Se miró por última vez en el espejo y
se vio como era a veces, como era ahora: madura, sofisticada, con el toque
justo de maquillaje, que no pretendía disimular los estragos de los años, sino
resaltar lo que siempre tuvo.
Acabó de vestirse mecánicamente y
salió de allí. No había cruzado la calle cuando traspasó mentalmente el umbral
de su otra vida y volvió a ser el ama de casa que regresa en el autobús. Esa
vecina un poco seca, la verdad, que siempre saluda pero que nunca va más allá.
La del sexto, la que tiene los dos niños que van al colegio de los curas. Su
marido sí era simpático, pero ella no. Ella guardaba siempre las distancias,
como si se creyese superior, como si estuviese allí, viviendo en ese piso de
barrio de clase media por equivocación. Fernanda, se llamaba, pero a ella no le
gustaba. Ella prefería que la llamasen Nana. Y allí, en su casa, con sus
vecinos, ese diminutivo sonaba tan pueril como sus aires de grandeza.
Fernanda, Nana, era ama de casa y
vivía en uno de los áticos del bloque. Tenía una asistenta que ibaa su casa todos los días y nadie le conocía otra ocupación que no fuese la de cuidarse.
Lunes, miércoles y viernes al gimnasio. Los martes, a la peluquería, siempre había
algo que retocar. A veces la manicura, otras las mechas. El caso era estar de
acá para allá, no parar en casa. No tenía amigas. Al menos, en el barrio. Si
acaso, tendría alguna de la infancia, de la época de la Facultad. Alguna con la
que tomar un café esos días en los que se iba por la mañana, poco después de
dejar a los niños en la parada de la ruta y volvía después de comer, con el
maquillaje intacto, como si se lo acabase de retocar.
Fernanda era una mujer extraña.
Extraña en ese ambiente, que no parecía el suyo y extraña en su propia familia.
Era como si la hubiesen trasplantado, como si la hubiesen traído de otro mundo,
de otra vida (esa que parece ser que fue la suya, la de su familia de origen,
la que tuvo antes de venir aquí) y la
hubiesen abandonado en un entorno en el que no encajaba.
Su marido, Pedro, era más simpático.
Demasiado quizá. Aprovechaba cualquier ocasión para hilar una conversación.
Sería por su trabajo. Era Director Comercial. Estaba todo el día fuera. Y le
debía de ir bien, porque aunque el barrio era de clase media, el ritmo que
ellos llevaban no estaba mal. No estaba nada mal, sobre todo ahora, que las
cosas iban de capa caída y el que más y el que menos pasaba apuros para llegar
holgadamente a fin de mes. Y ellos con asistenta, con dos coches y dos plazas
de garaje. Y los coches casi nuevos. Los niños en el colegio de los curas, el
que estaba pasada la carretera, el bueno, el que era todo de pago, No, mal no
le debía de ir a Pedro porque aparentaban tener la vida que Nana (Fernanda)
debió dejar aparcada cuando decidieron mudarse a este barrio que, a todas
luces, le pegaba más a él. A Pedro no se le veía natural con los trajes de
marca que llevaba. Era como si el cuello de las camisas (de diseño inglés, que
en eso Nana era muy suya) le quedase siempre pequeño y las mangas demasiado
largas. A pesar de que estaban hechas a medida, con sus iniciales bordadas
sobre el pecho izquierdo y todo.
Pero Pedro hacía tiempo que había
dejado de vender. Aunque nadie lo sabía
en el barrio. Nadie salvo Nana. Pedro se vestía todos los días con uno de sus
estupendos trajes y cogía el maletín para ir a buscar trabajo. Esa era su
ocupación. Desde que, cuatro meses atrás, una reorganización se llevase su
puesto por delante. Le dedicaba horas, tantas o más de las que había empleado
antes con los clientes. Se preparaba cada día la estrategia y salía dispuesto a
todo, convencido de que ese sería el momento, de que al fin encontraría el
trabajo que necesitaba.
Y mientras tanto, Fernanda (Nana)
seguía con sus ocupaciones: lunes, miércoles y viernes, gimnasio y un día a la
semana peluquería. A veces tenía que cambiar las citas porque surgía algo, una
llamada, que atendía discretamente en su móvil. Y entonces, como hoy, salía a
otra hora, vestida como cuando antes – en esa otra vida – quedaba a comer o a
cenar con sus amigas de la Facultad, con ese aire informal pero cuidado, con
ese maquillaje suave que realzaba su rostro sin tratar de repintar su edad.
Y cuando eso pasaba, Fernanda (Nana)
tardaba un poco más de lo habitual en volver, y al cruzar la línea imaginaria
de la Avenida de Cannes, cuando el autobús pasaba por esa calle, dejaba de ser
un ama de casa algo seca para ser, de nuevo, Yvonne, la discreta acompañante de
hombres maduros, solitarios o, simplemente de paso, que por un precio más que
alto atendía sus necesidades durante el tiempo estipulado.
Y, si cuando Pedro volvía, ella aún no había
regresado, no pasaba nada. Él esperaba, nervioso, eso sí, no lograba
acostumbrarse; pero esperaba paciente a que su mujer, la seca, la fría Nana volviese
dejando atrás a la sofisticada Yvonne, para poder seguir jugando a la familia
feliz que vive una vida por encima de las posibilidades de sus vecinos.
Sorprendente, no me esperaba para nada el desenlance. Me ha encantado
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