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sábado, 29 de diciembre de 2012

La tecnología


Llevaba todo el día dándole vueltas. No debería haber ocurrido. Siempre que discutían le pasaba igual. Se calentaba, se calentaba, y acababa diciendo cosas de las que luego se arrepentía. Y discutían tanto… Pero no iba a ser él quien diera su brazo a torcer. Esta vez no. Ya estaba harto. Todo un carácter el de Ana, su mujer. Y él ya no quería ceder.  No había manera con ella. Y ahora estaría varios días haciéndole el vacío, sin hablarle, ignorándole, evitándole la mirada, haciendo como que no le oía… Y por supuesto, sin rozarse, construyendo un mundo de reproches mudos (y a veces, no tan mudos) que se interponía entre los dos.

Y el caso era que esta vez él se había pasado. Pero había empezado ella. Sonrió. Le había sonado a la frase que repetían sus hijos siempre que peleaban:

- Ha empezado él, papá, ha sido Jorge -.

-No, no, no es verdad, yo no he hecho nada, ha sido Javi que me ha puesto esa cara, esa que me da tanta rabia…-

“Si en  el fondo somos iguales…”  Pero no, no iba a ser él quien pidiese perdón. Aprovechando la parada en el semáforo, decidió hacer algunas de las llamadas que tenía pendientes.

-          Llamar Luis.- Dijo, dirigiéndose al “manos libres” del coche. En la pantalla, sin embargo, apareció el nombre de Cris y la voz metálica le dijo: “Cris móvil, ¿llamar ahora?”.

 

-          No.- Gritó. Otra vez. Otra vez igual. No había manera de que esa maldita máquina funcionase de forma correcta. Y la semana pasada, cuando llevó el coche al taller, le dijeron que estaba perfectamente. Volvió a intentarlo.

 

-          Llamar Luis.-

 

-          No hay ningún número con ese nombre.- Le respondió la máquina. “Así no hay manera”. De pronto sonó el teléfono. Ana móvil, leyó. “Vaya, quizá quiera pedirme disculpas. Mira que me extraña”. Pulsó el botón para coger la llamada.

 

-          Sí.- Y al otro lado el silencio.

 

-          ¿Me oyes? – Nada. Si no fuera porque sabía lo mal que funcionaba el “manos libres” creería que ella lo hacía adrede. Para sacarle de quicio. Colgó y llamó él.

 

-          Llamar Ana móvil.- Esta vez la máquina le dio el número correcto y preguntó: “¿llamar ahora?”.

-          Sí.- 

 

Otra voz grabada le contestó: “el móvil al que llama está apagado o fuera de cobertura”.

 

-          Mierda.-  Esa misma voz le ofreció la posibilidad de dejar un mensaje:

 

-          Ana, te devuelvo la llamada. Ya sabes, no hay manera de que funciones el rollo éste del “manos libres” del coche. Llámame y dime qué querías. O mejor no, te llamo yo, porque desde aquí sabes que es peor coger las llamadas. Pues eso, que te llamo en cuanto pueda.

Pero no pudo. El día se le complicó tanto que olvidó por completo que tenía pendiente hablar con su mujer. También olvidó que tenía contratado un servicio por el que los mensajes hablados se mandaban transformados en texto al número elegido. E incluso llegó a olvidarse de la discusión con Ana. Ésa que le había amargado el inicio de la mañana. La que se parecía a tantas otras que habían tenido desde que se conocieron.

Recordó todo cuando entraba en el garaje. “Mierda. No la he llamado. Ahora sí que la he liado. Si esta mañana estaba enfadada ahora ya sí que no me habla en dos años”. Y se armó de paciencia para aguantar lo que le esperaba. Ya no recordaba ni por qué habían discutido, pero lo que sí recordaba era la dureza de sus palabras, el sabor amargo de su mirada. No, el asunto no pintaba nada bien. Aparcó y tardó todo lo que pudo en recoger sus cosas, tratando de retrasar lo inevitable.

“Es que así no hay manera. Todos los días discutiendo. Quejándose por todo. Dispuesta a saltar por cualquier cosa. Y ya estoy harto. Estoy harto de tener que estar siempre pendiente de cuál es su humor. Aunque la verdad, casi siempre es malo. Harto de tener que medir mis palabras y pedir perdón. Harto. ¡Qué pereza me da! Y diga lo que diga llevo las de perder. Porque después de no haberla llamado…”

Cuando por fin abrió la puerta, cogió aire e intentó poner su mejor voz para decir:

-          Hola, ya estoy en casa.-

A lo lejos oyó a sus hijos, desde sus cuartos, saludándole. Atrás quedaron aquellos días en los que salían corriendo cuando oían la puerta, dispuestos a abrazarle. Ahora permanecían en sus habitaciones, haciendo los deberes. No se engañaba. Sabía que no tenían mayor interés por las tareas, pero que la posibilidad de correr a abrazar a su padre ya no era algo que les emocionase. Al menos, no más que seguir haciendo como que estudiaban. Supuso que Ana ya habría llegado, pero no oyó su voz. La llamó:

-          Ana, ¿estás en casa? –

 

-          No.- Le contestó Javier desde su habitación. Ha llamado diciendo que llegaría un poco más tarde.-

“Bueno, un poco de tregua antes de la tormenta”, pensó y dejó las llaves en el vaciabolsillos de la entrada.

Cuando llevaba un rato sentado frente al televisor, cambiando de un canal a otro sin ver realmente nada, llegó ella. Al oír las llaves en la cerradura volvió a pensar cómo debía actuar.

“Seguramente si le pido disculpas será más fácil”. Pero no le apetecía hacerlo. Además, disculpas, ¿por qué? No recordaba que hubiese hecho nada malo. Bueno, no la había llamado, pero tampoco era un delito, ¿no? Miró hacia la puerta, esperando ver su cara contraída, como siempre que discutían. Como casi siempre últimamente.

-          Hola, ya estoy en casa.- Anunció Ana.

Sus hijos reaccionaron del mismo modo que lo habían hecho antes, cuando él llegó. Saludaron desde sus cuartos. Él se hizo el despistado con el mando. Por eso le sorprendió tanto la reacción de Ana. Tanto que casi se asustó cuando la vio venir hacia él y darle un beso. No estaba acostumbrado. Y, desde luego, no lo esperaba.

-          Buenas noches.- Le dijo, con un tono que le resultó vagamente familiar, pero que ya casi ni recordaba. Un tono amable que hacía tiempo estaba desterrado de sus conversaciones.

 

-          Bu… buenas noches.- Dijo él, sin tener muy claro qué era lo que estaba pasando.

Ana le sonrió y le dijo:

-          He parado en el Corte Inglés y he traído algo de cena.- Él estuvo a punto de preguntar qué celebraban, pero se contuvo a tiempo. Quizá era una fecha que él debía recordar. Decidió seguirle la corriente.

 

-          ¡Qué buena idea!, ¿y qué has traído? –

 

-          Lasaña de verduras.- A él le encantaba la lasaña. Esto estaba siendo muy raro… Seguro que había algo que él debía recordar. ¿El aniversario? No, de eso estaba seguro, era en verano. ¿Su cumpleaños? No, había sido hacía dos meses. ¿El de ella? Tampoco, era en marzo. Entonces, ¿qué?

 

 

Fuese lo que fuese le agradaba esa sensación. Era extraña. Esa sensación de no estar discutiendo, ni a la defensiva. Ya ni recordaba lo bien que se estaba así. Decidió no preguntar y dejarse llevar. Comenzaron a poner la mesa. Ana no dejaba de mirarle, sonriendo. Incluso le pareció más joven. Como hacía tiempo. No se atrevía a hablar para no romper el encanto. Lo que quiera que fuese que pasaba estaba bien. A mitad de la cena, fue Ana quien le dio una pista.

-          Con lo cabreado que te fuiste esta mañana…- Él no sabía cómo seguir. Sintió que cualquier cosa que dijese podría estropear la situación. La miró, le sonrió y la dejó hablar.-  Y luego vas y me mandas ese mensaje…

 

-          ¿Qué mensaje? ¡Ah! El del coche. Ya. Sabes lo mal que funciona…- Intentó disculparse. Aunque no sabía muy bien por qué.

 

-          Ya, pues casi me alegro de no haberte oído. Porque lo del mensaje me pareció mejor, más romántico…- Y lo dijo con una risita, una risita tonta que le despistó por completo. Decidió no seguir indagando. Fuese lo que fuese, no parecía malo. Supuso que Ana se refería al mensaje escrito que se mandaba automáticamente sobre el de voz. ¿Eso era tan bueno? No entendía nada.

Cuando acabó la cena Ana seguía con esa sonrisa bobalicona que hacía años que no le dedicaba. Incluso le había cogido la mano por debajo de la mesa. Hasta que Jorge se dio cuenta y lo había echado todo a perder, riéndose y diciéndoles que parecían unos moñas y que ya no tenían edad para eso.

¿Qué había pasado? Lo que prometía ser una declaración de guerra se había transformado en una dulce tregua. Y todo parecía tener que ver con el coche y el teléfono. Esa horrenda máquina que nunca funcionaba como era debido. ¿Acaso prefería Ana que no la llamase? ¿Le gustaba que se hiciese el duro, que no respondiese? Lo cierto era que la mayoría de sus conversaciones eran de lo más banal, que si, oye ve tú a la farmacia al salir y compra couldina, que se ha acabado, que si vas a llegar a tiempo para recoger a Jorge de judo; no, mejor que se venga solo, y cosas así. Nada de romanticismo. Hacía años de aquello del “cuelga tú. No anda, tú”, que les podía durar horas.

Intrigado, aprovechó el momento en el que los niños se fueron a la cama y Ana se acercó a despedirse de ellos para coger su móvil. Leería el mensaje que le había enviado. Siempre se lo mandaban a él también. Abrió la carpeta de mensajes y buscó en el último. ¿Qué habría entendido esa máquina loca de “manos libres”? Si era capaz de confundir Luis con Cris y de entender los números como le daba la gana, también podía haber sido capaz de cualquier barrabasada. No pudo creer lo que leyó:

“Ana, cariño, que soy yo. Que te llamaba para pedirte perdón. Lo siento mucho. No sé qué me ha pasado. Pues eso, que me perdones. Te quiero mucho. Un beso.”

 

Se quedó de piedra. ¿Cómo podía haber entendido eso la máquina? Desde luego, él no lo había dicho. Miró a Ana, que volvía de las habitaciones de los niños. Vio algo en su mirada que recordaba. Sí, lo recordaba muy bien.  Dejó el móvil sobre la mesa. ¿A quién le importaban ahora los problemas técnicos? El “manos libres” funcionaba como le daba la gana, pero si en el taller decían que estaba bien sería porque estaba bien, ¿no? A lo mejor era eso lo que él había querido decir y ni siquiera había sido consciente de ello. A lo mejor ese trasto no era un teléfono sino un averiguador de emociones. Vete a saber. Decidió no pensarlo y vio a su mujer como hacía años, cuando él también tenía esa mirada que ya casi ni recordaba.

 

 

 

5 comentarios:

  1. Muy bueno, llegaremos a eso seguro. Habrá que controlar muy bien los pensamientos.
    Virginia

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  2. Me gusta la imaginación que pones en este relato, aunque seguro que pasará si no ha pasado ya

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  3. Bueno, Pepa... No sé muy bien cómo lo has hecho; sólo te digo que, aun habiendo hablado con María antes de leer la historia, has conseguido que no pudiese parar de leer. Eso por no hablar de la sonrisa tonta que, un buen rato después, sigo teniendo en la cara... Genial.

    Lucía

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