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martes, 5 de junio de 2012

Barro y seda

Hoy voy a dejar una historia que escribí en 1994 y que he recuperado de forma casual. Al leerla ahora han venido a mi memoria fragmentos de mis novelas "La culpa" y  "Ni patria ni tribu" que yo hubiera jurado haber imaginado por primera vez al escribirlas. Pero parece que no, que ciertas ideas ya pululaban por mi mente antes. Definitivamente, me plagio a mí misma.


"Un día no vino a las ocho, ni a las nueve, ni a las diez. Ya no vendría nunca. Hacía frío. Por la ventana del cuarto se filtraba una luz plomiza que amenazaba lluvia. Ni rastro del sol. Se negaba a llegar, aunque fuese ya mayo. Como ella. Ella y sus caprichos, ¿por qué no venía? Se había acostumbrado a su risa a destiempo, a su mirada sabelotodo y a verla allí, cada mañana, poniendo caras raras frente al espejo, mientras le deseaba todo lo imaginable por hacerla esperar.

Es fácil acostumbrarse a alguien. Y bien que se siente cuando ya no hay remedio. Lo malo era que no se había dado cuenta. Siempre pensó que se marcharía como llegó: a lo tonto y sin escándalo y le molestaba que, después de todo, él no hubiese tenido nada que ver en la decisión. Se le ponía de pie el orgullo y se decía que era la sorpresa lo que le obligaba a recordarla. “Es que así, tan de golpe, choca un poco”.

Ya no vendría nunca. Su sitio vacío en la clase le sorprendió durante días. Con los exámenes encima ella no hubiera hecho eso, pero, vete tú a saber… Siempre fue algo rara. Desde luego a él no le preocuparon en absoluto sus manías. De vez en cuando decía cosas extrañas, pero no le hacía caso y en paz. No eran sus ideas extravagantes lo que echaba de menos.

Ella adoraba los espejos. Se pasaba horas frente al cristal, cambiando gestos y observándose. Le atraía uno sobre todo: el de su casa. Nunca pudo entender esa obsesión. Ella no estaba hecha para ser mirada. Hay gente que está pensada para uno, o quizá dos sentidos. A través de los demás son mediocres. Ella, no le cabía la menor duda, fue hecha para el tacto. Su cuerpo, barro y seda, sólo nacía en sus manos. Y fue así, con los ojos cerrados y los dedos despertándola, sintiendo que su carne y su piel se acomodaban a él, como se dio cuenta de que era perfecta. Su perfección no estaba a la vista (algo gordita y de cara infantil), sino en el recuerdo que crepitaba en sus manos, en esa sensación de escultor que modela su mejor obra. Era una locura despilfarrar ese cuerpo – su cuerpo, barro y seda – frente a un espejo que nunca, nunca, lograría pintarla como sus dedos, de memoria y sin pausas.

Ya no vendría nunca. Y por más que lo intentaba no podía dejar de recordarla. La casa revuelta y ella hablando, hablando siempre. Y él recorriéndola de orilla a orilla con la imaginación.

-          Tengo miedo, ¿sabes?

¿Y qué le importaban a él sus miedos? Era su piel, esa malla suave que reaccionaba siempre distinta y siempre sorprendentemente, lo que buscaba. Cada uno de sus poros era un sueño con nuevos secretos aún por sonsacar.

-          Quizá nunca pueda decir lo que pienso tal y como lo pienso, ¿te das cuenta? A lo mejor la perfección no existe.-

¡Claro que se daba cuenta! La perfección existía y era ella, pero nunca lo sabría porque se empeñaba en mirarse en el espejo, en observar cada centímetro de un cuerpo al que la vista deformaba como si, ante él, todos los ojos del mundo fuesen cristales convexos.

Si ella pudiese sentir el contacto de esa carne firme, barro y seda, que marcaba sus límites y aceptaba tiernamente los contornos impuestos, olvidaría para siempre sus tonterías. Él ya se había acostumbrado a que ella hablase, hablase y hablase siempre. La mayoría de las veces no la escuchaba, ocupado como estaba en memorizar las formas que sus dedos habían trazado tantas veces.

-          Incluso pienso que soy distinta. Y tengo miedo. Ya sabes, creo que un día me voy a despertar y no voy a ser capaz de recordar nada sobre mí. Que me quedará para siempre suspendida en el esfuerzo del recuerdo. Del recuerdo que no llegará…

Y él mirándola, fingiendo escucharla, mientras imaginaba el roce de su pierna contra la suya al removerse, su cadera deslizándose por su mano y la curva de su cintura haciéndose más y más profunda. Ella no debería hablar. Si hubiese nacido muda… Si hubiese nacido invisible y sólo existiese, como creada al toque de su varita mágica, cuando se metamorfoseaba en sus manos…

-          ¿Y por qué no va a poder ocurrir? Yo tardo minutos en tener todos mis recuerdos ordenados. Quizá alguna vez tarde más de la cuenta y me sea imposible recuperarlos. Tengo miedo, ¿sabes?

Sí, claro que sabía. Sabía el sentido en el que estaba escrita su clave: el tacto. Sabía que tenía que aguantarla para sentirla vibrar después. Y sabía que ese cuerpo, barro y seda, esperaba como él cada derroche de caricias para nacer a su realidad.

Ya no vendría nunca. La recordaba. Y no creyó que eso pudiera suceder. En realidad ella era insoportable. Nunca la había aguantado sino con las luces apagadas y la boca cerrada. Pero una vez así, la adoraba… Vio el espejito sobre la estantería. Se miró, ¿para qué sentido estaba hecho él?

-          Y yo qué sé. Empezaré a decir chorradas como ella.

Se pasó la mano por el pecho, acariciando el poco vello que tanto cuidaba.

-          No,  para el tacto, no, ¿o será que no soy mi tipo?

Rió su propia torpeza y se contempló como tantas veces hiciera ella.

-          Yo diría que para la vista, ¿no? Menudo regalo…

Sonrió y lanzó un beso al espejo, contento con lo que le ofrecía.

-          Hay que ser realista. Cada uno nace para una cosa.

Ya no vendría nunca. Le dolían los dedos por el esfuerzo del recuerdo. Tenía que verla. ¿Quién se lo iba a decir? Él buscándola, pero… “torres más altas han caído. Y seguro que está deseando que la llame. Como es tan rara, se le habrá ocurrido esta genialidad para que me preocupe. Uno de sus caprichitos”.

-          ¿Eres un amigo? – Notó un temblor extraño en la voz de la madre.

-          Sí, un compañero de clase.-

-          Verás… - Una pausa. La oyó respirar, nerviosa.- Es que… está en el hospital.-

-          ¿Le ocurre algo grave?, ¿puedo ir a verla? – Se sorprendió al oírse hacer la pregunta.

-          Bueno, verás, es mejor que no vayas. Necesita reposo. Mucho reposo… - Se le quebró la voz y colgó.

Él se quedó pensativo. Y ahora, ¿qué haría? En el fondo, sabía que iba a ir a verla dondequiera que estuviese y, luchando con su orgullo, llamó a su amiga.

-          Sí, la he visto.

-          ¿Qué le pasa?, ¿dónde está?

-          ¿No lo sabes? En una clínica de éstas… ya sabes.

-          No, no sé. ¿En un psiquiátrico?

-          Algo así.

-          Pero, ¿por qué?, ¿qué le pasa?

-          No sé. Casi no habla. No conoce a nadie. Está ida por completo. Te habló de su miedo, ¿verdad? Ya sé que suena ridículo, pero creo que le ha pasado eso, lo que temía, que se ha quedado en el umbral del sueño y ahora…

“En el umbral del sueño”, ¡qué ridículo! Esta amiga suya era todavía más pedante que ella. Seguro que de tanto ocupar su mente en cosas trascendentales e impensables, se le había caído la razón y no se había dado cuenta. Iría a verla. Quizá así lograse olvidar lo que su tacto había apilado en su memoria. Ella estaba loca, pero quería saber si aún tenía ese cuerpo, barro y seda, que se tensaba piel a piel con el suyo, que le hacía temblar y le había llenado la cabeza de líneas y recodos.

Ya no vendría nunca y nunca intentará arreglarse el flequillo en su espejo, ni reiría a carcajadas en los restaurantes sin que él pudiese hacer nada por callarla. Ni se enfurecería por las notas, ni por los desplantes de sus compañeros. No, la niña caprichosa que le hablaba de gente desconocida y le contaba chistes malísimos, no volvería a hacerle reír con sus ocurrencias.

-          Soy un desastre.

Lo era. Y la prefería así, tropezando con las papeleras y perdiendo gafas, paraguas, guantes y todo lo imaginable. Era mucho mejor que aguantar sus etapas depresivas y aquellos laberintos mentales que le aburrían.

Cogió el espejo y lo guardó. Seguro que le haría ilusión volver a verlo.

-          Me encanta. Cualquier día de éstos te lo quito.

Ya no haría falta, porque pensaba regalárselo. Nunca le regaló nada.

-          Eres idiota. No sé cómo te aguanto. Ayer fue mi cumpleaños y ni siquiera me has felicitado.

Y nunca pensó hacerlo, pero ahora…

“Bueno, quedamos en que fui hecho para vista, ¿no? Pues que me vean los demás, yo ya me conozco bastante”.

Pero no se conocía. Nunca creyó que la necesitase tanto. Ni a ella ni a nadie…

-          Es en la tercera planta.

Esperaba que estuviese sola. Había decidido ir durante la primera hora de visita, porque no aguantaría encontrarse con las miradas curiosas de la familia o de los conocidos.

-          Hola. – Estaba sentada en un rincón, con la ventana abierta y las manos jugando en el alféizar. Se volvió a él y le miró.

-          Hola.-  Repitió ella. No le había conocido. Sus ojos se paraban, desconcentrados, en su rostro, en su cuerpo. Se dio la vuelta otra vez.

“Parece tarada de verdad”.

Vio cómo se apartaba el pelo de la cara y recordó las veces que hiciera ese mismo gesto frente a su espejo. La recordó riendo. Pero ahora estaba allí, con un aire de eternidad que él no conocía. Se sentó junto a ella.

-          Mira lo que te he traído.- Sacó el espejo y se lo tendió. Ella lo cogió asombrada, como si fuera la primera vez que lo veía y le interrogó con los ojos, esos ojos ausentes y ridículamente felices que tenía ahora.

-          Es para ti, ¿no te acuerdas? Mírate. Siempre te gustó verte en mi espejo.

Ella se lo puso frente a la cara y frunció el ceño. Él recordó su cuerpo, ese cuerpo rotundo que se adivinaba bajo la bata. Ese cuerpo, barro y seda, que estremecía su memoria. Acarició su brazo como hiciera otras veces. Ella seguía sosteniendo el espejo. Le miró sorprendida.

-          No… no sé ve nada. ¿Qué hay que mirar? – Los dedos se le pararon. Bajo ellos, la piel que otras veces le inquietara, yacía con una tranquilidad infinita, incapaz de responder a sus caricias. Volvió los ojos hacia el cristal, intentando entender lo que ella decía y… no vio nada.



“A veces tengo miedo de no recordar mi pasado al despertarme…”, “se ha quedado en el umbral del sueño”.

Recordó lo que dijera tantas veces, lo que supuso su amiga. Miró el rostro incapaz de reflejarse en el espejo, el cuerpo que otras veces le respondiera desbordándole. Ella estaba allí, pero ella… ella ya no vendría nunca."

1 comentario:

  1. Me ha gustado mucho. Una vez más lo leo con esa incertidumbre de que va a pasar, con ese misterio que rodea muchas de tus historias. Aunque es triste, no deja de ser una historia más de la vida. Han pasado muchos años desde que lo escribistes y está tan fresco como si lo escribieras ahora. Bravo

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