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domingo, 27 de enero de 2013

Ahora me toca a mí


Como cada día, le llevó la taza, con el caldo caliente. Se sentó al lado de la cama y le incorporó.

-          A comer.- Le dijo. Él la miró. Con esa cara inexpresiva que tenía desde hacía algunos meses. “No se entera de nada”, pensó ella. Pero sabía que había veces que no era así. En ocasiones, su mirada vacía cambiaba. Cambiaba y se quedaba fija en la suya, muy, muy fija. “Entonces me da miedo “, se dijo. Pero ahora no.

 
-          Pobre María – decían en el pueblo.- Es que eso ni es vida ni es nada. Primero cuidando a sus padres, y ahora al marido. Y los hijos sin echarle una mano. Sin aparecer por aquí, que aunque vivan en Madrid, bien que podrían pasarse para ayudarla de vez en cuando.-

 
Pero a María no la ayudaba nadie. Nunca la habían ayudado. Estaba acostumbrada. Ésa había sido su vida.

Dio de comer a Antonio mientras pensaba en sus cosas: poner la lavadora, sacudir las alfombras, repasar la lista de la compra… Le miró. “Quién te ha visto y quién te ve”, pensó, pero no dijo nada. Le recordó como era años atrás: alto, serio, con ese porte como sacado de una película. Le miró ahora: consumido, sin poder hablar, en la cama, necesitándola a ella para comer, para moverse, para lavarle… Para todo. Que hasta le cambiaba el pañal, como hiciera con sus hijos cuando eran pequeños.  “Pero ahora es distinto, dónde va a parar. Es distinto porque antes no eran como ahora, de usar y tirar, y con los críos estabas todo el día lavando. Y es distinto porque no vas a comparar a un viejo con un niño. Ni  color…”

Recogió la taza y la cuchara, las metió en el lavavajillas y puso agua en un vaso. Se acercó nuevamente a la cama con las pastillas. Cuando fue a dárselas, a Antonio le cambió la mirada y casi  se le caen al suelo, del susto. Pero no duró más que segundos, y volvió a quedarse con los ojos perdidos en la contemplación de algo que no estaba allí. La expresión abandonó su rostro y fue nuevamente el Antonio enfermo que la necesitaba, el que era desde que tuvo el derrame.  Por si acaso, María siguió sin hablarle. Entró y salió de la casa a medida que los recados se lo iban demandando. Entró y salió de la habitación para asear a Antonio, para darle la merienda, para arreglarle la cama… Hasta que llegó la noche.

Siempre pasaba igual. Hasta que no se hacía de noche no se atrevía. No sabía explicar por qué, pero de día era como si viviese otra vida, la de siempre, la de la María abnegada, primero  madre, luego hija y ahora esposa atenta a todo lo que necesitasen aquellos a los que cuidaba. Ésa había sido su vida. De un puré a otro, de un baño al siguiente, preocupada de que todo estuviese bien, atenta a la menor necesidad de los que la requerían.

Por la noche era distinto. Por la noche se abría la compuerta de los recuerdos y salían los fantasmas. Era entonces cuando daba a Antonio la última dosis de sus medicinas, cuando se sentaba a su lado y le hablaba.

-          Quién te ha visto y quién te ve.- Así solía empezar.- Con lo que tú has sido, y ahora ahí, un pelele que necesita de mí para todo. Si yo no estuviera, ¿qué sería de ti? – y sentía un regusto a victoria según iba desgranando sus palabras. Aunque sabía que, seguramente, Antonio no entendía nada, que él, con su mirada perdida,  perseguía, quizá también, los mismos fantasmas que conjuraba su mujer frente a la cama.

 
-          Pero a cada cerdo le llega su San Martín.  Y aquí está el tuyo. Y yo me ocupo. Me ocupo de que no te falte de nada. De nada. Que tengas todo lo necesario para penar por lo que has hecho.- Y mientras se lo decía, sacaba las pastillas del bote y las colocaba alineadas en la bandeja, para ir dándoselas a Antonio.

Fue por casualidad. No es que ella no lo hubiese pensado, que muchas veces se le vino a la cabeza. Pero no sabía cómo. Ganas siempre tuvo, pero  era el modo el que se le escapaba. Hasta que, meses después del derrame cerebral de Antonio, vino su hijo mayor,  Esteban, con la niña, que se llamaba María, como ella, y estaba estudiando medicina. Tan guapa y tan lista como siempre. La mayor de las nietas. Y cariñosa, que aunque apenas la veía una o dos veces al año, cuando venía, bien maja que era. Y no paraba de hablar, que en eso no sabían a quién salía, que en la casa nunca fueron  parlanchines. Ninguno. Si acaso, Miguel, el pequeño, pero tampoco tanto. No como María.

-          Abuela.- le dijo- ten cuidado con las medicinas.-

 
-          Pues claro, hija, ¿qué crees, que soy tonta? Vieja sí, pero tonta no estoy todavía.- Le contestó ella.

 
-          No, si no digo que estés tonta.- Rió la niña.- Digo, que a ver si te vas a hacer un lío, que con todo lo que tenéis que tomar cada uno, tienes una farmacia en casa. Y que he estado mirando las pastillas del abuelo, esas de ahí, las rojas, y como un día te confundas y te las tomes tú, tenemos un disgusto.-

 
-          ¿Y eso? – preguntó María, interesada.

 
-          Porque cada uno tenéis una cosa. Y para ti, las medicinas del abuelo son una bomba. Te vas para el otro barrio en un pis-pas, como te las tomes.- La niña no quería aburrir a la abuela con tecnicismos, pero  se la veía preocupada.

 
-          Hija, pues vaya jaleo. Pero no tengas cuidado, que yo de la cabeza estoy muy bien, y no me confundo.- Se quedó pensativa. Al rato, preguntó.- ¿Y qué pasa si me equivoco al contrario.-

 
-          ¿Cómo al contrario? –

 
-          Sí, ¿qué pasa si le doy al abuelo mis pastillas?-

 
-          Bueno, no es lo mejor, no, pero no sería tan preocupante como al revés. Si le das al abuelo tus pastillas, le vendrían mal, pero sólo le harían daño de verdad si la dosis fuera continuada. Es decir, si te equivocases siempre. Entonces, podríamos decir, que se iría envenenando poco a poco.-

Esas palabras se le quedaron grabadas: “se iría envenenando poco a poco”. Al principio venían a su cabeza constantemente, pero enseguida las desechaba. Hasta que se dio cuenta de que la caja de pastillas traía cuarenta y cinco unidades. Si apartaba quince e iba al médico una vez al mes, a que se las recetase con el resto de los medicamentos, podía ir juntando un buen montón. Y eso hizo. Fue acumulando pastillas lentamente, hasta que la cantidad le pareció adecuada. Y entonces, sólo entonces, decidió que, por las noches, Antonio se tomaría una pastilla de más, la de ella, en una prescripción que, sin saberlo, había sugerido su nieta, la que algún día sería la primera médica de la familia.

Por eso, por las noches, se sentaba junto a Antonio y, después de darle las pastillas, le hablaba:

-          Bien ganado te lo tienes. Y más te mereces. Por lo que me has hecho. Por lo que me hacías una noche sí y otra también, cuando en vez de a ti, cuidaba a nuestros hijos, y tú llegabas y, si habías bebido, y a veces incluso sin haberlo hecho, me dabas, así porque sí, porque te venía en gana, o porque te miraba mal, o porque te parecía que no había contestado correctamente. Me pegabas hasta que te cansabas. Y yo me callaba porque no me quedaba otra. Porque en aquellos tiempos, y aquí, no podía hacer nada. Mi familia lo sabía. Y los vecinos. Todos lo sabían y todos miraban para otro lado. Eso era cosa nuestra, decían, no había que meterse en las cosas de cada casa. Pues como cosa mía que era lo aguanté, aunque bien sabe Dios que una y mil veces te hubiera matado si hubiera tenido con qué. Y ahora estás aquí, inválido, necesitándome para todo. Mirándome con esa cara que… Y te mataría. Te ahogaría con mis propias manos por todo lo que me hiciste… Pero no, no lo hago, yo te cuido, te lavo, te doy de comer, te arreglo la cama, te muevo para que no se te hagan heridas… Y te doy tu medicina. Toma, anda, abre la boca, y trágate la pastilla. Tendrás queja, que hasta te doy una pastillita de más. Para cuidarte. Para cuidar de que de verdad te llegue tu San Martín. Como buen cerdo que eres y fuiste siempre.-

Y fuera, en el pueblo, todos los días, seguían comentando:

-          Pobre María, tiene el cielo ganado.-

“El cielo…”, se reía ella para sus adentros, “si hubiese cielo, o justicia divina, o lo que quiera que sea, no hubiera pasado lo que me pasó a mí, ni dejaría Dios que siguiese pasando a  otras. El cielo para el que lo quiera, que yo me ocupo de que Antonio vaya derechito a la tumba, que para cielos o infiernos ya habrá tiempo.” Y saludaba con la cabeza a los vecinos que se encontraba, sin olvidarse de pasar cada mes por el médico para que le recetase las pastillas, con la voz de su nieta repitiéndose en su recuerdo:

“Se iría envenenando poco a poco”.

 “El cielo… “. Repetía nuevamente para sí, “el cielo está lejos y estoy harta de esperar. Bastante llevo ya encima. Ahora… ahora me toca a mí”.

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