No me importó. Al contrario, me
alegré tanto de verla… Al principio nadie se atrevía a darme la noticia. Mis
amigos se miraban entre ellos cada vez que surgía el nombre, intentando cambiar
de conversación. Por eso supe que pasaba algo. Por eso y porque sus llamadas se
espaciaron. Un poco al principio. Algo más al cabo de unos meses. Y todo el
verano sin recibir una sola noticia de ella. ¡Qué gusto! Y también ¡qué raro!
La separación había sido un verdadero
calvario y el deterioro de nuestra convivencia aún más. ¿Cuándo empezó? No
sabría decirlo. Si me hubieran preguntado hace unos meses hubiera dicho que en
realidad nunca nos llevamos bien. Pero eso no era cierto, era una exageración,
como lo fue también ese sentimiento de intensidad, esa sensación de ser los
únicos, que tuvimos al principio. Ahora lo veo. La nuestra fue una relación
normal. Apasionada al principio. Sin hueco en el pensamiento para otra cosa que
no fuéramos nosotros. Creyéndonos tan afortunados y tan distintos… Y cuando
casi estábamos tocando el cielo, empezamos a caer. Como pasa tantas veces. Y ya
no dejamos de hacerlo. No fuimos capaces de verlo. O sí, y no nos importó. No
lo sé. Éramos tan viscerales en todo, que lo fuimos también en las discusiones,
en los odios, en el empeño en atarme de ella, en mis ganas de herirla… Años y
años sabiendo lo que teníamos que hacer y encontrando excusas para no hacerlo.
Hasta que tomé la decisión. En las Navidades pasadas. Bonita fecha. Supongo que
no hubiera podido hacerlo de otro modo. No como el resto de las personas. Quizá
soy muy débil, o muy tonto, o vete a saber. Hace unos meses no hubiera dicho
esto. No me hubiera echado la culpa de nada. Era ella, ella, la que se empeñaba
en retenerme, la que no me dejaba vivir.
Por eso me vino tan bien esa oferta,
ese contrato fuera de España. La excusa perfecta. Sabía que no iba a venir
conmigo. Ella no dejaría a su familia, a sus amigos, ni siquiera dejaría ese
trabajo que decía odiar pero que tanto la enganchaba. No, ella no vendría. Y no
porque fuese Alemania, que también, que ella sólo hablaba inglés y mal. Bueno,
también español, claro, pero alemán, no, ni una palabra. Pero no era ése el
motivo. Ella no hubiera venido ni a Albacete. No se hubiera ido de Madrid. Si
hasta salir de su barrio le costaba. Lo tenía todo tan cerquita… A veces me
preguntaba por qué le gustaba tanto vivir en la ciudad, si luego sus días se
reducían a un círculo tan pequeño. Podría haber hecho lo mismo en cualquier
pueblo…. Pero ella decía que no, que en Madrid podíamos ir a los estrenos de
las mejores obras de teatro, a cualquier espectáculo, salir por la noche de
garito en garito sin necesidad de repetir, pasar desapercibidos… Pero no lo
hacíamos, no hacíamos nada de eso. Si acaso, ir al cine de vez en cuando. Por
eso supe que era mi oportunidad. Y acepté casi sin pensar. Una buena oferta,
sí, y en un momento como éste. Pero, sobre todo, la llave para conseguir, por
fin, mi libertad. Y no fallé. Dijo que no. Que no venía. Lloró, suplicó,
insistió en que cambiase de idea, que me quedase con ella en Madrid, pero esta
vez sí fui inflexible. Y, si hasta entonces, me había echado para atrás en cada
una de las ocasiones en las que intenté que nos separásemos, esta vez no lo hice. Me fui. Sin ella. Por
fin.
La libertad no me supo tan bien como
me había imaginado. La culpa me perseguía. Seguía sintiéndome cobarde por haber
utilizado esa excusa, por no haber sido capaz de afrontar que ya no quería
estar con ella, que hacía tiempo que ninguno de los dos deseaba seguir con el
otro, aunque nos empeñásemos en lo contrario. Y ella me llamaba para
recordármelo. Para recordarme todo aquello que me había llevado a dejar de
quererla. Me ponía delante de sus defectos, ésos que tan bien conocía y me
había repetido a mí mismo hasta la saciedad en los últimos años.
Pero lo había conseguido. Por fin
estaba solo. Sin ella. En una ciudad extraña, con un trabajo nuevo y
complicado, sin amigos. Totalmente solo. No era fácil. Llegué a extrañar sus
desplantes, sus gritos en cuanto algo no le gustaba, sus ganas de tener razón
siempre. Llegue a echarla de menos. Nunca lo hubiese creído.
Quizá por eso mis amigos no se
atrevían a decírmelo. Quizá por eso me encontré con ella por azar. En la cola
de un cine. Yo había venido a ver a mis padres y a dar una vuelta. Últimamente
lo hacía menos, pero, al principio, en cuanto encontraba una oferta, un vuelo
barato, me plantaba aquí el fin de semana. Hacer amigos allí estaba resultando
algo complicado. Casi todos tenían familia, y ese horario, tan conveniente para
algunas cosas, era matador para mí. En casa a las seis y media. A las siete
como tarde. Me buscaba actividades, claro: un curso de alemán para perfeccionar
el idioma, me había apuntado a un gimnasio, incluso estaba valorando la
posibilidad de estudiar canto. Siempre me había gustado, pero en España quedaba
raro, se veía muy femenino. Aquí no, aquí la música se valora mucho. Pero por
más que me empeñaba, tenía que reconocer que me aburría. Por eso me escapaba
siempre que podía.
Era una película española, de esas
que sabía que no iba a poder ver en casa. Estaba esperando mi turno, con la
mirada perdida al frente, cuando la vi llegar. Noté sorpresa en su gesto. E
incomodidad. Enseguida supe por qué. No estaba sola. Iba con un hombre de unos
cuarenta años, alto, bastante más que ella (y sí, he de reconocerlo, bastante más que yo), con el pelo canoso y
con entradas, la barbilla cuadrada y aspecto pulcro, como sacado de un anuncio
de un producto familiar. Nada destacable.
Eso era lo que mis amigos no querían
contarme. Pensaban que me iba a molestar. Pero no fue así. Me alegré tanto de
verla contenta…. Porque lo estaba. Y nerviosa también. Nerviosa por haberse
encontrado conmigo.
La vi distinta. Quizá es que hacía
mucho tiempo que no la recordaba feliz. Al principio sí lo estaba, cuando nos
conocimos, cuando todo en ella me gustaba, cuando contaba el tiempo por las
horas que faltaban para verla. Entonces sí, entonces tenía el mismo gesto
relajado y se le escapaba la risa por cualquier tontería. Como ahora.
Él se llamaba Ricardo. Nos dimos la
mano y en su cara vi que ella le había hablado de mí. Era lógico, ¿no? Al fin y
al cabo habíamos estado casados. Hasta el año pasado. Me pregunté qué le habría
dicho y enseguida me contesté que nada bueno. Ella, como yo, tenía sólo los
recuerdos malos, los que se nos habían quedado pegados en la sima de los
últimos años de convivencia.
Me alegré tanto por ella, por ver que
había encontrado a otra persona, que casi se me olvidaron esos momentos. Fue
como abrir la compuerta de los recuerdos para dejar que saliesen los mejores,
los que habían estado sepultados por la miseria de nuestras acusaciones, por el
rencor, por el día a día. Y volví a ver esas arrugas que se le formaban en los
ojos al reír, achinándoselos. Esas arruguitas que tanto me habían gustado. Y
noté de nuevo su olor, por debajo de la fragancia del perfume – nuevo para mí -
, ese olor que me trajo sensaciones ya olvidadas. La miré y vi en su mirada,
vuelta hacia Ricardo, algo muy familiar, que ya casi ni recordaba. Pero ahora
no iba dirigida a mí.
Me gustó verla. Me reconcilió conmigo
mismo y con mi pasado. Me trajo los recuerdos buenos que no se habían borrado
del todo, y me hizo darme cuenta de mis errores.
Sí, no me importó. No me importó y me
alegré tanto por ella que supe por qué la quise entonces y supe, también, que
hacía mucho tiempo que había dejado de hacerlo.
El paso del tiempo lo "cura" todo, ver una o un ex con el paso del tiempo, hace valorar en su medida justa la relaión.
ResponderEliminarVer a una ex o un ex pasado un tiempo largo, hace valorar en su justa medida la relación
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