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Ni patria ni tribu


Mientras paseo bajo la lluvia por el puerto (sin paraguas, por supuesto, ¿para que iba a necesitar yo un paraguas en Alicante?), pienso de nuevo qué hago aquí. Hasta el mes de junio mi vida estaba clara. Aburrida pero clara. Insatisfactoria pero clara. Gris pero clara.  Hasta que todo empezó a complicarse, y se acabó el aburrimiento, y la insatisfacción, se acabó hasta el tono grisáceo del cielo de Paris.

Me pasó lo que a tantos otros, mi empresa, para la que había trabajado durante veinte años, empezó a acumular pérdidas, unas pérdidas importantes, muy importantes, si lo sabré yo que estaba en el departamento financiero. Y ocurrió lo que venía ocurriendo en otras empresas, lo que les pasa siempre a los otros pero no a ti, lo que ves en las noticias y en los periódicos, eso por lo que todo el mundo protesta y sale a la calle y a ti, de tanto verlo, de tan conocido, te parece irreal. Pues eso, me pasó a mí. Me despidieron. Me echaron a la calle. O más fino, tal y como me lo plantearon: decidieron prescindir de mí. A cambio de una bonita suma de dinero, no diré que no, pero sin trabajo. A mi edad.
 
Yo siempre he trabajado. No sé hacer otra cosa. Quiero decir, que no se me ha dado bien vivir del cuento. Desde que tengo edad para ello, e incluso antes, siempre me he ganado mi propio dinero, en parte porque la economía de mis padres no daba para muchas alegrías, pero también porque siempre he valorado mi independencia y mi capacidad para conseguir por mí mismo lo que necesito. Repartidor, vendedor, reponedor, conductor, he tenido muchos oficios, algunos incluso difíciles de nombrar, pero desde que terminé la carrera siempre había trabajado en lo mismo, en la misma empresa, en el mismo tipo de trabajo aburrido, insatisfactorio y gris que tan bien sabía hacer y que me garantizaba mi salario a fin de mes. Con ese salario pagaba mis gastos, los de un tipo gris, insatisfecho y aburrido que se ha ido creando poco a poco más y más necesidades innecesarias. Así pagaba la casa (la hipoteca, porque yo en eso he sido siempre muy español, lo mío es comprar, yo no soy de alquilar), los gastos corrientes, el agua, la luz, el gas, la comida, los arreglos de los coches, la gasolina, algo de ropa de vez en cuando y los extras, que tampoco eran para tirar cohetes: salir a cenar con los amigos una vez al mes y al cine o al teatro cada quince días. Últimamente había incorporado a esos gastos corrientes, tan corrientes, el gimnasio, y no porque yo sea una persona a la que le guste el deporte, no, más bien por todo lo contrario, porque no me gusta nada, y con los años, he  ido añadiendo capas y capas de mí mismo en determinadas zonas y no me encuentro a gusto con mi aspecto.

Pero cuando, antes de que empezase realmente el calor del verano, me agradecieron con una carta tipo mis veinte años de dedicación a la empresa y, en el mismo acto, me alargaron un cheque que liquidaba (qué buen verbo, cómo acierta definiendo la situación, es que da en el clavo, oye) mi relación con ella, no supe qué hacer. Sí, apuntarme al paro y eso, pero luego, luego, ¿qué?

Si no llega a ser por Anette hubiera estado perdido, menos mal que ella se dio cuenta y no dejó pasar la oportunidad. Me ayudó, la verdad es que me ayudó mucho. Gracias a ella no tuve un solo momento para pensar qué hacer. Ella me entretuvo. Al darse cuenta de que mi vida de estos últimos veinte años había llegado a su fin, debió sentirse aludida y, como si de un anuncio de IKEA se tratase, redecoró mi vida, vamos que me dejó, se divorció y en menos de un mes yo ya no tenía casa, ni gastos corrientes, ni extras, ni siquiera gimnasio. Por no tener, no tenía ni mujer. Hasta se llevó la mitad de la indemnización. Ella entendió bien el mensaje, se iniciaba un nuevo camino para mí, una oportunidad en la que dejaba atrás todo lo que hasta entonces había sido mi vida. Por eso ya nada está claro. Ni es aburrido, ni insatisfactorio, ni gris. Simplemente, no sé cómo es. Pero como antes no, eso sí que no.

La verdad es que no me importó mucho lo de la casa. Yo me empeñé en comprar, pero ella se empeñó en que fuese en Canal Saint-Martin, en el distrito 10, en una zona que se conocía como la cuna de los “quartiers bobos” (bourgeois-bohèmes). A mí la zona ni me iba ni me venía, pero era París. París, París, quiero decir, no más vivir en las afueras, en la “banlieue”. Si me había casado con una francesa tan francesa como Anette, qué menos que irnos a vivir a una zona como ésta, dentro de la ciudad, cerca del centro. Una zona de gente como nosotros, profesionales, empleados de clase media alta, interesados por la cultura y por el medio ambiente, puramente franceses. Como Anette. Como yo. ¿Cómo yo? ¿Qué era yo? ¿De dónde era? Me había pasado la vida intentando huir de mis orígenes, renegar de mi familia; de sus paellas y sus cus-cus; de la casa de mis padres en Evry; de nuestro entorno “multirracial”; del español que se hablaba en casa; del nombre del que mi madre estaba tan orgullosa y tanto cabreaba a mi abuelo Juan, “pieds noirs”; del color de mi abuela Fátima que había pasado a mi piel a través de la de mi padre; de mis apellidos impronunciables para cualquier francés; renegar de mí y ser más francés que los franceses.

Por eso busqué a Anette. Por eso y porque era atractiva, muy atractiva. Tengo que reconocer que más ahora que me ha dejado que cuando la conocí. Pero atractiva, siempre. Simpática no, ¿ves?, simpática nunca fue.

-                   Qué estirada es tu novia, hijo.- Me decía mi madre, cuando venía a comer a casa, antes de casarnos.

-                   Tú no te metas, deja al muchacho.- Terciaba mi padre, conciliador como siempre, con ese bigote que parecía bailar sobre sus dientes tan blancos como desiguales.

A mi madre nunca le gustó Anette. A ella no la encandilaba su metro setenta y cinco y su cuerpo de modelo. Tampoco sus peinados, siempre a la última, ni su cutis terso y quizá, sí, maquillado en exceso. A mi madre su ropa cara y sus aires de intelectual le hacían desconfiar. A lo mejor tenía razón.

Pero lo cierto fue que yo me empeñé en ella. Me hacía sentir bien pasear a su lado. Escuchar su acento, casi tan perfecto como el mío; reconocer las miradas furtivas de admiración de los otros; ver el éxito de mi esfuerzo en afrancesarme al contemplarla.

¿Qué buscaba ella en mí? Nunca podré estar seguro, pero quizá fue precisamente lo que yo me empeñaba en ocultar: mi exotismo; la rara mezcla que resulto ser. Un español nacido en París, de padres oraneses y abuelos españoles (al menos tres de ellos), demasiado alto para ser argelino (cerca del metro noventa); demasiado oscuro para ser francés; demasiado sofisticado para ser español.

Fuese lo que fuese no duró y en menos de dos años ya estaba claro que lo nuestro era un mero acuerdo de intereses, que ambos manteníamos sin pasión alguna porque a ambos nos convenía.

Por eso lo de la casa no me importó. No me había gustado nunca, aunque representaba justo lo que yo quería mostrar: que era francés, más francés que nadie. Pero entre el empeño de Anette por instalarnos en esa zona y mi empeño en comprar, lo cierto es que la casa era demasiado cara y demasiado pequeña, por lo que, en cuanto propuso quedarse con ella y con la hipoteca y renunciar a cierta cantidad del dinero común, accedí sin dudarlo.

Tampoco me importó mucho lo de Anette. En el fondo me alegré. Al menos me alegré de no haber tenido hijos. Eso que tanto preocupaba a mi madre, que se veía ya mayor y sin nietos a los que cuidar, malcriar y hacer jerseys. Yo pensé en ello al principio, pero Anette tenía claro que no era el momento. Y ya nunca lo fue. Tampoco para mí, que no tenía la culpa de ser hijo único y de que todas las esperanzas de mi madre para ser abuela estuviesen obligatoriamente puestas en mí. Y por lo que se refiere a Anette, su atractivo (ése que había aumentado con los años, estilizando aún más su figura y refinando sus gustos al vestir) fue perdiendo interés para mí poco a poco, y me acostumbré a ver su rostro serio y casi simétrico, su pelo que cambiaba de color y forma según las modas, su cuerpo levemente musculado que superaba la prueba del desnudo a pesar del tiempo. Me acostumbré a ella, a sentir su respiración a mi lado por las noches, a no hablar, cada uno sentado en una parte del sofá leyendo un libro. Me acostumbré a esa relación tan educada y tan poco apasionada que formaba parte de mi vida. De mi otra vida. La que he dejado atrás.

Lo que más me importó fue lo del trabajo. Siempre he sido bueno con los números. Yo me atrevería a decir que soy muy, muy bueno. Aunque mi obsesión por ser francés, realmente francés, me haya llevado a estudiar esa lengua con más profundidad que la mayoría de los que la hablan, mi pasión son los números. Por eso estudié Economía. Por eso trabajaba en el departamento financiero. Mi mayor alegría es lograr que cuadren las cuentas. Puede sonar raro, pero es así. Con los números nunca hay sorpresas. Los números son universales y no tienen connotaciones, ni dobles sentidos, no te defraudan, ni tienen ideas preconcebidas. Los números son de fiar. Sólo hay que saber dónde ponerlos, pero ellos nunca te fallan. Puedes jugar, usarlos, moverlos, quitarlos, añadirlos, pero al final, siempre, siempre, logras que todo cuadre. Y entonces es como si oyeras una música perfecta que te llena de satisfacción. No hay mayor placer. Al menos para mí.