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domingo, 7 de octubre de 2012

Arreglando el mundo


No era raksi sino limoncello, lo que pasaba de mano en mano, la botella vaciándose y los ánimos cada vez más llenos. Llenos de vehemencia, de ganas, de razones. Como entonces. Tan distinto… Veintitrés años habían pasado y todo seguía igual.

Habían cambiado el hotelucho de Patán por el porche bajo el emparrado de Gabriela. La belleza de los templos, las stupas, las montañas rodeando el valle de Katmandú, por las iglesias de Roma; por sus fuentes, sus plazas y los restos arqueológicos diseminados por aquí y por allá, escondidos tras las vallas en cualquier esquina. Esos restos que surgen siempre que hay obras en la ciudad y se excava un poquito, como queriendo recordar que el pasado duerme bajo nuestros pies, pegado a nosotros, evocándonos lo efímero de nuestra existencia en ese “carpe diem” tan romano.

Ni siquiera ellos eran los mismos. Eran algunos más y uno menos. Cuando se conocieron, en el vuelo de ida a Katmandú, Gabriela tenía 26 años, dos menos que Piero, que ya no estaba y los mismos que Daniel y Jaime. Casi el tiempo que había pasado desde entonces. Unos pocos años más de los que tenían sus propios hijos.

Sentados junto al hotel en Patán, hablaban de arreglar el mundo, de lo que había que cambiar, de la corrupción de los gobernantes, del sistema que llevaba a una injusticia tras otra. Se quitaban la palabra en español, en italiano, a veces incluso en inglés, ¿qué más daba? La botella de raksi pasaba también de mano en mano, como ahora la de limoncello. Sólo que hoy había más manos. Estaban también Marta y Berta. Estaba Luigi, que miraba a unos y a otros y no lograba entender del todo sus frases, perdido en la extraña mezcla de idiomas que no conseguía seguir.

Gabriela había organizado el reencuentro con miedo, casi sin esperanzas de que funcionase. Veintitrés años son muchos, ¿cómo iban siquiera a reconocerse? Pero fue Enrico, su hijo mayor, el que la animó a buscarles.

-          ¿Por qué no mamá? Ahora con facebook es fácil. Todo el mundo está allí, seguro que ellos también.-

Y Gabriela se ajustó las gafas (las de leer, de las que hacía algún tiempo que no podía separarse) y se decidió  a bucear en eso de facebook, que tan raro era para ella. Empezó a buscar a sus amigos, con los que compartió la experiencia inolvidable de encaramarse al planeta en aquellos años (unos pocos más de los que tenía Enrico) en los que todo parecía posible, en los que arreglar el mundo era una obligación y quedaba tiempo, todo el tiempo para hacerlo.

Años en los que Gabriela no sabía que su relación con Piero no duraría mucho; ni que, llevada por la fuerza que la impulsaba a no parar de hablar en las noches de Nepal, se haría miembro de un sindicato, para acabar luchando contra otras personas de esa misma organización, en lugar de hacerlo contra el sistema y el capitalismo. Años en los que no sabía de desencanto y resignación; en los que no hubiera podido imaginarse que acabaría comprando esa casita tan mona, con jardín y todo, y que sería realmente una mamma burguesa, que hacía crostata y pizza al volver del trabajo.

Pero Gabriela seguía  pensando que había que salvar al mundo, aunque el mundo pareciese empeñado en no querer salvarse. Porque, veintitrés años después, con una crisis económica mundial que amenazaba con zamparse todo: ideas, políticas, trabajos, ahorros, incluso limoncello y raksi juntos, el mundo giraba sobre sí mismo cayendo en su propio agujero, como un niño enfadado que se tapase los oídos ante la regañina de sus padres.

Y, veintitrés años después, encontró primero a Daniel, que estaba casi igual en la foto de facebook  que en las que ella guardaba en su álbum del viaje (tres carretes de treinta y seis fotos, ahí es nada…) Y no era de extrañar, porque la foto, la que Daniel había puesto en facebook, era casi de la misma época. Pero Gabriela no lo supo hasta que ayer le tuvo enfrente. Hasta más bajo le pareció, con lo alto que le recordaba. Más bajo y, sobre todo, más gordo. Pero el pelo lo tenía igual, tan oscuro y abundante como siempre. No como el de Jaime, gris y escaso, aunque él sí que había logrado mantenerse más o menos igual de delgado.

Les vio y no supo muy bien qué hacer. “Vaya lío en el que me he metido con esto del facebook”, pensó, agarrando fuerte la mano de Luigi, del bueno de Luigi que, sin conocerles, tanto la había apoyado en esta loca idea.

-          Diles que vengan. Invítales a todos.-

-          ¿A todos? – se asustó ella - ¿y dónde les metemos?

-          Pues en casa, ¿dónde va a ser? Nos apretamos un poco y ya está.

 

Y allí estaban, recién llegados al aeropuerto, Daniel junto a una mujer con aspecto de niña crecida que se niega a aceptar que los años finalmente pasan. “Debe de ser Marta”, pensó Gabriela. Jaime con una rubia, Berta, que no se molestaba en disimular sus canas y sus arrugas, que le daban un aspecto elegante y atemporal. “Debe de estar en los cincuenta”, se dijo Gabriela, para darse cuenta enseguida de que ella estaba a punto de cumplirlos.

 

No sabía qué hacer, “¿y qué les digo ahora?”. Pero no hizo falta nada más porque Daniel se acercó y, pasándole el brazo por la espalda, la atrajo hacia él y todo se volvió normal. ¿Era eso posible? Con tres personas que no se conocían y otras tres que no se habían visto en tanto tiempo. Pero lo fue. Y pasearon por sitios que para Gabriela y Luigi eran muy queridos y que Daniel, Jaime, Marta y Berta nunca hubieran visto en sus viajes a Roma. Y comieron y bebieron, como ahora, que la botella de limoncello ya estaba acabada, pero no la conversación, que había surgido en torno al libro de Pietro Ingrao, “Indignarsi non basta”, que Gabriela tenía en la estantería.

 

Y, como entonces, sintieron que había mucho por hacer, pero ya no sabían si todo sería posible, sentían que seguía siendo una obligación arreglar el mundo pero, ¿había tiempo para hacerlo? Y la exsindicalista romana desencantada coincidía con Berta, la jefe de Recursos Humanos española, a la que sólo hacía unas horas que conocía. Y Luigi (que apenas entendía algunas palabras en español) se mostraba totalmente de acuerdo con Daniel, que hablaba tan rápido que ni Jaime lograba comprenderle. Como si no hubieran pasado los años, hablaban de nuevo de la codicia y de la falta de moral de la clase política, y de la ceguera de todos, que seguían sin ver que sólo ponían tiritas en el cuerpo de un enfermo terminal, intentando alargar su agonía, en lugar de buscar la cura, que no podía basarse en las soluciones pasadas, porque los problemas eran nuevos, y por eso necesitaban altura de miras, otra visión, que aún nadie había encontrado.

 

Y la conversación era tan parecida a la de entonces… Sólo que ahora se había acabado el limoncello y Enrico y Giani (los hijos de Gabriela y Luigi) se les habían unido y sus argumentos apenas se diferenciaban de los de Daniel o los de Berta. Jaime, por un momento, creyó verse en ellos, tan jóvenes… Sintió que sus zapatillas Geox, (que le resultaban ideales para sus pies delicados), se convertían en las botas de montaña de hace años; que su polo de Pedro del Hierro era una camiseta azul y que la mochila de ante que había dejado en el perchero de la entrada era el macuto que arrastró (y que a veces le arrastraba a él) en su viaje a Nepal. Y cerró los ojos, oyendo a Enrico y se vio allí, con dos amigos más, arreglando el mundo.

 

Cuando los abrió, Luigi había traído otra botella de limoncello y el mundo seguía necesitando un rescate.

 

1 comentario:

  1. Esta situación la vivimos a menudo, nos indignamos, nos indignamos y nos volvemos a indignar... Pero, la culpa parece que siempre es del otro y nosotros no tenemos nada que hacer, ¿o sí tenemos que hacer? seguro que sí, pero ¿El qué? Y vuelta a empezar...

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