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sábado, 21 de abril de 2012

La culpa (3)

Os dejo otro trocito de mi primera novela "La culpa".

" José Manuel Suárez era un hombre normal. Cuarenta y dos años, casado, con dos hijos. Si muriese hoy mismo, todo el mundo diría de él eso de “siempre se van los buenos”, “es que no somos nadie”, y demás frases hechas que se utilizan en estos casos. Su viuda lloraría, sus hijos también. Su padre, su hermana, toda su familia. Sus compañeros de trabajo le echarían de menos y comentarían “la verdad es que era gracioso el cabrón, y trabajador, ¿eh?.” Pero nada más. Era un hombre normal. Con un trabajo normal. Con una vida normal. No había sorpresas. Su historia podría haberse escrito incluso antes de que él naciera, en el seno de una familia de clase media, en un barrio de clase media, en el que estudió (con resultados bastante medios) hasta COU y donde conoció a una chica, con la que se casó y tuvo dos hijos, la parejita.

Todo normal. Una vida normal. Un hombre normal. Ni demasiado alto, ni demasiado bajo (quizá un poco por debajo de la media actual, pero es que en su época la media era más baja). Aficionado al fútbol, del Atlético, como su padre y como toda su familia, iba al campo siempre que el equipo jugaba en casa. Era su pasatiempo, su hobby como decían ahora. Su otro hobby era quedar con los amigos. Antes jugaban al fútbol los sábados por la mañana, y luego se tomaban unas cañitas en el barrio. Pero los años habían ido pasando y la forma física se fue con ellos. Algunos vivían fuera del barrio, y venir todos los sábados era demasiado follón. Al final, los cuatro que quedaban en los alrededores se seguían viendo, ya sin fútbol, y ahora con las familias, y pasaban un buen rato recordando anécdotas y hablando de sus cosas. Los hombres juntos, claro, que para eso eran amigos de toda la vida. Y las mujeres juntas también, porque se conocían desde que habían empezado a salir con ellos, todas eran del barrio, y tenían muchas cosas en común. O al menos eso era lo que creía él. Pero su mujer no opinaba lo mismo. Su mujer estaba harta de las cañitas de los sábados, y de que siempre se sentasen juntos los amigotes, y la dejasen a ella hablando de niños, recetas, trapos y programas del corazón. No lo soportaba. Y no es que prefiriese hablar de fútbol, ni muchísimo menos, ni que le cayesen mal las mujeres de sus amigos. Es que no le gustaba ese extraño comportamiento que le recordaba a las costumbres atávicas del pueblo de sus padres. Su mujer, Marta, siempre se quejaba de eso. De eso y de otras cosas. La verdad es que era un poco pesada, con esos aires. ¿Qué se habría creído? Ella también era del barrio. También había vivido allí toda su vida. Y cuando le conoció ya sabía como era. Además, no era la única que tenía una carrera universitaria. Pilar también había ido a la Universidad. Había hecho Políticas, o Psicología, o Historia. Vete a saber. Había hecho algo. Y Pedro y Fede habían estudiado Derecho, como Marta. Y no era tan pedantes, ni tan altivos como ella. Eran personas normales, contentos de hacer una vida normal, con una familia normal, un trabajo normal, unos hijos normales, y un barrio normal. Pero Marta... Marta parecía que nunca estaba contenta con nada. José Manuel creía que todo lo hacía porque le gustaba tocarle los cojones y no dejarle disfrutar de sus amigos y sus aficiones. Pero tampoco tenía ninguna otra queja de Marta. Hacía su trabajo, cuidaba a los niños, llevaba bien la casa. Al fin y al cabo eran una familia normal.

Pero, a pesar de todo, José Manuel sabía que Marta era una mujer especial. Brillante en el Instituto, su media no bajó en la Universidad. Su gran capacidad presagiaba un futuro lleno de éxitos, y durante el último curso, recibió dos ofertas para quedarse en la facultad, como profesora. Era verdad que, si quería ser realmente profesora de la Universidad (en ese momento de la única, la pública) debía opositar, pero siempre podía empezar de la mano de cualquiera de las eminencias que le habían dado clase y habían descubierto en ella esa rara habilidad que consistía en que las cosas adquirían sentido y se ordenaban en su mente según reglas imposibles de reconocer para los demás. Marta no era especialmente estudiosa. Era simplemente inteligente.

Pero no fue muy lista al rechazar esas ofertas y empeñarse en opositar al Cuerpo Superior de la Administración. Ése no era su fuerte. Memorizar, repetir, ésas no eran sus habilidades. Nunca las había entrenado. No le había hecho falta. Pero, en esta ocasión, no podía enfrentase a ese tipo de exámenes confiando en su don. Su don, para las oposiciones, no servía para nada. Tardó tres años en darse cuenta. Tres años en los que las verdades sobre las que  había construido su autoestima se fueron desvaneciendo de la manera más cruel. Tres años en los que decidió que en el futuro ocultaría a todo el mundo que ella, Marta, no era una mujer normal.

Pero a pesar de sus esfuerzos, muchas cosas la traicionaban. Porque ella no sólo era inteligentemente anormal (si es que algo así existía), sino que era una persona tremendamente atractiva. Pero lo cierto es que el suyo no era un atractivo común, y por eso, creyó que podría ocultarlo.

Marta no era alta. Tampoco baja. Medía un metro sesenta y dos centímetros. Tenía el pelo castaño, como los ojos. No era ni gorda ni flaca. Desde los veinte años, pesaba unos cincuenta y cinco kilos. Unas veces más y otras menos. Nada extraño.

Pero Marta no estaba hecha para la vista. Su atractivo radicaba en el resto de los sentidos. En el tacto: su cuerpo, arcilla y arena, se moldeaba bajo los dedos que dibujaban su contorno, que hacían y rehacían su forma, reinventándose, naciendo y haciendo nacer el deseo. Su recuerdo pervivía en la piel del otro, como si hubiese pasado a formar parte de su naturaleza.

También estaba hecha para el olfato, porque desprendía una extraña mezcla de compuestos químicos que alteraba la percepción de la persona que se encontrase a su lado. Había leído mucho sobre ese extraño fenómeno, sobre las feromonas, pero no era realmente consciente de cómo funcionaba, de cómo ese aroma a canela y piel mojada se adueñaba de la llave de los sentidos y la hacía tan y tan irresistible.

Y sobre todo, Marta estaba hecha para el gusto, para saborear cada milímetro de esa piel, arcilla, canela y miel, que se ofrecía y se negaba, que se descubría en cada sorbo, en cada caricia, en cada juego de adivinación que dejaba la puerta abierta de las sensaciones.

Por todo eso, Marta no era normal. José Manuel lo sabía mejor que nadie y no podía soportar sus quejas y su aire de perdonavidas cuando hablaba de sus amigos. Porque, en el fondo, a José Manuel, a pesar de saber que tenía a su lado el mejor regalo que nadie pudiese desear, le hubiese gustado que Marta, como él, fuese normal.

José Manuel estaba celoso. Es más, José Manuel vivía celoso. Se sentía irremediablemente atraído por Marta. Necesitaba estar con ella. La quería. Todos sus pensamientos giraban en torno a ella. Pero no podía evitar sentirse poca cosa a su lado. Sabía que ella entendería rápidamente cualquier trama enrevesada de las películas o los libros. Que sabría, antes que él, qué estaban preguntando los niños, o qué difícil verdad se escondía en el gesto cómplice de los actores de su serie favorita. Que entendería las complicaciones sin sentido de las páginas salmón del periódico de los domingos. También sabía que ella intentaría no hacerlo muy evidente, y que tardaría un poco en responder a los niños, en desvelar la clave de la peli. Y eso le ponía aún más nervioso. Sí, era lista , ¿y qué?, ¿de qué le había servido? No había conseguido burlar a su suerte, no había conseguido reescribir la historia que cualquiera esperaba de una chica de barrio de clase media como ella.

Pero, lo que más le atormentaba era lo otro. Lo que más le atormentaba era descubrir en cada uno de sus movimientos esa sensualidad inexplicable, percibir en su voz una promesa que sólo él sabía excesiva para cualquier mortal. Estaba orgulloso de que fuera su mujer, pero al mismo tiempo, tenía tanto miedo.... Ni la ropa barata, comprada en grandes superficies, ni el corte de pelo cómodo pero nada favorecedor, ni el hecho de que nunca fuese maquillada, nada, nada era bastante para ocultar el tarro de los sentidos que siempre parecía estar a punto de abrirse...

José Manuel vivía celoso. Y vivía intentando ocultar al mundo esos celos. Pero había una persona a la que no había conseguido ocultárselos. A Isabel. Isabel supo desde el primer momento que ese chico no era para Marta. Y se lo dijo. Y no se cansó de repetírselo. Aún después de que se casasen, Isabel siguió insistiendo en que José Manuel no le convenía. Ese tema había llegado a convertirse en un juego perverso entre ellos, porque Isabel lo repetía cada vez que le veía. Y disfrutaba. Se notaba. Esa zorra disfrutaba humillándole."

2 comentarios:

  1. Uys... me he quedado con ganas de más. Sólo una observación; me suena muy mal "casasen" ¿no sería mejor -aún después de que se casaran?
    Por favor, infórmame de como conseguir tu novela.
    Un saludo.

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  2. Gracias, Susana. Por ahora ninguna de mis novelas está publicada. Mi intención es ir dejando partes de "la culpa" en el blog.

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