redirección

lunes, 9 de julio de 2012

No tenía nada

Hoy os dejo una historia que acabo de escribir. Habla de los mundos irreales que muchos nos construimos en nuestra imaginación. A algunos nos gusta compartirlos. Y por eso escribimos. Otros pintan o los transforman en cualquier otra expresión artística. Son una vía de escape, un camino por el que se desborda todo aquéllo que no somos. O lo que queremos ser. O lo que nunca nos atreveríamos a exteriorizar. Son otras vidas, que se acaban antes de empezar, que se reviven ante la lectura del otro, si están escritas, o ante la mirada del espectador si se han convertido en un cuadro o una película.

Pero hay cosas que no nos gustaría compartir con nadie....

“No tenía nada. Y a pesar de ello sentía que era capaz de todo. Capaz de llegar adonde quisiera. Capaz de lo mejor y de lo peor. De cosas que costaba imaginar. Así, como era, un hombre normal, sin nada destacable, con una vida hecha de momentos repetidos que podrían ser siempre el mismo. Atado a un trabajo que no le gustaba, que le llenaba el día y no podía dejar. Atado a unos amigos que ya no lo eran, a una familia que hace años fue suya y ahora apenas reconocía. Atado a una casa que nunca la había gustado, a un coche que compró para estar a la altura en el garaje de la comunidad y que no le había dado más que problemas. Atado a él mismo. A la imagen de él que le gustaba pensar que tenían los demás. A ese “avatar” que ni era azul, ni más alto ni mejor que él. A ese doble que era él mismo sin serlo.  Su vida. La que se había construido siguiendo las normas y haciendo lo que había que hacer. Lo que se esperaba de él. Una buena vida. Envidiable. Envidiada. Al menos, eso parecía. Una cárcel. Su cárcel. Lo tenía todo y sin embargo… Sin embargo no tenía nada.

Y a pesar de ello se sentía capaz de cualquier cosa. Capaz de hazañas que no podría compartir con nadie. Allí estaban, en su mente. Las vidas que construía cuando la otra, la de verdad - su cárcel - le daba un respiro. Las que le hablaban de amores imposibles que, sin embargo, siempre dejaban de serlo. Las que le llevaban a cometer barbaridades que nunca se atrevería a compartir con nadie. Allí, en el amplio mundo de su imaginación, cabía todo y todo le esperaba. Allí era el mayor villano y el  salvador de la humanidad. Dependía del día. O del momento. Era su reducto de libertad. Lo único suyo realmente. No tenía que compartirlo con nadie. No quería hacerlo. Podía apartar sus principios, dar rienda suelta a sus instintos violentos, ésos que debía ocultar constantemente para seguir siendo un ciudadano normal. Abandonarse al deseo en formas que no se atrevería a proponer, que, por supuesto, nunca había compartido con su mujer. Ni antes, con las novias, con los ligues (tampoco tantos) que le acompañaron en su juventud.

En las vidas que habitaban su mente siempre moría el malo. Y a veces también los buenos, ¿por qué no? Morían de mil formas distintas, casi siempre violentas. En algunos casos, después de torturas innombrables. La sangre salpicaba las fronteras de su pensamiento sin compasión. Más aún que en esas películas que él detestaba. Las que nunca quería ver y criticaba siempre. Como esos videojuegos que odiaba y que, como decía a quien quisiera escucharle, deberían estar prohibidos. Los que inspiraban sus obsesiones más ocultas. Las de un hombre tranquilo, pacífico, que fue objetor cuando aún existía la “mili”, que odiaba las armas y se mareaba sólo con pensar en la visión de la sangre.

Pero, en el universo de su mente era él quien mandaba. Y allí todo estaba permitido. No había peligro de que las imágenes que fabricaba en su cerebro corrompiesen a nadie porque nadie las conocía. Sólo él. Y él sabía que eran mentira. Lo sabía.

Como sabía que era imposible que alguna vez llevase a cabo las fantasías que poblaban otra parte de su mente. Fantasías en las que seducía a las mujeres más hermosas. Y también a otras, más cercanas, y por ello aún más imposibles. Historias que inventaba y reinventaba, cambiando algunas imágenes, adaptando momentos, escenas, protagonistas, al estado de ánimo de cada día, al resultado de la jornada, a lo aburrido o desesperado que se encontrase. En éstas, las otras películas de su imaginación, el sexo encontraba camino fácil para redondear las historias. Escenas vividas recientemente o hace años, servían de referencia para componer los más variados encuentros, siempre  con protagonistas imposibles. Otras veces no había referencia, al menos no real y era toda la fuerza de su mente la que construía momentos que le sabían más cercanos que la vida que le esperaba fuera de los límites de su pensamiento.

Su mente, su imaginación, era el lugar donde descansaba su libertad. Su refugio y su fuerza. Sin ella, sin esas incursiones por la vida imposible que no quería vivir y que, sin embargo, siempre buscaba, sería incapaz de seguir adelante. De contenerse ante las broncas de su jefe. De aguantar las monsergas de su mujer. De comer todos los domingos en casa de sus suegros. De escuchar siempre las mismas bromas en boca de sus amigos, que después de la segunda copa, regresaban al limbo feliz de la adolescencia y se instalaban allí hasta que llegaba la hora de regresar a casa. Sin sus vidas, las falsas, las que él se construía a voluntad, no sería nadie. Seguiría siendo el nadie que era. El que él mismo se había empeñado en ser. Seguiría siendo el hombre normal que todos conocían. Y no el conquistador incansable que con una mirada conseguía rendir a la vecina del tercero y  convertirla (en el mundo de su mente) en una amante sumisa dispuesta a complacer todos sus caprichos. Seguiría siendo el hombre conciliador que aguantaba hasta el final en las reuniones de la comunidad de vecinos, sin discutir con nadie, calladito, en su rincón. Y no el salvaje desequilibrado que cortaba miembros y reinaba en el repertorio de torturas digno de la más despiadada de las represiones. El que utilizaba los métodos de American Pshyco con el imbécil del departamento de contabilidad.

Él, en el terreno imposible y amoral de su mente, era feliz. Nunca se le hubiera ocurrido hacer real nada de lo que imaginaba. No, ¡qué va! Tenía muy claros los límites y las diferencias que separaban ese universo en el que él reinaba de la vida real. Pero tampoco hubiera osado compartir con nadie sus más profundos desequilibrios. Ésos que le hacían único y le hacían, también, despreciable. Hubiera sido como estar desnudo, desprotegido. Sus más íntimos pensamientos, sus deseos, expuestos ante los demás. Nadie podría entenderlo. Nadie entendería que él no quería hacer nada de lo que imaginaba. Que sabía perfectamente que no debía hacerlo. Que eran sólo caminos por los que su libertad se derramaba, recursos para sobrevivir, puertas que se abrían para dejar salir lo que sobraba y poder continuar repitiendo cada día las mismas cosas que le daban sentido a la vida que se había construido y que, a pesar de todo, quería seguir teniendo.

Por eso, porque era su único reducto de libertad. Porque eran sus pensamientos, sus sueños, sus deseos más ocultos. Porque era la parte trasera, el desván de su mente, su otro yo. Por eso no pudo soportar saber que ella, la persona más cercana, la que, sin saber de su otra vida, compartía la oficial – ésa que le etiquetaba como un ciudadano normal que jugaba en el tablero de la realidad - llevaba años escuchando lo que él contaba en sueños, los retazos del reino amoral que vivía dentro de él y que le daba la fuerza para sobrevivir. Ella se lo dijo. Y le pidió explicaciones. Quiso saber cómo podía decir esas cosas. Cómo podía siquiera pensarlas. Cómo podía ser tan distinto en sueños de lo que era durante el día.

Por eso se sintió ultrajado, humillado, violentado en lo más profundo de su ser: su imaginación. “Nadie tiene derecho a conocer lo que pienso”, se dijo, “lo único realmente mío, lo que me pertenece y, en ningún caso, tengo que compartir con nadie, aquello en lo que soy dueño y señor, es en mi mente. Lo que pienso, lo que siento, lo que imagino, lo que quiero y lo que detesto, es lo que me da la libertad. Mis pensamientos son míos y sólo yo decido si quiero compartirlos y con quién”.

Y mirando a su mujer que, escandalizada, le pedía explicaciones, decidió hacer suya la imagen que gritaba frente a él y llevarla al interior de su cerebro para que protagonizase una de las historias de su mundo imposible. Y esta vez no fue una película erótica la que eligió para deleitarse, sino una gore, una con mucha sangre, como la sangre que a él tanto le enfermaba."



2 comentarios:

  1. Se supone que la mata, ¿no? Espero que, como dicen en la películas, cualquier parecido con la realidad sea pura ficción. No es nadie que conozcamos, ¿verdad?. Este relato me parece distinto a los otros tuyos, es más duro, más fuerte. Los demás se suelen leer con una sonrisa en el rostro; éste sin embargo, no.

    ResponderEliminar
  2. Un relato más duro de los que escribes habitualmente pero no por eso con menos calidad. Gran relato.

    ResponderEliminar