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sábado, 23 de marzo de 2013

Una cuestión de suerte


 

La suerte existe. Sin embargo, él siempre se había vanagloriado de torcerle la mano, de ser una persona que, con su esfuerzo, había podido dirigirla.

Aún recordaba su entrevista de selección, tres años atrás. Ella, Raquel, tan segura, tan sonriente, con ese aire cercano y al mismo tiempo tan profesional. Le cautivó. Su instinto de seductor se despertó nada más verla, en el mismo instante en el que se cruzaron sus miradas y ella le tendió la mano. En un gesto instintivo y nada prudente, él se la estrechó y acercó su cara hasta darle dos besos. Notó la sorpresa de ella, pero lo consideró normal. Él, Jaime, era un hombre muy atractivo. Lo sabía. Más incluso ahora, al principio de los cuarenta, que antes, cuando, en plena “movida madrileña”, iba de garito en garito, probándolo todo, con el ansia del que se sabe bailando en el filo del mundo; de un mundo de noche, risas y excesos que fue el suyo y que se empeñaba en reproducir cada vez que podía. “Carpe diem”. Ése era su lema. Vive el momento, vívelo como si no hubiera un mañana. Por eso, y por su afán de cazador insaciable, siempre alerta, en busca de la próxima pieza, no pudo evitar besar a Raquel, que bien podría llegar a ser uno de sus trofeos… Si no fuera porque, en vez de estar en la barra de un bar de copas, de los que solía frecuentar con sus amigos, estaban en la empresa en la que Jaime quería trabajar y la entrevista con Raquel era una de las últimas pruebas que le quedaban por superar.

Todo salió bien, como él esperaba, aunque, en una de las preguntas, la cara de ella pudo más que sus años de entrenamiento y puso de manifiesto su desacuerdo con la respuesta de Jaime. Fue cuando le preguntó si creía en la suerte. Y Jaime, contento de poder demostrar su verdadero yo, respondió con una de sus frases favoritas: “la suerte es para los débiles. Las personas que se esfuerzan, que trabajan, construyen su propia suerte”.

Eso fue tres años atrás. Ahora Jaime era parte de la empresa, en el puesto que tan bien le iba y que quedaba estupendamente en sus tarjetas de visita: “Customer Experience Manager”, así, en inglés, que parecía más importante. Como él se sentía, un hombre envidiado, alguien de quien se pudieran sentir orgullosos sus hijos; capaz de dejar sus opiniones (que eran casi sentencias) en todas las conversaciones de su grupo de amigos, de su familia, de la familia de su mujer… Si estuviesen en Estados Unidos, en una de esas películas que tanto odiaba, dirían que era un triunfador, un hombre que se ha hecho a sí mismo. Y además, elegante y atractivo, que eso no hacía falta que se lo dijera nadie. Se veía a la legua. Sólo con mirarse en un espejo. Y él se miraba en todos los que podía. ¿Era posible pedir algo más?

Pero a él todavía le quedaba algo. A él le hubiera gustado que la corriente que sintió el día que llegó a la empresa, esa sensación de volar en una nube que le produjo mirar a Raquel, se hubiera convertido en algo más. Le hubiera gustado conquistarla. No sabía muy bien para qué. No sabía si quería que fuese su amante, un escarceo ocasional, o si llegaba a pensar en poner en peligro su vida, su tradicional vida de marido y padre que tan bien le quedaba y en la que se sentía tan a gusto. No sabía para qué quería que Raquel sucumbiese a sus encantos (ésos que él sabía tan ciertos y que tanto juego le daban), pero soñaba con ello, lo pensaba cada vez que se encontraban en la cafetería o en el aparcamiento, cuando coincidían en alguna reunión, cuando por las mañanas, al llegar, comprobaba disimuladamente dónde se había sentado y si quedaba algún sitio libre cerca de ella. Algún sitio que no hiciese evidente que lo había buscado a propósito. Mendigaba su atención; esas sonrisas que Jaime sabía que sólo le dedicaba a él, con las pequeñas arrugas que se le formaban alrededor de los ojos oscuros y que  a Jaime le parecían tan atractivas; ese cuerpo sinuoso (para algunos algo gruesa, para él perfecta en su voluptuosidad). Sólo soñaba con besarla, con abrazarla, en el baño, en el pasillo de la entrada, en el aparcamiento, incluso llegó a imaginar encuentros casuales fuera del trabajo. Encuentros en los que Jaime iba solo y Raquel también. Ambos sin sus esposos, sin sus hijos (los mellizos de Raquel, niño y niña, que tan poco se parecían a ella) y en los que, de manera accidental, acababan envueltos por la atracción que él sabía mutua y se entregaban a esa pasión quinceañera y desbordada que ambos intentaban ocultar. Porque Raquel, chispeante, inteligente, atractiva y adorable, no se rendía ante los encantos de Jaime no porque él no le gustase, no. Era algo, casi, casi, de fuerza mayor. Ella no era (no podía serlo) inmune a ese aspecto a lo George Clooney que tantas alegrías le había deparado a Jaime; ni tampoco a su acertado juicio en materia económica o política; ni siquiera podía escapar a su fina sensibilidad, ésa que demostraba tan poco y que ante ella había revelado sin tapujos, la que les llevaba a enlazar una conversación con otra, siempre con la literatura y el arte como hilo conductor. No, si Raquel aún no había dejado todo por seguirle era porque lo que sentía por él era muy fuerte. Tan fuerte que, si algún día, esos labios maquillados en tonos neutros que conjuntaban con su ropa, rozaban la perfecta sonrisa de Jaime, ya no habría marcha atrás. No para ella. La relación que tenían era tan fuerte, tan completa, que sólo cabía una posibilidad: que ambos se separasen de sus respectivas parejas e iniciasen una vida juntos. Eso pensaba Jaime. Y como la posibilidad le aterraba, se decía que Raquel hacía bien, que no le evitaba, sino que era una mujer coherente y sensata, a la que le costaba tanto como a él contener sus emociones, las sensaciones que, cuando estaban juntos, se escapaban de sus miradas y escribían “deseo” y “atracción” en todo tipo de letras que flotaban entre ellos, en la distancia insalvable que separaba sus cuerpos; letras, palabras que se convertían en sus gestos, que traducían sus posturas, que se enredaban en las notas de sus risas…

Sí, Raquel era una mujer sensata, que no iba a arriesgar su matrimonio, la estabilidad de su familia, por una relación tremendamente pasional, pero incierta.

No como el idiota de su cuñado, Mario, que hacía dos meses que había dejado a la hermana de Jaime, a Alicia. La pobre, ¡qué mal lo estaba pasando! Con tres niños, el mayor de doce y la pequeña de cuatro. Ella, que toda su vida la había construido en torno a él. Ella, que hizo a Mario socio del despacho de abogados, el que fuera del padre de Jaime y Alicia, para que Mario pudiera dejar el Ayuntamiento y así trabajar juntos. ¿Y qué iba a pasar ahora con todo eso? Lo cierto es que no les había ido nada mal y, a pesar de la crisis, mantenían el estupendo nivel de vida que siempre tuvieron. Es más, Mario había resuelto la incomodidad de la ruptura trasladándose a un estudio monísimo en Claudio Coello, que tenía más metros cuadrados que la casa del propio Jaime. A pesar de ello, Alicia no había tenido que modificar su ritmo de vida. “Sí, las penas con pan son menos”, se dijo Jaime, mirando el reloj. Se le había hecho tarde. Como no se diese prisa no llegaría a la cena. Todos los primeros viernes de mes, quedaba a cenar con sus amigos. Cada vez le tocaba a uno elegir el restaurante. Esta vez había sido David y estaba un poco lejos. Sí, su hermana lo estaba pasando fatal. Y todo porque el idiota de su cuñado Mario se había enamorado. “¡Enamorado!, ¿será bobo? Y de una mujer casada. Ganas de complicarse. Este tío es lo más imbécil que he visto”, se dijo y volvió a maldecirle, ¿cómo podía habérsele ocurrido hacer eso a su hermana? Se acicaló un poco delante del espejo del baño y bajó para coger un taxi.

Cuando llegó al restaurante seguía dándole vueltas a la situación de Alicia. La pobre. Y Mario, un idiota, eso es lo que era. Dejar a su familia, a su mujer, a sus hijos, por una tía. Como si no hubiera otras. Y además casada. Nada, un idiota.

Vio a sus amigos en una mesa al fondo. Empezó a quitarse el abrigo mientras avanzaba por el restaurante. Su campo de visión se amplió hasta una mesa en la que una pareja de mediana edad cenaba, las manos entrelazadas por encima del mantel.

“¡Hay que ser cursis!”, pensó, “La edad que tienen y como dos quinceañeros. Esto es un lío, seguro, no me veo yo con Ana así”. Iba a saludar a David, que ya se había levantado para dejarle sitio, cuando le pareció reconocer al hombre de la pareja sentada en la mesa de al lado. No, no podía ser. Mario, lo que le faltaba. Su cuñado, o excuñado, o lo que fuera, sentado ahí, junto a ellos y seguro, seguro, que ésa era la pelandusca por la que había dejado a Alicia. No pudo evitar girar la cabeza para ver cómo era, qué aspecto tenía esa mujer que había destrozado la vida de su hermana; esa mujer que no era capaz de evitar meterse en otra relación; la que tanto daño había hecho a su familia; la que había trastornado a Mario hasta el punto de que no le importase nada, hasta el punto de estar ahí, en un sitio público, haciendo el idiota, como si fuese un adolescente. Levantó la vista, asqueado, de las manos entrelazadas de la pareja para encontrarse con unos ojos oscuros, enmarcados por unas finas arrugas que sonreían por ella y que no se apartaban de la mirada de Mario. Unos ojos que Jaime conocía y un rostro, un rostro que hacía tres años que no se iba de su mente… Era Raquel.

domingo, 3 de marzo de 2013

El Jona


¡Menos mal!, se dijo cuando vio el mensaje. Ya lo daba por perdido. Al principio lo que más rabia le dio fue la cartera. ¡Con lo mona que era! Además, se la habían regalado sus amigas por su cumpleaños. Llevaba meses esperando para poder tener ese monedero tan ideal de Tous. Y ahora… Tendría que volver a usar el de antes. Desgastado, pasado de moda… Un horror. Pero enseguida se dio cuenta de que había algo peor. El carnet. Había perdido el carnet de identidad. ¡Uf! Volver a la comisaría, esperar turno… Y la foto. Tendría que repetirse la foto. Seguro que no salía bien. Al menos no tan bien como en la que tenía en el carnet. ¡Vaya rollo!

                Hasta que le llegó esa invitación en tuenti. No sabía quién era, e iba a ignorarla cuando la foto llamó su atención. Le sonaba, esa cara le sonaba. No sabía muy bien de qué, pero seguro que le había visto antes, ¿Y dónde? Dudó. Hay tanto loco suelto… Pero pudo más la curiosidad. Aceptó. Nada más hacerlo el chico de la cara sonriente y el pelo con una leve cresta (¡qué horror, tan poco “cool”) le dijo que tenía algo suyo. Al principio se puso nerviosa. “Esto no me gusta”, se dijo, pero antes de que pudiese seguir, Jonathan, que así se llamaba, le anunció que tenía su DNI. “¡Qué bien!, así no tendré que repetirme la foto”, pensó María, pero ese pensamiento dio paso a otro menos agradable; “¿no será él el que me lo robó?” Aunque, a decir verdad, no estaba muy segura de que nadie le hubiese robado nada. Esa noche bebió. Bebió mucho. Y lo mismo que perdió la cartera podría haber perdido cualquier cosa. Si hasta salió a la calle sin abrigo y no se dio cuenta. Con el frío que hacía. Se lo tuvo que decir su amiga Jimena. Y a ella le dio la risa. Como con casi todo esa noche.

Volvió a la discoteca. Y cuando salió con el abrigo puesto fue cuando notó que le faltaba algo. Había sacado la cartera del bolso para encontrar la ficha del guardarropa, eso lo tenía claro. Entró de nuevo en la discoteca. Nada. Buscó en el breve recorrido que había hecho ya dos veces en menos de media hora. Tampoco. Ni rastro del monedero. ¿Se lo habían robado?, ¿se le había caído? Era imposible saberlo. La cabeza le flotaba y con ella todo lo que la rodeaba. Jimena tampoco le sirvió de mucho. Le entró la risa y no había manera de callarla. Ni siquiera cuando María se puso a llorar.

-          No sé de qué te ríes.- Hipeó. – No tengo el abono transportes. Ni dinero. ¿Así cómo voy a volver a casa? – Y no pudo ni terminar la frase porque el llanto ya se había apoderado de su cuerpo, que se estremecía y de su cabeza, que de flotar en la nube de la inconsciencia pasó a verse perdida, sin posibilidad de regresar, como un niño de  cuento, temeroso de que el ogro o la bruja apareciesen en cualquier momento.

 

-          Anda, no seas boba.- Le dijo su amiga.- Yo te invito – dijo, y sacó dos billetes de veinte euros de su cartera.

 

-          Pero, ¿y mi monedero?, ¿qué hago?, ¿no tendría que denunciarlo o algo así? – María se resistía a que todo fuera tan fácil.

 

-          No sé – reconoció Jimena - Pero son las cinco de la mañana. Yo ahora estoy muy cansada para pensar. Me voy a casa. Si quieres te vienes, y si no, tú verás.- Y se dio la vuelta, dispuesta a buscar un taxi.

-          Voy contigo.- Dijo María, corriendo hacia su amiga, que ya había conseguido detener uno.
 

 

-          Tengo tu DNI - anunciaba el mensaje. Y firmaba “Jona”.

 

-          ¿Y cómo es que lo tienes tú? - se decidió a preguntar.

 

-          Lo encontré en el suelo de una discoteca, ayer por la noche –

María se quedó mirando la pantalla de su portátil. Podía ser. ¿Por qué no? Quizá se le cayó. Pero sólo el DNI…

- ¿Y no tienes nada más? - volvió a preguntar.

- No - contestó Jonathan, sin más. María pensó. Si se le había caído, él tenía que haber encontrado algo más. Ella no sacó el carnet de la cartera. Por lo tanto, no podía estar solo, así, suelto.

- ¿No encontraste una cartera? - preguntó.

- ¿Una cartera? - Este chico parecía bobo. Pues eso, una cartera, ¿es que no sabía lo que era? Iba a contestarle cuando apareció su mensaje.

- No. El carnet estaba solo, en el suelo, ¿Perdiste la cartera? –

“O eso o me la robaron”, pensó María, “quizá me la robaste tú”, pero no se atrevió a poner eso en el mensaje. Se quedó parada. Vamos a ver, el chico ése, el rarito, el de la cresta, al que había admitido como amigo en tuenti (cada vez se arrepentía más de ello) tenía su carnet, ¿y qué?, ¿qué se suponía que tenía que pasar ahora? Antes de que pudiese pensarlo apareció otro mensaje.

-          Oye, yo no tengo nada más. Sólo el carnet. Si piensas que te he quitado algo estás muy equivocada. Yo sólo quería devolvértelo. Pensé que te podría hacer falta.-

 

“Y claro que me hace”, se dijo María.

 

-          No, no estoy pensando en que me hayas quitado nada.- Mintió.- ¿Qué podríamos hacer para que me lo devuelvas? –

 

-          Pues, no sé…. – Un momento de silencio. No aparecía nada en la pantalla del ordenador.- ¿Quedamos? –

 

A María le dio repelús pensar en quedar con Jonathan. “No le conozco de nada. A saber cómo es, qué clase de persona. ¿Y si me pasa algo?”

-          ¿Dónde? – contestó casi sin darse cuenta, mientras seguía pensando que no era la mejor idea.

 

-          ¿Vives en la calle que dice en  tu DNI?

 

 

-          Sí.-

 

-          ¿Y dónde queda esto? –

 

-          Cerca del Paseo de la Habana.-

 

-          ¡Qué lejos! –

 

-          Y tú, ¿dónde vives? – preguntó ella.

 

-          En Canillejas.-

 

-          Eso sí que está lejos.- Contestó María.

 

-          ¡Qué va! Está igual de cerca o de lejos que tu casa. Hay la misma distancia de un sitio al otro, que del otro al uno.-

María sonrió a la pantalla. Llevaba razón Jonathan. Miró nuevamente la foto. Era joven, quizá incluso más que ella. Y le sonaba… Claro, estaba ayer en la discoteca. Un chico moreno, con un peinado raro y decididamente pasado de moda. Trató de recordar. Se fijó más en la foto. Los ojos, la sonrisa... “Puede que no sea español”, se dijo. “Es demasiado moreno, quizá sea latinoamericano, pero, ¿cómo saberlo por tuenti? Además, ¿qué más da? Sólo quiero que me devuelva el carnet?”

-          Podemos quedar por el Centro. O por Goya. No sé, di tú un sitio.- Propuso Jonathan.

 

“Quedar con él”, pensó María. Y mirando la foto de él se dijo que si no fuera por el DNI, eso nunca hubiera sucedido. “Vamos hijo, que ni en tus mejores sueños”. Pero escribió.

-          Vale. En Goya. Delante de la tienda de Salvador Bachiller. En la calle de Alcalá, ¿sabes dónde está? –

 

-          ¿Cómo no voy a saberlo? – Enfrente del Corte Inglés.-

 

-          Sí. ¿A las siete? –

 

-          Ok.- Contestó él.

Iba a cerrar la conexión cuando apareció otro mensaje.

-          Déjame tu número de teléfono, por si no nos vemos, o no nos reconocemos.-

 

-          Tú tienes mi foto. La del carnet.- Contestó ella.

 

-          Te dejó mi número de móvil: 650679028.-

“Pues yo no te pienso dar el mío”, se dijo, y contestó con un lacónico “Gracias. Nos vemos”.

Iba a quedar con un desconocido que hasta podía haberle robado la cartera. No se lo podía creer. Tendría que contárselo a alguien. ¿Y si le ocurría algo?, ¿y si Jonathan no era el buen samaritano que parecía ser y había quedado con algún loco perturbado? Se lo diría a sus padres. Lo malo era que no les había comentado nada sobre la cartera. Su madre se enfadaría. Siempre se enfadaba. ¡Uf, qué pereza! Cogió el móvil y le puso un “WhatsApp” a Jimena, contándole lo que había pasado. Y en menos de media hora ya estaban las dos en el metro, charlando.

-          No te preocupes - le decía Jimena – es un sitio lleno de gente. Que te dé el carnet y nos vamos enseguida.-

 

-          ¿Tú crees que él me robó? –

 

-          No sé, no tengo ni idea. Pero no parece normal que te busque para devolvértelo si te ha robado. No, la verdad no lo creo.-

 

-          No sé, me parece tan raro…-

Llegaron. Veinte minutos tarde. María pensó que ya se habría ido. No había nadie frente a la puerta de la tienda en la que habían quedado.

-          Se ha ido.- Dijo, con un leve tono de desilusión en su voz.

 

-          Llámale.- Propuso Jimena.

María le puso un “WhatsApp”. Él no contestó.

-          No está. Se ha ido. Hemos tardado demasiado.- Se quejó María.

 

-          Pero llámale, no seas boba.- Insistió Jimena. María le hizo caso.

Varios tonos de llamada. Nada. Iba a colgar cuando por fin alguien contestó al otro lado. Oyó la voz cerca y lejos a la vez. Jimena le tocó el hombro. Al darse la vuelta, vio frente a ella a un chico con un teléfono en la oreja que le hablaba. A ella y al aparato. A los dos. A ella. Era Jonathan. Le pareció muy alto. Más de lo que esperaba. Sin saber por qué, ella enrojeció.

-          Hola – dijo, y no supo cómo saludarle. Iba a darle dos besos, pero se paró antes de llegar. Y él parecía aún más azorado que ella.

 

-          Hola, dijo Jonathan, sacando el DNI del bolsillo de atrás de su pantalón.

 

-          Gracias – dijo María.- Muchas gracias, no sabes cuánto te lo agradezco. Así no tendré que hacérmelo de nuevo. ¿Cómo se te ocurrió buscarme en tuenti?, ¿por qué no lo llevaste a la policía? – De pronto no podía dejar de hablar. Jonathan la miraba. No estaba mal. Al menos, no del todo. El peinado era horroroso, eso estaba claro, y la ropa no mejoraba demasiado el conjunto, pero había algo… Algo en su sonrisa, en sus ojos… Algo.

-          Pensé que llevarlo a la comisaría era un rollo y se me ocurrió lo otro. Hoy todo el mundo está en la red. Si no es en tuenti, será en Facebook. No sé. Y no me equivoque´.- Ahora sí que sonrió. Sonrió tanto, que María se quedó embelesada, prendida de esos dientes tan blancos y tan iguales. Jimena fue la que reaccionó.

 

-          Ha sido todo un detalle.- le dijo.- Yo soy Jimena, la amiga de María.- Y ella sí que se atrevió a darle dos besos, poniéndose de puntillas para alcanzar su cara.

 

-          Me alegro de haberlo hecho. Así he tenido la oportunidad de conocerte.- dijo, volviéndose nuevamente a María.

 

-          Bueno, muchas gracias, nos tenemos que ir.- Dijo María. Y sintió cómo enrojecía aún más. ¡Qué horror!, ¿qué le pasaba?, ¿por qué le daba tanta vergüenza hablar con ese chico? Agarró del brazo a Jimena, que se resistía a irse y se despidió de Jonathan.

 

Al salir del metro vio varios WhatsApp de él. “No me lo puedo creer, y ahora ¿qué quiere?”.

-          Era hortera.- Empezó a hablar Jimena, sin saber que María estaba leyendo los mensajes de “ el Jona”, como le llamaban entre ellas.- pero tenía algo, ¿no?, ¿no te daba así como morbo, con ese aspecto tan horterilla? –

 

María no contestó. Estaba respondiendo a los mensajes.

 

-          ¿Qué decías? – preguntó al fin.

 

-          Nada. No me haces ni caso, ¿Con quién hablas? – Preguntó Jimena.

 

María sonrió y su amiga dejó escapar un grito:

-          ¡No me lo puedo creer!  Si al final va a pasar algo aquí…-

 

Y pasó. Lo que Jimena y María no se hubiesen atrevido a pensar antes de aquel encuentro; lo que María creía que no podía ocurrir ni en los mejores sueños de Jona. Ese chico al que no hubiera mirado (al que no miró) en la discoteca, el hortera del que se hubiese avergonzado ante sus amigos, ese chico que no sólo vivía en otro barrio, sino casi, casi, en otro mundo, había logrado llenar su cabeza, su tiempo, sus anhelos, sus chats y su tuenti en los últimos meses. “A veces el destino tiene esas cosas”, pensaba Jimena, viéndoles. Pero había alguien que sabía que no era así, que el destino no había tenido nada que ver.

Porque Jona, que ahora sonreía a Jimena con cara de niño bueno, guardaba aún en el primer cajón de su mesita de noche la cartera de María, ésa tan mona, de Tous, que le regalaron sus amigas por el último cumpleaños; ésa que no se le cayó al sacar la ficha del guardarropa; la que él cogió del bolsillo de ella sin que se diese cuenta. La que nunca pensó devolverle. La que al final guardó en su casa, con todo: dinero, tarjetas, bonobus… Todo dentro, sin tocar, salvo el carnet, que fue la excusa que le llevó a ella. No supo por qué lo hizo. Él no era un ladrón. Nunca había robado nada. Pero fue tan fácil… Y esa chica, esa chica era muy guapa, pero también muy creída. No le había hecho caso en toda la noche. Lo había intentado todo, pero ella ni le veía. Peor aún, le había dedicado una mirada desdeñosa, seguida de un comentario y risitas con su amiga. No, él no tenía nada que hacer con ella. Por eso, cuando vio lo fácil que era, ni lo pensó, metió la mano en el bolsillo y se quedó con la cartera. Como ella había hecho con su orgullo. “Sufre”, pensó, “eres una estúpida creída”.

Fue después, al día siguiente, cuando se dio cuenta de lo que realmente había hecho. Entonces tuvo miedo. Había robado. No podía ir a la policía y decir que se había encontrado la cartera. ¿O sí? No sabía qué hacer. Había dinero. Cincuenta euros. Y tarjetas. Por suerte, ninguna era de crédito, todas eran de comercios. “Se la devolveré”, se dijo. Pero dudó. Si se presentaba con la cartera entera quizá ella se diese cuenta de que él se la había quitado. A lo mejor hasta le denunciaba. No, no podía hacer eso. ¿Entonces? Después de darle muchas vueltas, decidió ponerse en contacto con María y devolverle sólo el carnet. Decirle que se lo había encontrado en el suelo. Sí, ¿por qué no? Alguien roba una cartera, se queda con el dinero y tira el carnet. Era una buena excusa. Y eso hizo.

Aunque cuando la vio, cuando la volvió a ver, con menos maquillaje, sin una gota de alcohol en su cuerpo, cuando la vio de nuevo, ya no se acordó de su desplante. Entonces sólo fue consciente de su rostro, de su rubor, que le bajaba de la frente al cuello, de su sonrisa… Y decidió aprovechar la oportunidad que el destino nunca le hubiera dado y que él había decidido tomarse.

Desde entonces habían pasado dos meses. El Paseo de la Habana y Canillejas estaban ahora mucho más cerca. Y él seguía sin saber qué hacer con la cartera de Tous.