinismo ciego la llevase, inexorablemente, a coquetear sin freno, a sentirse atraída por desconocidos, por hombres guapos, o no tanto, que se cruzaban con ella y se quedaban clavados en su recuerdo, martilleando su mente con escenas casi nunca vividas que volvían y volvían a perturbar su tranquilidad.
Al principio, cuando no era más que una niña, lo atribuyó a la ilusión de la inmadurez, a su inexistente experiencia, a su ansia de conocer. Fue entonces cuando se quedó prendada del frutero. Y del amigo de su hermano. Y del primo de su vecina. Y de aquel compañero del colegio. Ése con la nariz tan grande, ¿cómo se llamaba? Era imposible intentar recordarlo. Con todos se ilusionó. Soñó encuentros más o menos apasionados con cada uno de ellos. Su falta de referencias reales no le daba para mucho, pero su ardor juvenil cubría todas las lagunas. Y con todos, con todos, coqueteó sin reparo. Era algo natural. Algo que le salía sin sentir. Es más, no podía evitarlo. Y mira que lo había intentado. Pero el proceso se ponía en marcha de manera automática. Ajeno a su control. Sólo podía percibir que lo estaba haciendo. Otra vez. Pero no evitarlo. Eso nunca.
En aquella época, el ardor de lo que ella imaginaba amor y no era más que deseo, la hizo sentirse culpable día sí y otro también. Las enseñanzas de las monjas le habían calado mucho más de lo que le habría gustado, y la sola idea de la atracción sexual le producía una punzada en el pecho que la oprimía bajo el peso del pecado. Del pecado que entonces no había cometido. Del pecado que, de todos modos, pocas veces cometió. Y si la educación no la ayudaba, la naturaleza tampoco. O sí. Depende de cómo se mire. Porque si ella había sido una niña delgaducha, esmirriada, de pelo lacio y rubio que caía sobre unas gafas que corregían un estrabismo que le resultaba vergonzoso, la adolescencia le regaló un cuerpo en el que se conjugaban todas las variedades de las líneas curvas en una orografía imposible. En una época en la que sus amigos luchaban con los granos, ella pudo, por fin, prescindir de sus gafas y descubrir que su rostro proporcionado era más que agradable. A ella, simplemente, la naturaleza la había pintado así. Y ese regalo venía acompañado de una capacidad innata para lucirse, sin darse cuenta, con miradas y sonrisas que enganchaban voluntades y anulaban resistencias.
Ella siempre fue así. Enamoradiza, se decía ella misma cuando era joven. Provocativa, comentaban las lenguas envidiosas. Tan espectacular que asustaba. Y por eso, a pesar de llevar prendidas las miradas de todos los jóvenes con los que ella soñaba, pocos se atrevían a intentarlo. Y esa falta de pretendientes tranquilizaba un poco su culpa. A ella le gustaban casi todos. No a la vez, no, que en eso también las monjas hicieron bien su papel. De uno en uno, pero no había momento en el que no suspirase por algún chico. Pero novios, lo que se dice novios, tuvo pocos. Y no los más guapos. Sólo aquéllos que se arriesgaban a un no, que no temían exponer su ego a un rechazo, se acercaron a ella. Y ella, vulnerable, con un lugar para todos en su corazón y en sus más ardientes e inconfesables deseos, salió con ellos. Primero con uno. Compañero de clase. Feo como él sólo. Aunque tampoco es que fuese simpático. Realmente no tenía nada. Quizá por eso se arriesgó a intentar ligar con la chica más deseada de la clase. Y a pesar de eso, ella no pudo evitar que, durante el tiempo que estuvieron juntos, su mente rebosase de la imagen de él; que su voluntad se viese anulada por sus caprichos; que no pensase más que en los momentos que compartían; que llenase sus ausencias con ensoñaciones que le tenían por protagonista. Que se enamorase, como siempre se había enamorado. Locamente, totalmente, en cuerpo y alma. Entregada a otra persona. O a la imagen de otra persona. O al recuerdo de otra persona. Del todo. Pero por tan poco tiempo… Porque eso era lo malo, que los enamoramientos eran tan excesivos como cortos. Y del feo pasó al pedante, tan listo, tan pagado de sí mismo… La lucía a su lado como si se tratase de un coche caro. Del coche que quería, pero aún no podía comprarse. Y ella se dejaba hacer, arrobada, luciendo su cuerpo excesivo en su perfección, su sonrisa siempre dispuesta, su atractivo desbordante. A ella, simplemente, la habían pintado así.
Y así siguió siendo cuando alcanzó la madurez. Cuando decidió sentar la cabeza y tener una relación más estable. Cuando se empeñó en engañarse e  insistir en que ese estado de embriaguez hormonal que le despertaba la necesidad inevitable de coquetear podía durar más de unos meses. Cuando se casó sabiendo que se mentía, que no podría seguir manteniendo la anulación de su voluntad por mucho tiempo. “Mejor así”, se dijo, “cuando estás enamorada no eres realmente tú. Así no perderé el control y manejaré mi vida”. Pero no se acordó, o no quiso acordarse, de que cada vez que acababa uno de sus períodos de inconsciencia por esa atracción desmedida, empezaba otro. Y así coqueteó con el amigo de su marido, y con el novio de su hermana. Incluso con el vecino, que tenía seis hijos. Con todos. Sin darse cuenta. Sin poder evitarlo. Sin pasar de ahí, eso era cierto, pero llenando sus recuerdos y sus noches de historias tórridas no vividas que se reflejaban en las miradas hambrientas de todos ellos.
La culpa siguió. Era lógico. La culpa católica no buscaba un responsable sino un sufriente. Y ella, para eso, era única. Ella no controlaba su poder de atracción. Ni siquiera el de sentirse atraída. Pasaba. Pasaba tan a menudo…
Y tampoco logró desecharla cuando, después de años, faltó su marido. Ni cuando el tiempo y la fuerza de la gravedad fueron poniendo a su cuerpo en otra dimensión, no ya la de mujer imposible, a la que nadie puede evitar mirar pero a la que todos temen acercarse; sino en la de una mujer madura cuyos atractivos habían pasado de sus curvas a su rostro, a la inteligencia de su mirada, al embrujo de su sonrisa, a su conversación, siempre interesante, a su serenidad. Y su maldición siguió, llevándola de una atracción a otra, de una ilusión a la siguiente. Ya no lo llamaba enamoramiento. A su edad resultaba ridículo. Ahora era plenamente consciente de que era atracción, pura atracción física, mera química que anulaba el razonamiento. A ella, decididamente, la habían dibujado así. Y fue entonces cuando llegaron los guapos. No siempre. No todos. Pero el miedo de los hombres a acercarse disminuyó. Y ella siguió luchando por controlar sus gestos, esas miradas que parecían prometerlo todo y que la unían (de forma real o imaginada) con hombre más interesantes. Con hombres más jóvenes después. Con más hombres, al fin y al cabo. Tampoco muchos, que no había que exagerar, que ella, en eso, siempre fue muy normalita. Soñar soñaba con todo. Con lo imaginable y con lo inimaginable. Con otras manos, con otros cuerpos, con otras escenas que nunca llegó a experimentar. Con todo. Y la culpa, más pausada, pero la culpa al fin y al cabo, siguió estando.
Momentos hubo en los que deseó no ser así, no verse impelida a coquetear de ese modo; no luchar inconscientemente por sentir que atraía; que hombres casi desconocidos pensaban, como ella, en escenas que nunca sucederían; que el deseo que no se atrevía a reproducir, vivía en su mente y en la de otros, como un crimen compartido que no pudiesen confesar.
Siempre había sido así. Siempre había ocurrido. No podía pasar desapercibida. Al principio por su cuerpo. Después por ese encanto que le daba la madurez. Y ahora, ¿por qué seguía sucediendo ahora? A ella la había pintado así, pero estaba ya tan desdibujada… Hubiera deseado tener algún control sobre su cuerpo, sobre sus reacciones, sobre esas sonrisas que parecían embrujar pese al paso del tiempo, sobre su mente que no reconocía la edad y se estancaba en aquellos lejanos años de vergüenza y juventud. Siempre le había pasado. Siempre. Pero ya era hora de que acabase, porque no había nada más incómodo que saber que José era como tantos otros, que no podía evitar sentirse atraído por ella, por su voz, por su mirada, por su conversación, por esa risa atemporal que alegraba el cuarto. A ella le hubiese gustado que ya no fuese así, que pudiese evitar coquetear. Le hubiese gustado incluso sentir la culpa de antes, y no esa vergüenza, esa sensación de ridículo al saber que, sin poder evitarlo, estaba coqueteando descaradamente con el nieto de su compañera de cuarto en la residencia de ancianos"

viernes, 9 de marzo de 2012

La culpa (2)

Me despertó el sonido del teléfono, que se metió en mi sueño y jugó un ratito con las imágenes inconexas que se negaban a abandonarme. Siguió sonando, hasta disiparlas del todo. Alargué la mano y cogí el auricular.

-          ¿Sí? - Fue todo lo que acerté a decir.

 Al otro lado el silencio, y algo como la respiración de una persona.

-          ¿Quién es? - insistí, ya más despierta.


-          ¿Isabel Gavala?


-          Sí soy yo, ¿quién llama?


-          Eres una hija de puta y una cabrona. Te vas a enterar. Te voy...


No llegué a oír el final. Colgué directamente. Miré el reloj de la mesilla. Las tres de la mañana. Otra vez. Otra vez ese cabrón, quien quiera que fuera, me volvía a llamar de madrugada, amenazándome. Ya estaba harta. Mañana, sin falta, se lo contaría. Tenía que contárselo.





-          ¿De parte de quién? - Me pareció notar un leve deje de ironía en la pregunta, pero en seguida deseché la idea.


-          De parte de Isabel Gavala, de Recursos Humanos.


-          Un momento, que le paso.


Música. Espera. Quizá debería haber utilizado a Carmen para hacer la llamada. Darme un poco de importancia. Era lo que hacía todo el mundo, ¿no? Pero conociendo a Carmen, esa concesión a la autoestima podía acabar fatal. No, a pesar del tonillo de la secretaria, había hecho bien.
 

-          ¡Hola, Isa!, ¡qué sorpresa!, ¿a qué debo el honor?  Hace mucho que no me llamas.-
 

Noté el tono de reproche, pero decidí ignorarlo. Julián y yo habíamos tenido una más que intensa relación que terminó después de múltiples reproches mutuos y mucho dolor. Él guardaba la esperanza de recuperarla. Yo sabía que no era posible. Por eso había tardado tanto en decidirme a contárselo. Pero ya no podía más. Él era el Director de Seguridad de la empresa y tenía que saberlo.

-          Julián. Quiero hacerte una consulta profesional. Supongo que Julia no te ha contado nada.


-          ¿Julia? -


-          Ya veo que no. Desde hace unas dos semanas, recibo llamadas a horas intempestivas.


-          ¿Llamadas?, ¿qué clase de llamadas?


-          Llamadas en las que un hombre me insulta y me amenaza.


-          ¿Y qué tiene que ver Julia en esto?


-          Creo que es algo relacionado con el trabajo. Se lo dije a Julia la semana pasada. Al fin y al cabo es mi jefa, pero ya veo que no ha hecho nada.


-          Desde luego, a mí nadie me ha contado nada. ¿Por qué crees que tiene que ver con el trabajo?


-          No lo sé con seguridad, pero empezaron cuando despedimos a un administrativo del área comercial.


-          ¿Crees que puede ser él?


-          Sí, creo que tiene que ver. Era una persona bastante agresiva, ya sabes, estaba siempre como contenido, como si estuviese deseando darme una paliza, pero supiese que aquí no era posible.


-          ¿Por qué le despedisteis?


-          ¡Julián! Sabes que eso es confidencial.


-          Sí, ya lo sé. Por eso te lo pregunto.- Rió.- Pero entiendo que no me lo respondas, y menos por teléfono. Al fin y al cabo me dedico a la seguridad. ¿Cómo lo tienes para que me pase por tu despacho esta mañana y hablamos?
 

-          La verdad es que tengo dos reuniones, y luego clase de inglés, y por la tarde...-

-          Isabel.- Me interrumpió.- Tranquila. Es sólo un momento, para hablar de este tema. Lo tengo claro.-


-          Perdona, Julián. A las 12. A las 12 tengo un ratito, ¿te viene bien?


-          Allí estaré.




sábado, 3 de marzo de 2012

Venganza

Hoy os dejo un relato (como página a la derecha) que acabo de escribir. Conjuga dos situaciones reales que he transformado para que compongan una sola historia. Ni que decir tiene que yo no soy la protagonista de ninguna de ellas, pero ambas me rozaron en su día y, cada una a su modo, me impactaron.

El relato habla de la injusticia que supone jugar al mismo juego con reglas diferentes. Cuando alguien tiene una ética, unos valores distintos o, simplemene, no los tiene, se hace muy complicado relacionarse con esa persona. Y, si  como ocurre en un entorno laboral, no te queda más remedio que hacerlo, sabes que siempre, siempre, estarás en inferioridad de condiciones. Pero si, como la protagonista, tú consigues martenerte fiel a tus principios aún en los entornos más complicados, siempre te quedará la satisfacción de que hiciste lo que debías. Puede sonar a poco, pero conseguirlo ya es mucho.

No he podido evitar introducir un elemento externo que, finalmente, permita equilibrar la balanza. Una especie de justicia, si no divina, sí literaria.