Llevaba todo el día dándole vueltas. No debería haber
ocurrido. Siempre que discutían le pasaba igual. Se calentaba, se calentaba, y
acababa diciendo cosas de las que luego se arrepentía. Y discutían tanto… Pero
no iba a ser él quien diera su brazo a torcer. Esta vez no. Ya estaba harto.
Todo un carácter el de Ana, su mujer. Y él ya no quería ceder. No había manera con ella. Y ahora estaría
varios días haciéndole el vacío, sin hablarle, ignorándole, evitándole la
mirada, haciendo como que no le oía… Y por supuesto, sin rozarse, construyendo
un mundo de reproches mudos (y a veces, no tan mudos) que se interponía entre
los dos.
Y el caso era que esta vez él se había pasado. Pero había
empezado ella. Sonrió. Le había sonado a la frase que repetían sus hijos siempre
que peleaban:
- Ha empezado él, papá, ha sido Jorge -.
-No, no, no es verdad, yo no he hecho nada, ha sido Javi que
me ha puesto esa cara, esa que me da tanta rabia…-
“Si en el fondo somos
iguales…” Pero no, no iba a ser él quien
pidiese perdón. Aprovechando la parada en el semáforo, decidió hacer algunas de
las llamadas que tenía pendientes.
-
Llamar
Luis.- Dijo, dirigiéndose al “manos
libres” del coche. En la pantalla, sin embargo, apareció el nombre de Cris
y la voz metálica le dijo: “Cris móvil, ¿llamar ahora?”.
-
No.-
Gritó. Otra vez. Otra vez igual. No había manera de que esa maldita máquina
funcionase de forma correcta. Y la semana pasada, cuando llevó el coche al
taller, le dijeron que estaba perfectamente. Volvió a intentarlo.
-
Llamar
Luis.-
-
No
hay ningún número con ese nombre.- Le respondió la máquina. “Así no hay
manera”. De pronto sonó el teléfono. Ana móvil, leyó. “Vaya, quizá quiera
pedirme disculpas. Mira que me extraña”. Pulsó el botón para coger la llamada.
-
Sí.-
Y al otro lado el silencio.
-
¿Me
oyes? – Nada. Si no fuera porque sabía lo mal que funcionaba el “manos libres” creería que ella lo hacía
adrede. Para sacarle de quicio. Colgó y llamó él.
-
Llamar
Ana móvil.- Esta vez la máquina le dio el número correcto y preguntó: “¿llamar
ahora?”.
-
Sí.-
Otra
voz grabada le contestó: “el móvil al que llama está apagado o
fuera de cobertura”.
-
Mierda.- Esa misma voz le ofreció la posibilidad de dejar un
mensaje:
-
Ana,
te devuelvo la llamada. Ya sabes, no hay manera de que funciones el rollo éste
del “manos libres” del coche. Llámame
y dime qué querías. O mejor no, te llamo yo, porque desde aquí sabes que es
peor coger las llamadas. Pues eso, que te llamo en cuanto pueda.
Pero no pudo. El día se le complicó
tanto que olvidó por completo que tenía pendiente hablar con su mujer. También
olvidó que tenía contratado un servicio por el que los mensajes hablados se
mandaban transformados en texto al número elegido. E incluso llegó a olvidarse
de la discusión con Ana. Ésa que le había amargado el inicio de la mañana. La
que se parecía a tantas otras que habían tenido desde que se conocieron.
Recordó todo cuando entraba en el
garaje. “Mierda. No la he llamado. Ahora sí que la he liado. Si esta mañana
estaba enfadada ahora ya sí que no me habla en dos años”. Y se armó de
paciencia para aguantar lo que le esperaba. Ya no recordaba ni por qué habían
discutido, pero lo que sí recordaba era la dureza de sus palabras, el sabor
amargo de su mirada. No, el asunto no pintaba nada bien. Aparcó y tardó todo lo
que pudo en recoger sus cosas, tratando de retrasar lo inevitable.
“Es que así no hay manera. Todos los
días discutiendo. Quejándose por todo. Dispuesta a saltar por cualquier cosa. Y
ya estoy harto. Estoy harto de tener que estar siempre pendiente de cuál es su
humor. Aunque la verdad, casi siempre es malo. Harto de tener que medir mis
palabras y pedir perdón. Harto. ¡Qué pereza me da! Y diga lo que diga llevo las
de perder. Porque después de no haberla llamado…”
Cuando por fin abrió la puerta, cogió
aire e intentó poner su mejor voz para decir:
-
Hola,
ya estoy en casa.-
A lo lejos oyó a sus hijos, desde sus cuartos, saludándole.
Atrás quedaron aquellos días en los que salían corriendo cuando oían la puerta,
dispuestos a abrazarle. Ahora permanecían en sus habitaciones, haciendo los
deberes. No se engañaba. Sabía que no tenían mayor interés por las tareas, pero
que la posibilidad de correr a abrazar a su padre ya no era algo que les
emocionase. Al menos, no más que seguir haciendo como que estudiaban. Supuso que
Ana ya habría llegado, pero no oyó su voz. La llamó:
-
Ana,
¿estás en casa? –
-
No.-
Le contestó Javier desde su habitación. Ha llamado diciendo que llegaría un
poco más tarde.-
“Bueno, un poco de tregua antes de la tormenta”, pensó y dejó
las llaves en el vaciabolsillos de la
entrada.
Cuando llevaba un rato sentado frente al televisor, cambiando
de un canal a otro sin ver realmente nada, llegó ella. Al oír las llaves en la
cerradura volvió a pensar cómo debía actuar.
“Seguramente si le pido disculpas será más fácil”. Pero no le
apetecía hacerlo. Además, disculpas, ¿por qué? No recordaba que hubiese hecho
nada malo. Bueno, no la había llamado, pero tampoco era un delito, ¿no? Miró
hacia la puerta, esperando ver su cara contraída, como siempre que discutían.
Como casi siempre últimamente.
-
Hola,
ya estoy en casa.- Anunció Ana.
Sus hijos reaccionaron del mismo modo que lo habían hecho
antes, cuando él llegó. Saludaron desde sus cuartos. Él se hizo el despistado
con el mando. Por eso le sorprendió tanto la reacción de Ana. Tanto que casi se
asustó cuando la vio venir hacia él y darle un beso. No estaba acostumbrado. Y,
desde luego, no lo esperaba.
-
Buenas
noches.- Le dijo, con un tono que le resultó vagamente familiar, pero que ya
casi ni recordaba. Un tono amable que hacía tiempo estaba desterrado de sus
conversaciones.
-
Bu…
buenas noches.- Dijo él, sin tener muy claro qué era lo que estaba pasando.
Ana le sonrió y le dijo:
-
He
parado en el Corte Inglés y he traído algo de cena.- Él estuvo a punto de
preguntar qué celebraban, pero se contuvo a tiempo. Quizá era una fecha que él
debía recordar. Decidió seguirle la corriente.
-
¡Qué
buena idea!, ¿y qué has traído? –
-
Lasaña
de verduras.- A él le encantaba la lasaña. Esto estaba siendo muy raro… Seguro
que había algo que él debía recordar. ¿El aniversario? No, de eso estaba
seguro, era en verano. ¿Su cumpleaños? No, había sido hacía dos meses. ¿El de
ella? Tampoco, era en marzo. Entonces, ¿qué?
Fuese lo que fuese le agradaba esa sensación. Era extraña.
Esa sensación de no estar discutiendo, ni a la defensiva. Ya ni recordaba lo
bien que se estaba así. Decidió no preguntar y dejarse llevar. Comenzaron a
poner la mesa. Ana no dejaba de mirarle, sonriendo. Incluso le pareció más
joven. Como hacía tiempo. No se atrevía a hablar para no romper el encanto. Lo
que quiera que fuese que pasaba estaba bien. A mitad de la cena, fue Ana quien
le dio una pista.
-
Con
lo cabreado que te fuiste esta mañana…- Él no sabía cómo seguir. Sintió que
cualquier cosa que dijese podría estropear la situación. La miró, le sonrió y
la dejó hablar.- Y luego vas y me mandas
ese mensaje…
-
¿Qué
mensaje? ¡Ah! El del coche. Ya. Sabes lo mal que funciona…- Intentó
disculparse. Aunque no sabía muy bien por qué.
-
Ya,
pues casi me alegro de no haberte oído. Porque lo del mensaje me pareció mejor,
más romántico…- Y lo dijo con una risita, una risita tonta que le despistó por
completo. Decidió no seguir indagando. Fuese lo que fuese, no parecía malo.
Supuso que Ana se refería al mensaje escrito que se mandaba automáticamente
sobre el de voz. ¿Eso era tan bueno? No entendía nada.
Cuando acabó la cena Ana seguía con esa sonrisa bobalicona
que hacía años que no le dedicaba. Incluso le había cogido la mano por debajo
de la mesa. Hasta que Jorge se dio cuenta y lo había echado todo a perder,
riéndose y diciéndoles que parecían unos moñas
y que ya no tenían edad para eso.
¿Qué había pasado? Lo que prometía ser una declaración de
guerra se había transformado en una dulce tregua. Y todo parecía tener que ver
con el coche y el teléfono. Esa horrenda máquina que nunca funcionaba como era
debido. ¿Acaso prefería Ana que no la llamase? ¿Le gustaba que se hiciese el
duro, que no respondiese? Lo cierto era que la mayoría de sus conversaciones
eran de lo más banal, que si, oye ve tú a la farmacia al salir y compra
couldina, que se ha acabado, que si vas a llegar a tiempo para recoger a Jorge
de judo; no, mejor que se venga solo, y cosas así. Nada de romanticismo. Hacía
años de aquello del “cuelga tú. No anda, tú”, que les podía durar horas.
Intrigado, aprovechó el momento en el que los niños se fueron
a la cama y Ana se acercó a despedirse de ellos para coger su móvil. Leería el
mensaje que le había enviado. Siempre se lo mandaban a él también. Abrió la
carpeta de mensajes y buscó en el último. ¿Qué habría entendido esa máquina
loca de “manos libres”? Si era capaz
de confundir Luis con Cris y de entender los números como le daba la gana,
también podía haber sido capaz de cualquier barrabasada. No pudo creer lo que
leyó:
“Ana, cariño, que soy yo. Que te
llamaba para pedirte perdón. Lo siento mucho. No sé qué me ha pasado. Pues eso,
que me perdones. Te quiero mucho. Un beso.”
Se quedó de
piedra. ¿Cómo podía haber entendido eso la máquina? Desde luego, él no lo había
dicho. Miró a Ana, que volvía de las habitaciones de los niños. Vio algo en su
mirada que recordaba. Sí, lo recordaba muy bien. Dejó el móvil sobre la mesa. ¿A quién le
importaban ahora los problemas técnicos? El “manos libres” funcionaba como le daba la gana, pero si en el taller
decían que estaba bien sería porque estaba bien, ¿no? A lo mejor era eso lo que
él había querido decir y ni siquiera había sido consciente de ello. A lo mejor
ese trasto no era un teléfono sino un averiguador de emociones. Vete a saber.
Decidió no pensarlo y vio a su mujer como hacía años, cuando él también tenía
esa mirada que ya casi ni recordaba.
Muy bueno, llegaremos a eso seguro. Habrá que controlar muy bien los pensamientos.
ResponderEliminarVirginia
Breve, originaly bonito
ResponderEliminarBreve,original y bonito.
ResponderEliminarMe gusta la imaginación que pones en este relato, aunque seguro que pasará si no ha pasado ya
ResponderEliminarBueno, Pepa... No sé muy bien cómo lo has hecho; sólo te digo que, aun habiendo hablado con María antes de leer la historia, has conseguido que no pudiese parar de leer. Eso por no hablar de la sonrisa tonta que, un buen rato después, sigo teniendo en la cara... Genial.
ResponderEliminarLucía