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sábado, 23 de marzo de 2013

Una cuestión de suerte


 

La suerte existe. Sin embargo, él siempre se había vanagloriado de torcerle la mano, de ser una persona que, con su esfuerzo, había podido dirigirla.

Aún recordaba su entrevista de selección, tres años atrás. Ella, Raquel, tan segura, tan sonriente, con ese aire cercano y al mismo tiempo tan profesional. Le cautivó. Su instinto de seductor se despertó nada más verla, en el mismo instante en el que se cruzaron sus miradas y ella le tendió la mano. En un gesto instintivo y nada prudente, él se la estrechó y acercó su cara hasta darle dos besos. Notó la sorpresa de ella, pero lo consideró normal. Él, Jaime, era un hombre muy atractivo. Lo sabía. Más incluso ahora, al principio de los cuarenta, que antes, cuando, en plena “movida madrileña”, iba de garito en garito, probándolo todo, con el ansia del que se sabe bailando en el filo del mundo; de un mundo de noche, risas y excesos que fue el suyo y que se empeñaba en reproducir cada vez que podía. “Carpe diem”. Ése era su lema. Vive el momento, vívelo como si no hubiera un mañana. Por eso, y por su afán de cazador insaciable, siempre alerta, en busca de la próxima pieza, no pudo evitar besar a Raquel, que bien podría llegar a ser uno de sus trofeos… Si no fuera porque, en vez de estar en la barra de un bar de copas, de los que solía frecuentar con sus amigos, estaban en la empresa en la que Jaime quería trabajar y la entrevista con Raquel era una de las últimas pruebas que le quedaban por superar.

Todo salió bien, como él esperaba, aunque, en una de las preguntas, la cara de ella pudo más que sus años de entrenamiento y puso de manifiesto su desacuerdo con la respuesta de Jaime. Fue cuando le preguntó si creía en la suerte. Y Jaime, contento de poder demostrar su verdadero yo, respondió con una de sus frases favoritas: “la suerte es para los débiles. Las personas que se esfuerzan, que trabajan, construyen su propia suerte”.

Eso fue tres años atrás. Ahora Jaime era parte de la empresa, en el puesto que tan bien le iba y que quedaba estupendamente en sus tarjetas de visita: “Customer Experience Manager”, así, en inglés, que parecía más importante. Como él se sentía, un hombre envidiado, alguien de quien se pudieran sentir orgullosos sus hijos; capaz de dejar sus opiniones (que eran casi sentencias) en todas las conversaciones de su grupo de amigos, de su familia, de la familia de su mujer… Si estuviesen en Estados Unidos, en una de esas películas que tanto odiaba, dirían que era un triunfador, un hombre que se ha hecho a sí mismo. Y además, elegante y atractivo, que eso no hacía falta que se lo dijera nadie. Se veía a la legua. Sólo con mirarse en un espejo. Y él se miraba en todos los que podía. ¿Era posible pedir algo más?

Pero a él todavía le quedaba algo. A él le hubiera gustado que la corriente que sintió el día que llegó a la empresa, esa sensación de volar en una nube que le produjo mirar a Raquel, se hubiera convertido en algo más. Le hubiera gustado conquistarla. No sabía muy bien para qué. No sabía si quería que fuese su amante, un escarceo ocasional, o si llegaba a pensar en poner en peligro su vida, su tradicional vida de marido y padre que tan bien le quedaba y en la que se sentía tan a gusto. No sabía para qué quería que Raquel sucumbiese a sus encantos (ésos que él sabía tan ciertos y que tanto juego le daban), pero soñaba con ello, lo pensaba cada vez que se encontraban en la cafetería o en el aparcamiento, cuando coincidían en alguna reunión, cuando por las mañanas, al llegar, comprobaba disimuladamente dónde se había sentado y si quedaba algún sitio libre cerca de ella. Algún sitio que no hiciese evidente que lo había buscado a propósito. Mendigaba su atención; esas sonrisas que Jaime sabía que sólo le dedicaba a él, con las pequeñas arrugas que se le formaban alrededor de los ojos oscuros y que  a Jaime le parecían tan atractivas; ese cuerpo sinuoso (para algunos algo gruesa, para él perfecta en su voluptuosidad). Sólo soñaba con besarla, con abrazarla, en el baño, en el pasillo de la entrada, en el aparcamiento, incluso llegó a imaginar encuentros casuales fuera del trabajo. Encuentros en los que Jaime iba solo y Raquel también. Ambos sin sus esposos, sin sus hijos (los mellizos de Raquel, niño y niña, que tan poco se parecían a ella) y en los que, de manera accidental, acababan envueltos por la atracción que él sabía mutua y se entregaban a esa pasión quinceañera y desbordada que ambos intentaban ocultar. Porque Raquel, chispeante, inteligente, atractiva y adorable, no se rendía ante los encantos de Jaime no porque él no le gustase, no. Era algo, casi, casi, de fuerza mayor. Ella no era (no podía serlo) inmune a ese aspecto a lo George Clooney que tantas alegrías le había deparado a Jaime; ni tampoco a su acertado juicio en materia económica o política; ni siquiera podía escapar a su fina sensibilidad, ésa que demostraba tan poco y que ante ella había revelado sin tapujos, la que les llevaba a enlazar una conversación con otra, siempre con la literatura y el arte como hilo conductor. No, si Raquel aún no había dejado todo por seguirle era porque lo que sentía por él era muy fuerte. Tan fuerte que, si algún día, esos labios maquillados en tonos neutros que conjuntaban con su ropa, rozaban la perfecta sonrisa de Jaime, ya no habría marcha atrás. No para ella. La relación que tenían era tan fuerte, tan completa, que sólo cabía una posibilidad: que ambos se separasen de sus respectivas parejas e iniciasen una vida juntos. Eso pensaba Jaime. Y como la posibilidad le aterraba, se decía que Raquel hacía bien, que no le evitaba, sino que era una mujer coherente y sensata, a la que le costaba tanto como a él contener sus emociones, las sensaciones que, cuando estaban juntos, se escapaban de sus miradas y escribían “deseo” y “atracción” en todo tipo de letras que flotaban entre ellos, en la distancia insalvable que separaba sus cuerpos; letras, palabras que se convertían en sus gestos, que traducían sus posturas, que se enredaban en las notas de sus risas…

Sí, Raquel era una mujer sensata, que no iba a arriesgar su matrimonio, la estabilidad de su familia, por una relación tremendamente pasional, pero incierta.

No como el idiota de su cuñado, Mario, que hacía dos meses que había dejado a la hermana de Jaime, a Alicia. La pobre, ¡qué mal lo estaba pasando! Con tres niños, el mayor de doce y la pequeña de cuatro. Ella, que toda su vida la había construido en torno a él. Ella, que hizo a Mario socio del despacho de abogados, el que fuera del padre de Jaime y Alicia, para que Mario pudiera dejar el Ayuntamiento y así trabajar juntos. ¿Y qué iba a pasar ahora con todo eso? Lo cierto es que no les había ido nada mal y, a pesar de la crisis, mantenían el estupendo nivel de vida que siempre tuvieron. Es más, Mario había resuelto la incomodidad de la ruptura trasladándose a un estudio monísimo en Claudio Coello, que tenía más metros cuadrados que la casa del propio Jaime. A pesar de ello, Alicia no había tenido que modificar su ritmo de vida. “Sí, las penas con pan son menos”, se dijo Jaime, mirando el reloj. Se le había hecho tarde. Como no se diese prisa no llegaría a la cena. Todos los primeros viernes de mes, quedaba a cenar con sus amigos. Cada vez le tocaba a uno elegir el restaurante. Esta vez había sido David y estaba un poco lejos. Sí, su hermana lo estaba pasando fatal. Y todo porque el idiota de su cuñado Mario se había enamorado. “¡Enamorado!, ¿será bobo? Y de una mujer casada. Ganas de complicarse. Este tío es lo más imbécil que he visto”, se dijo y volvió a maldecirle, ¿cómo podía habérsele ocurrido hacer eso a su hermana? Se acicaló un poco delante del espejo del baño y bajó para coger un taxi.

Cuando llegó al restaurante seguía dándole vueltas a la situación de Alicia. La pobre. Y Mario, un idiota, eso es lo que era. Dejar a su familia, a su mujer, a sus hijos, por una tía. Como si no hubiera otras. Y además casada. Nada, un idiota.

Vio a sus amigos en una mesa al fondo. Empezó a quitarse el abrigo mientras avanzaba por el restaurante. Su campo de visión se amplió hasta una mesa en la que una pareja de mediana edad cenaba, las manos entrelazadas por encima del mantel.

“¡Hay que ser cursis!”, pensó, “La edad que tienen y como dos quinceañeros. Esto es un lío, seguro, no me veo yo con Ana así”. Iba a saludar a David, que ya se había levantado para dejarle sitio, cuando le pareció reconocer al hombre de la pareja sentada en la mesa de al lado. No, no podía ser. Mario, lo que le faltaba. Su cuñado, o excuñado, o lo que fuera, sentado ahí, junto a ellos y seguro, seguro, que ésa era la pelandusca por la que había dejado a Alicia. No pudo evitar girar la cabeza para ver cómo era, qué aspecto tenía esa mujer que había destrozado la vida de su hermana; esa mujer que no era capaz de evitar meterse en otra relación; la que tanto daño había hecho a su familia; la que había trastornado a Mario hasta el punto de que no le importase nada, hasta el punto de estar ahí, en un sitio público, haciendo el idiota, como si fuese un adolescente. Levantó la vista, asqueado, de las manos entrelazadas de la pareja para encontrarse con unos ojos oscuros, enmarcados por unas finas arrugas que sonreían por ella y que no se apartaban de la mirada de Mario. Unos ojos que Jaime conocía y un rostro, un rostro que hacía tres años que no se iba de su mente… Era Raquel.

2 comentarios:

  1. Genial, una vez más. El final, inesperado. Me imagino a Jaime con la boca abierta. Muchas gracias por tus relatos. Son muy entretenidos

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  2. Suscribo el comentario de Santi. Me encanta.
    Vicky

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