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sábado, 27 de octubre de 2012

Todo era perfecto


Hoy voy a dejar otro relato, con final (creo) inesperado.
"Todo era perfecto. El paisaje, con los tonos del otoño como un muestrario de pintura sobre los árboles, el rumor del río corriendo por algún sitio, aunque no pudieran verlo, la casa, con su mirador asomado a la montaña. Todo. Hasta la lluvia parecía un elemento necesario en ese cuadro, como si al lavar los colores, las hojas fuesen pasando de los verdes a los ocres y los marrones.

Agarró la mano de él. También eso era perfecto. Después de una semana horrible en el trabajo, con jornadas inacabables, por fin estaban allí, los dos solos, el tiempo pasando a un ritmo distinto, el sonido de las vacas a lo lejos, más allá de la cortina de múltiples tonos de verde.

Habían decidido bajar andando al pueblo, por esa carretera imposible que corría paralela a un desnivel bajo el que suponían se encontraba el río del rumor, el que oían desde su habitación. No tardaron en darse cuenta de que no había sido una buena idea. La noche era tan oscura que no sabían dónde pisaban. Ni las luces del pueblo a lo lejos lograban hacer más visible la carretera. Parecía que los verdes del bosque (ahora más bien grises oscuros) se habían tragado el asfalto. De pronto lo oyeron.

-         ¿Es el tuyo? – Preguntó él.

-         No, qué va, el mío no tiene ese sonido.- Contestó ella.

-         ¿Un móvil?, ¿aquí? – Se preguntaron.

Pero no cabía otra posibilidad. ¿O sí?

-         Será algún animal, un grillo.- Aventuró él.

-         ¿Un grillo?, ¿cantando en pleno otoño, bajo la lluvia y de noche? No entiendo mucho de campo, pero creo que no es lo normal.-

Se miraron extrañados. ¿Había alguien allí? Era imposible saberlo. La oscuridad lo cubría todo y no había manera de verlo. Decidieron seguir adelante. El sonido del móvil (porque ya no había duda, era el sonido de llamada de un móvil) se fue alejando hasta perderse definitivamente y ellos, que no se perdieron, llegaron finalmente al pueblo.

A la vuelta, con la lluvia cayendo aún más intensamente y el vino de la cena corriendo por su cuerpo, creyeron oírlo de nuevo, pero entonces no les asustó, más bien les hizo gracia.

-         Mira, el móvil otra vez. Dile que no estoy, que estoy reunido.- Y ambos se rieron.

Cuando al día siguiente se levantaron abrieron las ventanas de su cuarto para respirar el aire de la montaña.

-         ¡Qué maravilla!- Comentó él.

-         Parece mentira que pueda existir algo así.- Insistió ella.

Y ambos se miraron, de acuerdo en apariencia, sin que ninguno se atreviese a admitir que ellos serían incapaces  de vivir allí. Que el asfalto, los edificios, los coches, el ruido, las tiendas, todo lo que la ciudad - su ciudad - representaba para ellos era mucho más importante, más fuerte que cualquier emoción bucólica de las que les proporcionaba su escapada.

-         Y no se oye nada.-

Ella se detuvo y se esforzó en escuchar los sonidos de ese lugar. Volvieron el rumor del río y ruido de las vacas, que debían de estar pastando allí, al otro lado de esos árboles. Igual que ayer.

-         Bueno, se oyen las vacas y el río.- Dijo.

-         Ya, pero yo me refiero a otra cosa, ya sabes.- Claro que sabía, pero ella estaba empezando a echar de menos el sonido de fondo de su casa, los coches pasando día y noche por la rotonda, en un leve murmullo que la ayudaba a conciliar el sueño. Sin embargo, no dijo nada.

Hicieron todas las excursiones previstas.  Compraron los recuerdos típicos. Comieron en el restaurante recomendado por la guía, después de haber tomado el aperitivo en el mesón que estaba junto al Monasterio. Todo estaba resultando tan bien…

Cuando volvían a la casa, andando nuevamente a pesar de la lluvia, sucedió de nuevo.

-         Es un móvil. Igual que ayer.-

A ella ya no le hizo gracia. ¿Por qué sonaba un móvil en medio del campo? Empezó a imaginarse cosas: “quizá es de alguien, de alguien a quien han asesinado y está ahí, al otro lado de la maleza”. Pero enseguida se lo quitó de la cabeza. “¡Qué tontería!”. Lo que no pudo quitarse de la cabeza fue el sonido insistente de esa llamada, que la persiguió hasta que estuvieron lo suficientemente cerca de la casa como para que el río y las vacas ganasen la batalla.

-         Es siempre lo mismo, ¿te das cuenta? – Dijo él.

-         ¿Lo mismo? – Ella no quería entender lo que le decía.

-         Sí, el sonido. Las vacas. Parece siempre igual, como si…-

-         …Como si fuera una grabación.- Terminó ella. Un escalofrío le recorrió la espalda. Pero él se echó a reír y la abrazó.

-         ¡Qué tontería! Como lo del móvil. Es que no estamos acostumbrados a los ruidos del campo y todo se nos hace raro. Somos tan de ciudad…

Pero a ella ya no le parecía mal ser tan de ciudad. Ni a él tampoco, aunque no se atreviesen a decirlo en voz alta. El paisaje estaba bien, tan verdecito, el aire fresco y puro, todo muy bonito. Pero el barro se les pegaba a las botas y no era fácil andar por ese suelo tan desigual. Y la lluvia estaba empezando a ser un verdadero incordio. En el fondo se alegraron de llegar a la habitación. Un lugar seguro, sin arbolitos, ni animales, ni ruidos extraños. Allí pasaron la tarde, pegados al Ipad y al portátil, en la seguridad de esos dispositivos que tan poco tenían que ver con bosques o con montañas, pero que tan bien funcionaban con la conexión Wifi del hotel.

A través de las ventanas, levemente entornadas, seguía colándose el rumor del río, les llegaban los cencerros de las vacas, se impregnaban de la autenticidad de la naturaleza sin pervertir que tan extraña era para ellos.

Cuando volvieron a pasar por la carretera para llegar al pueblo ya iban preparados. Estaban seguros de que el teléfono iba a seguir sonando. Pero, ¿cómo podía aguantarle la batería? Y así fue. Al llegar a su altura, se miraron. Él, haciendo gala de una valentía que no sentía, se adentró entre la vegetación buscando el origen del sonido. Vio el móvil, un aparato antiguo, entre dos arbustos, cerca de un charco. Antes de que pudiera cogerlo dejó de sonar. ¿Qué hacer? ¿Y si tocaba el aparato y eso tenía alguna repercusión? Quizá era, como ella había pensado el día anterior, el teléfono de alguien que había sufrido una agresión Mientras lo miraba,  volvió a sonar. Dudó. Pero al final se decidió a cogerlo y descolgar. Se lo puso en el oído y no dijo nada. Sólo esperó. Al otro lado alguien también esperó en silencio durante unos minutos y luego colgó. Se miraron asustados.

-         ¿Qué hacemos? –

-         No sé. A lo mejor no es para tanto. Alguien habrá perdido el móvil, ¿no? ¿Y si lo dejamos aquí? – Sugirió ella.

-         Tampoco me parece. Quizá lo mejor sea volver al hotel y dejarlo allí. Alguien puede buscarlo. Y es el sitio más cercano.-

A ella no le pareció mala idea. Cuando llegaron a la recepción del hotel no encontraron a nadie. Una sensación extraña les invadió. Había algo, algo raro. Pero, ¿qué era?

-         No se oye.- Dijo de pronto ella.

-         No. Ya no. Ha dejado de sonar.-

-         No me refiero al móvil.- Insistió ella.- Es lo otro. El resto. Las vacas, el río. No se oyen. –

-         Se habrá acabado la grabación.- Dijo él con una sonrisa triste.

-         No hagas bromas. No me gusta.- Y antes de que pudiese seguir hablando, el móvil empezó a sonar.

Él lo sacó del bolsillo de atrás de su pantalón y miró la pantalla. Como se imaginaba, figuraba “número oculto”. Lo cogió. Esta vez se decidió a hablar, aunque notó la sequedad de su boca antes de pronunciar la primera palabra.

-         ¿Quién es? –

Al otro lado un suspiro, un silencio breve y….

-         Se acabó.-

Él no entendía nada. ¿Le hablaba a é?, ¿a qué se refería?

-         ¿Qué es lo que se ha acabado? – Se atrevió a preguntar.

-         El juego, el juego se ha acabado.-

-         Pero, ¿qué juego? – Preguntó ella, sin percatarse de lo extraño que era que pudiese oír la conversación completa sin que el altavoz del teléfono estuviese conectado.

Un sonido al otro lado y el silencio.

-         Ha colgado.- Constató él. Se miraron. El miedo entre ellos, rodeándoles, uniéndoles.

-         No hay ni un ruido.- Comentó ella. Y era cierto. El hotel era pequeño, pero habría alojadas unas diez parejas en él. No había nadie en recepción. Y no se oía nada. Ni el rumor del río, ni los cencerros de las vacas, ni las voces amortiguadas de los cuartos... Nada.

Tenían miedo. Por eso se apresuraron escaleras arriba, para hacer las maletas. Cuando bajaron todo seguía igual. Aparentemente normal. Pero, a pesar de esa apariencia, la ausencia de sonidos no era lo único que había cambiado. La noche se iba adueñando poco a poco del paisaje, sin ocultar un extraño efecto difícil de explicar. Era como si los colores se difuminasen, como si los contornos de las figuras empezasen a resbalar por el lienzo del paisaje.

-         Tengo miedo.- Dijo ella. Y él, que también lo tenía, tiró de su maleta y del brazo de ella para llegar cuanto antes al coche.

Mientras se alejaban, deprisa, muy deprisa, ella se volvió para mirar atrás. Apenas se distinguía el hotel, envuelto en la oscuridad de la noche y en la imagen difusa de colores mezclados del bosque que parecía absorberlo. Ella se dio la vuelta y vio el móvil, el extraño móvil aún en el bolsillo de él. Lo sacó con un gesto rápido y lo arrojó por la ventanilla, justo a la misma altura donde lo habían encontrado.

Cuando llegaron a la carretera nacional, más tranquilos, aunque aún no habían logrado cruzar una palabra, ella buscó en su bolso y sacó una caja.

-         ¿Qué es? – Preguntó él.

-         La caja.- Dijo ella por toda explicación. En la cubierta podía leerse:
 
“Experiencias inolvidables”, y un poco más abajo “fin de semana romántico en hotel pintoresco”. Eso era lo que habían ido a hacer allí. A disfrutar de ese regalo que les habían hecho sus hijos por su aniversario. No entendía nada. Iba a guardar nuevamente la caja cuando, al darle la vuelta leyó otra frase, ésta un poquito más larga:
 
“Experiencias que se alojarán en su mente y quedarán en ella como si fuesen reales. El juego virtual más innovador y más vendido del año”.
No podía creérselo. Iba a hablar, a decírselo a él, cuando en su campo de visión sólo apareció, con grandes letras: “Game over”.


 

lunes, 22 de octubre de 2012

La hija del Este


La primera novela que leí de Clara Usón fue “Corazón de Napalm”. No sabía nada ni de la autora ni del libro, por lo que aquella lectura de verano, que pretendía ser un paréntesis entre otras más densas, me sorprendió gratamente. Una novela distinta, dos historias que nada tienen que ver… hasta que se encuentran. Para mí fue un hallazgo. Como lo ha sido también ésta, “La hija del Este”.

En esta segunda ocasión ya iba preparada. Esperaba una buena novela, digna seguidora de  “Corazón de Napalm”, la que fuera premio Biblioteca Breve 2009. A pesar de ello, superó mis expectativas.

“La hija del Este” narra la historia de Ana Mladic y no parece augurar sorpresas. Desde el principio sabes que la protagonista muere, que se suicida. Y lo sabes porque es una historia real y porque el libro comienza así. Pero la autora mezcla hechos con ficción, narrativa con leyendas, ecos de Tolstoi o Shakespeare con datos biográficos, y consigue llevarte de un sitio a otro, de un estilo a otro, sin que percibas apenas las diferencias.

¿Cómo aceptar que tu padre, tu héroe y, en ese momento, el de mucha otra gente, es un criminal? Y no un criminal cualquiera, no, sino uno de los más atroces. ¿Cómo creer que las verdades que han sustentado tus creencias, tu vida, no son más que construcciones sectarias, que chocan (y de qué manera) con las que tienen otras personas que viven junto a ti, que hasta hace poco eran tus compañeros, tus vecinos, incluso tus novios? ¿Cómo convivir con esa culpa, que no es tuya (o a lo mejor sí, al menos en parte) y seguir adelante?  Otros lo han hecho. Que se lo pregunten, si no, a la mayoría de los alemanes de la generación actual, cuyos padres vistieron el uniforme nazi, unos con más y otros con menos convicción, pero todos acatando unas normas que, por muy legales que fueran, eran, a todas luces, inmorales. Pero Ana Mladic no pudo. Ana Mladic se suicidó pocas semanas antes de que la locura de su padre culminase en la matanza de Srebrenica, con la pistola que él guardaba para celebrar el nacimiento de su primer nieto.

O al menos eso suponemos. Porque no dejó nota alguna. No contó a nadie el porqué de su decisión. Esa decisión que Clara ha reconstruido desde el viaje con sus compañeros de Universidad a Moscú. Un viaje del que volvió cambiada y en el que, seguramente, descubrió la otra cara de ese hombre que ella adoraba y gran parte del resto del mundo veía como un loco sanguinario.

Pero el libro de Clara Usón no se queda ahí, no se queda en la historia personal, en el desgarro de Ana - que narra magníficamente - sino que va más allá y se adentra en las razones del nacionalismo, en la justificación épica de cada uno de los nacionalismos que anidaron en la antigua Yugoslavia y llevaron a una de las guerras más crueles de los últimos años. Aquí mismo, al lado, en la propia Europa.

El libro tiene muchos párrafos, muchas frase memorables, como ésta: “Se empieza cantando canciones folklóricas y se termina empuñando un kalasnikov”. Y quizá sea eso lo que más me ha gustado, la manera en la que cuenta lo pueril, lo ridículo y lo fácil que puede llegar a ser construir una diferenciación que lleve al odio al otro, a la identidad basada en un pasado que, en ocasiones ni existe. Y cómo ese sentimiento se puede llegar a alentar de manera interesada para lograr otros fines más espurios: los nacionalismos enfrentados a su realidad. Actual. Tremendamente actual.  Y cercano. Tan cercano como lo está Serbia, o Croacia, o Bosnia. Tan cercano como el suicidio de Ana. Las diferencias existen y están bien para apoyar un sentimiento o una cultura. Pero llegar a más… 

En estos días (precisamente en estos días) quizá a más de uno le viniera bien leer esta novela, escrita por una catalana, para asomarse al vacío de la historia reciente y aprender de los errores ajenos.

domingo, 7 de octubre de 2012

Arreglando el mundo


No era raksi sino limoncello, lo que pasaba de mano en mano, la botella vaciándose y los ánimos cada vez más llenos. Llenos de vehemencia, de ganas, de razones. Como entonces. Tan distinto… Veintitrés años habían pasado y todo seguía igual.

Habían cambiado el hotelucho de Patán por el porche bajo el emparrado de Gabriela. La belleza de los templos, las stupas, las montañas rodeando el valle de Katmandú, por las iglesias de Roma; por sus fuentes, sus plazas y los restos arqueológicos diseminados por aquí y por allá, escondidos tras las vallas en cualquier esquina. Esos restos que surgen siempre que hay obras en la ciudad y se excava un poquito, como queriendo recordar que el pasado duerme bajo nuestros pies, pegado a nosotros, evocándonos lo efímero de nuestra existencia en ese “carpe diem” tan romano.

Ni siquiera ellos eran los mismos. Eran algunos más y uno menos. Cuando se conocieron, en el vuelo de ida a Katmandú, Gabriela tenía 26 años, dos menos que Piero, que ya no estaba y los mismos que Daniel y Jaime. Casi el tiempo que había pasado desde entonces. Unos pocos años más de los que tenían sus propios hijos.

Sentados junto al hotel en Patán, hablaban de arreglar el mundo, de lo que había que cambiar, de la corrupción de los gobernantes, del sistema que llevaba a una injusticia tras otra. Se quitaban la palabra en español, en italiano, a veces incluso en inglés, ¿qué más daba? La botella de raksi pasaba también de mano en mano, como ahora la de limoncello. Sólo que hoy había más manos. Estaban también Marta y Berta. Estaba Luigi, que miraba a unos y a otros y no lograba entender del todo sus frases, perdido en la extraña mezcla de idiomas que no conseguía seguir.

Gabriela había organizado el reencuentro con miedo, casi sin esperanzas de que funcionase. Veintitrés años son muchos, ¿cómo iban siquiera a reconocerse? Pero fue Enrico, su hijo mayor, el que la animó a buscarles.

-          ¿Por qué no mamá? Ahora con facebook es fácil. Todo el mundo está allí, seguro que ellos también.-

Y Gabriela se ajustó las gafas (las de leer, de las que hacía algún tiempo que no podía separarse) y se decidió  a bucear en eso de facebook, que tan raro era para ella. Empezó a buscar a sus amigos, con los que compartió la experiencia inolvidable de encaramarse al planeta en aquellos años (unos pocos más de los que tenía Enrico) en los que todo parecía posible, en los que arreglar el mundo era una obligación y quedaba tiempo, todo el tiempo para hacerlo.

Años en los que Gabriela no sabía que su relación con Piero no duraría mucho; ni que, llevada por la fuerza que la impulsaba a no parar de hablar en las noches de Nepal, se haría miembro de un sindicato, para acabar luchando contra otras personas de esa misma organización, en lugar de hacerlo contra el sistema y el capitalismo. Años en los que no sabía de desencanto y resignación; en los que no hubiera podido imaginarse que acabaría comprando esa casita tan mona, con jardín y todo, y que sería realmente una mamma burguesa, que hacía crostata y pizza al volver del trabajo.

Pero Gabriela seguía  pensando que había que salvar al mundo, aunque el mundo pareciese empeñado en no querer salvarse. Porque, veintitrés años después, con una crisis económica mundial que amenazaba con zamparse todo: ideas, políticas, trabajos, ahorros, incluso limoncello y raksi juntos, el mundo giraba sobre sí mismo cayendo en su propio agujero, como un niño enfadado que se tapase los oídos ante la regañina de sus padres.

Y, veintitrés años después, encontró primero a Daniel, que estaba casi igual en la foto de facebook  que en las que ella guardaba en su álbum del viaje (tres carretes de treinta y seis fotos, ahí es nada…) Y no era de extrañar, porque la foto, la que Daniel había puesto en facebook, era casi de la misma época. Pero Gabriela no lo supo hasta que ayer le tuvo enfrente. Hasta más bajo le pareció, con lo alto que le recordaba. Más bajo y, sobre todo, más gordo. Pero el pelo lo tenía igual, tan oscuro y abundante como siempre. No como el de Jaime, gris y escaso, aunque él sí que había logrado mantenerse más o menos igual de delgado.

Les vio y no supo muy bien qué hacer. “Vaya lío en el que me he metido con esto del facebook”, pensó, agarrando fuerte la mano de Luigi, del bueno de Luigi que, sin conocerles, tanto la había apoyado en esta loca idea.

-          Diles que vengan. Invítales a todos.-

-          ¿A todos? – se asustó ella - ¿y dónde les metemos?

-          Pues en casa, ¿dónde va a ser? Nos apretamos un poco y ya está.

 

Y allí estaban, recién llegados al aeropuerto, Daniel junto a una mujer con aspecto de niña crecida que se niega a aceptar que los años finalmente pasan. “Debe de ser Marta”, pensó Gabriela. Jaime con una rubia, Berta, que no se molestaba en disimular sus canas y sus arrugas, que le daban un aspecto elegante y atemporal. “Debe de estar en los cincuenta”, se dijo Gabriela, para darse cuenta enseguida de que ella estaba a punto de cumplirlos.

 

No sabía qué hacer, “¿y qué les digo ahora?”. Pero no hizo falta nada más porque Daniel se acercó y, pasándole el brazo por la espalda, la atrajo hacia él y todo se volvió normal. ¿Era eso posible? Con tres personas que no se conocían y otras tres que no se habían visto en tanto tiempo. Pero lo fue. Y pasearon por sitios que para Gabriela y Luigi eran muy queridos y que Daniel, Jaime, Marta y Berta nunca hubieran visto en sus viajes a Roma. Y comieron y bebieron, como ahora, que la botella de limoncello ya estaba acabada, pero no la conversación, que había surgido en torno al libro de Pietro Ingrao, “Indignarsi non basta”, que Gabriela tenía en la estantería.

 

Y, como entonces, sintieron que había mucho por hacer, pero ya no sabían si todo sería posible, sentían que seguía siendo una obligación arreglar el mundo pero, ¿había tiempo para hacerlo? Y la exsindicalista romana desencantada coincidía con Berta, la jefe de Recursos Humanos española, a la que sólo hacía unas horas que conocía. Y Luigi (que apenas entendía algunas palabras en español) se mostraba totalmente de acuerdo con Daniel, que hablaba tan rápido que ni Jaime lograba comprenderle. Como si no hubieran pasado los años, hablaban de nuevo de la codicia y de la falta de moral de la clase política, y de la ceguera de todos, que seguían sin ver que sólo ponían tiritas en el cuerpo de un enfermo terminal, intentando alargar su agonía, en lugar de buscar la cura, que no podía basarse en las soluciones pasadas, porque los problemas eran nuevos, y por eso necesitaban altura de miras, otra visión, que aún nadie había encontrado.

 

Y la conversación era tan parecida a la de entonces… Sólo que ahora se había acabado el limoncello y Enrico y Giani (los hijos de Gabriela y Luigi) se les habían unido y sus argumentos apenas se diferenciaban de los de Daniel o los de Berta. Jaime, por un momento, creyó verse en ellos, tan jóvenes… Sintió que sus zapatillas Geox, (que le resultaban ideales para sus pies delicados), se convertían en las botas de montaña de hace años; que su polo de Pedro del Hierro era una camiseta azul y que la mochila de ante que había dejado en el perchero de la entrada era el macuto que arrastró (y que a veces le arrastraba a él) en su viaje a Nepal. Y cerró los ojos, oyendo a Enrico y se vio allí, con dos amigos más, arreglando el mundo.

 

Cuando los abrió, Luigi había traído otra botella de limoncello y el mundo seguía necesitando un rescate.