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domingo, 16 de diciembre de 2012

Penélope


Cuando vio el nombre en la pizarra de la Iglesia - Tomasa Frutos - pensó; “Él volverá”. Pero inmediatamente desechó esa idea. “No, no lo hará. No vino cuando murió su padre, ¿por qué iba a hacerlo ahora, que es su madre la que ha muerto?”. La respuesta se la dieron en la tienda de Manolo:

-          Pues yo creo que esta vez sí que viene Pedro.

-          ¿Y por qué esta vez sí?

-          Pues, ¿por qué va a ser? Muertos Damián y Tomasa y siendo él el único hijo, vendrá a hacerse cargo del poco o mucho capital que haya.

-          Para eso sí, pero para cuidar a sus padres nada. No creo yo que tenga dónde rascar. Lo que le quedaba se lo habrán ido comiendo las monjas que les han atendido todos estos años.

-          ¿Tú crees?

-           Tú dirás. El uno, inválido. La otra, loca. Dos monjitas. Una por el día  y otra por la noche. Eso cuesta.-

-          No tendrá valor de venir ahora, después de haber estado sus padres como han estado y él sin aparecer.

-          Verás como sí que lo tiene

-          ¿Cuánto tiempo lleva fuera?, ¿veinte años?

-          Lleva más. Lo menos treinta.

 

Treinta y dos, pensó Carmen. Treinta y dos años desde que él se fue. Treinta y dos años esperando. Esperando, ¿qué?

 

Ella lo había sabido todo inmediatamente… Al igual que el resto del pueblo. Las noticias vuelan. Al principio no podía creerlo, hasta que Tomasa, tan dulce, tan comprensiva como siempre, se lo dijo:

 

-          Se ha ido, Carmen. Se ha ido y no volverá. Lo siento, no sabes cuánto lo siento, pero no le quedaba otra. El muy idiota… Con una novia como tú. Una muchacha buena y decente. Y va y deja preñada a la otra, a Pilar, la hija de Diego, el del callejón, que ya sabes lo  que se cuenta de ella. Ha tenido que cumplir, tú lo entiendes, ¿no? Él no podía dejarla. Muy mal hecho lo de preñarla, pero hecho está. Y él tenía que cumplir. Se casaron el martes, de madrugada. Don Ramón, el cura, no quería, decía que así, a escondidas, no le parecía bien. Pero Pedro insistió. Yo creo que fue por ti, Carmen, por no hacerte sufrir con una boda a la luz del día, para darte a entender que acepta a esa mujer y a ese hijo porque no le queda más remedio; pero que es a ti a quien quiere. Eso lo sé yo, lo sabes tú y lo sabe todo el pueblo pero… Es un hombre. Lo ha hecho y tiene que cumplir.-

-          ¿Dónde está? – Preguntó Carmen.

-          Se ha ido a Sevilla. Allí vive el hermano de ella y buscará trabajo. No quería quedarse aquí. Decía que no podía, que no era capaz de mirarte a la cara. Por eso no te ha dicho nada. Por eso ha huido como un perro. El muy idiota, con una novia como tú, tan buena y tan decente…-

 

Tomasa había sido como una madre para ella. Su relación se mantuvo a pesar de la marcha de Pedro. A través de sus visitas, Carmen supo del nacimiento de Pedrito, de la suerte de Pedro al colocarse en el Ayuntamiento de Sevilla, de sus nuevos hijos: Pilarín y Roberto y de sus vacaciones, siempre en la playa, lejos del pueblo y sus calores. Pedro fue espaciando poco a poco sus noticias hasta que prácticamente desaparecieron, limitándose a dos o tres cartas al año (por Navidad y en los cumpleaños de sus padres) que más tarde fueron sustituidas por llamadas telefónicas. Tomasa y Damián nunca conocieron a sus nietos. Pedro no volvió. Varias veces intentó que sus padres fueran a visitarle, pero ellos sólo habían salido del pueblo una vez, en su luna de miel. Fueron a la capital de la provincia, en un viaje tortuoso y desagradable que sació para siempre sus pocas ganas de ver mundo.

 

Y ahora Tomasa había muerto. Carmen sintió su pérdida como un peso más sobre su espíritu. Poco a poco se había ido apagando su interés por la vida. Cuando Pedro se fue (se fue y la abandonó para siempre) Carmen tenía veintiún años. Era joven, con esa belleza sencilla y sonrosada de la salud. Era la penúltima de siete hermanos y disfrutaba de lo que, poco a poco, le iba descubriendo la vida. Conocía a Pedro desde siempre, como al resto de los jóvenes de su edad que vivían en el pueblo. Pero tres años antes, en la Iglesia, durante la misa de doce, sus miradas se habían cruzado y todo había cambiado. Él estaba sentado a la izquierda, con su padre, en los bancos de los hombres. Ella a la derecha, con sus hermanas, en los bancos de las mujeres. Él la estaba mirando. Ella sintió el peso de sus ojos en la nuca y volvió la vista. Inmediatamente desvió la mirada. Pero no pudo evitar volverse hacia él al cabo de unos segundos. Seguía contemplándola. Sonreía. Ella también sonrió y entonces sintió que ambos estaban fuera de la Iglesia, en otro lugar, juntos, solos, que los demás se habían ido y que en sus miradas, en las miradas de los dos, se abría un camino en el que no existía el tiempo, y ese camino estaba lleno de sensaciones desconocidas aún por llegar, que sólo descubrirían recorriéndolo juntos.

 

Después vinieron las notas que él le entregaba por debajo de la ventana, con letra picuda y frases copiadas de las novelas. Por fin, a través de su vecina Mari Tere, una niña que a veces les servía de mensajera, le pidió que fuese su novia. Ella le dijo que sí. Y se lo habría dicho mil veces si él se lo hubiese seguido preguntando. Sí, sí, sí, sí… Claro que sí.

 

Se hicieron novios. Conocieron a sus respectivas familias y todo transcurría como era de esperar en estos casos. Carmen hacía lo que hacía todo el mundo y sentía que eso estaba bien. Con el tiempo, fijaron la fecha de la boda y Carmen y sus hermanas comenzaron a coser el que sería su vestido de novia.

 

 Recordaba el roce de los labios de Pedro en aquel primer beso que la sorprendió en el portal de su casa. Y el sabor de la lengua de él en los recodos de su boca en los besos que vinieron después. El calor de su cuerpo cuando, como sin querer, se rozaban con un brazo o una pierna al bailar el pasodoble en las fiestas. Y sobre todo, recordaba la presión de sus brazos envolviéndola al abrazarla. Esa presión que le hacía sentir que nada malo podría pasarle jamás.

 

Él le pidió cientos de veces algo más. Ella se negó cientos de veces. “Cuando nos casemos”, repetía una y otra vez. Y volvía a casa, se encerraba en la habitación que compartía con tres de sus hermanas y rezaba y rezaba para que el día de su boda llegara cuanto antes. Rezaba porque quería estar siempre con él. Y también porque, aunque no se atreviese siquiera a pensarlo, ella quería apagar ese ansia que la recomía cuando estaban juntos. Ansia por tocarle. Ansia por descubrir todo aquello que imaginaba y aquello que ni siquiera se atrevía a imaginar. Se acostaba deseando dormir hasta el momento en el que pudieran volver a estar juntos y así no pensar más en él, porque hacerlo le dolía.

 

Un día, cuando quedaba un mes y medio para su boda, él desapareció. Desapareció sin dar ninguna explicación. Se fue y la abandonó para siempre. Supo que se había casado y que su mujer estaba embarazada. Supo que se había quedado embarazada mientras ella cosía su traje de novia y apagaba sus ansias de Pedro rezando para estar siempre con él. Supo que Pedro la había engañado. Pero, a pesar del dolor que le causó su traición, hubo otro dolor más grande que creció y superó la humillación de verse abandonada. Pedro se había ido. Pedro no volvería. Creyó volverse loca. Sabía que si él hubiese vuelto y le hubiera pedido que le siguiera, lo habría hecho. Se habría ido con él, sin importarle nada. Ni las habladurías, ni que él estuviese casado, ni siquiera que fuese a tener un hijo de una mujer con la que  había estado mientras le juraba amor eterno a ella. Cualquier cosa, cualquier cosa con tal de estar a su lado. Se odió una y mil veces por haberse negado. Pensó que, si hubiese hecho lo que Pedro tanto le pidió y ella tanto deseaba, si hubiese desoído los consejos de sus padres, si no hubiese sido tan decente, ella sería ahora la embarazada y estarían juntos. No podía soportar que todo el mundo alabase lo buena y decente que era. “Puta y mil veces puta antes que estar sin el hombre al que quiero”, deseaba gritarles a todos.

 

Pero, en lugar de eso, callaba y lloraba todo el día. Al principio el dolor era tan grande que sólo se calmaba cuando pensaba que todo era mentira, que se trataba de un mal sueño, que Pedro volvería, se casarían, estarían siempre juntos y tendrían hijos. Y los verían crecer y los verían marcharse y al final envejecerían el uno junto al otro.

 

Cuando el día fijado para su boda llegó y pasó sin que él apareciese, Carmen guardó el vestido de novia, aún sin terminar, en el fondo de un baúl y encerró con él sus esperanzas.

 

Nunca se habló de Pedro en su casa. Tampoco del vestido. Ni siquiera cuando Soledad, su hermana menor, burló la suerte que tenía escrita desde su nacimiento y se casó con un representante de productos de limpieza que recorría los pueblos con su maletín y sus muestras. Cuando Soledad nació, Rosa, la vecina, que había actuado como comadrona en el parto, sentenció: “Es una niña, Dolores, para que te cuide cuando seas vieja”. Pero Soledad se casó y se fue de allí, como lo habían hecho el resto de los hermanos, salvo Carmen. En ese momento, ella supo cuál era el destino que le estaba reservado: ocupar el puesto de su hermana Soledad y cuidar a sus padres cuando envejeciesen.

 

Y eso fue lo que hizo desde entonces y, sobre todo, durante los siete años que duró la lenta agonía de sus padres. Ambos murieron nonagenarios. Ambos murieron de un cúmulo de pequeñas enfermedades que les fueron apagando poco a poco, haciéndoles más y más dependientes de Carmen.

 

Cuando los dos finalmente fallecieron (en un intervalo de un año) Carmen sólo deseó que su longevidad no fuese hereditaria pues, cumplido su único destino en este mundo, no encontraba razón alguna para seguir viviendo.

 

Y ahora la muerte de Tomasa. Y esa sensación vagamente familiar que no la dejaba pensar en nada. Llegó a su casa y, por primera vez en los últimos años, se puso frente al espejo con la intención de mirarse.

 

Le costó reconocerse en esa anciana delgada, de rostro anguloso y pelo cano, recogido en un moño bajo. Ésa era ella. Y también lo era esa joven regordeta de pelo rizado que recordaba mirándose en el mismo espejo años atrás. Pero entre las dos imágenes no había ningún parecido. Se avergonzó de su aspecto. “Parece que tengo setenta años. Estoy fatal. ¿Y si me arreglase?”, pensó, “quizá un corte de pelo… Pero, ¿qué digo?, ¿por qué me voy a cortar el pelo yo ahora? Estoy empezando a chochear. Estoy bien como estoy. No tengo por qué gustarle a nadie. Además, él no va a venir. Y si viene… ¿Y ella?, ¿cómo estará ella?”. Recordó a una muchacha alta y de formas generosas, con el pelo castaño cortado a la última moda y vestida con las faldas más cortas del pueblo. “Los niños le habrán dejado huella. Y los años. No hay más que ver a mis hermanas. Todas gordas después de parir.” Pero aun así no pudo evitar comparar la imagen de su recuerdo con la que le ofrecía el espejo. “Estoy loca. ¿Cómo se me ocurre siquiera ir? No iré y ya está. Quien evita la ocasión evita el peligro. No tengo por qué exponerme a esa vergüenza. No tengo por qué. Yo en mi casa y ya está”. Pero pensó en Tomasa. “No, tengo que ir. Tengo que hacerlo por ella. Además, Pedro no va a venir.”

 

Pero, por si acaso, pasó por la peluquería por primera vez en los últimos diez años y buscó en su armario algún vestido que no estuviese totalmente pasado de moda.

 

Después de varias pruebas se decidió por el traje que se compró para el entierro de su padre. Volvió a mirarse en el espejo. “Bueno, ahora sólo parece que tengo unos sesenta”. Seguía sin encontrar parecido alguno con la chica de mejillas sonrosadas que se probaba su vestido de novia frente a ese mismo espejo. Pero era ella. También era ella. Finalmente decidió buscar en el fondo del baúl, aquél en el que guardó su vestido y encontró el broche que Pedro le regaló cuando cumplió veintiún años. Lo limpió y se lo colocó en la solapa. Contrastaba demasiado con la sobriedad del traje. Decidió guardárselo en el bolsillo. “Ya voy a dar pie para cinco años de cotilleos. No es necesario darles más de qué hablar. Me lo guardaré y, si viene Pedro, lo prenderé de la solapa para que me reconozca”.

 

No es que tuviese dudas. Él la reconocería. Seguro. Bastaría con mirarle, con que se mirasen, para volver a sentir aquella sensación de años atrás. Como en la Iglesia. “Hay cosas que no cambian. Que no pueden cambiar. Y ésta tiene que ser una de ellas”. Pero tampoco era necesario dejarlo todo al azar. “Una ayudita siempre viene bien”, pensó y se dirigió a la Iglesia, al entierro de Tomasa.

 

Cuando llegó a la calle Mayor oyó el comentario de dos mujeres que también iban a la Iglesia:

 

-          Pues ha venido el hijo.

-          No me digas. ¿Ahora?, ¿después de tanto tiempo?

-          Sí. Llegó a mediodía, con sus hijos.

-          ¿Y su mujer?, ¿la Pili, la de Diego el del callejón, viene también?

-          ¡Qué va!, al parecer murió el año pasado, de cáncer. Como Tomasa estaba ida, si se lo dijeron, ni se enteró. Y como la familia de ella está toda fuera, que ninguno se quedó aquí, pues nadie sabía nada…

“Muerta”, pensó Carmen, “muerta hace un año”. Pilar está muerta. La mujer que le había arrebatado sus sueños, ya no estaba. Pedro estaba solo. Solo. Y había vuelto. Había vuelto al pueblo. Estaba allí. Estaría en la Iglesia. Otra vez. Se marchó por no hacerle la vida más difícil a ella. Y ahora volvía… Ahora que no estaba Pilar. Ya no había nada que les impidiese estar juntos. Pedro había vuelto… ¿Para estar con ella? No le cabía la menor duda. Desaparecido el motivo de su separación, ya no había nada que impidiese que pudieran estar juntos. Era el momento. El momento que ya no creía posible.

            Durante la misa no podía concentrarse. Cuando acabase, todo el pueblo daría el pésame a los familiares. Y entonces le vería. Volvería a verle. Al entrar en la Iglesia había adivinado la presencia de Pedro en el primer banco. Había reconocido su espalda ancha, sus hombros levemente adelantados y el remolino de su pelo. Era él. Era él tal y como le recordaba. ¡Estaba allí! Tan solo a unos pasos. Cuando terminase la misa, se levantaría y se aproximaría a la familia para darles el pésame. Y entonces, Pedro la miraría y todo volvería a ser como antes.

            Por fin terminó la misa. Carmen avanzó hasta los primeros bancos. Cuando llegó a la altura del hombre cuya espalda había reconocido al entrar, levantó la vista, con el corazón a punto de estallarle en el pecho. Y vio los ojos grises del hombre al que había estado recordando. Se tambaleó. Alargó la mano para estrechársela, ofreciéndole su sentimiento por la pérdida  de Tomasa. El broche brillaba en la solapa de Carmen. Instintivamente, lo rozó con el dedo índice.

-          Te acompaño en el sentimiento.- Dijo en un hilo de voz.

 

Entonces Pedro, con los mismos ojos y la misma expresión que Carmen había mantenido en su recuerdo, estrechó su mano y la retuvo un momento mientras le contestaba:

 

-          Gracias por todo. En nombre de mi abuela Tomasa.

Carmen ahogó un grito que desgarraba las verdades de su recuerdo. No era Pedro. Era su hijo. Pedrito. Claro. Debería haberse dado cuenta. El tiempo había pasado. Pedro no podía seguir como se había conservado en su mente. El hombre que tenía ante ella era joven, tenía exactamente treinta y dos años, los mismos que llevaba Carmen sin ver a antiguo novio. Miró a la derecha. Un hombre calvo y enjuto clavaba sus ojos grises en Carmen. Ella se volvió de nuevo a Pedrito. Después, al hombre que la miraba. Buscó en él algo del Pedro que recordaba. No encontró nada. Llevó su mano a la solapa y desprendió el broche en un rápido movimiento. Después, extendió la mano hacia Pedro y musitó: “le acompaño en el sentimiento”, mirando esos ojos grises, sin encontrar en ellos camino alguno por recorrer. Después siguió con la mujer que estaba a su lado y, una vez hubo terminado de saludar a la familia, abandonó la Iglesia.

            Llevaba en su mano el broche que le regalara Pedro. A su lado, pasaron dos mujeres, comentando:

 
-          Y esa de al lado, ¿era su nueva mujer?

-          Ya hay que tener prisa, para casarse otra vez antes de que pase un año de haber enterrado a la otra.

Por la cabeza de Carmen pasaron rápidamente las imágenes que componían su vida y que la habían acompañado durante los últimos años. La música de una canción de Serrat se repetía en su mente. Vio el vestido de novia inacabado en el fondo del baúl, las miradas en la Iglesia, Pedro pidiéndole matrimonio, los bailes en la plaza, Tomasa contándole que Pedro se había ido, la humillación y la soledad… Esa lacerante soledad.

Dejó caer el broche en una papelera y deseó haberse quedado en su casa esa tarde. Se subió las solapas del traje. Empezaba a hacer frío.

Y supo que todo había acabado. Ya no esperaría más en la estación. Ya no tejería más. Ni alimentaria las esperanzas que habían llenado sus últimos años. Dejaría de ser Penélope para ser sólo Carmen.

Pedro había vuelto. Pero él ya no volvería nunca.

1 comentario:

  1. El cuento tiene un aire continuo de melancolía, cuantas historias hay como esta; la vida misma.

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