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domingo, 13 de mayo de 2012

Un ramito de violetas


Cada vez que, estando juntos, se cerraba la puerta del ascensor, tenía la misma sensación. Ese hormigueo, esa desazón que iba en aumento hasta que volvían a abrirse las puertas. Siempre que estaba a su lado se transformaba, pero el ascensor… ¡uf!, ahí era donde realmente temía perder el control.

                Llevaba así desde que había empezado el curso. Cuando aceptó dar clases en esa escuela de negocios lo hizo por dos motivos. El primero era simple: porque le gustaba enseñar, trasmitir todo lo que había ido aprendiendo a lo largo de su vida profesional. El segundo, no podía negarlo, era por el alimento que la propuesta supuso para su ego. Su nivel de autoestima nunca había sido muy alto. Si hubiese un termómetro para medirla, él, a lo largo de su vida, se habría situado en escenarios de invierno y de otoño, quizá, en contadas ocasiones, en una tímida primavera; pero la temperatura de su ego nunca había alcanzado zonas cálidas. Hasta que llegó la propuesta. Y su mujer le abrazó y le dijo aquello de: ¡qué orgullosa me siento de ti!; y vio la cara de admiración de sus hijos; y oyó a su madre explicándoselo a las vecinas. Fue entonces cuando se sintió transportado al verano tropical de la autoconfianza. No le importaba no ganar demasiado con las clases, apenas una pequeña aportación que redondeaba sus ingresos. Ésos que obtenía con el trabajo que realmente le gustaba y que nadie de su entorno sabía definir. Y así, para los demás, pasó a ser más profesor que Ingeniero, Project Manager de una empresa dedicada a la calidad. ¿Puede haber algo menos glamuroso?       

                Pero, si los motivos que le impulsaron a aceptar las clases estuvieron relacionados con sus ganas de reconocimiento, lo que le llevaba a ansiar que llegase cada tarde de martes era otra cosa. Una cosa relacionada con la sensación de estupidez que tenía ahora, mirándola. Era su compañera. Otra de las profesoras del centro. No daban clases en el mismo programa. Ella era psicóloga. Y coach. Ella formaba parte de un mundo que él desconocía y que nunca le había preocupado.

Llegaban más o menos a la misma hora. Al principio fue casualidad, pero pronto él, que buscaba ansioso el coche de ella en el aparcamiento si se retrasaba unos minutos, logró sincronizar sus horarios de forma consciente para que, cada tarde, las puertas del ascensor se cerrasen mientras una voz metálica decía “cerrando puertas”, y él se permitía el placer de devorar esos minutos con ella, junto a ella, casi sin hablar, oliendo su perfume (el que ya no podía olvidar), mirándola (furtivamente, nunca de forma demasiado directa), grabando en su recuerdo sus gestos, su risa, su rostro, su voz.

                Imaginaba situaciones que nunca se darían. Él descubriendo una mirada cómplice en ella, pasando el brazo por su cintura y atrayéndola hasta besarla. Podía notar sus labios, sentirlos tal y como se los imaginaba. La suavidad de su boca entreabierta. El sabor que asociaba al perfume que tenía preso en su memoria. La presión de su cuerpo en el suyo. Sí, el ascensor era un terreno peligroso. El desfiladero de su imaginación, por el que se despeñaban sus fantasías, las que cada martes repetía antes, durante y después del momento enmarcado entre “cerrando puertas” y “planta tercera. Abriendo puertas”.

                “Si al menos fuesen más plantas. Pero es que así no hay manera de lanzarse. No hay tiempo”, se decía, intentando justificarse. Sin embargo sabía que, aunque fuese el Empire State, él no se atrevería. No mientras ella siguiese siendo así, estupenda, con su atuendo de niña pija evolucionada. Con su corte de pelo asimétrico, el flequillo cayéndole a un lado. Perfectamente conjuntada. Con esos tacones imposibles sobre los que conseguía llegar a una altura media. Le gustaba verla. Verla como era. Inalcanzable. Atractiva. Menuda pero sensual. De cara infantil en la que empezaban a marcarse las líneas de expresión. Todo en ella le parecía perfecto, atrayente pero lejano. Hasta su nombre. El nombre por el que la llamaban, porque el suyo aún no lo sabía: Cuca. El nombre ideal para la pija típica.

                No podía evitar compararse con ella. Él. El prototipo de científico loco. Con el pelo demasiado largo y mal cortado. Con las gafas que, de tan viejas, volvían a estar de moda. Con esa perilla que, para él, era el colmo de la sofisticación. Nunca llevaba chaqueta. Y menos aún trajes. Nunca hasta que la conoció. Fue entonces cuando decidió cambiar. Pero, por más que lo intentó no pasó de las chaquetas de pana y de tweed sobre pantalones chinos. Aspecto de profesor de Universidad, como mucho, nunca de escuela de negocios. Al verla a ella era aún más consciente de sus diferencias, de la imposibilidad de que sus fantasías pasasen a ser realidad. Tampoco podía evitar compararla con su mujer, con Rosa. Hasta en el nombre era evidente la diferencia entre las dos. Ambas serían más o menos de la misma edad, de la misma estatura, de la misma complexión. Pero ése era todo el parecido. En el resto, todo eran diferencias. Rosa tenía el pelo largo y castaño. La misma melena que cuando se conocieron en el Instituto. Y su atuendo de chica de barrio era casi también el mismo. Nada que ver con la ropa de marca de Cuca. Había cambiado tan poco desde que se casaron… ¿cuánto hacía?, ¿diez años? Sí, diez años se cumplirían la semana que viene.  Ni Rosa ni él tenían nada que ver con la mujer que rebosaba sus deseos, viviendo en el trayecto de tres plantas y sótano de un ascensor.

                La vida podía ser diferente, muy diferente a la que él había estado acostumbrado. Con su trabajo, su familia, sus investigaciones y sus lecturas. Ahora se asomaba a otras posibilidades. A estudiantes más preocupados por las notas que por lo que pudieran aprender. A papeleos, exámenes, presentaciones, a preguntas inesperadas. A charlas con otros profesores. A Cuca. Sobre todo a Cuca…

                Él no tenía nada que ver con ella, pero a veces… a veces pensaba que era posible, que algún día, durante el trayecto de tres pisos y sótano, haría realidad sus imaginaciones. Lo pensaba a veces. Lo pensaba ahora. Ahora, mientras abría un sobre que le habían dado en recepción. Encontró una tarjeta dentro. De ésas que ya nadie usaba. Un tarjetón color crema, de cartulina gruesa, con unos trazos escritos a mano: “Nos vemos el próximo martes en tu despacho, cuando termines las clases. A veces es bueno esperar para conseguir lo que deseas”. Le tembló la mano y casi se le cayó la tarjeta. Era ella. Ella. Tenía que ser ella. Cuca le citaba. ¿Cómo era posible? ¿Había sido, quizá, consciente de sus miradas en el ascensor? ¿O es que ella misma también tenía su propia historia, su propia fantasía? Miró a su alrededor, como si alguien pudiese haber adivinado su nerviosismo, el rubor que, sin quererlo, le cubría la cara. Una cita. Una cita con Cuca.

                Pasó toda la semana pensando en ella. En qué decirle. En cómo parecer seguro aunque estuviese a punto de desfallecer. Pensando en invitarla a cenar e inventando una excusa para ese tiempo de más que necesitaría. A Rosa pareció no importarle cuando le comentó que el martes llegaría más tarde, que tenía una sesión adicional con uno de los equipos de estudiantes, para dirigir su proyecto. No creía que le llevase mucho, pero al menos una hora más sí que tardaría. Ella hizo un gesto afirmativo con la cabeza y, sin mirarle, siguió leyendo la novela que la tenía enganchada. Él se quedó pensativo, sintiéndose culpable, más culpable aún que si Rosa se hubiese enfadado. ¿Por qué le importaba tan poco? ¿Y por qué él se sentía tan mal por engañarla? Hubiese preferido otra reacción, quizá preguntas, incluso recelo, pero esa indiferencia no le ayudaba, definitivamente no.

¿Qué estaba pensando hacer? ¿Iba, realmente, a mantener algún tipo de relación con Cuca? ¿Y si no era una relación? ¿Y si era sólo deseo, deseo fuera de la caja de la mente, deseo real más que sentido? ¿Era peor pensar una y otra vez en los labios de Cuca, en su pecho, pequeño pero firme, en su lengua recorriendo su cuerpo, en sus manos, tan suaves…, que besarla de verdad, que comprobar por sí mismo el tacto de su piel, el sabor de su perfume en su cuello? ¿No estaba, de algún modo, siendo infiel a Rosa durante todo este tiempo? ¿No era prácticamente lo mismo desear a Cuca, como la deseaba él, con ansia, con desesperación, repitiendo las escenas imaginadas una y otra vez, repasando los momentos no vividos como si de cada detalle dependiese la posibilidad de seguir respirando? ¿No era eso lo mismo que tenerla junto a él, bajo él, sobre él, pegada a él, envolviéndole? No podía contestar a esas preguntas. Le martillearon durante toda la semana, poniéndole nervioso, recordándole constantemente su cita, con una mezcla de miedo y deseo que no sabía cómo contener.

                Hasta que llegó el martes. Cuidó su atuendo todo lo que pudo. Tardó en elegir entre las tres chaquetas que usaba para dar clase. “No me puedo imaginar lo que sería tener más”, pensó. Y no le fue mejor con los pantalones. Al final decidió ponerse unos vaqueros. “Me dan un aire más juvenil, como si fuese un alumno”, se dijo. Y los combinó con la camisa azul lisa (la mejor, la que Rosa le había regalado por Reyes) y la chaqueta negra de pana. Ésa que de lejos parecía de terciopelo. Corbatas no tenía más que las dos que usaba con el traje, con el de las bodas, y ninguna le gustaba. Mejor sin corbata. Con los vaqueros quedaría raro. Y se puso sus zapatos de cordones, los que le apretaban un poco y siempre evitaba. Echó una última ojeada a los otros, a sus preferidos, los viejos zapatos, ya casi sin forma, con los que iba tan cómodo. “Un día es un día”. Se miró en el espejo. No estaba mal. Mejor que otras veces, pero seguía pareciendo él. “Bueno, tampoco es cuestión de transformarme. Si ha quedado conmigo será porque algo le gusto como soy, ¿no?”. Y echándose la colonia que había comprado al poco de quedarse prendido de la imagen de Cuca (ésa tan cara y que tanto extrañó a Rosa), se fue.

                Cuando llegó no vio el coche de ella aparcado. No le importó. Ni siquiera intentó dar una vuelta a la manzana para hacer tiempo y compartir con Cuca ese maravilloso momento del ascensor en el que imaginaba sus besos. Ya habría tiempo. Tiempo de no imaginar, sino de sentir. Dio la clase como sin darse cuenta, despistado, saltándose diapositivas. Los alumnos, sorprendidos, se lo hicieron notar. Él se disculpó y lo achacó a un supuesto dolor de cabeza. El tiempo parecía no pasar. Hasta que por fin, llegó la hora.

                Fue, como en un sueño, a su despacho. Sin poner los pies, flotando por los pasillos del centro. Abrió la puerta y la vio al fondo, de espaldas. El pelo algo más corto. El rubio más luminoso. “Habrá ido a la peluquería”. Y le envaneció pensar que ella, que Cuca, se había arreglado especialmente para él. Optó por no decir nada, por no anunciar su presencia. Ella siguió de espaldas, entretenida, ojeando uno de sus libros. La miró y se paró más de lo habitual contemplando sus formas. Le pareció, si acaso, algo más delgada, pero quizá eran los pantalones, más estrechos de los que solía usar. La blusa – de seda, como las que llevaba habitualmente – era más larga y los colores del estampado anticipaban un verano que aún tardaría en llegar. Se acercó y, cuando casi estaba a punto de volver a oler su perfume, ése que tanto le gustaba, cerró los ojos y se imaginó la escena que estaba por venir. Él, que enlazaba su cintura y, pegando su cara en el cuello de ella, la besaba, sin más, sin palabras, como tantas veces soñó en el ascensor. Abrió los ojos y alargó el brazo hasta tocarla. Ella se volvió sonriendo. Y la vio. La vio y no pudo creerlo. Le miraba, contenta, el flequillo rubio, recién cortado, cayendo sobre su rostro infantil. Su perfume – no el que él esperaba, otro que no reconoció – llenando el escaso espacio entre ellos. Le besó. Posó sus labios en los de él y sintió que el contacto era algo distinto al que había imaginado en el ascensor. No peor. Tampoco mejor. Cuando se separaron, ella le dijo:

-          ¿Lo esperabas? –

-          Claro, tonta, lo supe en cuanto vi la nota.-

-          Entonces, ¿te acordabas?, ¿sabías que era hoy? – Quería darte una sorpresa. Hacer algo distinto.-

Él asintió, odiándose por su mala memoria. Era hoy. Hoy. Diez años. Hacía diez años de su boda. Por eso Rosa había querido sorprenderle. Porque era Rosa. La mujer menuda que estrechaba en sus brazos era Rosa. Rosa con un corte de pelo nuevo, con ropa distinta. Rosa como si supiese de la existencia de Cuca y hubiese decidido transformarse. Rosa ocupando la posición de la mujer del ascensor. Volvió a besarla, ahora ya consciente de que la imagen deseada seguiría siéndolo.

-          ¿Y tus alumnos?, ¿tardarán mucho en llegar? – Le preguntó.

-          ¡Qué va! Era mentira.- Le dijo él. Ella le miró sin comprender.- Me imaginé que tramabas algo y me lo inventé, a ver si me lo decías. Pero te lo callaste, pillina.- Y volvió a besarla.

-          Entonces… ¿Podemos irnos? –

-          Claro, dijo él. He reservado mesa para dos en un Restaurante japonés que está a dos calles de aquí y me han dicho que es muy bueno.- Informó él.

-          ¿Japonés?, ¿desde cuándo te gusta la comida japonesa? –Preguntó Rosa sorprendida.

-          Desde ahora. Hay que probar de todo.- Contestó.

Y salieron del despacho, abrazados.

-          ¿Sabes? – le dijo él.- Me gusta tu nuevo peinado. ¿Cómo es que te ha dado por cortártelo? Creí que te gustaba el pelo largo.-

-          Ya estaba harta y pensé “hay que renovarse”.- Y señaló también su ropa, que en nada se parecía a la que solía llevar.



Ambos se pararon ante el ascensor, mientras la luz de llamada parpadeaba. Aún no habían vuelto a hablar cuando se abrieron las puertas y apareció Cuca, en animada conversación con otra profesora. Él las saludó a las dos y ellas le respondieron como sin verle, para seguir con su charla.

Entró en el ascensor con ella. Con Rosa. Y mientras las puertas se cerraban, para llevarles en el trayecto de tres pisos y sótano que les conduciría al garaje; mientras oían la frase “cerrando puertas”, él cerró también los ojos y decidió dejar los recuerdos en su sitio para vivir la realidad que tenía frente él. 


3 comentarios:

  1. Compruebo que no tienes límite, no sé de dónde sacas las ideas, ni el tiempo, sobre todo el tiempo. En fin, que me encanta encontrarme contigo cada lunes en tu blog y que cada vez me sorprendas un poco más.
    Mariví

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  2. Me gusta mucho. Sorprendente final y muy bien contado de principio a fin. Narrado con suspense. Uno de tus mejores relatos.

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  3. Me gusta mucho. Sorprendente final y muy bien contado de principio a fin. Narrado con suspense. Uno de tus mejores relatos.

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